Está en la roca
Tres ladridos
Ladridos en serie
Buen sonido de mar con algo de voces
Gritos (buen sonido)
Un ratoncito muerto. Máquina segadora. Bastón.
No quiere ir a la Roca Verde.
Ya.
Pasos y viento.
El perro sigue tirando. Coches. Pasos.
Mucho viento.
24.05 24.11 24.30 24.30-25.30 28.40 29.05 32.21 32.34 35.23 35.28 00.46 01.11 02.11 03.41 4.19 5.00
Tres ladridos
Ladridos en serie
Buen sonido de mar con algo de voces
Gritos (buen sonido)
Un ratoncito muerto. Máquina segadora. Bastón.
No quiere ir a la Roca Verde.
Ya.
Pasos y viento.
El perro sigue tirando. Coches. Pasos.
Mucho viento.
24.05 24.11 24.30 24.30-25.30 28.40 29.05 32.21 32.34 35.23 35.28 00.46 01.11 02.11 03.41 4.19 5.00
Al derramarse y volver a su contenido creyó haber descubierto el equilibrio. La mañana se había ido construyendo a través de palabras de sabios; uno argüía que el erotismo nace de la conciencia de la muerte; otro que el dharma no tenía por qué estar en oposición con el moksa; más allá se encontraba el She King y su poesía extraña y autoritaria (se preguntaba entonces si era posible, realmente, algún tipo de poesía autoritaria, si esos dos conceptos no encerraban un oximoron); así se había ido construyendo por mucho que en su alma cundiese una respiración entrecortada al hilo de un influjo negativo del devenir; cada vez más el presente -se decía- era el lugar dichoso, el puro instante; un instante del cuerpo desnudo de una mujer al que hubiera querido abocetar de inmediato; ese instante -se decía- es el mundo, todo el mundo, la totalidad del mundo; sólo el presente, se decía de nuevo, mientras dejaba que las volutas del humo se elevaran y tras ellas se dejara llevar hasta el día en el que los primeros hombres, venidos de la lejana África, atravesaron el estrecho de Bering y comenzaron la conquista del continente americano o -disueltas ya las volutas- recordara haciéndolo presente su presencia en lo alto de la Roca Blanca. No más allá podía ir. No más allá sabía ir. Hasta donde sabía era un hombre solitario. Hasta donde sabía no podía saber con absoluta certeza sin la elección había sido suya. Tan sólo miraba sus manos y escuchaba las olas del océano Pacífico mientras decidía si un té verde sería el acompañamiento idóneo para esa hora de la mañana. Porque estaba el fondo del Universo. Porque estaba la condensación del tiempo cuando éste se acerca a un agujero negro y estaban las olas del Pacífico entrando en sus oídos. Porque estaba una historia de un devoto hipócrita y aquella otra de un moro celoso a las que tenía que hacer caso y aún más a las que debía de dar luz. Nada era inútil, se decía, y sonreía con el término inútil y sabía que su vaguedad le hacía mejor aunque el término mejor le obligase a una comparación con vaya usted a saber quién. No tenía frío. Ya no tenía frío. En ese presente que una vez escrito ya había pasado, se encontraba una carretera muy oscura, el meandro de un río, las aguas turbias de un pantano, un anochecer rojísimo, las notas de un cigarro sonando en las teclas del piano y una voz dulce y rota como piel de durazno; allí estaban, adensándose, todos esos instantes que seguro había vivido; allí estaban cálidos, dejándose ser con los ojos cerrados y la mente deambulando por su propio ser. No quería morir y no sabía si quería un té. No quería irse aún por las olas, por la voz, por ahora, sobre todo por ahora, no, no quería dejar de oler, él que había cogido la tierra entre sus dedos, la tierra húmeda, y la había olido y la tierra mojada, el olor de la tierra mojada, le había provocado un llanto de niño, un llanto de cosa buena que se prueba por primera vez.
Estaba de espaldas al mundo y frente a él su historia, sus dedos, su memoria, sus agujeros negros -densidades brutales que acaparan gravemente la luz-, sus anhelos de diletante, sus placeres de libertino, sus caricias de siempre, sus nostalgias, su imperfección bendita y su antipatía por las formas perfectas, por las Ideas, por la contemplación interesada, por la verdad como arma. Estaba de espaldas al mundo. Luchando. Aún. Respirando entrecortado. Con un temor sagrado al mañana y al ayer y sin embargo profanamente viviendo el instante, el segundo, el minuto, masticándolo con gusto, saboreando su tránsito.
Se haría un té.
Estaba de espaldas al mundo y frente a él su historia, sus dedos, su memoria, sus agujeros negros -densidades brutales que acaparan gravemente la luz-, sus anhelos de diletante, sus placeres de libertino, sus caricias de siempre, sus nostalgias, su imperfección bendita y su antipatía por las formas perfectas, por las Ideas, por la contemplación interesada, por la verdad como arma. Estaba de espaldas al mundo. Luchando. Aún. Respirando entrecortado. Con un temor sagrado al mañana y al ayer y sin embargo profanamente viviendo el instante, el segundo, el minuto, masticándolo con gusto, saboreando su tránsito.
