
Cartel diseñado por Shujiro Shimomura, 1928
Lo mirarás y te sentirás perdida como si hubieras hecho algo más allá del poder que a ti misma te habías dado. Más allá del poder. Más allá de las ganas de hacer daño. Lo mirarás en su ataúd, cruzados los brazos, los ojos bajados, de una palidez inusual. No llorarás. Sólo te asaltará, como un gusano, la vaga idea -que denota ya el objeto al que denominas algo- de haber traspasado una linde, de haberte excedido en el empeño, de haberte comportado, simple y llanamente, mal. Y quizás entonces recuerdes que te dijo, más de una vez, que no entendía ni el perdón ni el olvido porque ambos estados de la conciencia no son voluntarios. Entendía que pudieran ocurrir -como se puede dar el feliz encuentro entre un ave y un tigre: sin saber muy por qué-; argüía -a ti- que cómo se puede perdonar un dolor que te arrebata la vida a cada instante a más a más cuando ese dolor no tiene un sustrato cuando menos razonable; que él no decía -te insistió- que no pudiera ocurrir que ante el encuentro tras el dolor que te ha desgarrado la existencia, el doliente tuviera una catarsis que purificara todo esa tristeza que se suele sedimentar en los hígados y los páncreas y sintiera de inmediato la liberación de todas las sustancias que se habían estancado y habían generado un hábitat de charca en el abdomen; porque -continuaba- estaba de acuerdo con Wittgenstein cuando aseguraba que todo lo que se puede decir es posible y así también era posible que igual que el perdón podía nacer de la más honda desesperación y el dolor más íntimo, también el olvido podía tener cabida en un corazón roto que aún así y a duras penas (hermosa en todo caso la imagen) había bombeado, durante los años de la destrucción sin amor, sangre al cuerpo todo.
Ahora le miras. Ya nada late en él. Los últimos tiempos anduvo pensando que justo en el momento en el que él se encontraba muerto de frío, metido en una cama, en una habitación muy pequeña, de una casita también mínima ubicada en un pueblo por donde la historia se olvidó de pasar, justo en ese mismo momento una comisaria europea estaba manteniendo una reunión del más alto nivel con un enviado chino y también había un niño pisando charcos junto al río Congo y un camionero haciendo una ruta que atraviesa los terribles desiertos de Australia y tantos seres, pensaba, y pensaba que él estaba allí, con mucho frío, sin apenas calorías, dejándose ir un poco, sin aspavientos, a ver si esta vez la Parca sí le invitaba a seguirla mientras tú, a lo mejor, estabas con tu amante, rodeada por sus brazos y con la dicha de quien es joven y amada a la vez. Él también fue joven y fue amado.
No hay moraleja. Tú sabrás lo que te recorre el cuerpo cuando miras la forma de la muerte en el cuerpo de tu padre. Sabemos que si pudiera desear, desearía que no sintieras nada, mejor así, que no sintieras nada nunca, que ni un solo día sintieras cuando menos pesar por la daga que clavaste en su carne y cómo durante años la retorciste más y más adentro, para que hiciera un daño insoportable, como sentía Prometeo amarrado al Cáucaso los picotazos del águila en su hígado. Has de saber, ya para terminar, que nunca dejó de ocuparse del jardín y que su aparente descuido no es más que la forma que adopta un espacio cuando es amado.
Nosotros no te deseamos lo mismo. No expresaremos nuestros deseos por respeto al muerto y porque está aún de cuerpo presente y parece como si en cualquier momento se pudiera levantar y con esa voz que a veces hasta parecía tronante, nos dijera, ¡Callad, que las hierbas del jardín duermen y hay una salamandra a punto de asaltar el universo! ¡Callad y bebed a mi muerte! Callad y recogeos pronto.
Monólogo escueto, listo para encordar
KARL:
Krausismo, Fernanda, obtuvo prohibidos en 1873.
Esposo como plan b en la tarde donde Manet concibió un globo.
Completo, Fernanda, por post conciliar, por incrementar hasta el delirio el menosprecio y la lengua;
¡Segismundo, atiende en el mostrador!
Suya y nada más que suya, lo digo así porque ésa es la definición que le dio Hanna Arendt.
¿No estaría en contradicción con la vida onírica?
La Madre Naturaleza.
Isaac Yakovlevich Pavlosky.
De todo ello dio razón en un polémico ensayo que denominó Hacedores de sueños.
¡Libértame. Fernanda!
Liberto fue Terencio y así le fue.
Dime si Terencio era de piel oscura como las noches egipcias a orillas de un río...
...el río que pasa por mi aldea no es el Tajo.
...el río a cuya vera descanso en Egipto no es el Nilo;
No es el Nilo, Fernanda, no es el Nilo. ¿Tuviste un idilio con el hombre que se balancea en el aire? ¿Sabía lo desahogada de tu situación económica? ¿Te lamía mientras te pedía unos cuantos miles de reales? Digna de encomio es tu valentía.
