In memoriam
Una buena historia en estos tiempos donde todo lo que ensalzaba se arrastra por extraños fangos de perlas pulverizadas y diamantes de cartón.
Un buen comienzo y un final que nos una con eso que fue.
Artificios.
En el tono de Whitman.
Más allá de Faulkner... mucho más allá.
Desmemorias.
Olvido.
Una línea y otra y otra (que sepáis que un día soñé la forma de escribir una novela).
Él fue de los que entendían la tensión de la frase (la verdadera proeza del escritor, todo lo demás es técnica y repetición, por mucho que os digan, por mucho que os hablen y os exijan estructura, argumento, personajes, esas cosas banales que se crean con el tiempo y la repetición. La tensión de la frase es el único arte del escritor, lo demás es oficio, bello también pero nunca sublime).
Este es un ejemplo perfecto de tensión en la frase: Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto,
pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra. (final de Cien años de soledad)
Este es otro ejemplo perfecto de tensión en la frase: Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro. (Principio de El amor en los tiempos del cólera).
Aprended, queridos míos, el secreto de la tensión, lo voluptuoso de la sintaxis (o lo seco si fuera menester) que nace no del conocimiento, ni del intelecto o cosas parecidas y sesudas sino que nace en el bajo vientre, en la voluntad; esas frases no están escritas desde el cerebro, están escritas desde la voluntad de vivir.
Hay hombres a los que hay que agradecer su arte y también es de agradecer que en las sociedades humanas, de vez en cuando, se permita que un artista de la talla de Gabriel García Márquez vea la luz entre los hombres. Porque en verdad, en verdad os digo, que hay muchos García Márquez ignorados, ocultos en su pueblito que quizá se llame Macondo o Iriarte o Klinsgor, donde en una pobre habitación escriben con tensión sus frases mientras fuera el mirlo canta con dulzura su encuentro.
Un buen comienzo y un final que nos una con eso que fue.
Artificios.
En el tono de Whitman.
Más allá de Faulkner... mucho más allá.
Desmemorias.
Olvido.
Una línea y otra y otra (que sepáis que un día soñé la forma de escribir una novela).
Él fue de los que entendían la tensión de la frase (la verdadera proeza del escritor, todo lo demás es técnica y repetición, por mucho que os digan, por mucho que os hablen y os exijan estructura, argumento, personajes, esas cosas banales que se crean con el tiempo y la repetición. La tensión de la frase es el único arte del escritor, lo demás es oficio, bello también pero nunca sublime).
Este es un ejemplo perfecto de tensión en la frase: Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto,
pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra. (final de Cien años de soledad)
Este es otro ejemplo perfecto de tensión en la frase: Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro. (Principio de El amor en los tiempos del cólera).
Aprended, queridos míos, el secreto de la tensión, lo voluptuoso de la sintaxis (o lo seco si fuera menester) que nace no del conocimiento, ni del intelecto o cosas parecidas y sesudas sino que nace en el bajo vientre, en la voluntad; esas frases no están escritas desde el cerebro, están escritas desde la voluntad de vivir.
Hay hombres a los que hay que agradecer su arte y también es de agradecer que en las sociedades humanas, de vez en cuando, se permita que un artista de la talla de Gabriel García Márquez vea la luz entre los hombres. Porque en verdad, en verdad os digo, que hay muchos García Márquez ignorados, ocultos en su pueblito que quizá se llame Macondo o Iriarte o Klinsgor, donde en una pobre habitación escriben con tensión sus frases mientras fuera el mirlo canta con dulzura su encuentro.
Pensamiento de Isaac Alexander en su esfuerzo por transmitir un SOS sentimental
De la nota me conforta su silencio. Y el silencio me augura la nota.
No estamos aquí para ser inmortales (la inmortalidad es un concepto miserable que no merece la pena vivir) sino para ser la nota que surge nítida entre dos silencios (que haya silencio no quiere decir más que no hay escucha). Y más aún: somos una nota que forma parte de la armonía de un determinado instante universal.
