El título, la forma y en cierto sentido el espíritu de estos textos se inspiran en el libro Je me souviens de Georges Perec que a su vez se basa en los textos de Joe Brainard recogidos en su libro I remember
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Me acuerdo de unas botas de agua blancas (recuerdo en blanco y negro) 2
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A Liana.
En la salud y en la enfermedad.
Lo tuvimos todo, lo fuimos todo
aunque nada tuviéramos
ni fuéramos nada.
Tuvimos un principio, tú recuerdas,
era un día de final de primavera
-¿Ocho años han pasado?-
en una plaza donde hubo en su tiempo
una gran casa de muñecas.
Antes de conocerte supe que eras tú.
Luego, esa misma noche, ocurrió
un hecho extraordinario: dormiste por primera
vez a mi lado. Fue en la butaca
de un teatro. En el escenario un islandés
tocaba sus baladas tristes,
extrañas músicas que buscaran la luz.
Ese fue el principio. Más tarde -sería tedioso
para un hombre ya mayor contarlo en pormenor-
vivimos lo que viven dos seres que anhelan,
empujados por los extraños caminos de la química,
comerse las bocas y tocarse los órganos
que tantas vergüenzas nos provocan.
Lo tuvimos todo desde entonces
aunque no tuviéramos nada:
nunca nos vimos mucho,
nunca nos peleamos mucho,
nunca nos arriesgamos mucho,
nunca dormimos más de dos días juntos,
nunca pasamos tres días seguidos juntos,
estuvimos meses y meses sin vernos,
y hablamos, ¡ah, sí! Eso sí que lo hacemos:
hablamos mucho y así nos amamos
con una de las tres formas posibles de amar:
la lengua.
¡Cuánto hemos hablado!
Todos los días desde que nos conocimos
en aquella plaza donde hubo en un tiempo
una gran casa de muñecas.
Nuestras voces han sido los vehículos de nuestro amor
y desde ellas hemos vivido lo que viven
las personas que se aman: hemos follado como bestias,
nos hemos dicho las verdades del barquero,
hemos convivido en un espacio sonoro que bien podría ser
un salón, nuestro salón, el de la casa que nunca tuvimos
(que nunca tendremos)
y en él hemos discutido la educación de nuestros hijos
-los tuyos y la mía, nosotros nunca tuvimos hijos
(y nunca los tendremos)-
y también allí –en ese salón imaginario- me abandonaste por otro
mientras yo sucumbía a una especie de tedio
que me llevó hasta una celestina
la cual me buscó mujeres anodinas
que nunca me gustaron.
Sí, tuvimos crisis matrimoniales
nosotros que jamás nos casaremos
y que tanto, tanto nos queremos.
Es curioso que no habiendo compartido
físicamente apenas nada
seamos dos personas que se aman.
Sólo hay una queja, sólo hay algo
que añoro entre tú y yo,
algo natural entre amantes,
un detalle que parece que incluso con alzheimer
el olvidante recuerda los buenos tiempos
y asoma en sus labios la sonrisa
del que sospecha haber amado mucho.
Y es que a nosotros, querida mía,
nos falta nuestra canción...
tan sólo eso nos reprocho:
no poder cantar la canción
que nos defina enteros
y que en las noches cubiertas de rocío
a solas con mi frío, sintiendo inmensa
tu ausencia, pudiera tararear nuestra canción
y así, entre sus notas y sus silencios,
quedar dormido, sabiendo que quizá tú,
esa misma noche, lejana,
la habrás cantado también
para sentirte junto a mi.
Una canción, tan sólo una canción,
nuestra canción.
aunque nada tuviéramos
ni fuéramos nada.
Tuvimos un principio, tú recuerdas,
era un día de final de primavera
-¿Ocho años han pasado?-
en una plaza donde hubo en su tiempo
una gran casa de muñecas.
Antes de conocerte supe que eras tú.
Luego, esa misma noche, ocurrió
un hecho extraordinario: dormiste por primera
vez a mi lado. Fue en la butaca
de un teatro. En el escenario un islandés
tocaba sus baladas tristes,
extrañas músicas que buscaran la luz.
