Capítulo 1º Justo antes
Esta es una historia que me contó mi mejor amigo, Olmo Sacci, a lo largo de una noche de drogas (cocaína y éxtasis) y alcohol con un intermedio de dos putas que vinieron a mi casa a eso de las tres de la madrugada. He de poner un poco en antecedentes esta noche porque si no se perdería algo de la magia de lo que vendrá después.
Olmo y yo -mi nombre en clave será El amigo que ninguna mujer quiere que tenga su chico (lo escribiré pocas veces, es demasiado largo)- somos amigos desde que tenemos veinte años (ahora rondamos los cuarenta). Tanto él como yo fuimos durante la juventud un par de hijos de puta, niñatos de papá, con pasta y con morro para follarnos a todo lo que se nos pusiera por delante (y he de decir, sin pizca de vanidad, que se nos pusieron muchos coños por delante y de todos dimos buena cuenta). Terminamos la carrera como pudimos (Arquitectura, por supuesto) y nada más terminar, nuestros respectivos padres nos metieron en sus respectivos estudios y comenzamos a viajar por todo el mundo construyendo un bodrio detrás de otro. La vida era, cómo decirlo, una constante borrachera de juergas, estafas, bragas, drogas, risas, resacas, yates, Ibiza, desparpajo, pasote, absoluta indiferencia a todo lo que tuviera el aroma de problema, reflexión o paciencia. Así éramos Olmo y yo. Más Olmo que yo. De hecho fue a mí al primero que pilló una mujer entre sus garras. A los treinta y dos años conocí a Gema y a los treinta y tres me casé con ella y a los treinta y cuatro tuve (bueno lo tuvo la zorra ésa) a Borja y los treinta y cinco a Begoña y a los treinta y seis a Javi. Hasta los treinta y seis llego.
Olmo mantuvo nuestro ritmo de vida dos años más tras mi matrimonio (o sea hasta cuando yo tenía ya dos hijos). Recuerdo la nostalgia que me entraba cuando salía con él alguna noche que paraba por la ciudad donde vivía, y le veía con los ojos enrojecidos y con los bolsillos llenos de papelas y cómo embestía a la primera rubia de bote que le echara un vistazo y luego la dejaba tirada, esperándole a la salida, porque él, esa noche, estaba conmigo y ninguno coño afeitado iba a poder separarle de mí. Olmo era mi héroe. Yo había entrado en esa fase del matrimonio que a todo hombre le llega que consiste en que la rutina mata el deseo. Tenemos una polla que busca novedad. Esto es condición de mamífero. Tiene que ver con la amígdala y el hipocampo. El neocórtex ahí ni pincha ni corta (o más bien quiere cortar, cortarnos los cojones). No es culpa nuestra. Y yo solía acabar llorándole en el hombro, maldiciendo el día que me casé y diciendo de Gema más barbaridades de las estrictamente ciertas. Él se reía, me miraba y decía, Eres gilipollas. ¡Hala, a mamarla pegado al culo de tu mujer! Y dejando unos billetes encima de la mesa se iba a correrse en alguna el final de la noche y me dejaba a mí con la mirada perdida y diciéndome a mí mismo, Menudo pedo llevas. Joder como voy a ir casa en este estado.
Olmo y yo -mi nombre en clave será El amigo que ninguna mujer quiere que tenga su chico (lo escribiré pocas veces, es demasiado largo)- somos amigos desde que tenemos veinte años (ahora rondamos los cuarenta). Tanto él como yo fuimos durante la juventud un par de hijos de puta, niñatos de papá, con pasta y con morro para follarnos a todo lo que se nos pusiera por delante (y he de decir, sin pizca de vanidad, que se nos pusieron muchos coños por delante y de todos dimos buena cuenta). Terminamos la carrera como pudimos (Arquitectura, por supuesto) y nada más terminar, nuestros respectivos padres nos metieron en sus respectivos estudios y comenzamos a viajar por todo el mundo construyendo un bodrio detrás de otro. La vida era, cómo decirlo, una constante borrachera de juergas, estafas, bragas, drogas, risas, resacas, yates, Ibiza, desparpajo, pasote, absoluta indiferencia a todo lo que tuviera el aroma de problema, reflexión o paciencia. Así éramos Olmo y yo. Más Olmo que yo. De hecho fue a mí al primero que pilló una mujer entre sus garras. A los treinta y dos años conocí a Gema y a los treinta y tres me casé con ella y a los treinta y cuatro tuve (bueno lo tuvo la zorra ésa) a Borja y los treinta y cinco a Begoña y a los treinta y seis a Javi. Hasta los treinta y seis llego.
