21h. 57m
...entonces yo sé que somos los últimos antiguos y sé también que probablemente este concepto no sea original. En la frontera todo se difumina, es un espacio/tiempo en el que me siento a gusto, sobre todo cuando no puede haber guardianes ni poderes que vigilen unos límites que aún no están fijados. Yo escribo y pienso para nosotros, los Últimos Antiguos, porque estoy convencido de que a las entidades que vendrán tras nosotros y que no tendrán como soporte vital materia orgánica sino que estarán hechos de silicio y algoritmos, nuestra forma de pensamiento les parecerá pobre. No es momento de reírse de aquellos que quieran dejar huella porque incluso los primeros que tuvieron esa intención quedan demasiado cerca como para llegar a ser importantes. No es una cuestión de risa o de burla. Es una cuestión de aceleración exponencial de los sucesos. A alguien escuché no hace mucho explicar que antes de llegar a ser plenamente homo sapiens, seremos ya transhomo; no quedará de nosotros ni rabia, ni dolor, ni angustia, ni euforia. Esas emociones se estudiarán por neoantropólogos y tan sólo para mostrar a la nueva especie las características fundamentales de su antecesora. Por decirlo como Harari: Nuestra especie actual será más parecida a los chimpancés que la nueva a nosotros.
Canto entonces a los Últimos Antiguos y no nos ensalzo porque no siento una especial pena por nuestra extinción. Sencillamente me sorprende lo rápido que está muriendo todo y cómo de nuestras propias cenizas -cenizas mezcladas con minerales y números en Silicon Valley- surgirán las nuevas entidades sin problemas a la hora de colonizar otros planetas, sin la tristeza hondísima de un niño malquerido, sin una necesidad de agua.
Hace ya muchos años escribí una novela llamada Las Últimas y es curioso porque muchas de las ficciones que escribí en aquel entonces -entre 2005 y 2011- se están proponiendo hoy en día por científicos como probables futuros bastante cercanos. Y lo más curioso es que no es una novela de ciencia-ficción.
Porque quiero soñar un día más me avengo a ser uno de los últimos antiguos.
Porque quiero seguir creando ficciones.
Porque anoche una mujer se pegó a mí en la madrugada.
Porque hoy un amigo me ha hecho reír.
Porque desde lejos me llega la juventud de mi descendencia.
Porque en Francia mi amiga sigue luchando.
Porque queda poco para que exista la idea de Francia o la idea de España y ¡qué decir de la idea de la divinidad!
Somos los Últimos Antiguos. El tiempo se nos acabó. Espero que de nosotros les sorprenda a las entidades venideras que fuimos capaces de crear mundos inexistentes.
Canto entonces a los Últimos Antiguos y no nos ensalzo porque no siento una especial pena por nuestra extinción. Sencillamente me sorprende lo rápido que está muriendo todo y cómo de nuestras propias cenizas -cenizas mezcladas con minerales y números en Silicon Valley- surgirán las nuevas entidades sin problemas a la hora de colonizar otros planetas, sin la tristeza hondísima de un niño malquerido, sin una necesidad de agua.
Hace ya muchos años escribí una novela llamada Las Últimas y es curioso porque muchas de las ficciones que escribí en aquel entonces -entre 2005 y 2011- se están proponiendo hoy en día por científicos como probables futuros bastante cercanos. Y lo más curioso es que no es una novela de ciencia-ficción.
Porque quiero soñar un día más me avengo a ser uno de los últimos antiguos.
Porque quiero seguir creando ficciones.
Porque anoche una mujer se pegó a mí en la madrugada.
Porque hoy un amigo me ha hecho reír.
Porque desde lejos me llega la juventud de mi descendencia.
Porque en Francia mi amiga sigue luchando.
Porque queda poco para que exista la idea de Francia o la idea de España y ¡qué decir de la idea de la divinidad!
Somos los Últimos Antiguos. El tiempo se nos acabó. Espero que de nosotros les sorprenda a las entidades venideras que fuimos capaces de crear mundos inexistentes.
Storyville. Bellocq ca. 1907
21h 59m
No piensa morirse sin haber leído completo el último Ulises Se dejará los ojos. Se dejará la frente. Se dejará manosear la espalda por una meretriz de la Provenza mientras pasa página tras página y va llegando hasta el monólogo de Molly Bloom. ¡Oh, Molly Bloom!
