Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Vigésimo segundo día


Primer recuerdo de ayer
Llego del colegio. Es verano. Estoy en el segundo grado. Tengo once años. Normalmente a esa hora mi madre no está en casa. Trabaja de sol a sol (aunque usar esta expresión en Tirana es casi un sarcasmo). Siempre me deja la comida para que la caliente en un cazo. Así desde que cumplí los siete años y mi madre me dijo, Olmo ahora tienes uso de razón así es que desde ahora úsala y nunca dejes el gas encendido. Nunca dejé el gas encendido.
Mi casa es pequeña. Tiene un pequeño recibidor. A la derecha -según se entra- están la cocina y el baño. A la izquierda una sala y dos puertas enfrentadas que son los dos dormitorios. Entro a la izquierda para dejar la cartera en mi habitación y veo que la puerta de la habitación de mi madre está abierta y ella está en la cama -los pies de la cama son los más próximos a la puerta-, desnuda, bocarriba, con las piernas abiertas, la boca abierta, los ojos cerrados; no puedo evitar fijarme en su pubis, muy velludo, muy oscuro y pensar, Yo salí por ahí (Años más tarde veré en el museo de Orsay El Nacimiento del Mundo de Courbet y recordaré de inmediato el sexo de mi madre en aquella tarde de verano). Me acerco a ella. Duerme con los ojos apretados como si estuviera haciendo un esfuerzo considerable por mantenerlos cerrados. Miró la blancura de su pecho, su volumen que tiende con cierta melancolía hacia el altiplano y me sorprende la oscuridad de sus areolas, su anchura y la llanura absoluta de su pezón. Cojo un echarpe y se lo pongo por encima. Me siento orgulloso cuando salgo de su habitación porque no he sentido ningún deseo hacia ella y decido decírselo cuando se despierte; decirle, Mamá no tengo el edipo ése. Te he visto desnuda y no te he querido. No tenías razón. Yo no soy como los demás niños. Nunca se lo dije.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/08/2014 a las 22:04 | Comentarios {2}


Vigésimo primer día


He recordado tres momentos: Wislawa dormida, la última mirada de Oliveira y la noche en que estampé contra la pared del camarote a un marinero que me quiso dar por culo.
Hoy no puedo más.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/08/2014 a las 22:56 | Comentarios {0}


Vigésimo día


Asta de Vaca Cósmica. Fotografía de Olmo Z. (2014)
Asta de Vaca Cósmica. Fotografía de Olmo Z. (2014)
Desde el palacio no puedo ver la estela que la Vaca Cósmica deja en el universo.
En un principio, cuando nos iniciamos en esta forma de vida, allá por el neolítico y descubrimos la agricultura y domesticamos a las bestias, en ese entonces, hará unos 4.500 años, los primeros templos eran en realidad vaquerías celestiales. Todo era vaca y toro. Eso era todo. La Vía Láctea es el rastro de la Vaca Cósmica.
De la Vaca Cósmica a Oliveira no ha pasado el tiempo. Él es un ser mitológico; es decir es un ser que no ha salido del mito y ha llegado a la razón sino que se ha quedado o continúa o se ha adelantado (porque no sé muy bien cómo ubicar las edades del conocimiento del hombre) en esa configuración del Mundo compuesta de Vacas, Halcones, Titanes, Héroes, Visiones, Temblores, Adoraciones, Tabús...
Le hablo a Oliveira de mi madre y Oliveira dice, El vientre de Hathor del Horizonte, la vaca egipcia, diferente de Nirhunsag, la diosa sumeria, pero al fin y al cabo Vacas Cósmicas las dos; como te digo, el vientre de Hathor -que es una vaca salvaje que vivía en los majales no como Nirhunsag que es una vaca doméstica- es el firmamento y el sol, el dios solar dorado, Horus que vuela todos los días de este a oeste, entra cada tarde en su boca para nacer de nuevo al alba. Así, Horus, es "el toro de su madre", su propio padre y la diosa cósmica cuyo nombre hat-hor significa La casa de Horus es tanto la esposa como la madre de este dios autoprocreado que en una de sus formas es un ave de rapiña. En el aspecto de su padre, como toro, es Osiris y se le identifica con el padre muerto del faraón vivo; pero en el aspecto de hijo, como halcón, es Horus, el faraón vivo. Y sin embargo los dos, el faraón vivo y el faraón muerto, Osiris y Horus son en esencia el mismo. ¿Por qué te empeñas en darte un sólo sentido a las palabras y a sus empleos? ¿Qué es eso de madre? ¿Qué es eso de hijo? Abandona la razón porque no siempre la tiene. Pon en cuestión aunque sea los papeles que te han asignado. O no hagas nada. Lee. O no leas.
Le digo a Oliveira que no sé dónde quiere ir a parar. Ríe Oliveira.
Desde el jardín del palacio la leche de la Vaca Cósmica no se ve. Escudriño el firmamento, el vientre de Hathor, pero no alcanzo a ver ni siquiera la tetilla de su inmensa ubre. Oliveira sabía dónde estaban las tetillas y las ubres y el vientre entero lo conocía porque decía que su madre era ese cielo oscuro y que las constelaciones, las estrellas, las galaxias, las nebulosas eran el cuerpo informe de su madre. La otra, la de carne y hueso no era más que un instrumento de la Vaca Cósmica, un trozo minúsculo de su costilla, si se quiere, en la que simbolizaba la fuerza creadora de esa vasta extensión llamada firmamento y que él prefería llamar Vientre de Vaca. Y elucubrando mientras fijaba su vista en los reflejos que el firmamento provocaba en el río más grande de la tierra, se dejaba llevar por cópulas incestuosas que no harían más que reproducir, de manera numinosa, el verdadero deseo del vientre de la Vaca Cósmica. Y terminaba diciendo, Tanto nos hemos alejado del orden que ahora la madre para el hijo y el hijo para la madre son seres tabuados el uno para el otro, seres que habiendo sido uno han de alejarse progresivamente y para siempre.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/08/2014 a las 22:40 | Comentarios {2}