Olmo mantuvo nuestro ritmo de vida dos años más tras mi matrimonio (o sea hasta cuando yo tenía ya dos hijos). Recuerdo la nostalgia que me entraba cuando salía con él alguna noche que paraba por la ciudad donde vivía, y le veía con los ojos enrojecidos y con los bolsillos llenos de papelas y cómo embestía a la primera rubia de bote que le echara un vistazo y luego la dejaba tirada, esperándole a la salida, porque él, esa noche, estaba conmigo y ninguno coño afeitado iba a poder separarle de mí. Olmo era mi héroe. Yo había entrado en esa fase del matrimonio que a todo hombre le llega que consiste en que la rutina mata el deseo. Tenemos una polla que busca novedad. Esto es condición de mamífero. Tiene que ver con la amígdala y el hipocampo. El neocórtex ahí ni pincha ni corta (o más bien quiere cortar, cortarnos los cojones). No es culpa nuestra. Y yo solía acabar llorándole en el hombro, maldiciendo el día que me casé y diciendo de Gema más barbaridades de las estrictamente ciertas. Él se reía, me miraba y decía, Eres gilipollas. ¡Hala, a mamarla pegado al culo de tu mujer! Y dejando unos billetes encima de la mesa se iba a correrse en alguna el final de la noche y me dejaba a mí con la mirada perdida y diciéndome a mí mismo, Menudo pedo llevas. Joder como voy a ir casa en este estado.
The atrocity exhibition
Escucho la música. La música con su eterna evocación. Escucho ese idioma universal de las notas y los silencios. La mañana de domingo ha amanecido nublada y algo se ha liberado en mí, un nudo que tenía, una comezón en el pecho. Han sido también dos días con el relato de Simone de Beauvoir Una muerte muy dulce. ¡Qué bien relata esa mujer! Son estos primeros días de septiembre que tienen algo de nudo de sarmiento y jugosidad de uva. Navego siempre en una incertidumbre. Mi vida ha sido siempre incertidumbre. Me he ido balanceando entre el miedo mortal a caer y estrellarme y la temeraria seguridad de que podía dar un paso más en el alambre de mis días sin caer ni desequilibrarme. Tengo para conmigo el don del olvido. Hasta tal punto llega que de todo cuanto escribo -y es mucho- apenas unas cuantas líneas quedan en mi memoria y cuando tomo de los papeles -verdaderos guardianes del pasado- textos antiguos, me sobreviene casi siempre una especie de piedad para conmigo y una sensación fortísima de otreidad. Y me digo: vivir es no ser el mismo. Los artistas lo sabemos porque lo inscribimos en los materiales que perpetúan el pasado y ese saber me llena de extrañeza y presente.
Escucho las historias de personas con las que compartí mi vida. Y, como ocurre conmigo, me suelen parecer otras personas. No reconozco en ellas nada de lo que creía conocer. Y así la amistad para mí es reconocer a las personas del pasado en el presente. Como reconozco a Caroline Lahougue, mi princesa normanda, mi querida muchacha melancólica y fuerte, a la que amo por encima de ausencias y silencios; como reconozco a Pilar Torriente, inteligencia hecha mujer, años y años juntos atravesando, en una extraña concordancia, el páramo de reconocimientos y aspiraciones; o a César Delgado al que amo desde que le recuerdo en una excursión de los diecisiete años por tierras de Extremadura y Andalucía. Yo sé que estas personas no son aquéllas que conocí y sin embargo las reconozco y ellas me reconocen a mí y en el nuevo inventarse de cada día sigue habiendo entre nosotros ese cabo que nos une al paso de los años y que nos hace decir: Ese es mi amigo. En él confío.
Las historias de las personas con las que compartí mi vida... escribía. Debería calificar la palabra vida en este caso. Uno de mis yos es un ser enfermo y desquiciado que busca algo que no debería buscar y que a veces encuentra. Entonces ocurre que el mundo se le nubla y decide descansar en brazos de otro del esfuerzo de mantenerse en el alambre. Acude a él palabras como amor, normalidad, pareja, sentimientos, compromiso, mujer amada, por siempre, eternidad, vejez compartida. Es decir acude a él la necesidad de todo enfermo que es la certidumbre. La certeza es la medicina de los que van a morir. La certeza de que no ha llegado el momento, de que existe una medicina, un médico, un tratamiento capaz de alargar la ironía de saberse moribundo y creerse vivo. Cuando vivir es no saber. Cuando vivir es, sobre todo y ante todo, balancearse solo en el alambre de los días. Escribía: la vida compartida con personas y debería haber escrito que en ocasiones se comparte la vida como con César o Pilar o Caroline y a veces se comparte la muerte. Porque la vida se puede vivir o se puede morir.