Pudimos ser esa nota. Pudimos ser ese instante. Dichosos seamos.
Porque entonces cada emoción, cada vibración, cada creación de un glóbulo rojo en nuestra médula ósea, es la esencia misma del discurrir universal. Siempre seremos mientras sea el universo. Esa es nuestra eternidad (que tenderá magníficamente a cero) y siempre, en su momento preciso, se podrá reproducir la nota que fuimos, la que sonó el momento exacto, cuando la armonía lo exigía.
En contra del mundo en el que vivimos deberíamos desindividualizarnos. Dejar de ser ese Yo que siempre escribimos con mayúscula y al que incluso le damos la notoriedad de llamar nombre propio.
Al releer tiempos pasados, sintió el peso de ese Yo. ¡Qué quejoso! ¡qué vasta eternidad de ombligos!
Ser especie. Y cuando me levanto y siento yo -Isaac Alexander- el esperpento de mi incapacidad y mi debilidad ante ser nadie, lo mucho que lucho por no desprenderme de mis particularidades, lo que se llamó señas de identidad, la cantidad de miles de millones de recursos materiales que la sociedad invierte para que cada uno de sus individuos se crea durante un instante individuo y dueño de su destino (crea que se crea), quisiera ser silencio ya, plácido silencio en el cap de Creus, una tarde verano mientras mis ojos se perdían en el mar y no eran en absoluto yo, ni nadie, eran física mirando.
Y así temblaré cuando al vibrar sueno aunque lentamente me voy acercando a la quietud pura, máximo silencio que sería en la metafísica del Todo: ignorancia.
En ese mar callado...
Nebulosa...
¿Cómo lo llamo, amor, si ayer al besar tu boca sentía que la nota brillaba sin llegar a ser aguda en ese instante para siempre ése, sin más solicitud?
¿Cómo me acuno en la barcarola con mis dedos deshollados? ¿Cómo sonrío si al mismo tiempo siento desdicha y fuego?
Porque sé que de la nota me conforta la promesa de su silencio y del silencio el augurio de la nada calma.
En estos días de abril.
Vals Las.
No estamos aquí para ser inmortales (la inmortalidad es un concepto miserable que no merece la pena vivir) sino para ser la nota que surge nítida entre dos silencios (que haya silencio no quiere decir más que no hay escucha). Y más aún: somos una nota que forma parte de la armonía de un determinado instante universal.
Pudimos ser esa nota. Pudimos ser ese instante. Dichosos seamos.
Porque entonces cada emoción, cada vibración, cada creación de un glóbulo rojo en nuestra médula ósea, es la esencia misma del discurrir universal. Siempre seremos mientras sea el universo. Esa es nuestra eternidad (que tenderá magníficamente a cero) y siempre, en su momento preciso, se podrá reproducir la nota que fuimos, la que sonó el momento exacto, cuando la armonía lo exigía.
En contra del mundo en el que vivimos deberíamos desindividualizarnos. Dejar de ser ese Yo que siempre escribimos con mayúscula y al que incluso le damos la notoriedad de llamar nombre propio.
Al releer tiempos pasados, sintió el peso de ese Yo. ¡Qué quejoso! ¡qué vasta eternidad de ombligos!
Ser especie. Y cuando me levanto y siento yo -Isaac Alexander- el esperpento de mi incapacidad y mi debilidad ante ser nadie, lo mucho que lucho por no desprenderme de mis particularidades, lo que se llamó señas de identidad, la cantidad de miles de millones de recursos materiales que la sociedad invierte para que cada uno de sus individuos se crea durante un instante individuo y dueño de su destino (crea que se crea), quisiera ser silencio ya, plácido silencio en el cap de Creus, una tarde verano mientras mis ojos se perdían en el mar y no eran en absoluto yo, ni nadie, eran física mirando.
Y así temblaré cuando al vibrar sueno aunque lentamente me voy acercando a la quietud pura, máximo silencio que sería en la metafísica del Todo: ignorancia.
En ese mar callado...
Nebulosa...
