Aldo le gustó a mi abuela. Subió ocho meses después de haberse mudado al piso de abajo, después de algunos magreos tras la caja del ascensor. En realidad Aldo le gustaría a cualquier mujer. Y mi abuela lo era. Aldo tenía ese no sé qué que queda balbuciendo en el corazón de una mujer después de que los ojos de Aldo se hubieran fijado en ella. Porque sus ojos eran de un negro melancólico y parecían transmitir al mismo tiempo desamparo y deseo de amar. O nada de esto es cierto. O sólo quise yo creerlo y me enamoré como una tonta. O no me enamoré sino que tan sólo quise enfrentarme a mi abuela. Porque había llegado el momento de rebelarse y mi abuela cometió conmigo un error que en realidad fue mi propio error. Porque al oír la verdad, decidí desmentirla (y escribo a propósito este infinitivo). Desmentir la verdad supuso...
Cuando Aldo y yo llevábamos saliendo unos meses, a la hora de la comida, mi abuela empezó a hablar de una película que habíamos visto hacía poco titulada A Place in the Sun protagonizada por Montgomery Cliff, Sellie Winters y Elisabeth Taylor. Comentó que Aldo le recordaba a Montgomery Cliff. Yo pensé que se refería al físico. Ella no quiso dejarme ni siquiera con una miajita de incertidumbre. Como siempre que me iba a decir algo contundente me miró a los ojos, No, no se parece físicamente. Siempre desconfío de los hombres que gustan a las mujeres. Desconfío de Aldo. Ándate con cuidado.
No creo que fuera por lo que había dicho de él por lo que exploté. Quizá fuera que acababa de cumplir los dieciocho años, que me quería sentir mayor, que había llegado la hora de rebelarme (como mi abuela había predicho muchos años antes). Con una frialdad que aún hoy me deja pasmada, ofendida porque mi abuela pensara que era una niñata, le contesté, A ti lo que te pasa es que has sido mal follada toda tu vida y no puedes soportar que un hombre tan guapo y maravilloso como él se haya enamorado de mí. Ella pareció no ofenderse y contestó con cierta ironía, Tu abuelo era muy buen mozo de joven.
No me dejó contestarla. Sin terminar el plato, se levantó y se fue.
Así, con una advertencia, dieron comienzo los años oscuros.
Cuando Aldo y yo llevábamos saliendo unos meses, a la hora de la comida, mi abuela empezó a hablar de una película que habíamos visto hacía poco titulada A Place in the Sun protagonizada por Montgomery Cliff, Sellie Winters y Elisabeth Taylor. Comentó que Aldo le recordaba a Montgomery Cliff. Yo pensé que se refería al físico. Ella no quiso dejarme ni siquiera con una miajita de incertidumbre. Como siempre que me iba a decir algo contundente me miró a los ojos, No, no se parece físicamente. Siempre desconfío de los hombres que gustan a las mujeres. Desconfío de Aldo. Ándate con cuidado.
No creo que fuera por lo que había dicho de él por lo que exploté. Quizá fuera que acababa de cumplir los dieciocho años, que me quería sentir mayor, que había llegado la hora de rebelarme (como mi abuela había predicho muchos años antes). Con una frialdad que aún hoy me deja pasmada, ofendida porque mi abuela pensara que era una niñata, le contesté, A ti lo que te pasa es que has sido mal follada toda tu vida y no puedes soportar que un hombre tan guapo y maravilloso como él se haya enamorado de mí. Ella pareció no ofenderse y contestó con cierta ironía, Tu abuelo era muy buen mozo de joven.
No me dejó contestarla. Sin terminar el plato, se levantó y se fue.
Así, con una advertencia, dieron comienzo los años oscuros.
Ensayo
Tags : Meditación sobre las formas de interpretar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/01/2014 a las 00:01 | {5}
Nude de Willie Kessels (1930)
Aldo y yo.
Antes de Aldo y yo, quiero escribir sobre mi abuela y la niñez.