Me ocurrió el otro día encontrarme con una mujer con la que compartí años de muerte (creyendo durante más de la mitad de ese tiempo que lo nuestro era vivir). Salía ella de una tienda y entraba yo. La falsedad de su gesto (mueca de cuerpo que late) me hizo hacerme grande y atravesé el tiempo de ese encuentro como quien atraviesa la estela del humo de un cigarrillo. No sentí tristeza, ni alarma, ni culpa, ni nostalgia. Sentí humo. Y luego me pregunté, ¿Quién yo con quién ella? Y rogué por no volver a buscarme ese yo.
Escribía: la música con su eterna evocación. Escribía: Mañana, dime que es mañana el día;/ Dime, avísame. Mañana el día nuevo...
Escucho las historias de personas con las que compartí mi vida. Y, como ocurre conmigo, me suelen parecer otras personas. No reconozco en ellas nada de lo que creía conocer. Y así la amistad para mí es reconocer a las personas del pasado en el presente. Como reconozco a Caroline Lahougue, mi princesa normanda, mi querida muchacha melancólica y fuerte, a la que amo por encima de ausencias y silencios; como reconozco a Pilar Torriente, inteligencia hecha mujer, años y años juntos atravesando, en una extraña concordancia, el páramo de reconocimientos y aspiraciones; o a César Delgado al que amo desde que le recuerdo en una excursión de los diecisiete años por tierras de Extremadura y Andalucía. Yo sé que estas personas no son aquéllas que conocí y sin embargo las reconozco y ellas me reconocen a mí y en el nuevo inventarse de cada día sigue habiendo entre nosotros ese cabo que nos une al paso de los años y que nos hace decir: Ese es mi amigo. En él confío.
Las historias de las personas con las que compartí mi vida... escribía. Debería calificar la palabra vida en este caso. Uno de mis yos es un ser enfermo y desquiciado que busca algo que no debería buscar y que a veces encuentra. Entonces ocurre que el mundo se le nubla y decide descansar en brazos de otro del esfuerzo de mantenerse en el alambre. Acude a él palabras como amor, normalidad, pareja, sentimientos, compromiso, mujer amada, por siempre, eternidad, vejez compartida. Es decir acude a él la necesidad de todo enfermo que es la certidumbre. La certeza es la medicina de los que van a morir. La certeza de que no ha llegado el momento, de que existe una medicina, un médico, un tratamiento capaz de alargar la ironía de saberse moribundo y creerse vivo. Cuando vivir es no saber. Cuando vivir es, sobre todo y ante todo, balancearse solo en el alambre de los días. Escribía: la vida compartida con personas y debería haber escrito que en ocasiones se comparte la vida como con César o Pilar o Caroline y a veces se comparte la muerte. Porque la vida se puede vivir o se puede morir.
Me ocurrió el otro día encontrarme con una mujer con la que compartí años de muerte (creyendo durante más de la mitad de ese tiempo que lo nuestro era vivir). Salía ella de una tienda y entraba yo. La falsedad de su gesto (mueca de cuerpo que late) me hizo hacerme grande y atravesé el tiempo de ese encuentro como quien atraviesa la estela del humo de un cigarrillo. No sentí tristeza, ni alarma, ni culpa, ni nostalgia. Sentí humo. Y luego me pregunté, ¿Quién yo con quién ella? Y rogué por no volver a buscarme ese yo.
Escribía: la música con su eterna evocación. Escribía: Mañana, dime que es mañana el día;/ Dime, avísame. Mañana el día nuevo...
El 11 de septiembre de 2001. Por fin ya teníamos los de la generación del 60-75 una fecha para la historia. Por fin los gobernantes y financieros de la primera potencia del mundo habían encontrado un motivo suficiente para atacar y llenarse de razones. Aquel día no llegaron a 3000 los muertos (curiosamente ese día, a esas horas, las torres del World Trade Center tenían la ocupación más baja de toda su historia. Bueno, casualidades). 3000 muertos que cambiaron la historia, dicen, los exégetas de las conmemoraciones. ¿Qué ha cambiado desde entonces? En el Cuerno de África están muriendo MILES de personas al día de hambre.
