Su cabello rojizo y largo se había esparcido por el suelo evocando las laderas de un volcán. El vestido le llegaba hasta el inicio de los muslos y disimulaba sus caderas. Su cabeza estaba ladeada hacia la pared. Su gesto era tranquilo. A su alrededor -como si no hubiera llegado nadie, como si nos les importara lo más mínimo la presencia de varias personas, como si éstas fueran invisibles- se mantenían sentados en círculo alrededor de ella doce gatos, todos hermosos, todos lejanos.
Las areolas doradas enmarcaban un pezón morado intenso. Quizá fue esa particularidad la que realzó el carácter dorado de las mismas. Los forenses examinaron de cerca el fenómeno y tras una primera inspección dedujeron que la coloración era natural y que jamás habían visto un contraste tan acusado en los pechos de una mujer. Habrá que decir que cuando los forenses se acercaron al cuerpo de la mujer, los gatos abrieron el círculo y les dejaron pasar, luego se fueron disgregando por diversas estancias de la casa como si lo que iba a suceder a partir de ese momento no fuera con ellos.
Llegaron los encargados de la funeraria y cuando levantaron el cuerpo se encontró un sobre cerrado y dentro de él (se abrió más tarde, tras todas las pruebas necesarias para descartar huellas o pistas) un relato, escrito en primera persona. El que se añade a continuación es un extracto del mismo porque la mujer de las areolas doradas tenía el don de la digresión y dada su profesión y las circunstancias que a continuación se conocerán, se dejaba llevar por sus pensamientos y elaboraba unas teorías que en nada ayudarían al relato principal que nos ocupa: los antecedentes de la muerte por decapitación del marqués Antonio Altomonte y la narración de la tarde de su asesinato.
Las areolas doradas enmarcaban un pezón morado intenso. Quizá fue esa particularidad la que realzó el carácter dorado de las mismas. Los forenses examinaron de cerca el fenómeno y tras una primera inspección dedujeron que la coloración era natural y que jamás habían visto un contraste tan acusado en los pechos de una mujer. Habrá que decir que cuando los forenses se acercaron al cuerpo de la mujer, los gatos abrieron el círculo y les dejaron pasar, luego se fueron disgregando por diversas estancias de la casa como si lo que iba a suceder a partir de ese momento no fuera con ellos.
Llegaron los encargados de la funeraria y cuando levantaron el cuerpo se encontró un sobre cerrado y dentro de él (se abrió más tarde, tras todas las pruebas necesarias para descartar huellas o pistas) un relato, escrito en primera persona. El que se añade a continuación es un extracto del mismo porque la mujer de las areolas doradas tenía el don de la digresión y dada su profesión y las circunstancias que a continuación se conocerán, se dejaba llevar por sus pensamientos y elaboraba unas teorías que en nada ayudarían al relato principal que nos ocupa: los antecedentes de la muerte por decapitación del marqués Antonio Altomonte y la narración de la tarde de su asesinato.
El marqués de Altomonte apareció muerto una mañana de junio, el día de su santo, que era viernes. Cuando llegó el mayoral de su finca lo encontró espatarrado en su butaca de grandes orejeras, con los pantalones y los calzoncillos bajados hasta los tobillos, vestido de cintura para arriba, con el miembro lánguido y -justo ante la salida de su conducto urinario- una costrita de semen. El último gesto del marqués de Altomonte no se podía ver: le faltaba la cabeza. El mayoral, en su declaración posterior, dejó constancia de que no sabe muy bien por qué sintió que las miradas de todos los animales disecados -cabezas de tigre, de león, de toro, de ciervo, de jabalí, de gamo, de gacela, de puma y de jaguar- que adornaban los cuatro muros del salón, miraban hacia el lugar donde yacía, muerto, quien había sido su cazador.
Al pueblo más cercano voló la noticia como las tormentas de verano se acercan al son de los truenos. Acudió la Guardia Civil. Hicieron los protocolos de rigor y no descubrieron nada que les permitiera iniciar una investigación con visos de resolver el caso . Durante meses los investigadores siguieron pistas y pistas de pistas y nada. El marqués de Altomonte era un personaje público, uno de los más ricos hacendados de Extremadura y Andalucía, dueño de varios cotos de caza, famoso por sus cacerías en el mundo entero. La prensa, los medios de comunicación se lanzaron a este crimen como asalariados en paro a los que se les aireara un contrato de trabajo y así se supo que en los últimos años el marqués se había retirado a la finca donde fue hallado muerto y sin cabeza, que apenas recibía a nadie, que tan sólo el mayoral y una mujer del pueblo iban una vez por semana para mantener lo mínimo en orden. Y hasta ahí se llegaba. En ese relato de retiro y soledad se detenía cualquier intento de ir más allá. Ni policía ni periodistas ni curiosos ni novelistas ni guionistas lograron traspasar el muro de su soledad y así, pasados dos años, el caso fue muriendo y quedó arrumbado como tantos crímenes que quedaron sin explicación. Y así habría sido si no hubiera ocurrido lo inesperado.