Ese fue el principio. Más tarde -sería tedioso
para un hombre ya mayor contarlo en pormenor-
vivimos lo que viven dos seres que anhelan,
empujados por los extraños caminos de la química,
comerse las bocas y tocarse los órganos
que tantas vergüenzas nos provocan.
Lo tuvimos todo desde entonces
aunque no tuviéramos nada:
nunca nos vimos mucho,
nunca nos peleamos mucho,
nunca nos arriesgamos mucho,
nunca dormimos más de dos días juntos,
nunca pasamos tres días seguidos juntos,
estuvimos meses y meses sin vernos,
y hablamos, ¡ah, sí! Eso sí que lo hacemos:
hablamos mucho y así nos amamos
con una de las tres formas posibles de amar:
la lengua.
¡Cuánto hemos hablado!
Todos los días desde que nos conocimos
en aquella plaza donde hubo en un tiempo
una gran casa de muñecas.
Nuestras voces han sido los vehículos de nuestro amor
y desde ellas hemos vivido lo que viven
las personas que se aman: hemos follado como bestias,
nos hemos dicho las verdades del barquero,
hemos convivido en un espacio sonoro que bien podría ser
un salón, nuestro salón, el de la casa que nunca tuvimos
(que nunca tendremos)
y en él hemos discutido la educación de nuestros hijos
-los tuyos y la mía, nosotros nunca tuvimos hijos
(y nunca los tendremos)-
y también allí –en ese salón imaginario- me abandonaste por otro
mientras yo sucumbía a una especie de tedio
que me llevó hasta una celestina
la cual me buscó mujeres anodinas
que nunca me gustaron.
Sí, tuvimos crisis matrimoniales
nosotros que jamás nos casaremos
y que tanto, tanto nos queremos.
Es curioso que no habiendo compartido
físicamente apenas nada
seamos dos personas que se aman.
Sólo hay una queja, sólo hay algo
que añoro entre tú y yo,
algo natural entre amantes,
un detalle que parece que incluso con alzheimer
el olvidante recuerda los buenos tiempos
y asoma en sus labios la sonrisa
del que sospecha haber amado mucho.
Y es que a nosotros, querida mía,
nos falta nuestra canción...
tan sólo eso nos reprocho:
no poder cantar la canción
que nos defina enteros
y que en las noches cubiertas de rocío
a solas con mi frío, sintiendo inmensa
tu ausencia, pudiera tararear nuestra canción
y así, entre sus notas y sus silencios,
quedar dormido, sabiendo que quizá tú,
esa misma noche, lejana,
la habrás cantado también
para sentirte junto a mi.
Una canción, tan sólo una canción,
nuestra canción.
¿Por qué me he visto con esta opresión en el pecho? ¿Es a partir de ella por lo que ocupo una casa extraña y me avergüenza? Extraña en el sentido de que no es mía, es la casa de antiguo amigo, con el que probablemente pequé de ingratitud. Ocupo la casa para que otros amigos míos puedan descansar antes de partir al día siguiente hacia algún lugar. Les ofrezco esa casa, utilizo esa casa porque tengo noticia de que ese antiguo amigo se encuentra fuera de la ciudad y tardará unos días en volver. Lo que ocurre es que aparece y lo que más recuerdo es su enfado en el detalle de su boca y sus mandíbulas y sus dientes que en todo son iguales a los de un perro guardián. Se aúnan en mí en ese momento la rabia y la vergüenza por haber sido descubierto y la tristeza porque mi antiguo amigo no me permita usar su casa para dar cobijo.
La congoja es un arma poderosa contra el infarto de miocardio. Reconocerla. Dejarse llevar por ella como se deja el cuerpo llevar por el swing de Patti Austin. La congoja que se traduce en el cuerpo en las altas vías respiratorias ahora que las vías respiratorias están tan de moda y son la causa de la angustia de millones de seres humanos cada mañana al levantar.