La noche se ha vuelto fría y al volver una esquina se ha encontrado con el perro al que le daría una patada en la boca para que dejara de ladrar cuando le ve; en la esquina siguiente ha sentido sed de absenta y la ha buscado en los bares cercanos y ha creído olerla en un caramelo de anís. Ha pensado que a lo largo del invierno sus pies siempre están fríos y que llora demasiado cuando asiste al encuentro feliz en las vidas de los hombres. Le ha sorprendido la gran canoa que llevaba un muchacho esa noche camino del puerto y también que tras él apareciera el hijo de su amigo con una bicicleta, una bicicleta que era para él, un regalo para él, en un pueblo con mar donde poco antes un hombre le había dado miedo, un hombre con el que en algún momento del pasado compartió drogas sin que él lo recordará ni aún cuando el hombre, sonriendo, se lo dijera, ¿Qué drogas? se ha preguntado. ¿Qué pasado? también. Ha montado en su bicicleta nueva y ha creído que tenía oculto un motor que le ayudaba a pedalear. Ha sabido que la altura del sillín era la justa por la perfección con que su pierna izquierda se estiraba para poder ejercer toda la potencia en cada pedalada. Era la mañana. Hacía viento. En un pueblo junto al mar. Cerca del puerto. Le ha dicho, No pienso morirme sin haber leído completo el último Ulises y tras decirlo se ha encaminado hacia el bosque donde lujuriosas y libres dos serpientes se enlazaban en un musical encuentro sexual. El pecado no estaba en ellas. Ellas nunca fueron el pecado. El pecado está y siempre estuvo en Dios. Ha subido por el camino de tierra, bordeado de coníferas. Ha creído que a su lado izquierdo se mantenía camuflado un monasterio que fue, antaño, residencia de rey y al sudar ha sido consciente de que antes de morir habría terminado de leer el último, el último, el más último de los últimos Ulises.
La noche se ha vuelto fría y al volver una esquina se ha encontrado con el perro al que le daría una patada en la boca para que dejara de ladrar cuando le ve; en la esquina siguiente ha sentido sed de absenta y la ha buscado en los bares cercanos y ha creído olerla en un caramelo de anís. Ha pensado que a lo largo del invierno sus pies siempre están fríos y que llora demasiado cuando asiste al encuentro feliz en las vidas de los hombres. Le ha sorprendido la gran canoa que llevaba un muchacho esa noche camino del puerto y también que tras él apareciera el hijo de su amigo con una bicicleta, una bicicleta que era para él, un regalo para él, en un pueblo con mar donde poco antes un hombre le había dado miedo, un hombre con el que en algún momento del pasado compartió drogas sin que él lo recordará ni aún cuando el hombre, sonriendo, se lo dijera, ¿Qué drogas? se ha preguntado. ¿Qué pasado? también. Ha montado en su bicicleta nueva y ha creído que tenía oculto un motor que le ayudaba a pedalear. Ha sabido que la altura del sillín era la justa por la perfección con que su pierna izquierda se estiraba para poder ejercer toda la potencia en cada pedalada. Era la mañana. Hacía viento. En un pueblo junto al mar. Cerca del puerto. Le ha dicho, No pienso morirme sin haber leído completo el último Ulises y tras decirlo se ha encaminado hacia el bosque donde lujuriosas y libres dos serpientes se enlazaban en un musical encuentro sexual. El pecado no estaba en ellas. Ellas nunca fueron el pecado. El pecado está y siempre estuvo en Dios. Ha subido por el camino de tierra, bordeado de coníferas. Ha creído que a su lado izquierdo se mantenía camuflado un monasterio que fue, antaño, residencia de rey y al sudar ha sido consciente de que antes de morir habría terminado de leer el último, el último, el más último de los últimos Ulises.
23h 23m.
Algún día velaré mi cadáver y en el silencio de la madrugá entonaré un canto leve como ala de abanico. Me cantaré a mí mismo. Me cantaré despacio y con el sentimiento hondo de las despedidas verdaderas... cuando sabes que algo se va... se va para siempre... la juventud... el afán que movía la vida...las ganas de hacer algo una vez más... Algún día velaré mi cadáver y miraré mi rostro (que me será ajeno) y sobre él leeré los años que pasaron por sus gestos, los esfuerzos por alcanzar un estado mental semejante a la dicha... hasta que llegue a esa zona donde descubrí que todo esfuerzo conduce a la melancolía... o ese pliegue junto a la sien que se formó durante los años en los que me fui dejando vencer, cada vez con menos resistencia, sin alterarme al final, sin ejercer derecho a réplica...