Ayer vi en la 1 de Radio Televisión Española la Apología de Oliver Stone sobre el pueblo yankee y lo buenas personas que son todos en su película de propaganda World Trade Center (últimamente todas las películas de este director son pura propaganda, con lo bueno que era montando), y lo que me ocurrió es que mientras veía el sufrimiento del pueblo americano, lo que veía sobre todo es que tenían grifos con agua, neveras llenas, hot dogs en mitad del derrumbe, carreteras, aviones, fortalezas, satélites, marines, medios humanos para aplacar el destrozo. ¿Qué cambió el mundo? ¿Qué diferencia esa matanza de tantas otras matanzas? ¿A parte del hecho humano en sí: la mujer que pierde a su hijo; la niña a la que le cortan de cuajo las piernas; el héroe que da su vida por los demás? En fin esas coasas que ocurren en todas las partes del mundo cuando la tragedia se abate sobre una comunidad, ¿qué es diferente? ¿qué huella ha dejado sino el disparate de la venganza y poco más? ¿Somos mejores desde entonces? ¿El pueblo americano es mejor? ¿Lo son sus dirigentes? ¿Alguna lección moral de nuevo cuño que nos ponga la piel de gallina al resto de la población? ¿Algún discurso enriquecedor? ¿Alguna historia fascinante?
Engaños. Propaganda. Alardes.
Entiendo que una nación honre a sus muertos pero no entiendo que el resto del planeta haga lo mismo.
¿Por qué me ametrallan -informativamente hablando- en España de algo que no tiene más sentido que el sinsentido del ser humano en su máxima expresión una y mil veces repetido?
¿Qué nos quieren recordar? ¿Que los neoyorquinos lo pasaron muy mal? o ¿que cuidado con los americanos? o ¿que hay terroristas que no son lo mismo que los ejércitos pero que hacen exactamente lo mismo: cargarse población civil de su propio país o de otros países?
¿Qué mierda de conmemoración es ésta? ¿Por qué no dejamos ya de conmemorar la injusticia y la sangre?
Ayer vi en la 1 de Radio Televisión Española la Apología de Oliver Stone sobre el pueblo yankee y lo buenas personas que son todos en su película de propaganda World Trade Center (últimamente todas las películas de este director son pura propaganda, con lo bueno que era montando), y lo que me ocurrió es que mientras veía el sufrimiento del pueblo americano, lo que veía sobre todo es que tenían grifos con agua, neveras llenas, hot dogs en mitad del derrumbe, carreteras, aviones, fortalezas, satélites, marines, medios humanos para aplacar el destrozo. ¿Qué cambió el mundo? ¿Qué diferencia esa matanza de tantas otras matanzas? ¿A parte del hecho humano en sí: la mujer que pierde a su hijo; la niña a la que le cortan de cuajo las piernas; el héroe que da su vida por los demás? En fin esas coasas que ocurren en todas las partes del mundo cuando la tragedia se abate sobre una comunidad, ¿qué es diferente? ¿qué huella ha dejado sino el disparate de la venganza y poco más? ¿Somos mejores desde entonces? ¿El pueblo americano es mejor? ¿Lo son sus dirigentes? ¿Alguna lección moral de nuevo cuño que nos ponga la piel de gallina al resto de la población? ¿Algún discurso enriquecedor? ¿Alguna historia fascinante?
Engaños. Propaganda. Alardes.
Entiendo que una nación honre a sus muertos pero no entiendo que el resto del planeta haga lo mismo.
¿Por qué me ametrallan -informativamente hablando- en España de algo que no tiene más sentido que el sinsentido del ser humano en su máxima expresión una y mil veces repetido?
¿Qué nos quieren recordar? ¿Que los neoyorquinos lo pasaron muy mal? o ¿que cuidado con los americanos? o ¿que hay terroristas que no son lo mismo que los ejércitos pero que hacen exactamente lo mismo: cargarse población civil de su propio país o de otros países?
¿Qué mierda de conmemoración es ésta? ¿Por qué no dejamos ya de conmemorar la injusticia y la sangre?