Ya termino, ya, ya termino. Sólo era por no perder la mano. Por dejarme guiar por una piedra. Se trata, al fin y al cabo de un trabajo sin salario. Ven, Fernanda, ven, enlacemos as mâos à beira do rio.
Me levanto caballero,
locuaz me enfrento al día
como los hombres de Godofredo
se disponían a tomar la ciudad de Sión
cuando la fe en un dios
lanzaba cientos de batallones
de unos y otros ejércitos
a los abismos ígneos del horror;
miro el sol como lo haría
un héroe del montón,
Sigerio, por ejemplo, o menor aún:
Dudón que murió de los primeros;
miro también la muralla
de doble hierro o de diamante
que cerca los arcanos de mi mente
y siento el impulso de atacarla
protegido tan solo con un peto y un espaldar
y esgrimiendo como armas
de cuero una rodela
y de Alepo una daga.
No oso hacerlo porque al ser héroe
soy cobarde y la belleza me vence
y me susurra: si mueres
no podrás volver a verme.
Cuando la tarde
cubre de dulzura el mundo
y atraviesa el aire, con rumbo,
una mariposa amarilla,
siento que el ímpetu
de la mañana decae
y busco entonces, sin empeño,
un delirio que me lleve
entre humo y duendes
hasta el último confín.
¡Qué silencios me esperan!
Ese lugar donde el yo
se descompone y nosotras,
células vivas de un todo muerto,
seguimos cantando
-como si fuéramos uno,
como si fuéramos yo-
sobre alguien que se levantó
caballero y escribió:
cuando la fe en un dios...
locuaz me enfrento al día
como los hombres de Godofredo
se disponían a tomar la ciudad de Sión
cuando la fe en un dios
lanzaba cientos de batallones
de unos y otros ejércitos
a los abismos ígneos del horror;
miro el sol como lo haría
un héroe del montón,
Sigerio, por ejemplo, o menor aún:
Dudón que murió de los primeros;
miro también la muralla
de doble hierro o de diamante
que cerca los arcanos de mi mente
y siento el impulso de atacarla
protegido tan solo con un peto y un espaldar
y esgrimiendo como armas
de cuero una rodela
y de Alepo una daga.
No oso hacerlo porque al ser héroe
soy cobarde y la belleza me vence
y me susurra: si mueres
no podrás volver a verme.
Cuando la tarde
cubre de dulzura el mundo
y atraviesa el aire, con rumbo,
una mariposa amarilla,
siento que el ímpetu
de la mañana decae
y busco entonces, sin empeño,
un delirio que me lleve
entre humo y duendes
hasta el último confín.
¡Qué silencios me esperan!
Ese lugar donde el yo
se descompone y nosotras,
células vivas de un todo muerto,
seguimos cantando
-como si fuéramos uno,
como si fuéramos yo-
sobre alguien que se levantó
caballero y escribió:
cuando la fe en un dios...
¿Es sólo un día más? Vendrán más días y se añadirán y se hará una bola tan grande como las que hacen los niños cuando se niegan a tragar un bolo alimenticio.
¿Soñará que filetean su hígado y tiene tiempo de ver cómo lo ponen sobre una parrilla y llega a sentir el dolor de su víscera asándose?
¿Terminará por admitir que está loco? ¿Admitirá por fin que la infancia es la única cárcel de la que no se puede escapar? Se mirará frente al espejo y se dirá: la infancia es una cadena perpetua.
Parece que el mundo no quería dejarle descansar.
Hubo un tiempo en que creyó que el buen dios, por fin, le había acariciado la coronilla y con un leve y cariñoso empujón le había animado a seguir su camino. Hubo un tiempo en el que ante la lluvia sonreía. Hubo un tiempo en el que el porvenir estaba a la distancia de un minuto. Hubo un tiempo en el que creyó a pies juntillas que la vida era un trasunto cordial del folclore irlandés.
Ahora se levanta y el cuerpo le duele y siente la desdicha como si fuera una uña de su pie izquierdo, una uña que se ha vuelto callosa y le duele cada vez que apoya, cada vez que da un paso. ¿No quisiera dar más pasos? ¿Es sólo un día más en el que las nubes más grises que el infierno, el viento que más parece aliento de Cerbero que soplo de primavera, el frío y la humedad que traspasan con facilidad los muros le están dirigiendo hacia el acantilado contra el que un mar color verdemoco se estrella furioso, echando espumarajos por sus olas, espumarajos blancos como las flemas que recogía de su padre y que se desparramaban, pobre mío, por sus manos? ¿Realmente es éste el misterio, la dulce balada de otoño, la mano larga y sin callos de una muchacha de ciudad, los cabellos bien peinados de un muchacho con los labios propios de la juventud? ¿Deberá detenerse y volver a mirar algún cuadro que sea una alegoría de la vanitas para que él, de nuevo, se someta, humille la cerviz y desee que esto pase pronto, que la nada le cubra y nada por fin sea, así la gota lo es en el océano, así la escarcha lo es cuando sale el sol y llega el mediodía? ¿Habrá de lamentarse un día más? ¿Habrá aprendido que la tarde será callada y los muertos no se revuelven en sus tumbas y la mirada azul y verde de C. reposa en su cerebro como pudiera en la mente de Verlaine reposar el recuerdo de una mano de Rimbaud?