Ese día el sol se levantará y por el aire volarán los mirlos y por la tierra los jabatos, recién paridos, hundirán sus hocicos y aspirarán dichosos los olores de la hierba; ese día una mujer desvelará su cuerpo al hombre enamorado y él, sonriente, se emocionará por algo que en ese instante no podrá entender; también dos niñas se harán amigas; también una pelota quedará apresada en la horquilla formada por las ramas de un roble; ese día se izarán banderas y se producirá un hito que quedará grabado en piedra; ese día se recogerá una cosecha; ese día explotará una estrella y la madre mirará orgullosa el primer vuelo de la cometa que hará volar su primer hijo; será en un parque y habrá viento; ese día el padre descubrirá que el amor de su hija por él está muriendo cuando sienta que una llaga invisible se abre paso en un corazón incorpóreo que anida en un cuerpo sin piel; ese día se harán fotografías; ese día se señalarán con el dedo...
Algún día velaré mi cadáver y cuando llegue el momento del último viaje y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me dejaré ir hacia la frontera, erguido y renqueante como en vida, con la frente serena y sabiendo que hubo alguien a quien olvidé pedir perdón...
20h. 31m.
Someterme a ti, quedarme en ti. Pequeño armazón de horas. Como la cigüeña (o halcón ligero que desde lo alto del cielo mira la carrera de la liebre). Quedarme en ti. Resguardado de algo que me asusta (no es la muerte. Ni el hecho de morir. No es el tiempo de las máquinas y la longevidad que se augura estremecedora) cuando camino solo por las montañas y a lo lejos intuyo que puede ser niebla lo que se aviene o peor: aliento de un dios enfermo.
Confieso que he caminado y he sentido antes, entre los estantes de un supermercado, el deseo viejo del pecho de una mujer. La cabeza se me ha ido hacia otra parte (podría describirse como las hilachas de color de los cuadros de Monet y las variaciones cromáticas que sobre un mismo tema ejercía con mano delicada y poderosa. Eran tiempos finiseculares. Eran cuando Dios agonizaba. Era cuando se levantaban los primeros colosos de hormigón y por el aire Nijinski ejecutaba sus danzas como si estuviera desnudo en el claustro de un convento femenino de clausura). El pecado de la carne nos perseguía entre pizzas congeladas y latas de atún; desde algún pasillo, quizás en aquel en donde se destilaban los aromas de distintos sabores de natillas, se escuchaban las risas de un hombre y una mujer cogidos de la mano mientras cerca (cachorro que camina por delante. Libertad pura en la inocencia de los ojos. Manos torpes aún para la caricia o el trazo) corría la cría que en no mucho tiempo inventaría el nano robot que aliviaría durante horas la jaqueca de su madre.
Pasa el tiempo. Un paso y otro paso. Entre los matorrales el cuerpo de un conejo descabezado. Gritan a lo lejos los patios y producen en el aire un temblor de maremoto. Bandadas de ánades surcan un cielo de finales de invierno (son flechas en partículas. Extrañas líneas negras que se recortan contra un sol que declina y firma la paz. Los ojos del hombre que mira la disposición de la bandada, sueñan un arco que llegara hasta el manantial donde Artemisa, desnuda, se baña. Nos gorjean aves. Los ruiseñores se han acobardado y no van a esperar a que la espesa oscuridad de la noche sin luna les permita cantar sin ser vistos. Aunque el mundo derive en negro. Aunque la diva se quede muda. Aunque la mano alcance su objetivo).
Junto a los tres tomos el hombre ensueña la aventura. Palidece el cabo de la vela. Se sonroja el talle de la rosa. Se acerca cauto el cuervo ante el brillo de la aurora. Deja escapar un gemido la carpa. Sueña la flor. Revive el aire. Muere el adiós.