Hambre sin conmemoraciones
Undécima Hora
Dejé de mirarme las manos. El corte era profundo. La sangre se había derramado sobre algunos aros de cebolla. El coreano corrió a apartar los manchados con sus guantes de látex. La encargada del día, una mujer gorda que tanto me recordaba a un globo aerostático, con su voz de piccolo elevada siempre hasta la extenuación, me dijo que me fuera a lavar y descansara un rato, sentado en una de las mesas vacías (que en aquella hora y en aquel día eran casi todas), hasta que dejara de sangrar. Quizá -aventuró- sería necesario ponerme algunos puntos. Yo sabía que iba a ser necesario. Por el hilo musical se escuchaba en ese momento Starman de Bowie. Recordé entonces una noche en lo alto de la montaña. Me había cortado por la tarde con el filo de un guijarro. Había perdido mucha sangre. Me sentí débil. No me importó morirme desangrado. No fue así. Me quedé dormido en la madrugada y al despertar las plaquetas habían actuado y habían detenido la hemorragia. Me he sentado en la mesa más cercana a la puerta, de espaldas al mostrador. Me hubiera gustado poder fumarme un cigarrillo. He palpado el paquete en mi bolsillo. He cerrado los ojos. Me dolía el corte. Al abrirlos he visto a la mujer que me comparaba con Andreas Kartak. Entraba en ese momento. Al verme sentado se ha detenido. Ha dudado un instante entre seguir al mostrador o venir hacia mi mesa. Al final ha venido a mi mesa.
- ¿Me puedo sentar?, me ha dicho sonriendo apenas.
- Claro.
Ha mirado mi mano. Por debajo de la tirita volvía a asomar la sangre.
- ¿Qué le ha pasado?
- Un corte.
- Eso ya lo veo.
- Estaba cortando aros de cebolla y al mismo tiempo pensaba en un nocturno de Chopin...
- Dos acciones incompatibles.
- Desde luego. Y a usted ¿qué le ha pasado?
- ¿A mí? Nada, ¿por?
- Se ha sentado aquí.
- Sí.
- No es normal.
- No.
Nos hemos quedado callados. Nos hemos mirado a los ojos. He respirado hondo antes de proseguir.
- Haría usted mal en interesarse por mí.
- Ya lo sé.
- Estoy herido.
- También lo sé (y miró mi mano ensagrentada)
- Las personas heridas somos peligrosas.
- No amo el peligro.
- Lo imaginaba.
- Pero me gusta curar heridas.
Fue tan rotunda esa verdad que un largo sollozo me acudió a la garganta. A duras penas lo pude contener. Bajé la mirada.
- Se cerraría antes si fuera a un hospital y le pusieran unas grapas.
- No sé si quiero que se cierre antes. Seguro que me darán unos días de baja.
- Yo le acompaño.
- No soy buena persona. De verdad. No lo soy.
- Yo no soy un alma caritativa. Ni me detengo a pensar porque una persona me atrae. A veces mis curaciones son traumáticas. A veces no llego a curar sino que hago más grande la herida. Es algo que también debe saber.
- ¿Cómo se curan mis heridas?
La voz aflautada de la encargada gorda se oyó tras de mí.
- ¡Milos! ¿Cómo va eso?
Me giré y la miré.
- Sigue sangrando, señora.
- Vete al hospital. Ya te cubro yo. Si el médico te da la baja, me la traes mañana.
- Sí, señora.
Me levanté.
- Me voy al hospital.
- Le acompaño.
- No diga que no se lo advertí.
- No diga que no lo intenté.
He entrado a coger mis cosas. Al salir la mujer me esperaba fuera. He sentido algo parecido a la esperanza y se me ha abierto un poco más la herida. He cubierto mi mano con un trapo de cocina. Me he despedido de mis compañeros.
- Vamos, tengo el coche aquí al lado. Por cierto mi nombre es Eva.
- Milos Amós.
Hemos caminado uno al lado del otro como si fuéramos dos personas que se conocen desde hace tiempo.
Me ha vuelto a doler el corte.
He sentido escalofríos al prever la aguja y el hilo.
Si tenéis 1 hora y diez minutos más o menos, escuchad a Julio Anguita - no tenéis más que cliquear sobre su nombre resaltado en verde- en esta conferencia que impartió en junio de 2011 en el pueblo de Baena. Ya no sólo por lo que dice sino por cómo un hombre se puede llegar a expresar.
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Cuento
Tags : El Brillante Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/09/2011 a las 23:50 | {0}