Pasear bajo las nubes azulinas en un día ventoso. Respirar hondo, más, más hondo y suponer que las interpretaciones de un cuadro de Vermeer en el que una muchacha lee una carta -que ningún connaisseur duda que es una carta de amor o una carta de sexo, una carta, supongamos, en la cual un joven de la misma calle, posiblemente en la ciudad de Delft, le solicita amores que traducido al román paladino quiere decir verte desnuda es recordar la tierra o cómo amasaría tus caderas hasta convertirlas en galeras que surcaran el mar de mis deseos para en el mástil mío desplegar la vela que fecunde en ti toda la lujuria que nos quepa... como hace años yo me fui hasta Segovia para ver a una mujer desconocida y tras comer en cualquier sitio no tuve el suficiente arrojo para proponerle, cuando menos, que nos fuéramos a un hotel un par de horas para no echar nuestros viajes, hasta ese punto intermedio, en balde y así regocijarnos en nuestros cuerpos y volver a nuestros pueblos con la secreta gratificación de haber cometido una inocente inmoralidad- y su sonrojo parece prometer humedades.
Congoja, digo, hoy que he paseado por una ciudad de Londres vestida con los colores ocres de algunas acuarelas de Turner. ¡Cómo me ha gustado hoy Londres! Qué secreto goce. Qué ausencia de temor. Y la sonrisa de una mujer mayor (ella sentada en un banco, yo camino y paso a su lado. Frente a mí un gran edificio negro de arquitectura contemporánea).
Así la mañana y ahora con la sensación, más de una vez expresada, de que tecleo como si tocara el piano. La noche ya. Lo muertos de hoy. Los que han nacido al mundo en esta época fronteriza -que, dicho sea de paso, es como los deltas de los ríos, lugares de una riqueza extraña, confluencia de formas de vida que generan nuevas vidas, nuevos modos- que devendrá en maneras distintas de entenderse, de buscarse, de comprenderse.
Buscarse, ¡qué acción tan occidental de entender la vida!
Desapareció la opresión el pecho. Se fue la congoja. Vuelvo al siglo XVIII.
Ensayo
Tags : Reflexiones Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/01/2021 a las 19:06 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXIV
Si me retiro es porque pertenezco, por edad y por pensamiento, a la penúltima mutación.
Los últimos antiguos, solía decir, me solía sentir. Ahora ya sé nombrarlo con mayor precisión: mutaciones. Las mutaciones niegan a Augusto Comte y sus prosélitos -que aún hoy siguen siendo legión- y su filosofía positiva cuya máxima es: el hombre avanza (evoluciona) constantemente. El progreso es, por lo tanto, infinito e imparable.
No voy a escribir ahora un tratado sobre escuelas filosóficas, ni es mi intención adoctrinar. Tan sólo es que me apacigua el hecho de que he comprendido que rechazo lo que vivo no por reaccionario sino por ser otra mutación. Prefiero quedarme en casa con los perros y las gatas. Prefiero recibir de vez en cuando la visita de M. o de mi sobrino y charlar sobre asuntos banales con los dueños del restaurante o con un lechero con el que estoy forjando una amistad. No hablamos de desastres, ni de juventud, ni de política; hablamos de recuerdos fundamentalmente. Los suyos y los míos. Yo, a veces, dejo caer una referencia libresca pero en seguida me disculpo y él -al que pondré de iniciales J. A.- me suele hablar de los tiempos del frío o de algunas de sus ovejas más queridas. También me habla de lobos. Historias suyas contaré. Vaya si lo haré.
Las nieblas de enero se han metido bajo mi piel y andan vagando por mi interior.
Sí, alguna vez sentí placer en el esfuerzo, es decir: alguna vez fui burgués. Creí que ese esfuerzo no podía sino llevar aparejada la conquista de lo que perseguía (no quiero escribir qué era aquello que perseguía con tanto esfuerzo) pues esa idea, metida a fuego y a palos en mi forma de pensar ejerció en su momento su influjo. Déjame decirte, pseudo Lucilo* que es falso. La vida tiene un componente que escapa a la ciencia y a la religión -dos de las formas fetichistas de entender el mundo-: el azar. Quiero decirte algo: no pudieron los dos siglos anteriores domesticarlo. De este no puedo hablar porque no lo viviré.
Me deslizo por los montes que me rodean y sé que quisiera volver a ver el mar. Hay más silencio a mi alrededor. ¡Cuánto duermen los animales! Viven mejor porque se aburren más.
No sé, no sé...
......................................................