Se hacía el silencio. La pirámide, dedujo, estaba truncada. No sabía cómo había llegado a esta situación en la que una ausencia se convierte en un arma. Ya no quería pensar más. Ya no quería indagar más. Ya no quería sentir esa contracción a la altura del diafragma. Sólo deseaba que la mente -esa loca que habita en el mundo de cada ser- se callara. To die, to sleep,/ to sleep ... perchance to dream (Hamlet. Acto III. Escena 1ª).
¿Soñará que filetean su hígado y tiene tiempo de ver cómo lo ponen sobre una parrilla y llega a sentir el dolor de su víscera asándose?
¿Terminará por admitir que está loco? ¿Admitirá por fin que la infancia es la única cárcel de la que no se puede escapar? Se mirará frente al espejo y se dirá: la infancia es una cadena perpetua.
Parece que el mundo no quería dejarle descansar.
Hubo un tiempo en que creyó que el buen dios, por fin, le había acariciado la coronilla y con un leve y cariñoso empujón le había animado a seguir su camino. Hubo un tiempo en el que ante la lluvia sonreía. Hubo un tiempo en el que el porvenir estaba a la distancia de un minuto. Hubo un tiempo en el que creyó a pies juntillas que la vida era un trasunto cordial del folclore irlandés.
Ahora se levanta y el cuerpo le duele y siente la desdicha como si fuera una uña de su pie izquierdo, una uña que se ha vuelto callosa y le duele cada vez que apoya, cada vez que da un paso. ¿No quisiera dar más pasos? ¿Es sólo un día más en el que las nubes más grises que el infierno, el viento que más parece aliento de Cerbero que soplo de primavera, el frío y la humedad que traspasan con facilidad los muros le están dirigiendo hacia el acantilado contra el que un mar color verdemoco se estrella furioso, echando espumarajos por sus olas, espumarajos blancos como las flemas que recogía de su padre y que se desparramaban, pobre mío, por sus manos? ¿Realmente es éste el misterio, la dulce balada de otoño, la mano larga y sin callos de una muchacha de ciudad, los cabellos bien peinados de un muchacho con los labios propios de la juventud? ¿Deberá detenerse y volver a mirar algún cuadro que sea una alegoría de la vanitas para que él, de nuevo, se someta, humille la cerviz y desee que esto pase pronto, que la nada le cubra y nada por fin sea, así la gota lo es en el océano, así la escarcha lo es cuando sale el sol y llega el mediodía? ¿Habrá de lamentarse un día más? ¿Habrá aprendido que la tarde será callada y los muertos no se revuelven en sus tumbas y la mirada azul y verde de C. reposa en su cerebro como pudiera en la mente de Verlaine reposar el recuerdo de una mano de Rimbaud?
Se hacía el silencio. La pirámide, dedujo, estaba truncada. No sabía cómo había llegado a esta situación en la que una ausencia se convierte en un arma. Ya no quería pensar más. Ya no quería indagar más. Ya no quería sentir esa contracción a la altura del diafragma. Sólo deseaba que la mente -esa loca que habita en el mundo de cada ser- se callara. To die, to sleep,/ to sleep ... perchance to dream (Hamlet. Acto III. Escena 1ª).
Me declaro libertino (en el sentido que a esta palabra se le daba en el siglo XVIII, es decir, en moderna terminología: librepensador). La reflexiones que voy a ir plasmando a lo largo de las próximas semanas tienen un carácter provisorio y se acogen a una de las características de uno de los métodos científicos: estas reflexiones son falsables. Incluso yo mismo, a lo largo de este periodo que hoy se inicia, podré mostrar la falsabilidad de algunas de ellas.
Estas reflexiones no pertenecen a ningún heterónimo. De cada una de las palabras que escriba en este libro el único responsable soy yo: Fernando García-Loygorri Gazapo. Por supuesto que cuando utilice citas facilitaré el nombre del autor y el título del libro o fuente de donde las haya sacado.
159.- Yo soy (
Ensayo
Tags : Reflexiones para antes de morir Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/03/2025 a las 00:58 |
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Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/04/2025 a las 00:43 |