¿Cómo lo llamo, amor, si ayer al besar tu boca sentía que la nota brillaba sin llegar a ser aguda en ese instante para siempre ése, sin más solicitud?
¿Cómo me acuno en la barcarola con mis dedos deshollados? ¿Cómo sonrío si al mismo tiempo siento desdicha y fuego?
Porque sé que de la nota me conforta la promesa de su silencio y del silencio el augurio de la nada calma.
En estos días de abril.
Vals Las.
Ensayo
Tags : ¿De Isaac Alexander? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/04/2014 a las 12:28 | {0}Recobro de la salud perdida
Tengo en el alma y en este entendimiento confuso por la enfermedad que conlleva el debilitamiento de las facultades y la tristeza de ánimo, la voluntad absurda de reivindicar la confianza en oposición a la transparencia. Y así mantengo que la confianza es justo lo opuesto de la transparencia.
Expresan los sabios lexicólogos bien urdidas definiciones sobre lo que la confianza supone y que suele ser en la mayoría de los casos una mezcla de términos tales como: espera, esperanza, seguridad grande, ánimo, espíritu, aliento, vigor para obrar; también entregar y dar alguna cosa sin tomar seguridad, sino sólo en fe de la palabra del que la recibe; también es confidencia y así se suele decir, En confianza te digo… ; y poner en manos de otro sin más seguridad que el otro en sí la hacienda o cualquiera otra cosa. La confianza pues tiene un aire de ciega entrega, de seguridad cierta basada en la inseguridad evidente, de acto de amor, diría yo, de abrazo al ser humano. Tiene la confianza las más altas de las virtudes humanas como cuando se confía en que la muerte será mejor que la vida o cuando entregamos nuestros hijos al amigo para que se los lleve a unos agrestes montes donde descubrirán el riesgo, la aventura y al aire puro.
La confianza es incluso -diría yo, en este mi pobre estado, en el que siento fatiga de mantener el hilo del discurso y he de parar cada poco y mirar por el amplio ventanal de mi casa donde ya ha renovado el arce japonés y tiene en su primer hojear un aire de entrega a la vida muy poco en consonancia con mi estado de postración. Estado por cierto que es el resultado natural de la enfermedad y no un estado mórbido, un querer estar así, sólo que hay que confiar en los procesos del cuerpo, dejarlo estar, saber que ese ser así busca, por medio de la voluntad de vivir, el restablecimiento de la facultades, la persecución de los objetivos, el reconocimiento una mañana de la belleza de este intervalo entre una muerte y otra que es la vida, lo fenoménico del ser- amor a la libertad.
Confiar libera al receptor de la confianza de la tediosa obligación del relato, la confesión o la narración de las decisiones que se toman en ausencia del que confía. Porque la confianza es justamente eso: esperar a ciegas la bondad del otro. Uno de los grados más altos de confianza se da en la creencia de los creyentes de que su Dios es Dios. Millones serían los pensamientos unos más brillantes, otros más absurdos que aconsejan la confianza (la fé ciega; la fé abrahamánica) en los actos del Dios de turno y así podemos leer en Fray Luis de Granada: Fíate, hermano, de Dios y de su palabra, y arrójate confiadamente en sus brazos… y verás como queda vencida la fama con sus merecimientos. O este otro pensamiento de Teresa de Ávila que a más de mística también tenía sus preocupaciones terrenales: De todas maneras nos ha apretado nuestro Señor año y medio; mas yo estoy confiadísima que ha de tornar nuestro Señor por sus siervos y siervas. Es decir Teresa de Ávila confía en la libertad del Señor para que tuerza su rumbo y les regalé, tras año y medio de desdichas, un poco de bienestar. También se ha de reseñar como muy importante en la condición del confiado que, como en el caso de Teresa de Ávila, no enjuicia ni se queja de las calamidades a las que les ha sometido su Señor, sencillamente, en participio sin mácula de reproche sólo afirma que durante año y medio les ha apretado.