0h 12m
Sé que a veces me diluyo. Sé que a veces el paisaje me engulle y me devuelve al mundo (durante un rato cuando menos) brizna de hierba o gota de manantial. Sé que a veces me dejo llevar por los ciclos de la luna y que el estruendo que se me produce en el corazón me estruja las tripas, presiona mi páncreas y vuelve al hígado insidioso. Sé que no tengo cultura para llegar a tanto. Sé que el peldaño de madera durará poco tiempo, menos en todo caso que aquel otro de mármol. Sé que los gobiernos no tienen el menor reparo en asesinar con un virus de laboratorio a unos cuantos miles de personas. También que la alegría se esconde debajo de las piedras y que hay grandes humoristas que consiguieron hacer de su capa un sayo. Sé que en algún lugar me perdí y desde entonces lucho contra mi carácter como si la acritud, la amargura y el enfado no tuvieran cabida en un mundo de colores donde para estar triste hay que pedir permiso a los psicólogos y a los farmacéuticos. Sé que los seres vivos no conscientes de su ser nos sacan una gran ventaja y que el pensamiento es una de las grandes fallas que el gen creó en esta máquina de hacer genes que somos los humanos. Defiendo que el gran vencedor de la selección natural, el verdaderamente fuerte, el que ha subyugado al que se cree el emperador es el trigo. El trigo dobló nuestros lomos. El trigo nos arraigó a una tierra. El trigo nos inmovilizó para siempre sólo para que él se perfeccionara y se extendiera. El trigo nos obligó a cuidarlo. El trigo nos devanó los sesos para crear los pesticidas. El trigo generó en nosotros la idea de la herencia y nos hizo mirar al cielo no ya con la nostalgia de no poder volar sino con la mente de un relojero.
A veces me diluyo: cuando no quiero hacer gracia, toso sin motivo, me altero por una correa que se tensa más de lo esperado, escucho el grito de bestia de un niño que juega, las carreras en el piso de arriba, el agua que cae por la bajante como si anhelara ser cascada en un continente que quedó olvidado tras una guerra colonial. Me diluyo como grasa sometida a producto químico. Me diluyo como el semen que ha quedado en el vientre tras haber follado mucho y haber pensado en algún momento del coito que la eternidad se hizo para ese momento. Me diluyo en la risa de una mujer que arrastra la silla de ruedas de un viejo bajo un sol de febrero que se diría de mayo. Me diluyo en la roca sobre la que me sentaré algún día para dibujar un paisaje, yo a quien los enviados de Dios cercenaron para siempre la capacidad de dibujar. A veces me diluyo entero en uno de mis pies y otras basta una cabello en la almohada para sentir que todo mi cuerpo está en él. Me diluyo mucho en los libros. En los libros cerrados. No en sus páginas. Me diluyo en su aspecto macizo cuando reposan como a la espera en una de la baldas de la estantería. Porque sé que dentro está bullendo lo que cuentan. Porque sé que bastará que los tome y los abra para que sus mundos se desparramen ante mis ojos y quizás un fogonazo me deslumbre y me deje momentáneamente ciego.
Ya estoy cerca de la frontera. Es recta como los confines del desierto que he ido atravesando. Sólo me sorprende que no haya guardianes, ni puertas ni alambradas: tan sólo hay extensión. Y en ella me diluiré y seré yo también extensión de la frontera como los miles y miles de vidas que llegaron hasta aquí, para como yo, irla conformando.
A veces me diluyo: cuando no quiero hacer gracia, toso sin motivo, me altero por una correa que se tensa más de lo esperado, escucho el grito de bestia de un niño que juega, las carreras en el piso de arriba, el agua que cae por la bajante como si anhelara ser cascada en un continente que quedó olvidado tras una guerra colonial. Me diluyo como grasa sometida a producto químico. Me diluyo como el semen que ha quedado en el vientre tras haber follado mucho y haber pensado en algún momento del coito que la eternidad se hizo para ese momento. Me diluyo en la risa de una mujer que arrastra la silla de ruedas de un viejo bajo un sol de febrero que se diría de mayo. Me diluyo en la roca sobre la que me sentaré algún día para dibujar un paisaje, yo a quien los enviados de Dios cercenaron para siempre la capacidad de dibujar. A veces me diluyo entero en uno de mis pies y otras basta una cabello en la almohada para sentir que todo mi cuerpo está en él. Me diluyo mucho en los libros. En los libros cerrados. No en sus páginas. Me diluyo en su aspecto macizo cuando reposan como a la espera en una de la baldas de la estantería. Porque sé que dentro está bullendo lo que cuentan. Porque sé que bastará que los tome y los abra para que sus mundos se desparramen ante mis ojos y quizás un fogonazo me deslumbre y me deje momentáneamente ciego.
Ya estoy cerca de la frontera. Es recta como los confines del desierto que he ido atravesando. Sólo me sorprende que no haya guardianes, ni puertas ni alambradas: tan sólo hay extensión. Y en ella me diluiré y seré yo también extensión de la frontera como los miles y miles de vidas que llegaron hasta aquí, para como yo, irla conformando.
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Narrativa
Tags : Apuntes Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/02/2020 a las 21:57 | {0}