Se haría un té.
Cuando vengas al otro lado te quedarás dormida. Recordarás entonces lo que no viviste: la cueva milenaria, el pigmento y la representación de un hombre con el falo erecto. Te verás también sentada en un sillón de cuero mientras escuchas a un hombre, cocainómano en su intimidad, diciéndote y solemne que la angustia es la consecuencia del rechazo. Quizá te veas -eso ya es más difícil, apenas quedan rastros en tu imaginación- pergeñando un canto que se asemeje a Dios o que le alabe en una mañana sucia, al norte de París, encerrada en una celda, con el suelo de paja que huele a tu orín. Luego serás un personaje bíblico, un nombre inusual que leiste en la solución que tu madre puso en el damero maldito de los domingos; un personaje que podría ser la mujer de Putifar o tantas otras mujeres, tratadas como mujeres, en esta historia bestial en la que estamos; entonces volverás a tu presente y sabrás que tienes la cabeza abierta, que te derrapó el coche y te saliste y caiste no sabes cuánto tiempo; sabrás que es la noche, la última y en ese esfuerzo por continuar vivos llegarás hasta un castillo, son tus trenzas largas, hay un hombre al que deseas cuyo caballo es negro con un lucero blanco entre los ojos; a lo lejos escuchas el bramar del toro y sabes que tras esa nube aparecerá la luna con su figura de espada sarracena; el hombre viste armadura. Tú estás desnuda. No quieres morir. Nunca queremos morir. Escuchas -aun oyes- los sonidos de la noche y quisieras besar por última vez a tu hijo y abrir la puerta de la nevera y beber un trago directamente de la botella, un trago de zumo de mango y manzana e ir por el pasillo hacia tu habitación y desnudarte y ponerte tu pijama y recordar la frase que tantas veces te dice tu amante cuando le llamas y meterte en la cama y coger la novela... te acabas de dar cuenta de que ya nunca sabrás cómo se resuelve la historia de Camelia y levemente, como si fueras ella, estás en un tren a vapor; en tu compartimento la penumbra es azul y un hombre con sombrero, corpulento, fuma y la brasa, intermitentemente, crea una llama naranja en la penumbra azul; sabes que ese hombre es tu contacto y que está en vuestras manos que la guerra se decante por uno u otro bando sólo que no estáis solos; al lado del hombre una anciana parece dormir; a tu lado un presbítero tuerto parece disfrazado de presbítero. Quizás arriba todo se está movilizando; alguien ha visto el accidente, ha llamado a una ambulancia que ya está de camino y dentro de nada escucharás a los bomberos bajar por la ladera y pronto una voz te intentará calmar mientras otras voces establecen el plan de acción para sacarte de ese cúmulo de chatarra en la que estás apresada como lo estás en la bodega del barco, tratada como una esclava, sucia y sedienta; han dicho que os llevan a un nuevo mundo, que allí seréis libres y tan sólo tendréis prohibido volver; junto a ti hay una niña también condenada y al mirarla sabes que nunca llegará a puerto. Hace frío. Ahora te quedarás dormida. Ya está pasando todo. Ya estás llegando.
Toma su mano y pide perdón. Él le dice, No creo en el perdón. Le responde, Aunque no creas, perdóname. Él le agarra la cara con ambas manos y le dice, No hay perdón. Nunca habrá perdón. Jamás te perdonaré. De ahora en adelante te seguiré mirando, hablaré contigo, seré tu amigo, seré, si lo necesitas, tu paño de lágrimas, hablaremos de aquello, cuantas veces quieras, pero no te puedo perdonar. Él responde, ¿Cómo es posible que seas tan terco? ¿Es ira lo que tienes?, No -responde- es tiempo lo que tengo. Todo el tiempo que me robó tu error. Eso no se puede perdonar. Eso no hay perdón que lo perdone, Pero entonces -sigue el que agravió- no hay salida. Siempre seré culpable, ¡Oh -responde el agraviado- que antiguo es todo! Culpable. ¡De qué cojones hablas! ¿Tú no conoces el nacimiento de una estrella? ¿No sabías el milagro galáctico de que estemos hablando tú y yo? ¿De qué culpa me hablas? Vete tranquilo. No te perdono porque es imposible, sólo por eso, el perdón es un intercambio que olvida la variable del presente en que sucedió el hecho y los tiempos de dolor que siguieron. Así es que, ven, abrázame, ¿Abrazarte? ¿Cómo te voy a abrazar si no me das tu perdón? Así siempre estaré en deuda contigo. Una deuda que yo buscaba con tu perdón que se pagara, No hay deuda, no hay pago, no hay perdón. Lo que pasó, pasó, Si no me perdonas no volverás a verme, Entonces, adiós.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/04/2015 a las 12:23 | {0}