* Isaac Alexander escribió algunas cartas morales a su sobrino al que apodó pseudo Lucilo en honor a las famosas epístolas morales de Séneca. Algunas de estas cartas están reproducidas en esta revista. Por ejemplo la titulada Veneno y que fue escrita en Port de la Selva en agosto de 1946. Si desea leerla no tiene más que hacer un doble click sobre su nombre resaltado en verde. También en el Serial o, como modernamente se llama, Tag, Escritos de Isaac Alexander, se pueden encontrar algunas más.
Los últimos antiguos, solía decir, me solía sentir. Ahora ya sé nombrarlo con mayor precisión: mutaciones. Las mutaciones niegan a Augusto Comte y sus prosélitos -que aún hoy siguen siendo legión- y su filosofía positiva cuya máxima es: el hombre avanza (evoluciona) constantemente. El progreso es, por lo tanto, infinito e imparable.
No voy a escribir ahora un tratado sobre escuelas filosóficas, ni es mi intención adoctrinar. Tan sólo es que me apacigua el hecho de que he comprendido que rechazo lo que vivo no por reaccionario sino por ser otra mutación. Prefiero quedarme en casa con los perros y las gatas. Prefiero recibir de vez en cuando la visita de M. o de mi sobrino y charlar sobre asuntos banales con los dueños del restaurante o con un lechero con el que estoy forjando una amistad. No hablamos de desastres, ni de juventud, ni de política; hablamos de recuerdos fundamentalmente. Los suyos y los míos. Yo, a veces, dejo caer una referencia libresca pero en seguida me disculpo y él -al que pondré de iniciales J. A.- me suele hablar de los tiempos del frío o de algunas de sus ovejas más queridas. También me habla de lobos. Historias suyas contaré. Vaya si lo haré.
Las nieblas de enero se han metido bajo mi piel y andan vagando por mi interior.
Sí, alguna vez sentí placer en el esfuerzo, es decir: alguna vez fui burgués. Creí que ese esfuerzo no podía sino llevar aparejada la conquista de lo que perseguía (no quiero escribir qué era aquello que perseguía con tanto esfuerzo) pues esa idea, metida a fuego y a palos en mi forma de pensar ejerció en su momento su influjo. Déjame decirte, pseudo Lucilo* que es falso. La vida tiene un componente que escapa a la ciencia y a la religión -dos de las formas fetichistas de entender el mundo-: el azar. Quiero decirte algo: no pudieron los dos siglos anteriores domesticarlo. De este no puedo hablar porque no lo viviré.
Me deslizo por los montes que me rodean y sé que quisiera volver a ver el mar. Hay más silencio a mi alrededor. ¡Cuánto duermen los animales! Viven mejor porque se aburren más.
No sé, no sé...
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* Isaac Alexander escribió algunas cartas morales a su sobrino al que apodó pseudo Lucilo en honor a las famosas epístolas morales de Séneca. Algunas de estas cartas están reproducidas en esta revista. Por ejemplo la titulada Veneno y que fue escrita en Port de la Selva en agosto de 1946. Si desea leerla no tiene más que hacer un doble click sobre su nombre resaltado en verde. También en el Serial o, como modernamente se llama, Tag, Escritos de Isaac Alexander, se pueden encontrar algunas más.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/01/2021 a las 18:33 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXIII
Esta mañana en medio de las grandes nevadas -ya me dijeron los lugareños que en estas mesetas los inviernos eran fríos y nevosos y me recomendaban que hiciera acopio de leña porque podía llegar el día en el que no pudiera ni salir a pasear. Los lugareños luego suelen reír, me miran de reojo como si ocultaran algo, como si no me hubieran dado toda la información. Yo lo achaco a ese afán que tienen las comunidades por mantener algún tipo de rito iniciático que les una a sus ancestros (a nuestros ancestros) y uno de esos tipos de rito de iniciación es la novatada, así es que no insisto, me quedo con esa intriga y cumplo mi parte de la tradición albergando algo de temor- con la nieve blanquísima y esos brillos como de cuarzo, una especie de puntos de brillo si se me permite la descripción, que atraen la mirada y parecen hipnotizar al que los mira, pues bien quizás hayan sido esos puntos de brillo los que me han llevado a recordar a Catherine Evans, aquella viuda que vivía en una mansión en el pueblo de Mimizan en la costa atlántica francesa*. Me recordaba esta blancura brillante, este ataque a las pupilas, estos fulgores casi agresivos, esta limpidez