Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
En la estación de tren de Los Molinos hacia 1981. De izquierda a derecha: Inma Crespo, Cristina Vidal, Luis Otero, Alvaro Toca, Fernando Loygorri, Carola García e Inés París. Fotografía de Valentín Álvarez
En la estación de tren de Los Molinos hacia 1981. De izquierda a derecha: Inma Crespo, Cristina Vidal, Luis Otero, Alvaro Toca, Fernando Loygorri, Carola García e Inés París. Fotografía de Valentín Álvarez

Aquel día de 1981 yo acababa de cumplir los veinte años. Aquel día de febrero de 1981, en España, se produjo un intento de golpe de estado. Un teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, entró en el Parlamento español al mando de unos doscientos guardias civiles y secuestró a todos los parlamentarios que ese día estaban votando la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como presidente del gobierno tras la dimisión de Adolfo Suárez.
Aquel 23 de febrero de 1981, yo me encontraba junto a Carola García, Cristina Vidal, Luis Otero y Valentín Álvarez en el palacio de Doriga, propiedad de la familia de Valentín, en Asturias. Un palacio precioso con una torre del siglo XIII donde el abuelo de Valentín pasaba horas y horas inventando problemas matemáticos y bailando valses (esto es imaginación mía pero no muy alejada de lo que Valentín nos contaba) porque su abuelo fue don Valentín Andrés Álvarez el matemático de la generación del 27; de su abuelo ha heredado Valentín su fama, merecida, de buen bailarín.
No sé muy bien por qué nos habíamos ido a pasar unos días allí. Éramos universitarios e imagino que no tendríamos demasiado que estudiar; también éramos algo hippiosos y de izquierdas y tendríamos, entonces, cierta gana de rebeldía contra horarios y costumbres.
Recuerdo que fueron unos días luminosos en Asturias. Siempre he amado esa región de España y en ella he pasado felicísimos momentos de mi vida. Tanto allí como en Luanco o en Ortiguera o en Navia o en Cudillero o en Cabueñes o en Oviedo o en Gijón. Asturias es de los lugares más hermosos del mundo y donde la gente tiene algo muy especial, muy auténtico, muy honrado.
Justo aquel 23 de febrero era el día en que nos volvíamos para Madrid. El tío de Valentín, que si no recuerdo mal se llama Luis, nos iba a llevar a la estación de tren en Oviedo para coger el rápido -cuyo nombre siempre pareció paradójico porque su trayecto duraba toda una noche- y llegar por la mañana a Madrid. Cuando íbamos a salir, el padre de Valentín que en aquel entonces era miembro del Consejo de Radiotelevisión española, llamó para decirnos que no volviéramos a Madrid y que de inmediato cogiéramos un tren para Francia porque acababan de dar un Golpe de Estado. Nos quedamos estupefactos. El tío Luis dijo que nos quedáramos allí esa noche y que a la mañana siguiente compraría los billetes para irnos a Francia.
Y entonces ocurrió algo maravilloso. Los cinco: Carola, Cristina, Valentín, Luis y yo decidimos coger el tren esa noche y volver a Madrid para luchar, si era necesario, por nuestra libertad.
Es difícil hoy imaginar lo que significaba esa decisión. Es difícil imaginar que nosotros con los pelos largos, pendientes en las orejas, vestuario izquierdoso, pegatinas de la CNT en la cartera (ése era Valentín) o del PSP (ése era yo) podíamos correr verdadero peligro. Pero era así. Más peligro podía correr Luis Otero porque su padre era el comandante Luis Otero de la UMD que había sido una organización militar democrática y cuyos miembros habían sido condenados en Consejo de Guerra, no hacía muchos años, a prisión militar. En aquel año de 1981, el comandante Otero estaba en la calle tras la amnistía. Pero Luis tampoco dudó.
El tío Luis intentó convencernos pero no lo consiguió y así, aquella noche del 23 al 24 de febrero, iniciamos uno de los viajes más inquietantes de cuantos hayamos hecho. Recuerdo sobre todo cuando estábamos llegando a Valladolid. No sé cómo habíamos oído decir que la estación estaba tomada por el Ejército y la Falange. En nuestro compartimento se produjo un auténtico cambio de aspecto: las chicas se recogieron las largas melenas, nosotros nos quitamos los pendientes y nos hicimos coletas que ocultamos tras el cuello de las zamarras (Luis lo tenía difícil porque tiene el pelo rizado y lo llevaba a lo afro); nos deshicimos de cualquier pegatina o carnet que pudiera delatarnos y entramos en la estación de Valladolid más muertos de miedo que vivos de esperanza. No sabíamos que a aquellas horas -las tres de la madrugada- el golpe ya había fracasado.
Llegamos a Madrid muy de mañana. Hacía sol. Todo estaba tranquilo. Pero los cinco sabíamos que habríamos luchado.


Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/02/2011 a las 17:16 | Comentarios {0}


Al fondo del comedor Mallorquín Menéndez devoraba el cochinillo. Sus manos pequeñas y regordetas cogían la paletilla y sus dientes mordisqueaban por todas partes sin dejar al final resquicios de carne. Se había puesto la servilleta a modo de babero y ya habían caído en ella gotas de grasa, la misma que brillaba en las comisuras de su boca. Mientras comía miraba a los otros comensales. Entre ellos había una pareja de no más de cuarenta años que comía con una gran pulcritud, una familia de cinco miembros que provocaba la lógica algarabía de niños y peleas y gritos de la madre, otra más númerosa porque estaban con los abuelos y que repetían, como si fuera pura mímesis, los gestos de la más pequeña y luego, en el otro extremo del comedor, se encontraba un hombre anciano, junto a la ventana, muy elegante, de manos largas y mirada perdida. Hubo un momento en que las miradas de Mallorquín y el hombre anciano se cruzaron. Quizá fuera debido a que Mallorquín lo miraba con insistencia. La mirada del anciano tenía, segun creyó intuir Mallorquín, un deje de reproche como si el festín pantagruélico que se estaba pegando, fuera un pecado que alguien tenía que hacerle ver. Desafiante siguió comiendo su cochinillo y para hacer patente que nada le impediría terminárselo entero, comenzó a comer con violencia, tirando de las hebras de la carne como si se tratara de una lucha sin cuartel contra la ligera comida que el anciano tragaba despaciosamente. Haciendo aspavientos con la mano, Mallorquín atrajo la atención del camarero y le pidió otra botella de vino de Rioja. Sin pausa entre el comer y el beber, llenó la copa y se la bebió de un trago. Cuando estaba terminando de repasar los intersticios de las costillas, el anciano se levantó y salió del comedor. Entonces Mallorquín, abotargado y medio borracho, le gritó: ¡Eh, usted! ¿Quiere una copita de orujo? Venga, siéntese. Yo le invito. El anciano ni se dio por enterado. Siguió la dirección de la salida y abrió la puerta. Cuando iba a salir, sintió en su hombro la mano aún grasienta de Mallorquín.
- ¿No me ha oído? Le estoy invitando a una copa de orujo.
El anciano se giró y le miró con unos ojos ácueos y azules. Unos ojos sin vida, pensó Mallorquín. Y esa sensación le produjo espanto. Mecánicamente quitó la mano de su hombro y se quedó callado, mirando esos ojos hondísimos.
- Buenas tardes, le contestó el anciano y salió del Asador.
Mallorquín volvió a la mesa y sintió como si se hubiera encontrado de frente con la muerte. Regurgitó parte del cochinillo y subió por su esófago la acidez del vino. Miró a los comensales y se percató de que justo en ese momento todos le estaban mirando. Era como una foto fija en la que el objetivo era él y a él se dirigían por lo tanto las miradas. Fuen tan sólo un segundo porque de repente, sin solución de continuidad, todos estaban a lo suyo, volvió el sonido de los niños peleándose por el helado, de la abuela contando una anécdota del pasado, del camarero gritando a la barra un pedido, de la pareja de cuarenta años riendo una ocurrencia de él y del molinillo eléctrico moliendo el café. Mallorquín se pasó la mano por la cara y no supo si realmente el anciano había estado allí o todo había sido una alucinación. Con la fuerza que le daba saber que esa tarde se encontraría con Margarita Sáez, viuda de Domínguez, en el café del Concierto y que de ese sábado no pasaba que él le pidiera una cita, Mallorquín llamó al camarero le pidió café, copa y puro y le preguntó quién era ese viejo al que había invitado a una copa y se había negado. El camarero, retirando los restos del cochinillo, le contestó, Yo no he visto a ningún viejo, señor.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/02/2011 a las 12:43 | Comentarios {0}