Decía mi abuela, Los niños sois personas. Cuando seas mayor nunca trates a un niño con tu idea de lo que es un niño, trata a un niño con tu idea de lo que es una persona. Yo estoy aquí sentada, frente a ti, y yo veo en tí al ser más maravilloso del mundo. Eso no quita para que el ser más maravilloso del mundo lo sea justamente porque está vacío. Lo maravilloso de los niños es que estáis vacíos. Por eso te digo: cuando estés con un niño y tú seas mayor sé muy cuidadosa, a ver con que lo llenas porque si lo llenas con caprichos será caprichoso, si lo llenas con tiranía será tirano, si lo llenas con alegría será alegre, si con amor, amoroso, si con dolor, doliente. Yo te educaré con amor, con disciplina y con rectitud. No consentiré caprichos por tu parte, los castigaré con severidad ni por supuesto te dejaré ser tirana porque me rebelaré contra ti y toda la fuerza de mi razón caerá sobre tu corazón. Amarte será respetar tu personalidad, sea ésta cual sea e intentar enderezar lo que mi sentido común considere que ha de ser enderezado; amarte será mantenerte lo más vacía posible de mí y también será amarte protegerte; amarte será enseñarte el miedo porque lo haré con cuidado y lo aprenderás para siempre; amarte será estar siempre, siempre a tu lado; la disciplina consistirá en que aprendas con los medios que sean necesarios el respeto hacia ti y hacia los demás; de hecho lo medios que habré de utilizar para disciplinarte me los sugerirás tú con tu actitud y porque estaré atenta a la disciplina que necesites también te amaré. Es muy posible que sufras mi disciplina porque al estar vacía no entenderás que haya que domar la vacuidad porque no alcanzarás a entender hasta muy entrada en la treintena -y eso si es que llegas a pensarlo alguna vez- que la vacuidad se disciplina porque vivir es ir llenándola para más tarde intentar vaciarla otra vez. La disciplina entonces permite, mediante el ejercicio de unas obligaciones, desechar lo inútil cuando llegue el momento de empezar a vaciarse. La rectitud sólo tiene como meta enseñarte una norma y tan sólo para que cuando te llegue el momento de rebelarte -que ha de llegar y es bueno que llegue- sepas con absoluta claridad contra qué te rebelas; es decir yo no te enseñaré una moral porque considere que es la mejor sino para que la conozcas al dedillo y puedas enfrentarte a ella bien armada. El mejor arma es el conocimiento de lo otro.
No sé si la primera vez que recuerdo estas palabras de mi abuela fue la primera vez que me las dijo. Tengo la cuasi seguridad de que no. Yo tenía cinco años. Estaba en el salón de la música. Mi abuela me sentó frente a ella en una butaca que me parecía el trono inmenso de una reina. Me habló despacio, con su voz rasposa de fumadora; en su mirada había una extraña mezcla de ternura y dureza que a mí me inquietó e hizo que me echara a llorar. Mi abuela pareció no inmutarse. Seguía hablando y fumando. Cuando terminó yo lloraba a raudales. Entonces me dijo: Ven, acércate. Yo bajé del trono de la reina y me quedé frente a ella con la barbilla baja e hipando. Ella extendió sus brazos. Yo me lancé a ellos. Mi abuela me abrazó con una ternura infinita (desde entonces el olor a tabaco siempre me emociona) y me susurró al oído: Tengo que enseñarte a que te vayas, pequeñaja. Luego calló. Me sentó en sus rodillas y apoyó mi cabeza en su corazón. Aunque no la vi, sé que ella no lloró.
Antes de Aldo y yo, quiero escribir sobre mi abuela y la niñez.