Decimonoveno día


Me dice Oliveira, Tiremos el muerto. Lo cogemos, él por los tobillos, yo por las axilas y lo lanzamos al río que se lo traga de inmediato en su propia oscuridad. Antes de que lleguemos al bohío escuchamos animales carnívoros en busca del alimento.
Dice Oliveira al dueño, Ni una palabra de esto. Sírvenos dos rones con un chin de limón. ¿Te gusta el ron? Le respondo que sí.
Miro a Oliveira. No sé cómo agradecerle la vida que me acaba de alargar. Al final levanto mi vaso de ron y sólo le digo, Gracias. Oliveira sonríe y se bebe el ron de un solo trago.
A lo largo de la noche Oliveira y yo nos hacemos amigos. Se decía antiguamente que en un principio los Hombres eran seres completos con dos cabezas, cuatro brazos, los dos sexos y que era tanto su poder que los dioses del Olimpo (y muchas otras mitologías) decidieron separarlos para debilitar su potencial. A mí sólo me ha pasado con Oliveira que sintiera de inmediato un amor inmenso, un deseo constante de estar con él, de compartir con él todo lo que durante tantos años me había guardado para mí solo. Oliveira fue el hombre que me enseñó que la generosidad y la confianza no son una cuestión de tiempo, son una cuestión de alma (ahora lo llaman empatía). Recuerdo de aquella noche las risas que surgieron casi de inmediato y me sorprendí en un momento al pensar que hacía apenas tres horas una faca iba a hundirse en mi hígado y allí iban a acabar mis días que hasta ese momento habían sido tan miserables como los de cualquier ser humano.
Me dice Oliveira, Fíjate que la imagen del amor es el amor a la vida. Piensa en los trabajos y fatigas de todos y cada uno de nosotros; piensa si quieres en las fatigas de lo más golpeados por la fortuna y en ese afán por seguir vivo, descubrirás la esencia del verdadero amor; el amor es dar y nosotros nos damos a la vida, sea ésta como sea. Por eso creo que el hombre que se suicida realmente nunca supo amar. Lo que no es mejor ni peor que saber. Es una cuestión de sentimientos.
El dueño del bohío quiere cerrar. Me pregunta si me quedo allí. Le digo que sí. Me invita Oliveira a su casa. Dice el dueño que lo pagado no se devuelve. Acepto la invitación de Oliveira.
Mientras caminamos por unos senderos que me va descubriendo Oliveira en la oscuridad selvática, me atrevo a preguntarle porqué me ha salvado. Oliveira calla un largo rato, un rato que a mí se me hace eterno, que me llega a hacer dudar si he hecho bien al hacerle esa pregunta. Por fin Oliveira me responde, Me gusta la vida y ese hombre quería acabar con ella. Tú no hacías nada. Sólo esperabas. No es importante. Ya llegamos.
Le digo a Oliveira, Tu nombre viene de olivo y yo me llamo Olmo. Los dos somos árboles.
Sonríe Oliveira. En la oscuridad se vislumbra una construcción tosca de madera.
Cuando le conozco Oliveira tiene setenta años. Yo acabo de cumplir veintisiete.
Duerme, me dice Oliveira, duerme, hijo. Es la primera vez que un hombre me llama hijo. Tumbado en una cama hecha de paja, junto a un hombre que me acaba de salvar la vida, pienso en mi madre. Pienso que le digo, Mamá, Oliveira me ha llamado hijo.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/08/2014 a las 21:48 | Comentarios {0}


