A propósito de The Master, película escrita y dirigida por Paul Thomas Anderson
¿Cuánto, dime tú ¡Oh, Diosa!, habremos de no saber nunca?
¿Está en el mar, turquesa, el secreto? O es en las bolsas de basura, innumerables como las naves de los argivos, donde se encuentra el secreto: somos sujetos de fragilidad.
Un hombre solo siempre será frágil.
Un hombre en grupo aparentará fortaleza.
¿Qué hiciste, ¡Oh, Sócrates!, al descubrir la individualidad (o alma) humana? ¿A qué abismos de creencias -u opiniones- nos lanzaste?
Frágil, ése es el término (y el inicio).
Donde la naturaleza nos enseña de continuo su Fuerza (la fuerza de las olas, la fuerza de las tierras, la fuerza de los aires, las terribles lenguas de los fuegos). Donde, sometidos a la existencia, aciaga, de ser siempre, cada uno, el Primer Hombre (genérico), apenas el tiempo (eso que mata sin ser) nos da su jugo para exprimir en algo lo que el corazón anhela.
¡Oh, Estafadores! Permitidme entenderos y compadecer vuestra instrucción y vuestras alas... rotas.
¡Oh, Estafados! Seguid junto a vuestros Maestros. No os lamentéis nunca del muro ciego, de la congoja en el pecho, del atardecer quemado por Visiones del Cosmos. Nuestra fragilidad nos exculpa de ser audaces.
Porque el ocaso en soledad es menos ocaso.
Porque el descubrimiento en soledad descubre menos.
Porque el amor en soledad es un oximoron.
Si yo pudiera, si en mi vibrara el acero, afirmaría: la vida es esto. Y cerraría los ojos y observaría el miedo pánico a las selvas nocturnas, a la noche del alma (la individualidad). Y diría: ¿Cómo no aterrarse (quedarse sin tierra) ante las jaurías? ¿Cómo no temblar ante la sentencia de la Hembra Implacable, la Adoradora del Grupo, la Generadora de Tribus? Si frágiles y solos, el ser humano implica estar roto.
¿Está en el mar, turquesa, el secreto? O es en las bolsas de basura, innumerables como las naves de los argivos, donde se encuentra el secreto: somos sujetos de fragilidad.
Un hombre solo siempre será frágil.
Un hombre en grupo aparentará fortaleza.
¿Qué hiciste, ¡Oh, Sócrates!, al descubrir la individualidad (o alma) humana? ¿A qué abismos de creencias -u opiniones- nos lanzaste?
Frágil, ése es el término (y el inicio).
Donde la naturaleza nos enseña de continuo su Fuerza (la fuerza de las olas, la fuerza de las tierras, la fuerza de los aires, las terribles lenguas de los fuegos). Donde, sometidos a la existencia, aciaga, de ser siempre, cada uno, el Primer Hombre (genérico), apenas el tiempo (eso que mata sin ser) nos da su jugo para exprimir en algo lo que el corazón anhela.
¡Oh, Estafadores! Permitidme entenderos y compadecer vuestra instrucción y vuestras alas... rotas.
¡Oh, Estafados! Seguid junto a vuestros Maestros. No os lamentéis nunca del muro ciego, de la congoja en el pecho, del atardecer quemado por Visiones del Cosmos. Nuestra fragilidad nos exculpa de ser audaces.
Porque el ocaso en soledad es menos ocaso.
Porque el descubrimiento en soledad descubre menos.
Porque el amor en soledad es un oximoron.
Si yo pudiera, si en mi vibrara el acero, afirmaría: la vida es esto. Y cerraría los ojos y observaría el miedo pánico a las selvas nocturnas, a la noche del alma (la individualidad). Y diría: ¿Cómo no aterrarse (quedarse sin tierra) ante las jaurías? ¿Cómo no temblar ante la sentencia de la Hembra Implacable, la Adoradora del Grupo, la Generadora de Tribus? Si frágiles y solos, el ser humano implica estar roto.