Decía mi abuela, Los niños sois personas. Cuando seas mayor nunca trates a un niño con tu idea de lo que es un niño, trata a un niño con tu idea de lo que es una persona. Yo estoy aquí sentada, frente a ti, y yo veo en tí al ser más maravilloso del mundo. Eso no quita para que el ser más maravilloso del mundo lo sea justamente porque está vacío. Lo maravilloso de los niños es que estáis vacíos. Por eso te digo: cuando estés con un niño y tú seas mayor sé muy cuidadosa, a ver con que lo llenas porque si lo llenas con caprichos será caprichoso, si lo llenas con tiranía será tirano, si lo llenas con alegría será alegre, si con amor, amoroso, si con dolor, doliente. Yo te educaré con amor, con disciplina y con rectitud. No consentiré caprichos por tu parte, los castigaré con severidad ni por supuesto te dejaré ser tirana porque me rebelaré contra ti y toda la fuerza de mi razón caerá sobre tu corazón. Amarte será respetar tu personalidad, sea ésta cual sea e intentar enderezar lo que mi sentido común considere que ha de ser enderezado; amarte será mantenerte lo más vacía posible de mí y también será amarte protegerte; amarte será enseñarte el miedo porque lo haré con cuidado y lo aprenderás para siempre; amarte será estar siempre, siempre a tu lado; la disciplina consistirá en que aprendas con los medios que sean necesarios el respeto hacia ti y hacia los demás; de hecho lo medios que habré de utilizar para disciplinarte me los sugerirás tú con tu actitud y porque estaré atenta a la disciplina que necesites también te amaré. Es muy posible que sufras mi disciplina porque al estar vacía no entenderás que haya que domar la vacuidad porque no alcanzarás a entender hasta muy entrada en la treintena -y eso si es que llegas a pensarlo alguna vez- que la vacuidad se disciplina porque vivir es ir llenándola para más tarde intentar vaciarla otra vez. La disciplina entonces permite, mediante el ejercicio de unas obligaciones, desechar lo inútil cuando llegue el momento de empezar a vaciarse. La rectitud sólo tiene como meta enseñarte una norma y tan sólo para que cuando te llegue el momento de rebelarte -que ha de llegar y es bueno que llegue- sepas con absoluta claridad contra qué te rebelas; es decir yo no te enseñaré una moral porque considere que es la mejor sino para que la conozcas al dedillo y puedas enfrentarte a ella bien armada. El mejor arma es el conocimiento de lo otro.
No sé si la primera vez que recuerdo estas palabras de mi abuela fue la primera vez que me las dijo. Tengo la cuasi seguridad de que no. Yo tenía cinco años. Estaba en el salón de la música. Mi abuela me sentó frente a ella en una butaca que me parecía el trono inmenso de una reina. Me habló despacio, con su voz rasposa de fumadora; en su mirada había una extraña mezcla de ternura y dureza que a mí me inquietó e hizo que me echara a llorar. Mi abuela pareció no inmutarse. Seguía hablando y fumando. Cuando terminó yo lloraba a raudales. Entonces me dijo: Ven, acércate. Yo bajé del trono de la reina y me quedé frente a ella con la barbilla baja e hipando. Ella extendió sus brazos. Yo me lancé a ellos. Mi abuela me abrazó con una ternura infinita (desde entonces el olor a tabaco siempre me emociona) y me susurró al oído: Tengo que enseñarte a que te vayas, pequeñaja. Luego calló. Me sentó en sus rodillas y apoyó mi cabeza en su corazón. Aunque no la vi, sé que ella no lloró.
El momento de la muerte de mi abuelo llegó a las 19 horas y 43 minutos. Mi abuela, con el cigarrillo en los labios, abrió la caja del reloj de pie que había en el pasillo y lo detuvo en esa hora para siempre; a continuación fue a la sala y puso en el tocadiscos el Summertime en la versión de Charlie Mingus y mientras lo bailaba se puso a reír y a llorar y rompió todas las copas de cristal del aparador de la derecha mientras gritaba, ¡Jodío viejo, siempre tienes que irte tú primero! Luego se calmó, repentinamente, justo cuando el tema terminaba y me pidió si podía recoger los cristales rotos. Así fue como descubrí que mi abuela no soportaba las despedidas.
Cuando murió mi abuelo yo tenía trece años. Y aunque los años pasan lentos en esa etapa de la vida, fueron pasando. Mi abuela se mantenía igual que siempre, parecía que en ella la vida se había detenido. Pensaba a veces que era porque su rutina llevada a rajatabla la había detenido en el tiempo. O por ser más correcta pensaba que la rutina detiene el tiempo. Y como yo no quería que el tiempo se detuviera mi vida se fue convirtiendo en un desorden descomunal: alteraba horarios, unas veces me levantaba a las tres de la madrugada y otras a las siete y otras me acostaba a las seis de la tarde; pasaba temporadas desayunando la cena y cenando el desayuno o una semana besaba a mi abuela en el oído derecho y la siguiente besaba su mano izquieda (bueno sólo el dedo meñique); luego me dio por teñirme el pelo e incluso una temporada corté mi pelo según me levantaba por la mañana; el desorden de mi armario era antológico, mi habitación entera rezumaba anarquía.Todo esto que ahora escribo no es más que una interpretación quizá mi actitud fuera la explosión de las hormonas o ese tedio nervioso que surge en la adolescencia y que sólo es síntoma de unas ganas desastrosas de que te muerdan la boca. También puede ser interpretación el que mi abuela mantuviera su inmovilidad tan sólo para no tener que despedirse de mí.