del aire, este hundir los pies en honduras que no se sabe donde van a terminar, estos silencios maravillosos, esta pureza asesina, esta soledad blanquísima, todo ellos me recordaba, me ha recordado la piel alabastrina de Catherine que contrastaba de forma cordial con el hermoso y abundante vello azabache de su monte de Venus. Sujeto a un fresno centenario, cegado por el reflejo de la luz del sol sobre la nieve, con los ojos entrecerrados he visto acercarse a Catherine Evans. Donjuan ha aullado, Hamlet se ha relamido y yo he cerrado los ojos presa de la fatiga y el frío y al poco he sentido la mano cálida de Catherine que acariciaba mi rostro curtido; luego ha acercado sus labios a los míos y los ha besado hasta darles vida la viuda porque mis labios andaban ya morados y apenas podían cerrarse para provocar el silbo con el que avisar a los perros para que callasen. Luego Catherine, la Viuda de Mimizan, más blanca que la nieve y menos pura que ella, me ha guiado mi mano por su cuerpo y ese contacto me ha ido calentando por dentro hasta que mi polla de sangre -así la llamó su maravillosa criada Madeleine Ngunga- ha ido cobrando vigor y nuestros arrebatos han provocado que al terminar hayamos conformado un calvero de hierba verde, verde como la mar, verde como las ganas de vivir, verde como sus manos verdes porque Caherine Evans, tras el acto amoroso, ha ido adquiriendo propiedades leñosas. Primero sus pies se han multiplicado en raíces que se han hundido en la tierra y a medida que se hundían sus piernas se juntaban a sí mismas creando un solo tronco de madera oscura, casi de ébano, que desafiaba la blancura de su derredor; madera de ébano que ha cubierto sus caderas, su cintura, su cuello, su rostro y de sus brazos, fractales hermosísimos, han surgido brazos y más brazos que eran ramas y más ramas y más ramas que se mezclaban con cada uno de sus cabellos y cada cabello producía otra rama y así, en poco tiempo, me encontraba bajo un árbol frondosísimo cuyo olor era el de nuestro acto sexual.
¡Vigor al despertar esta mañana! ¡Una mujer vasca -pueblo que habita el norte de España- hace un jersey de punto para mí! ¡Qué hermosas son las luces del día tras haber amado mucho! ¡Cómo parece que nada puede torcerse! ¡El mundo señala una dirección que es la virtud voluptuosa de esa mujer que me mira mientras tricota! ¡Que la nieve permanezca! ¡Que no me digan los aldeanos el último peligro que me acecha! ¡Quiero vivirlo todo, hasta el último aliento!
.........................................................
* De nuevo aparece un personaje de una serie de cuatro entregas que escribió Isaac acerca de su labor como tasador de bibliotecas. Si quiere leer las cuatro entregas no tiene más que hacer un doble click en el texto resaltado en verde.
¡Vigor al despertar esta mañana! ¡Una mujer vasca -pueblo que habita el norte de España- hace un jersey de punto para mí! ¡Qué hermosas son las luces del día tras haber amado mucho! ¡Cómo parece que nada puede torcerse! ¡El mundo señala una dirección que es la virtud voluptuosa de esa mujer que me mira mientras tricota! ¡Que la nieve permanezca! ¡Que no me digan los aldeanos el último peligro que me acecha! ¡Quiero vivirlo todo, hasta el último aliento!
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* De nuevo aparece un personaje de una serie de cuatro entregas que escribió Isaac acerca de su labor como tasador de bibliotecas. Si quiere leer las cuatro entregas no tiene más que hacer un doble click en el texto resaltado en verde.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/01/2021 a las 19:52 | {0}
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Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Colección
Cuentecillos
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Recuerdos
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Reflexiones para antes de morir
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
El mes de noviembre
Listas
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Agosto 2013
Saturnales
Citas del mes de mayo
Reflexiones
Marea
Mosquita muerta
Sincerada
Sinonimias
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El Brillante
El viaje
No fabularé
El espejo
Desenlace
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
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Memorias
Tags : Recuerdos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/02/2021 a las 16:49 | {0}