Fue su intención pasada la primera media hora. No antes. En su quietud pensó, Meditar es observar sin fijarse e inmediatamente indagó en un continuum que no le atañía si sería mejor quitar el reflexivo se al verbo fijar y concluir entonces que, Meditar es observar sin fijar. Terminó en todo caso por considerar que Meditar es observar sin fijarse completaba mejor la idea que había surgido de un muro rojo que se ponía delante de sus ojos de repente. Delante de sus ojos ciegos. Queremos decir de sus ojos cerrados. Abiertos sus ojos sí ven o creen ver. En ese observar sin fijarse observó a su hermana parada en un semáforo, a su madre levantándose con dificultad de una cama antiquísima, también observó el vuelo de un mirlo entre unos arbustos al que perseguía un perro más bien pequeño y más bien blanco y negro; observó sin fijarse el frío en las montañas coronadas -a modo de jaspe- por una nieve más bien avara, observó su lucha por no fijarse en la mujer a la que deseaba, por no fijarse en su coño, que no se bajara las bragas y se abriera ante él un mundo húmedo y unos muslos torneados; observó cómo dejó de luchar y cómo la mujer ponía el culo en pompa; observó la cercanía del negro con tintes circulares de luz, también la anatomía olorosa de algo que pasó y el terror a verse echado de su mundo por su propia indulgencia para consigo mismo; de nuevo el muro rojo y unas lentas y profundas inspiraciones le favorecieron observar la nada un instante, sólo un instante hasta que se dio cuenta de que la nada estaba y por lo tanto había dejado de estar; observó el dolor en la pierna izquierda y supo mantenerlo en observación, sin fijarse en él y deambuló por una ciudad y unas luces y por un encuentro y unas palabras que al momento siguiente quiso recordar y no pudo. No vamos a incidir en las imágenes eróticas que observaba. Eran hermosas aunque él las rechazara. Era ese momento en que quería dirigir el pensamiento. Dirigir, digámoslo sin tapujos, la meditación. Era el momento inconsciente de las grandes esperanzas: una iluminación, una navegación por un mar calmo de ideas y pasiones; un llegar sin atracar. Seguir. Y que su mente elaborara formas simbólicas: la colocación de la mano, la dirección de la mirada, la flor del loto, la serpiente cósmica, el monstruo de los Cabellos Pegajosos... entonces sonó la media hora. Ahí tendría que haberse detenido. Abrir los ojos. Volver al mundo. Decirse, Lo has hecho bien. Venga, mañana otra vez y ponerse con su diario vivir. No fue así. Decidió seguir con los ojos cerrados, las piernas cruzadas, las manos con las palmas hacia arriba apoyadas en los muslos, la cabeza inclinada cuarenta y cinco grados y la respiración lenta y honda. Entonces el muro rojo se preñó de puntitos negros y se fue acercando a su rostro hasta casi arañarle las mejillas. Sintió una emoción muy viva, creía estar muy cansado, al borde del desfallecimiento, vinieron imágenes de sándalo y largartijas, la huella de un tornero en un desierto y voz del muhecín invitando a fumar hachis; inspiró de nuevo la contingencia; inspiró con anhelo la espera; inspiró con las costillas el apaciguamiento y dejó que las corrientes se hicieran las dueñas de un juego de pelota; el dolor de la pierna izquierda adquiría forma de agujas. Observó la caricia de la mujer. Observó cómo se recostaba en la cama y se dejaba. Observó cómo la observaba. Creyó intuir que fuera de aquella habitación nevaba. Sonaba el tiempo. Observó sin fijarse en el discurso que pronunciaba. Apenas podía distinguir el brillo de unas gafas en el auditorio. Tras él una gran orquesta y un coro vestido de blanco. Inspiró de nuevo. Repitió una frase que no significa nada. Supo que la repetía una y otra vez. Se quedó en ella. Podríamos decir que la saboreó un rato. Sabe que volvió un instante la nada. Supo que tenía que abrir los ojos. Volver al mundo. Iniciar su jornada. Y lo hizo. Y sintió un cansancio universal como si a sus espaldas se hubieran subido cien bueyes listos para el holocausto. A duras penas llegó hasta su cama. No recuerda cómo se echó una manta por encima. No recuerda cuándo se quedó dormido. Aún duerme. Aún, aún duerme.
Lo he decidido.
Esta mañana.
Entre los copos de nieve.
Siguiendo con la lengua fuera a mi perro. Agarrado a él.
Voy a amarte.
Como si fueras la Madre Tierra.