Me resulta curioso que esta aparente discordia entre los hábitos de mi abuela y los míos no provocaran mayor conflicto que el que un día ella escuchara a todo volumen un tema de Billie Holiday (por ejemplo Strange Fruit) mientras yo hacía lo propio con, por ejemplo, The Stranglers y su Golden Brown, sabiendo que yo llevaba todas las de perder porque su equipo era mucho más potente que el mío.
Una tarde en que esta batalla musical entre el pop y el jazz se había alargado más de dos horas, me di, como siempre, por vencida y decidí salir a airearme. Nosotras vivíamos en el séptimo piso y yo solía bajar y subir por las escaleras; me gustaba porque los escalones eran de madera y su sonido me resultaba cómodo y muy, muy mío (sonido de un bosque que nunca conocí, sonido del viento que debía de correr entre sus árboles; sonido de las estrellas en sus noches; sonidos de sus animales viviendo y muriendo; y también sonido de una cabaña y dentro de ella el crepitar de una chimenea y el sueño tranquilo de un perro; un bosque que yo ubicaba en algún lugar de Nueva Zelanda). Así es que ese día bajé como siempre trotando y en el sexto me tropecé, literalmente, con un chico nuevo en la casa, vecino nuevo. Yo tenía diecisiete años y él acaba de cumplir los veinte. Llevaba una caja. Él no me vio. Yo no le vi. La caja cayó al suelo. Ambos escuchamos la rotura de algo. Yo me disculpé. Él se sonrió y me dijo: Me llamo Aldo. Ya te diré lo que me debes. Yo no respondí, seguí bajando las escaleras y por primera vez sentí que un día, no sabía cuándo, tendría que irme de allí. Tendría que despedirme de mi abuela.
Cuando murió mi abuelo yo tenía trece años. Y aunque los años pasan lentos en esa etapa de la vida, fueron pasando. Mi abuela se mantenía igual que siempre, parecía que en ella la vida se había detenido. Pensaba a veces que era porque su rutina llevada a rajatabla la había detenido en el tiempo. O por ser más correcta pensaba que la rutina detiene el tiempo. Y como yo no quería que el tiempo se detuviera mi vida se fue convirtiendo en un desorden descomunal: alteraba horarios, unas veces me levantaba a las tres de la madrugada y otras a las siete y otras me acostaba a las seis de la tarde; pasaba temporadas desayunando la cena y cenando el desayuno o una semana besaba a mi abuela en el oído derecho y la siguiente besaba su mano izquieda (bueno sólo el dedo meñique); luego me dio por teñirme el pelo e incluso una temporada corté mi pelo según me levantaba por la mañana; el desorden de mi armario era antológico, mi habitación entera rezumaba anarquía.Todo esto que ahora escribo no es más que una interpretación quizá mi actitud fuera la explosión de las hormonas o ese tedio nervioso que surge en la adolescencia y que sólo es síntoma de unas ganas desastrosas de que te muerdan la boca. También puede ser interpretación el que mi abuela mantuviera su inmovilidad tan sólo para no tener que despedirse de mí.
Me resulta curioso que esta aparente discordia entre los hábitos de mi abuela y los míos no provocaran mayor conflicto que el que un día ella escuchara a todo volumen un tema de Billie Holiday (por ejemplo Strange Fruit) mientras yo hacía lo propio con, por ejemplo, The Stranglers y su Golden Brown, sabiendo que yo llevaba todas las de perder porque su equipo era mucho más potente que el mío.
Una tarde en que esta batalla musical entre el pop y el jazz se había alargado más de dos horas, me di, como siempre, por vencida y decidí salir a airearme. Nosotras vivíamos en el séptimo piso y yo solía bajar y subir por las escaleras; me gustaba porque los escalones eran de madera y su sonido me resultaba cómodo y muy, muy mío (sonido de un bosque que nunca conocí, sonido del viento que debía de correr entre sus árboles; sonido de las estrellas en sus noches; sonidos de sus animales viviendo y muriendo; y también sonido de una cabaña y dentro de ella el crepitar de una chimenea y el sueño tranquilo de un perro; un bosque que yo ubicaba en algún lugar de Nueva Zelanda). Así es que ese día bajé como siempre trotando y en el sexto me tropecé, literalmente, con un chico nuevo en la casa, vecino nuevo. Yo tenía diecisiete años y él acaba de cumplir los veinte. Llevaba una caja. Él no me vio. Yo no le vi. La caja cayó al suelo. Ambos escuchamos la rotura de algo. Yo me disculpé. Él se sonrió y me dijo: Me llamo Aldo. Ya te diré lo que me debes. Yo no respondí, seguí bajando las escaleras y por primera vez sentí que un día, no sabía cuándo, tendría que irme de allí. Tendría que despedirme de mi abuela.