En un grado más mundano, la mayor prueba de amor, creo yo, reside en la confianza del uno en el otro; reside en la absoluta falta de tener que rendir cuentas y a más en el saber ciegamente que todo lo que haga el amado, como el Amado, no tiene como fin el mal del que confía sino que es fruto de su ser libre y por lo tanto en nada le atañe y en nada le daña. En el momento en que la confianza duda entra en juego la transparencia. Muchos hombres santos exigen transparencia a Dios y por ese exigir han de sufrir el tormento de la pérdida de la confianza.
La transparencia denota, justamente, la pérdida de la confianza. En el momento en que exigimos transparencia en los actos y los hechos, estamos dando por terminada la relación de confianza. Cuando de unos políticos se exige transparencia, lo que denota es que se ha perdido la confianza en ellos; cuando entre dos amantes, también es que la confianza se ha perdido. Si la confianza, como dije más arriba, es amor a la libertad del otro; la transparencia es miedo a la libertad del otro. Por supuesto que en muchas ocasiones esta retirada de la confianza puede tener sus motivos; pongamos el caso del hombre santo que siempre ha cumplido los mandamientos de su Dios y que éste por una apuesta con su antagonista el Diablo, ponga a prueba la confianza del susodicho hombre santo; humana sería la retirada de la confianza en ese Dios y la exigencia de transparencia en los males que le atacan sin haber habido por su parte mal alguno; sólo que en este caso suele emerger como la más elevada de las confianzas ese término que también he utilizado más arriba que es la fe.
En las relaciones mundanas la fe no tiene por qué tener cabida y si es justo que así sea, entonces aparecerá con fuerza la necesidad de la transparencia como paso previo, quizá, a la recuperación de la confianza.
Porque somos cuerpos opacos. Porque nuestros pensamientos y nuestras emociones no son transparentes, entiendo la transparencia como un no-sense del ser humano, como una aspiración si se quiere. Una de tantas aspiraciones idealistas que buscan en la conciencia del ser lo que realmente no le pertenece. Porque no solemos saber lo que hacemos, confiemos. Porque no solemos saber lo que no hacemos, confiemos. Y si la confianza, como el bien más supremo de las relaciones humanas, se extingue, entonces seamos valientes y consecuentes y zanjemos con un no esa relación.
Expresan los sabios lexicólogos bien urdidas definiciones sobre lo que la confianza supone y que suele ser en la mayoría de los casos una mezcla de términos tales como: espera, esperanza, seguridad grande, ánimo, espíritu, aliento, vigor para obrar; también entregar y dar alguna cosa sin tomar seguridad, sino sólo en fe de la palabra del que la recibe; también es confidencia y así se suele decir, En confianza te digo… ; y poner en manos de otro sin más seguridad que el otro en sí la hacienda o cualquiera otra cosa. La confianza pues tiene un aire de ciega entrega, de seguridad cierta basada en la inseguridad evidente, de acto de amor, diría yo, de abrazo al ser humano. Tiene la confianza las más altas de las virtudes humanas como cuando se confía en que la muerte será mejor que la vida o cuando entregamos nuestros hijos al amigo para que se los lleve a unos agrestes montes donde descubrirán el riesgo, la aventura y al aire puro.
La confianza es incluso -diría yo, en este mi pobre estado, en el que siento fatiga de mantener el hilo del discurso y he de parar cada poco y mirar por el amplio ventanal de mi casa donde ya ha renovado el arce japonés y tiene en su primer hojear un aire de entrega a la vida muy poco en consonancia con mi estado de postración. Estado por cierto que es el resultado natural de la enfermedad y no un estado mórbido, un querer estar así, sólo que hay que confiar en los procesos del cuerpo, dejarlo estar, saber que ese ser así busca, por medio de la voluntad de vivir, el restablecimiento de la facultades, la persecución de los objetivos, el reconocimiento una mañana de la belleza de este intervalo entre una muerte y otra que es la vida, lo fenoménico del ser- amor a la libertad.