Te tendré frente a mí y besaré tu frente.
La tarde entonces.
El alba entonces.
Un Fuego de San Telmo y una caricia.
Voy a amarte.
Tendida.
Desnuda.
Abierta.
Tu boca.
La almohada.
La mano.
Tu espalda.
Las nalgas.
Tu pubis.
Mi verga.
Mis manos.
Mis nalgas.
Mi espalda.
Mis labios. Tus labios.
Tus dientes. Mis dientes.
Voy a amarte.
Terriblemente.
Con la locura de un hombre maduro.
Con la vehemencia del que acaba de atravesar el desierto.
Con la ilusión de la cometa surcando el aire, cerca del cielo.
El velo de mi paladar en la punta de tu lengua.
Nuestros pasos al pasar la alameda.
El sonido del río y el deshielo.
La cumbre.
La comida y la sonrisa.
La comida y tu pecho.
La comida y mi pecho.
Voy a amarte sin desvelos.
Voy a amarte como pinche de cocina
y como grumete viejo.
Y saltaré a la comba.
Y desafiaré a la alcoba.
Y supondré el futuro.
Y me sentiré el héroe del manantial
donde ahora te miras y peinas tu cabello.
Voy a amarte
este veintiocho de febrero
y mañana cuando sea marzo
te amaré de nuevo.
Esta mañana.
Entre los copos de nieve.
Siguiendo con la lengua fuera a mi perro. Agarrado a él.
Voy a amarte.
Como si fueras la Madre Tierra.
Te tendré frente a mí y besaré tu frente.
La tarde entonces.
El alba entonces.
Un Fuego de San Telmo y una caricia.
Voy a amarte.
Tendida.
Desnuda.
Abierta.
Tu boca.
La almohada.
La mano.
Tu espalda.
Las nalgas.
Tu pubis.
Mi verga.
Mis manos.
Mis nalgas.
Mi espalda.
Mis labios. Tus labios.
Tus dientes. Mis dientes.
Voy a amarte.
Terriblemente.
Con la locura de un hombre maduro.
Con la vehemencia del que acaba de atravesar el desierto.
Con la ilusión de la cometa surcando el aire, cerca del cielo.
El velo de mi paladar en la punta de tu lengua.
Nuestros pasos al pasar la alameda.
El sonido del río y el deshielo.
La cumbre.
La comida y la sonrisa.
La comida y tu pecho.
La comida y mi pecho.
Voy a amarte sin desvelos.
Voy a amarte como pinche de cocina
y como grumete viejo.
Y saltaré a la comba.
Y desafiaré a la alcoba.
Y supondré el futuro.
Y me sentiré el héroe del manantial
donde ahora te miras y peinas tu cabello.
Voy a amarte
este veintiocho de febrero
y mañana cuando sea marzo
te amaré de nuevo.
Blog de Iñaki Gabilondo
Escrito por Bernardo Soares (heterónimo de Fernando Pessoa).
Traducido por Ángel Crespo. Editorial Seix Barral.
Torso con gabardina y cartera ¿de Bernardo o de Fernando?
Cuando vivimos constantemente en lo abstracto -ya sea lo abstracto del pensamiento, ya sea lo de la sensación pensada-, no tardan, contra nuestro mismo pensamiento o deseo, en volvérsenos fantasmas las cosas de la vida real que, de acuerdo con nosotros mismos, más deberíamos sentir.
Por más amigo, y verdaderamente amigo, que yo sea de alguien, el saber que está enfermo, o que ha muerto, no me produce más que una impresión vaga, incierta, apagada, que me avergüenzo de sentir. Sólo la visión directa del caso, su paisaje, me produciría emoción. A fuerza de vivir de imaginar, se gasta el poder de imaginar, sobre todo el de imaginar lo real. Viviendo mentalmente de lo que no existe ni puede existir, acabamos por no poder pensar en lo que puede existir.
Me han dicho hoy que había ingresado en el hospital, para ser operado, un viejo amigo mío al que no veo hace mucho tiempo, pero al que sinceramente recuerdo siempre con lo que supongo que es nostalgia. La única sensación positiva y clara que he tenido ha sido la del fastidio que forzosamente me produciría tener que ir a visitarlo, con la alternativa irónica de, no teniendo paciencia para hacer la visita, arrepentirme de no haberla hecho.