Cuando era niña me sorprendía que a mi abuela le gustara el jazz. Muchas tardes -mi imaginación me apunta que era todas las tardes. Ya no hago caso a mi imaginación- al volver del colegio, me la encontraba sentada en la sala, en la butaca que había sido del abuelo, frente al tocadiscos, con un cigarrillo en la mano, los ojos cerrados y escuchando, por ejemplo, Round Midnight en un concierto en Montreal de Charlie Haden. A mí el contrabajo de Haden, la cadencia de las notas y el contrapunto del saxo de Ornette Coleman, me provocaban un estado de hambre que nunca llegué e entender. Recuerdo que en el trecho que mediaba entre la puerta de entrada y la puerta de la sala, cuando la melodía se iba haciendo más y más clara, a mí se me iba abriendo un boquete en el estómago y lo que deseaba era correr a la cocina e hincharme a tostadas con mantequilla y mermelada de arándanos. Nunca lo hice. Sé que mi abuela no habría permitido la alteración de la rutina que consistía en que yo fuera a la sala, me acercara a ella, la besara en la frente y me dijera, ¿Has tenido buen día? Anda, cámbiate y espérame en la cocina. Y yo lo hacía así. Muerta de hambre, soñando el sonido crujiente de la tostada, iba a mi habitación me quitaba el uniforme y me ponía la ropa de andar por casa. La ropa de andar por casa... Mi abuela nunca se levantaba antes de que terminara el tema. Esto sí lo puedo asegurar: tan sólo una vez dejó un tema a medio escuchar. Fue cuando el abuelo, muy enfermo ya, tuvo un acceso de flemas. Serían las cinco y cuarto de la tarde. Mi abuela escuchaba el All Blues de Miles Davis -le encantaba Miles Davis; decía que la trompeta de Miles Davis era la antítesis de las trompetas que anunciarán el Juicio Final; decía la abuela que si Dios hubiera escuchado a Miles Davis no habría inculcado en sus hagiógrafos sonidos de trompetas para anunciar el fin del mundo; quizá, decía, lo habría anunciado con el saxofón de John Coltrane en su A Love Supreme- y estaba nerviosa. No era una mujer que temiera la muerte pero sí la despedida. Mi abuela sabía que en cuanto mi abuelo hubiera muerto, ella seguiría en la vida. Haría lo que tenía que hacer. Lo único que mi abuela no supo hacer nunca fue despedirse. O como dicen ahora los modernos psicólogos mercantilistas: gestionar el momento de la despedida. Así es que mi abuela escuchaba All Blues de Miles Davis. Según las versiones el tema dura unos once minutos. Empieza con mucho swing; lentamente la trompeta de Miles Davis, que acaricia el oído, que sosiega el corazón y permite dar caldas lentas al cigarrillo, va entonando su melodía que tiene tanto de nostalgia que casi se diría una oda al adios. A los dos minutos se produce una modulación y las notas ya no se enlazan como si fuera un bajo continuo sino que cada una empieza a tomar cuerpo, como si dijeran aquí estoy, ésta soy yo. El volumen aumenta. Aparecen ligeros gritos -aullidos decía mi abuela- que intentan calmarse, que intentan obedecer a la batería y al piano que van marcando un ritmo constante como ajeno al mundo. Entonces la trompeta calla para que el saxo ejerza su dominio. Fue en ese intercambio de protagonismos -a los cuatro minutos aproximadamente- cuando mi abuelo entonó su último estertor. Mi abuela lo escuchó y tarareó el tema; quería -me contó años más tarde- que la melodía llegara a los pulmones de mi abuelo y le insuflaran el aire que él ya no podía respirar; quería -me dijo con la misma mirada ida que tuvo aquella tarde- que no se fuera todavía; quería que no llegara el momento de la despedida.
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