Confiar libera al receptor de la confianza de la tediosa obligación del relato, la confesión o la narración de las decisiones que se toman en ausencia del que confía. Porque la confianza es justamente eso: esperar a ciegas la bondad del otro. Uno de los grados más altos de confianza se da en la creencia de los creyentes de que su Dios es Dios. Millones serían los pensamientos unos más brillantes, otros más absurdos que aconsejan la confianza (la fé ciega; la fé abrahamánica) en los actos del Dios de turno y así podemos leer en Fray Luis de Granada: Fíate, hermano, de Dios y de su palabra, y arrójate confiadamente en sus brazos… y verás como queda vencida la fama con sus merecimientos. O este otro pensamiento de Teresa de Ávila que a más de mística también tenía sus preocupaciones terrenales: De todas maneras nos ha apretado nuestro Señor año y medio; mas yo estoy confiadísima que ha de tornar nuestro Señor por sus siervos y siervas. Es decir Teresa de Ávila confía en la libertad del Señor para que tuerza su rumbo y les regalé, tras año y medio de desdichas, un poco de bienestar. También se ha de reseñar como muy importante en la condición del confiado que, como en el caso de Teresa de Ávila, no enjuicia ni se queja de las calamidades a las que les ha sometido su Señor, sencillamente, en participio sin mácula de reproche sólo afirma que durante año y medio les ha apretado.
En un grado más mundano, la mayor prueba de amor, creo yo, reside en la confianza del uno en el otro; reside en la absoluta falta de tener que rendir cuentas y a más en el saber ciegamente que todo lo que haga el amado, como el Amado, no tiene como fin el mal del que confía sino que es fruto de su ser libre y por lo tanto en nada le atañe y en nada le daña. En el momento en que la confianza duda entra en juego la transparencia. Muchos hombres santos exigen transparencia a Dios y por ese exigir han de sufrir el tormento de la pérdida de la confianza.
La transparencia denota, justamente, la pérdida de la confianza. En el momento en que exigimos transparencia en los actos y los hechos, estamos dando por terminada la relación de confianza. Cuando de unos políticos se exige transparencia, lo que denota es que se ha perdido la confianza en ellos; cuando entre dos amantes, también es que la confianza se ha perdido. Si la confianza, como dije más arriba, es amor a la libertad del otro; la transparencia es miedo a la libertad del otro. Por supuesto que en muchas ocasiones esta retirada de la confianza puede tener sus motivos; pongamos el caso del hombre santo que siempre ha cumplido los mandamientos de su Dios y que éste por una apuesta con su antagonista el Diablo, ponga a prueba la confianza del susodicho hombre santo; humana sería la retirada de la confianza en ese Dios y la exigencia de transparencia en los males que le atacan sin haber habido por su parte mal alguno; sólo que en este caso suele emerger como la más elevada de las confianzas ese término que también he utilizado más arriba que es la fe.
En las relaciones mundanas la fe no tiene por qué tener cabida y si es justo que así sea, entonces aparecerá con fuerza la necesidad de la transparencia como paso previo, quizá, a la recuperación de la confianza.
Porque somos cuerpos opacos. Porque nuestros pensamientos y nuestras emociones no son transparentes, entiendo la transparencia como un no-sense del ser humano, como una aspiración si se quiere. Una de tantas aspiraciones idealistas que buscan en la conciencia del ser lo que realmente no le pertenece. Porque no solemos saber lo que hacemos, confiemos. Porque no solemos saber lo que no hacemos, confiemos. Y si la confianza, como el bien más supremo de las relaciones humanas, se extingue, entonces seamos valientes y consecuentes y zanjemos con un no esa relación.