Decimoctavo día


Hay un güisqui encima de una barra de madera. Tras de mí corre el río Amazonas y un tipo mal encarado, con una larga cicatriz en su mano izquierda que acaba en el dedo corazón mutilado, me amenaza con destriparme si no abandono de inmediato el bohío. Yo no voy a abandonarlo, ni voy a permitir que ese hijo de mala madre se salga con la suya. La noche está cayendo y ya le he pagado al dueño por pasar la noche a cubierto y no al raso, en una selva que desconozco. Yo estoy mirando al tipo que evidentemente está borracho y tiene mal vino pero no está lo suficientemente borracho como para perder el equilibrio lo que lo hace más peligroso. Es fuerte y tiene cara de mala persona. Es una mala persona.
En la penumbra, fumando hierbas que huelen a rayos, un grupo de cinco indios se muestran del todo indiferentes a lo que está ocurriendo. Tras de mí una mujer sucia limpia una mesas con un trapo sucio. También parece india. Una india vieja. El dueño de bohío, tras la barra, sigue a su tarea como si la escena que está presenciando la hubiera visto mil veces y cualquiera de sus desenlaces no le sorprenderá; también los ha visto mil veces; seca vasos como podría estar espantando moscas. Yo sé que nadie va a mover un dedo por mí y también sé que si ese hombre está solo tampoco nadie va a mover un dedo por él. Pienso mientras veo cómo va abriendo con pereza una faca con una hoja de unos treinta centímetros, que los hombres tenemos mala follá; somos -recuerdo cada palabra de mi pensamiento en aquel atardecer en el río Amazonas- alimañas y siento pena por personajes como L'Adouanier Rousseau y sus seres puros. Cuando estos filósofos hablan del género humano ¿de qué género humano hablan? Entre ese negrero y yo, nada hay en común. Entre ese tipo que me va clavar la faca en las tripas y me las va a retorcer porque se le ha puesto en sus santos cojones hacerlo y porque para él una vida no es nada; entre ese tipo, pienso, y yo no hay nada en común y como no hay nada en común y como entre su vida y la mía prefiero con mucho la mía, no voy a permitir que ese pedazo de acero afilado se hunda en mi carne, ni tampoco que la faz del mal se imponga sobre el respeto a la vida en ese bohío junto al Amazonas. Al hombre se le han inyectado los ojos en sangre y ha abierto un poco la boca, como para tomar aire antes de lanzarse a por mí. Yo tengo una extraña tranquilidad, casi diría relajación como el antílope cuando ya es preso en las fauces del león y decide abandonarse y sufrir lo menos posible. Sólo que su primer movimiento, decidirá el curso de mi vida y esa sensación me atrae por una parte y por la otra me desespera. Cuando grita, me pilla desprevenido en mis lucubraciones y cuando veo la faca a punto de entrar por mi costado, sé que soy hombre muerto. Entonces escucho la detonación y veo un agujerito rojo que se dibuja de repente en la frente del malvado. Su gesto se congela. La faca cae al suelo antes que el hombre. Su mandíbula cruje al chocar contra mis botas. Ya no se mueve. Tras de mí escuchó la voz de mi ángel de la guarda. Es una voz antiquísima, como venida de la ciudad de Ur; es una voz que al oírla los indios, les produce temor y reverencia; es una voz que me saluda con estas palabras, Su espalda no merecía morir esta noche. Bebamos a su salud, si le apetece.
Así conocí al único hombre que ha sido mi Maestro -espero conocer a algún otro antes dejar este mundo- (él siempre decía que los maestros los hacemos los discípulos. Todo maestro que no es elevado a esa categoría por sus discípulos sino que él mismo se otorga semejante honor, nunca podrá serlo): Oliveira Noce.
Esta noche del 18 agosto, se cumplen veinticinco años de nuestro encuentro. Veinticinco años que han pasado porque él me los regaló.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/08/2014 a las 22:51 | Comentarios {0}


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