Mallorquín Menéndez estaba listo. El sábado era un día de fiesta. Se levantó y desayunó copiosamente. El cielo estaba azul y el viento había despejado la atmósfera. Unos pájaros, desde hacía días, cantaban muy de mañana y ese cantar alegraba el alma, bastante podrida todo hay que decirlo, de Mallorquín Menéndez. Tras desayunar, se duchó y se frotó y se frotó bien, para quitarse la mugre que se había ido acumulando en su cuerpo desde hacía más de siete meses. Luego se afeitó y se explotó unos cuantos puntos negros que habían aparecido por todo su cutis. También se cortó los pelos de la nariz y se lavó los dientes con fruición; aún así no logró quitarse el verdín que, como ligera pincelada de un pintor impresionista, se había asentado en la base de sus incisivos inferiores. En su habitación se puso crema para hidratar su piel seca; cuando se la untó en la polla tuvo una ligera erección, se le quedó morcillona, se entretuvo un rato más pero aquello no se endureció; si hubiera ocurrido habría llegado hasta el final, de hecho imaginó que salía un chorrazo de lefa que inundaba los cristales de la ventana que tenía enfrente. Pero no prosperó. No, no prosperó. Aún así, Mallorquín Menéndez se dio ánimos. Vamos, vamos, amigo, hoy no es un día cualquiera. Vas a salir. Irás al teatro. Seguro. Y luego iré a un café y allí, sí... Vamos, vamos.
Antes de vestirse, Mallorquín se miró en el espejo de cuerpo entero y hoy, por fin, le gustaron las lorzas que circunvalaban su ombligo como si fueran tres flotadores; también su pecho escasamente velludo y caído; también sus hombros echados hacia delante como si fueran los de un hombre que anduvo acarreando carbón toda su vida; y su sexo de grandes huevos y escaso miembro, oscuro y peludo, le pareció atractivo ese sábado de fiesta.
Y así, aturdido por una esperanza que no sabía de dónde le había nacido, Mallorquín Menéndez salió a la calles de su ciudad a eso de la una y media de la tarde. Se había vestido con sus mejores galas: un abrigo negro tres cuartos, una chaqueta de espiguilla, una camisa color tabaco, unos pantalones negros con la raya perfectamente hecha, calcetines blancos y unos zapatos de rejilla de color marrón oscuro. Iba pintón, se decía. Decidió entonces entrar en el bar de la Plaza Mayor de su ciudad y tomarse un aperitivo de vermout rojo y mejillones en escabeche. Tan sólo un ligero contratiempo enturbió el refrigerio: la barra estaba demasiado alta y él no podía acodarse con comodidad. Sin poder evitarlo envidió a un grupo de hombres y mujeres todos más altos que él que usaban la barra con toda la naturalidad del mundo para apoyarse. Si no se hubiera dado semejante contratiempo, de seguro que Mallorquín se habría tomado otro vermoucito. No lo hizo. Pagó religiosamente sacando su cartera y haciendo bien visible para quien quisiera mirar, que estaba repleta de billetes y salió del bar de la Plaza Mayor para comer un cochinillo asado en el Asador de Paco. ¡Ah, sí -pensaba Menéndez durante el trayecto al Asador- esto es vida. Hoy va a ser. Mira, mira cómo me ha mirado ésa. Con el estómago lleno y una buena copita de hierbas, mi ánimo se elevará aún más y no vaya a ser que justo al salir me encuentre con ella y tenga los arrestos de invitarla a la función!
Ella era Margarita Sáez, viuda de Domínguez.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/02/2011 a las 14:09 | Comentarios {0}


La bailarina Anita Berber pintada por Otto Dix (1925)
La bailarina Anita Berber pintada por Otto Dix (1925)
Ya es la segunda vez en este mes que rechazo un texto. Los dos han sido del diario. No sé por qué los leo y algo me dice que no está bien. Será por una necesidad nueva de cubrirme. Será por una evolución. Pero el descarnamiento cada vez me gusta menos. Me recuerdo, en el paso del tiempo, al pintor alemán Otto Dix que fue uno de los mejores expresionistas alemanes y acabó pintando cuadros religiosos de suaves tonos pastel. A lo mejor es un buen camino. Callar, pensar, hacer analogías y guardar el diario para la pluma de tinta verde y el cuaderno marrón.
Dos de las intenciones de esta página eran mostrarme -como escritor y como persona- en todas mis facetas y evitar escribir sólo lo que sé escribir bien o lo que sé sentir bien. Y aunque lo he intentado bastante, hay por lo menos dos facetas en el ámbito de la escritura que no he desarrollado tanto como las vivo: la faceta de la sexualidad y la faceta de la rabia. Tengo muchos textos de una obscenidad sobresaliente y tengo muchos textos donde rezuma la rabia en cada letra. Y ahí me veo, sencillamente humano, con que el pudor sí ha sometido a esos dos temas al casi silencio. En algún lugar han surgido pero me he cuidado muy mucho de escribir con asiduidad sobre ellos. Y ahora pienso que debe de estar bien. Aunque no alcance a entender por qué. Me voy a hacer caso. Es domingo por la tarde.

