A veces tiene la espada en la mano (sabe que tiene que corregir, que lo primero que se escribe es lo menos válido sólo que no sabe si lo sabe y tan sólo acepta lo que tantos han dicho; una cuestión en todo caso de esfuerzo, de concentración porque no puede evitar que la frescura de la primera escritura se pierda en el momento mismo en que se altera una coma y a la frescura no le da más valor que el propio de su significado y no sabe si es más valioso lo más perfecto que lo más fresco) y siente el temor de los domingos por la tarde cuando todo se encamina hacia una película comercial en la noche y un vaso de vino; a veces siente el frío de saber el frío y no porque mire las montañas nevadas (que son su horizonte) sino por la constancia de esta tierra que se abona de los muertos y claro que podría derivar en palabras como humus o limo u otras más bellas aunque pocas palabras tan bellas como limo; ahí está esta tierra donde unos aman a Montaigne y otros lo critican duramente como Pascal por ser tan lenguaraz y, en el fondo, tan pagado de sí mismo. Y sabe que Pascal tiene razón y sin embargo no puede dejar de admirar a Montaigne y no tanto por lo mucho que habla de sí sino por por la falta de vanidad con que lo hace (sí y pagado de sí mismo). Tiene en la memoria lo que decía la madre de Forrest Gump, Estúpido es el que hace estupideces. Y también esa escena en la que Forrest empieza a correr animado por Jenny, Run, Forrest, run! y a medida que corre los aparatos que tenía en las piernas se rompen en mil pedazos. A veces todo eso ocurre al mismo tiempo mientras camina por una calle muy larga y al final hay una rotonda y sopla el viento de febrero y hay una división en el cielo entre lo despejado y una gran muralla de nubes grises que se acerca y está saltando ya por encima de la cordillera y pasa un coche con la música muy alta y surgen de la primera luz de la mañana dos ciclistas que remontan la cuesta y tiene su pedaleo algo alegre, algo renovador y se agita su corazón y los pasos calman su mente, lo que se agita en su mente y quisiera correr como Forrest, quitarse sus aparatos, los que le impiden moverse con levedad en un mundo con tal cúmulo de gravedad y escupir algo, quizás escupir a la cara de un blanco que acaba de moler a palos a un negro en una cantera del corazón de África y también no sucumbir al odio de la mirada de los negros por ser blanco o algo así, piensa, cuando cree tener una espada en la mano, a la grupa de un caballo, a punto de iniciarse una vieja y nueva batalla. Abre la cerradura, se encamina hacia su casa con la cabeza llena de ideas y pesares, con el frío del que hablaba hace un rato, esa pesadumbre de ser consciente de ser finito y contingente aunque esas dos palabras le suenen a tufo jesuítico, alcanfor de cristianismo y se imagina abriendo el libro de los mitos (ahora pasa lentamente las paginas del libro y recuerda que una de las formas de nominar libro en árabe es Jardín en el bolsillo y también recuerda mientras observa a Vishnu dormido que ha olvidado no caerse una vez más, que ha de aferrarse a estas inspiraciones y estas expiraciones, que a la vuelta espera la eternidad y debe atrapar este tiempo tan escurridizo, este tiempo que no es espacio sino ámbito por el que transitar, porque es consciente de que en la eternidad no se transita, en la eternidad se está y quiere sorber este aire, uno de sus últimos aires -y no porque ya la edad, no, no porque ya la edad, ¿quién nos dijo nunca que el primer aire del recién nacido no fuera a ser el último?- con el ritmo de quien admira y se aquieta ante la puesta de sol o aquél que desesperado ataja su drama componiendo una canción, perfilando una mancha o generando la forma en la piedra) y pasando a lo largo de una noche que será larga su vista sobre las formas de la imaginación del hombre y añade el sonido de la respiración de ese otro cuerpo que ama y que ahora duerme en la cama, con la luz apagada y arropada con un edredón del norte y la seguridad del perro a sus pies. Y porque todas esas sensaciones se desvanecen y crecen y se intercambian y fluyen y se diluyen y se encrespan y se atascan y se queman y se enfrían y juegan y duermen y saltan y huyen y vuelven y mandan y ahuyentan y pierden y saltan y se elevan y cantan y se animan y se confuden y se alimentan y se sostienen y se encadenan y se añoran y se buscan y se enlazan y se hurtan y enloquecen y se turban y se ríen y se abrazan y se encaminan y descansan y retoman y se abarcan, él tropieza justo en la puerta de su casa y da con la cabeza en el suelo y se la raspa y se sienta y sonríe y agradece a la suerte no haberse hecho más que un poco de sangre, lo que se llamó siempre un simple rasguño. Y se levanta y se emociona y sube hasta su casa y abre la puerta y se limpia la herida y observa el milagro de su sangre y la exactitud y prodigalidad de las plaquetas.