El 8 de noviembre, dos años y unos meses después del suceso contado, se encontró la cabeza del marqués Antonio Altomonte colgada en la pared de una casa del barrio de Chamberí en la ciudad de Madrid. A su alrededor había un marco como los que tenían las cabezas de animales disecadas en el salón del marqués. Bajo la cabeza yacía semidesnuda una mujer cuyas areolas doradas causaron general admiración.
Al pueblo más cercano voló la noticia como las tormentas de verano se acercan al son de los truenos. Acudió la Guardia Civil. Hicieron los protocolos de rigor y no descubrieron nada que les permitiera iniciar una investigación con visos de resolver el caso . Durante meses los investigadores siguieron pistas y pistas de pistas y nada. El marqués de Altomonte era un personaje público, uno de los más ricos hacendados de Extremadura y Andalucía, dueño de varios cotos de caza, famoso por sus cacerías en el mundo entero. La prensa, los medios de comunicación se lanzaron a este crimen como asalariados en paro a los que se les aireara un contrato de trabajo y así se supo que en los últimos años el marqués se había retirado a la finca donde fue hallado muerto y sin cabeza, que apenas recibía a nadie, que tan sólo el mayoral y una mujer del pueblo iban una vez por semana para mantener lo mínimo en orden. Y hasta ahí se llegaba. En ese relato de retiro y soledad se detenía cualquier intento de ir más allá. Ni policía ni periodistas ni curiosos ni novelistas ni guionistas lograron traspasar el muro de su soledad y así, pasados dos años, el caso fue muriendo y quedó arrumbado como tantos crímenes que quedaron sin explicación. Y así habría sido si no hubiera ocurrido lo inesperado.
El 8 de noviembre, dos años y unos meses después del suceso contado, se encontró la cabeza del marqués Antonio Altomonte colgada en la pared de una casa del barrio de Chamberí en la ciudad de Madrid. A su alrededor había un marco como los que tenían las cabezas de animales disecadas en el salón del marqués. Bajo la cabeza yacía semidesnuda una mujer cuyas areolas doradas causaron general admiración.
Cuento
Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/06/2009 a las 20:34 | {0}
Las abejas melíferas están desapareciendo, una extraña enfermedad dicen, una menor resistencia a los virus, algo relacionado con la labor de los hombres sobre la santa madre tierra. Dave Hackenberg se gana la vida llevando abejas de acá para allá para que polinicen los cultivos: los melones en Florida -escriben Diane Cox-Foster y Dennis van Elgelsdorp- , las manzanas en Pennsylvania, los arándanos en Maine, las almendras de California.
La cabeza de la abeja melífera es tan ajena a las cabezas, ¿cuándo se vieron esos pelos surgiendo de sus ojos compuestos?
Un seno de una mujer francesa a la altura de mis ojos.
El calor del andén del metro, la ausencia en la vida de otros cuerpos. Una sensación esquiva. Una extraña, por antigua, secuencia de hechos.
El frío en el cuello. Un piano conocido. Un país. Una escuela. Una astucia. Un amor que nos deja. Que nos deja. La lejanía, de repente, de la montaña que estuvo tan cerca o del río o de la casa.
Magia, ahora está, ahora no está. Magia tus ojos (no le hablo a nadie. No me atrevo a hablarle a nadie. Es -quien escribe- un narrador que en nada me concierne. Son sus dedos y su cabeza y sus sentimientos, sus sentimientos, porque los míos se quedaron aparcados en el aparcamiento de una estación de tren, eso sí, bella... la estación) y esas manos que suavemente se deslizan por tu brazo tras el ataque de un viento fresco. Esa saliva. Ese aire entre tus cabellos. Tu vientre. Tu vientre esgrime el calor de los hornos en tu piel.
Alguna máscara en la calle. Un alud de tientos y milagros. Cómo me gustó siempre el verso La calma de la tarde en un cigarro escrito por mí hace muchos años, muchos, muchos años....
La cabeza de la abeja melífera es tan ajena a las cabezas, ¿cuándo se vieron esos pelos surgiendo de sus ojos compuestos?