El grupo se mantuvo atento. Mientras veían el descenso. Aquel grupo que nunca había llegado a ser un equipo. Días antes habían estado alrededor de una mesa bebiendo unas cervezas. Pensaron si quizá todo aquello empezaba a ser cierto. También -la muchacha del pelo largo y desgreñado- se pensó si siempre había sido. Y uno -el hombre negro que había vomitado días antes- respondió en voz alta, Siempre es una palabra cuyo concepto encierra una idea demasiado vasta. La muchacha de pelo largo y desgreñado pensó, Los eventos consuetudinarios que acontencen en la rúa es lo que pasa en la calle, luego una palabra cuyo concepto encierra una idea demasiado vasta es una palabra demasiado larga. La sencillez. El grupo pensó que el bajo corresponde al mundo inorgánico. Más tarde cuando dormían tuvieron encuentros que no se contaron en la vigilia. Callaron en las duchas. Caminaron como buenos compañeros -nunca, nunca llegaron a ser equipo- por un campus en ruinas. Alguien o algo pensó en la ruina arquitectónica como una cadencia sin melodía. En la llanura el grupo miró el descenso. Parecía venir desde muy lejos, desde el espacio interestelar. Una -probablemente la muchacha albina que siempre llevaba pamela- lo comparó con la lengua de fuego de cualquier saga épica. Y la de allá -la pelirroja exuberante- amalgamó en su ser el color del rubí y un acento panameño con claros síntomas de septicemia cosa que no quisieron hacerle ver como si aquello fuera algo que tan sólo le incumbía a ella. Desgajada -susurró el mestizo de india y caucásico- y no quiso mirar. La pelirroja pensaba, Siempre hablando de seres humanos. Pura especie endogámica que busca la salvación en su verse reflejada. Quizá los cosmólogos sepan algo distinto a sí mismos. Todo lo demás es incesto.
A punto de estrellarse no cerraron los ojos, ni se dieron las manos, ni se abrazaron tampoco. Todo iba a ser en un momento.
A punto de estrellarse no cerraron los ojos, ni se dieron las manos, ni se abrazaron tampoco. Todo iba a ser en un momento.
Samson Humes se levantó la mañana del 16 de septiembre de 1903 con una erección fálica descomunal. La noche anterior a su polla se le habría podido llamar con total tranquilidad pene; no había sufrido grandes incomodidades a lo largo del día, las usuales en todo caso en un muchacho de veintitrés años al que la sexualidad aún no le había sonreído. En toda su corta vida tan sólo una vez se había juntado al cuerpo de una mujer y fue en un baile al que acudió con los chicos de su parroquia cuando tenía dieciseis años y se atrevió a pedirle a una muchacha flaca y fea que bailara con él; la muchacha magra en exceso debía de tener ardores porque aceptó de inmediato y se pegó a Samson como si fuera una tabla de salvación. Mientras se miraba la erección, aún en la cama, recordó cómo durante aquel baile, él intentó sentir los pezones de la muchacha o algo de las tetas pero no logró sentirlo y de hecho durante un rato imaginó si sus amigos no le estarían gastando una broma y aquella muchacha era en realidad un chico disfrazado. Aquella idea no logró evitar que cierto grado de excitación acudiera a su pito y lo engrosara; cuando la muchacha lo notó en su muslo, se pegó aún más y dejó escapar, como al descuido, un ligerísimo suspiro en su oído. Entonces la música terminó. La muchacha le miró a los ojos con picardía y se mordió el labio inferior y Samson Hume bajó la vista, se dio la vuelta y se perdió entre las parejas de la pista de baile sin ni siquiera darle las gracias a la muchacha porque cada vez que una chica miraba a Samsom Humes con arrobo él se moría de vergüenza y lo único que quería era escapar de aquella mirada fuera como fuese. Incluso una vez, cuando tenía trece años, y estaba jugando al juego de la botella y le tocó besar a una niña en los labios, se levantó como un resorte, dijo que antes tenía que hacer pis -lo que provocó la carcajada general de la muchachada- y salió escopetado y no paró de correr hasta llegar a su habitación, donde se tumbó en la cama, se cubrió la cabeza con la almohada y lloró por el terror que le nacía en el vientre cada vez que se asomaba a su vida el contacto con el cuerpo de una chica.
E. J. Bellocq Fotografía de la serie titulada The Girls of Storyville
Narrativa
Tags : Las putas de Storyville Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/04/2014 a las 16:17 | {0}
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/04/2014 a las 11:44 | {2}