En la noche. Nilo detrás se ha tumbado. Acabamos de salir del puerto. Enfilamos la autovía. Reconozco los lugares por los que paso. Me he acicalado. Voy a dormir con mi mujer. Tomo el desvío para entrar en la A-6. No hay mucho tráfico. Entro en el carril de aceleración. Un coche marca con el intermitente que se desvía al carril central para dejarme libre el carril de incorporación. 110 kilómetros hora. Para ahorrar algo de combustible. Fulgor de ojos verdes. La carretera brilla con los faros delanteros y los faros traseros. Poco a poco todo va entrando en un perfecto equilibrio. Un equilibrio universal. Y lo siento. Siento que estoy vivo. La vida como cúmulo de sensaciones. Sistema nervioso que está enviando sus señales a todos los rincones de mi cuerpo y gracias al cual sé que estoy vivo. Es una necesidad de agradecimiento. Es la certeza de lo vivo. Es la suerte de haberse introducido cierto espermatozoide en cierto óvulo. Es una historia mil millonaria. Es la triste y sublime capacidad de los seres humanos de ser conscientes en un instante de que ese instante sólo es en tanto en cuanto estoy en él. Formar parte. Con los ojos muy abiertos. A lo lejos ya se asoma la ciudad. Aparcaré. Pasearemos mi perro y yo por el Madrid que tanto me vio ser. Subiré a la casa de mi mujer. La abrazaré. Beberemos un buen vino por su cuadragésimo segundo cumpleaños. Jugarán los perros. Nos quedaremos dormidos y si el sistema nervioso lo promueve despertaremos y volveremos a la vigilia.
Podríamos desembarazarnos de esas viejas palabras que agotan los discursos. Escuchamos por ejemplo: la violencia que subyace en la estructura mental de la sociedades dañadas en sus intersticios vitales y semejante discurso nos recuerda, ¡ingratos! a aquel otro de los eventos consuetudinarios que acontecen en la rua que comentaba Juan de Mairena a sus alumnos.
Semejanzas.
O: ¡hasta los cojones de jerigonzas y vacíos!
347.- El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero aun cuando el universo lo aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que muere y lo que el universo tiene de ventaja sobre él; el universo no sabe nada de esto.
Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento. Por aquí hemos de levantarnos y no por el espacio y la duración que no podemos llenar. Trabajemos, pues, en pensar bien: he aquí el principio de la moral. Blaise Pascal. Pensamientos. Sección V. Traducción Xavier Zubiri.
...entonces ha pensado la vida nueva. En el lado opuesto hay alguien (de nuevo hay alguien) y es nuevo porque es nueva la persona que está al lado y que ahora duerme y durante próximos meses o durante próximos años o hasta mañana (si muriéramos uno o los dos) dormiremos juntos, en la misma cama... También la ventana (ya no es la ventana, ni ese paisaje, ni la alondra, no es la misma alondra, ni el camino por el que tantos y tantos sábados veía transitar a los ciclistas con sus atuendos profesionales y sus cadencias de aficionados) es nueva y mejor hecha, todo hay que admitirlo, porque conserva más el calor del hogar... El amanecer no es el mismo aunque lo sea porque el amanecer nunca es nuevo, nunca será nuevo; en este nuevo amanecer siento el calor del cuerpo de mujer que duerme a mi lado y los primeros pasos que ya no son mis primeros pasos como tampoco es el mismo el aroma del café que me llega mientras me afeito en un espejo que parece devolverme una imagen cuando menos renovada de mí... Recuerdo otro pensamiento de Pascal, Todos los hombres tratan de ser felices. No hay excepción a ello, por muy diferentes medios que para su logro empleen. Todos tienden a ese mismo objetivo... la voluntad no da jamás un paso que no se encamine a ese objeto (la felicidad como objeto, ¡qué feliz hallazgo!, me digo). Es el motivo de todas las acciones de todos los hombres, incluidos aquellos que proceden a ahorcarse... recuerdo mi vida anterior que al ser ya pasada pasa a ser de manera inmediata nueva y medito sobre aquellas tardes en mi habitación cuando escuchaba la queja de la fábrica o el aleteo del mirlo o mi corazón anhelante de una vida que me acercara un poco a la orilla de mi felicidad y al hacerlo renueva en mí un sentimiento que corre parejo con la nostalgia (cierta punzada dolorosa, cierto resquicio de lágrima) sin llegar a cruzarse nunca con ella porque al tomar mi café nuevo, al cerrar la puerta nueva, al encaminarme por mi nuevo camino hacia el trabajo de siempre me llena de gozo este presente, este presente, sí, éste que ya pasó...
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/02/2015 a las 23:56 | {2}