Diario

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/02/2011 a las 19:43 | Comentarios {0}


Michel de Montaigne. Ensayos. Tomo II. Cap. XII. Edición de María Dolores Picazo. Editado por Cátedra


Los ojos humanos sólo pueden percibir las cosas por las formas de su conocimiento. Y no olvidemos el salto que dio el pobre Faetón por querer manejar las riendas de los caballos de su padre con mano mortal. Nuestra mente cae en igual profundidad, se deshace y se rompe también por su temeridad. Si preguntáis a la filosofía de qué materia es el cielo o el sol, ¿qué os responderá sino que de hierro, o como Anaxágoras, de piedra o de cualquier tejido usado por nosotros? ¿Pregúntanle a Zenón qué es la naturaleza? Un fuego artista, dice, apto para crear, que procede ordenadamente. Arquímedes, maestro de esa ciencia que se atribuye la primacía sobre todas las demás en cuanto a verdad y certeza, dice: El sol es un dios de hierro incandescente. ¡No es ésta una hermosa idea producida por la belleza y la inevitable necesidad de las demostraciones geométricas! No tan inevitable ni tan útil sin embargo, como para que Sócrates no estimara que bastaba con saber lo imprescindible para medir la tierra que se daba y recibía, y como para que Políeno, que había sido famoso e ilustre doctor en ellas, no llegara a despreciarlas, en cuanto llenas de falsedad y de evidente vanidad, tras haber gozado de los dulces frutos de los jardines poltrones de Epicuro.
Sócrates, según Jenofonte, a propósito de Anaxágoras, considerado en la antigüedad como el más entendido en las cosas celestiales y divinas, dice que se le perturbó el cerebro como a todos los hombres que escrutan inmoderadamente los conocimientos que no son de su incumbencia. Al considerar que el sol era una piedra ardiente, no se percataba de que una piedra no reluce con el fuego, ni, peor aún, de que se consume en él; al hacer del sol y del fuego una misma cosa; de que el fuego no tuesta a los que miran; de que podemos mirar fijamente el fuego; de que el fuego mata las plantas y las hierbas. En opinión de Sócrates y la mía, el juicio más sensato sobre el cielo es no juzgar sobre él.
Platón, habiendo de hablar de los demonios en el Timeo, dice: Es una empresa que no está a nuestro alcance. Hemos de creer a aquellos antiguos que se consideraron engendrados por ellos. No es razonable no dar crédito a los hijos de los dioses, aunque lo que digan no esté establecido por razones necesarias ni verosímiles, puesto que nos garantizan que hablan de cosas domésticas y familiares.
Veamos si vemos algo más claro en las cosas humanas y naturales.
¿No es ridícula empresa forjar otro cuerpo y prestar una forma falsa, de nuestra propia invención, a las cosas que, según confesamos nosotros mismos, nuestro conocimiento no puede alcanzar, como pasa con el movimiento de los planetas, al que por no poder llegar a él nuestra mente ni imaginar su conducta natural, prestámosle, de nuestra propia cosecha, resortes materiales pesados y corporales?
temo aureus, aurea summae
Curvatura rotae, radiorum argenteus ordo

El timón era de oro, de oro el círculo de la rueda y los radios de plata (Ovidio, Metamorfosis, II. 107-108).
Diréis que hemos tenido cocheros, carpinteros y pintores que levantaron allá en lo alto artilugios con movimientos diversos y colocaron los engranajes y encadenamientos de los cuerpos celestes de color abigarrado alrededor del huso de la necesidad, según Platón.
Mundus domus est maxima rerum,
Quam quinque altitonae fragmine zonae
Cingunt, perquam limbus pictus bis sex signis
Stellimicantibus, altus in oliquo aethere, lunae
Bigas acceptat

El mundo es una morada inmensa rodeada de cinco zonas y atravesada oblicuamente por un borde adornado por dos signos brillantes de estrellas que acoge a la luna y a su carro tirado por dos caballos (Varrón).
Todo eso son sueños y fanáticas locuras. ¡Por qué no querrá la naturaleza abrirnos un día su seno y mostrarnos la realidad de sus medios y la conducta de sus movimientos, y preparar nuestros ojos para ello! ¡Dios! Cuánto engaño y cuánto error hallaríamos en nuestra pobre ciencia: o mucho me equivoco o no hay en ella una sola cosa correcta y en su sitio; y me iré de aquí más ignorante de todo lo que no sea mi propia ignorancia.
¿No he visto acaso en Platón esa divina frase de que la naturaleza no es sino una poesía enigmática? O, por así decirlo, una pintura velada y tenebrosa que brilla de tarde en tarde con infinita variedad de falsas luces en las que ejercer nuestras conjeturas.
Y en verdad que la filosofía no es más que una poesía sofisticada. ¿De quién sino de los poetas tienen su autoridad los autores antiguos? Y los primeros fueron ellos mismos poetas y tratáronla según su arte. Platón no es más que un poeta desligado. Timón lo llama, para injuriarlo, gran forjador de milagros.

Invitados

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/02/2011 a las 10:43 | Comentarios {1}


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