Un seno de una mujer francesa a la altura de mis ojos.
El calor del andén del metro, la ausencia en la vida de otros cuerpos. Una sensación esquiva. Una extraña, por antigua, secuencia de hechos.
El frío en el cuello. Un piano conocido. Un país. Una escuela. Una astucia. Un amor que nos deja. Que nos deja. La lejanía, de repente, de la montaña que estuvo tan cerca o del río o de la casa.
Magia, ahora está, ahora no está. Magia tus ojos (no le hablo a nadie. No me atrevo a hablarle a nadie. Es -quien escribe- un narrador que en nada me concierne. Son sus dedos y su cabeza y sus sentimientos, sus sentimientos, porque los míos se quedaron aparcados en el aparcamiento de una estación de tren, eso sí, bella... la estación) y esas manos que suavemente se deslizan por tu brazo tras el ataque de un viento fresco. Esa saliva. Ese aire entre tus cabellos. Tu vientre. Tu vientre esgrime el calor de los hornos en tu piel.
Alguna máscara en la calle. Un alud de tientos y milagros. Cómo me gustó siempre el verso La calma de la tarde en un cigarro escrito por mí hace muchos años, muchos, muchos años....
Narrativa
Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/06/2009 a las 22:18 | {0}
Es esa voz de Astrud Gilberto y esa guitarra de Joao Gilberto y Antonio Carlos Jobim y por supuesto el saxo de Stan Getz. Esa ausencia de la bossa nova. Ese tempo sensual y melancólico, esa cadencia de agua suave, ese rumor que llega muy lejos. La memoria. La sonrisa.
Jugando con los tiempos. Ausente de nuevo, dejando a los dedos que naveguen por las teclas siguiendo (o al menos con la intención de seguir) el ritmo que marca el percusionista en el platillo.
Esta vida es de los valientes y yo lo soy en muy pocas ocasiones. Me congratulo en todo caso porque alguna vez sí lo he sido (o me he sentido). He mirado de frente y he sentido una gran bocanada de aire adentrarse en mí y alentarme.
La mano, reservada para escasas ocasiones, deambula.
Secuencia que nos lleva. Molicie he dicho hoy y palabra tan desafortunada me ha hecho, sin embargo, gracia.
Son las diez.
Jugando con los tiempos. Ausente de nuevo, dejando a los dedos que naveguen por las teclas siguiendo (o al menos con la intención de seguir) el ritmo que marca el percusionista en el platillo.
Esta vida es de los valientes y yo lo soy en muy pocas ocasiones. Me congratulo en todo caso porque alguna vez sí lo he sido (o me he sentido). He mirado de frente y he sentido una gran bocanada de aire adentrarse en mí y alentarme.
La mano, reservada para escasas ocasiones, deambula.
Secuencia que nos lleva. Molicie he dicho hoy y palabra tan desafortunada me ha hecho, sin embargo, gracia.
Son las diez.
Narrativa
Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/06/2009 a las 21:55 | {0}Apuntes a partir del texto de Ramón Andrés El mundo en el oído; de la edición de Joscelyn Godwin Armonía de las Esferas; de la música de Spotify; del texto de Donald J. Grout y Claude V. Palisca, Historia de la música occidental.
El tiempo es un movimiento cíclico mientras que lo eterno es estable.
Escucho una lied de Schubert Heiss mich nicht reden en la voz de Barbara Bonney y al piano Geoffrey Parsons.
¡Uf, Richard Bona! Bisso Baba
Escribe el médico cristiano nestoriano Hunay en 800 d.C. según nos cuenta la traducción medieval hebrea de Judah al Harizi hecha en lo inicios del siglo XIII (¡cómo me seduce, me lleva, me propone esta investigación las delicias de Jorge Luis Borges y sus bibliotecas imaginadas!) única fuente que se conserva de su obra. El original de Hunayn se perdió.
Vayamos al texto de Hunay cuyo tema es una recopilación de máximas filosóficas desde la Antigüedad hasta su Alta Edad Media del siglo IX. Uno de los aforismos que recoge pertenece a Amonio, filósofo en el siglo V. En la parte sexta de un asunto entre filósofos y músicos comenta: Uno de los filósofos solía decir al músico siempre que iba a un banquete: "Por favor, haz que el alma se incline hacia sus facultades más nobles, como la modestia, la rectitud, la amabilidad, el valor, la clemencia, la honradez y la generosidad"
Ensayo
Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/06/2009 a las 19:33 | {0}
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Cuento
Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/06/2009 a las 20:11 | {0}