Nada más... De tanto andar con sombras, yo mismo me he convertido en una sombra -en lo que pienso, en lo que siento, en lo que soy-. La añoranza de lo normal que nunca he sido entra pues en la substancia de mi ser. Pero es sin embargo esto, y sólo esto, lo que siento. No me da propiamente pena del amigo que va a ser operado. No me da propiamente pena de todas las personas que van a ser operadas, de todos cuentos sufren y padecen en este mundo. Siento pena, tan sólo, de no saber ser quien sintiese pena.
Y, en un momento, estoy pensando en otra cosa, inevitablemente, debido a un impulso que no sé lo que es. Y entonces, como si estuviese delirando, se me mezcla con lo que no he llegado a sentir, con lo que he podido ser, un rumor de árboles, un ruido de agua que corre hacia los estanques, una quinta inexistente... Me esfuerzo por sentir, pero ya no sé cómo se siente. Me he vuelto la sombra de mí mismo, a la que entregase mi ser. Al contrario de aquel señor Peter Schlemihl del cuento alemán, no he vendido mi sombra al diablo, sino mi substancia. Sufro de no sufrir. ¿Vivo o finjo que vivo? ¿Duermo o estoy despierto?
Una vaga brisa, que sale fresca del calor del día, me hace olvidarlo todo. Me pesan los párpados agradablemente... Siento que este mismo sol dora los campos en los que no estoy y en los que no quiero estar... De en medio de los ruidos de la ciudad sale un gran silencio... ¡Qué suave! ¡Pero qué suave, quizá, si yo pudiese sentir!
19-6-1934
Por más amigo, y verdaderamente amigo, que yo sea de alguien, el saber que está enfermo, o que ha muerto, no me produce más que una impresión vaga, incierta, apagada, que me avergüenzo de sentir. Sólo la visión directa del caso, su paisaje, me produciría emoción. A fuerza de vivir de imaginar, se gasta el poder de imaginar, sobre todo el de imaginar lo real. Viviendo mentalmente de lo que no existe ni puede existir, acabamos por no poder pensar en lo que puede existir.
Me han dicho hoy que había ingresado en el hospital, para ser operado, un viejo amigo mío al que no veo hace mucho tiempo, pero al que sinceramente recuerdo siempre con lo que supongo que es nostalgia. La única sensación positiva y clara que he tenido ha sido la del fastidio que forzosamente me produciría tener que ir a visitarlo, con la alternativa irónica de, no teniendo paciencia para hacer la visita, arrepentirme de no haberla hecho.
Nada más... De tanto andar con sombras, yo mismo me he convertido en una sombra -en lo que pienso, en lo que siento, en lo que soy-. La añoranza de lo normal que nunca he sido entra pues en la substancia de mi ser. Pero es sin embargo esto, y sólo esto, lo que siento. No me da propiamente pena del amigo que va a ser operado. No me da propiamente pena de todas las personas que van a ser operadas, de todos cuentos sufren y padecen en este mundo. Siento pena, tan sólo, de no saber ser quien sintiese pena.
Y, en un momento, estoy pensando en otra cosa, inevitablemente, debido a un impulso que no sé lo que es. Y entonces, como si estuviese delirando, se me mezcla con lo que no he llegado a sentir, con lo que he podido ser, un rumor de árboles, un ruido de agua que corre hacia los estanques, una quinta inexistente... Me esfuerzo por sentir, pero ya no sé cómo se siente. Me he vuelto la sombra de mí mismo, a la que entregase mi ser. Al contrario de aquel señor Peter Schlemihl del cuento alemán, no he vendido mi sombra al diablo, sino mi substancia. Sufro de no sufrir. ¿Vivo o finjo que vivo? ¿Duermo o estoy despierto?
Una vaga brisa, que sale fresca del calor del día, me hace olvidarlo todo. Me pesan los párpados agradablemente... Siento que este mismo sol dora los campos en los que no estoy y en los que no quiero estar... De en medio de los ruidos de la ciudad sale un gran silencio... ¡Qué suave! ¡Pero qué suave, quizá, si yo pudiese sentir!
19-6-1934
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/03/2013 a las 09:33 | {1}