My Favorite Poet
Es tal mi desapego, tal mi incredulidad, tales mis desconocimientos de las causas y los efectos que apenas llego a entender qué escuché ayer en una conferencia sobre la obra de un poeta (...) encuadrada dentro de un ciclo dedicado a su obra titulado (...).
A nadie quitaré razón pues no entendí las razones. Imagino que el arte de la retórica de la conferencia tendrá sus reglas, que algunos las aplicarán y otros se dejaran llevar por su propio talento discursivo.
Merodea por todo esto un nuevo pensamiento que se me aparece cuando acudo a ensayos o estudios: la excesiva atención que el ser humano se dedica a sí mismo. Es enfermizo.
También, para mi propio agravio, razono que al no tener yo unos estudios universitarios estándar, el lenguaje filológico-metafísico-metalingüístico se me pierde y desvanece de sentido y todo lo que escucho es una concatenación de términos cuasi técnicos que vacían al objeto del discurso de su virtud primera: el ser arte.
La Mesa redonda era una mesa rectangular orientada al frente, sobre un escaño, de tal forma que los miembros de dicha mesa estaban por encima del público, de tal forma que no se veían las caras entre ellos.
La cara no es el espejo del alma. La cara es el alma (Rafael Sánchez Ferlosio. El Alma y la Vergüenza). Sobre el mundo de esas palabras secas, de esas sintaxis áridas, las caras adoptan un gesto sagrado, de misa de domingo, justo antes del aperitivo (también aperitivo del cura), en el momento de la homilía. Ese gesto cansino, de falta de esperanza. Ese gesto que no es devoto.
Ni siquiera me atreveré a afirmar que, cuando menos, una conferencia sobre un poeta, que quiere festejar su obra y ensalzarla, debería lanzarnos como bestias sobre sus versos para recorrer maravillados sus milagros.
A nadie quitaré razón pues no entendí las razones. Imagino que el arte de la retórica de la conferencia tendrá sus reglas, que algunos las aplicarán y otros se dejaran llevar por su propio talento discursivo.
Merodea por todo esto un nuevo pensamiento que se me aparece cuando acudo a ensayos o estudios: la excesiva atención que el ser humano se dedica a sí mismo. Es enfermizo.
También, para mi propio agravio, razono que al no tener yo unos estudios universitarios estándar, el lenguaje filológico-metafísico-metalingüístico se me pierde y desvanece de sentido y todo lo que escucho es una concatenación de términos cuasi técnicos que vacían al objeto del discurso de su virtud primera: el ser arte.
La Mesa redonda era una mesa rectangular orientada al frente, sobre un escaño, de tal forma que los miembros de dicha mesa estaban por encima del público, de tal forma que no se veían las caras entre ellos.
La cara no es el espejo del alma. La cara es el alma (Rafael Sánchez Ferlosio. El Alma y la Vergüenza). Sobre el mundo de esas palabras secas, de esas sintaxis áridas, las caras adoptan un gesto sagrado, de misa de domingo, justo antes del aperitivo (también aperitivo del cura), en el momento de la homilía. Ese gesto cansino, de falta de esperanza. Ese gesto que no es devoto.
Ni siquiera me atreveré a afirmar que, cuando menos, una conferencia sobre un poeta, que quiere festejar su obra y ensalzarla, debería lanzarnos como bestias sobre sus versos para recorrer maravillados sus milagros.
Sor Juana Inés de la Cruz
Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba;
y amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía:
pues entre el llanto, que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.
Baste ya de rigores, mi bien, baste;
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste
con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.
Hace dos días volví a ver Der Untergang (El Hundimiento). Hoy he visto Das weisse Band (La cinta blanca). De la primera siempre me ha causado malestar esa mirada compasiva con que la cámara recorre el búnker de la Cancillería del Reichstag. Porque en la derrota siempre hay compasión. La interpretación de Bruno Ganz. Aires de Leni Reinfenstahl en las tomas picadas de las columnatas. No acabo de sentir el miedo y el desprecio que mi juicio moral sobre la vida y las personas exige. Humanizar al asesino de masas sí resta fuerza al símbolo. Porque Adolf Hitler no es un hombre. Es el símbolo de lo peor del hombre. Me importa una mierda que tuviera parkinson y sintiera vergüenza de esa debilidad y lo ocultara. Su humanidad no añade nada a su perversidad. Se da por descontada (literalmente).
Das weisse Band es una alegoría. Es un cuento terrible. La aparente ausencia del mal es el germen de todo mal. El mal que se reprime es un mal que se agranda. La moral represora es el mal por excelencia. Das weisse Band cuenta la infancia de los futuros asesinos de masas. Hay unos silencios tan largos. Hay unas oscuridades tan impenetrables. Una pequeña luz se ve siempre rodeada de sombras abismales. La luz del día quema. La noche ciega. En esos claroscuros se ventila en elipsis la barbarie. En perfecto orden.
Das weisse Band es una alegoría. Es un cuento terrible. La aparente ausencia del mal es el germen de todo mal. El mal que se reprime es un mal que se agranda. La moral represora es el mal por excelencia. Das weisse Band cuenta la infancia de los futuros asesinos de masas. Hay unos silencios tan largos. Hay unas oscuridades tan impenetrables. Una pequeña luz se ve siempre rodeada de sombras abismales. La luz del día quema. La noche ciega. En esos claroscuros se ventila en elipsis la barbarie. En perfecto orden.
Autorretrato
Estoy sudando. No hace calor. La noche habrá sido espesa como un remordimiento. Preveo y no es bueno. Anhelo y tampoco lo es. Ya sé que no debo juzgar (no sé por qué lo sé, estoy en uno de esos momentos en los que la rebeldía contra lo correcto me empuja a desbocarme y lanzar ideas vanas o ideas bárbaras. No sé). Últimamente me debato. Últimamente me equivoco (no es ninguna novedad) en mis evocaciones, en mis formas de expresión. Camus se empeñó en hacer claro su lenguaje por lo confuso que era el lenguaje en sí. El lenguaje de los hombres. Es cierto que a Camus nadie le discute hoy. Como dice Fernando Savater quizás esa sea su mayor derrota.
Me amparo en especulaciones de café. Me sumerjo en nuevas descripciones sobre el origen de la vida (hay entre ellas una muy hermosa que establece el inicio de la vida en los cristales de la pirita. Hermosa por lo lejos que se ha ido su instigador -G. Wächtershäuser- para encontrar los rudimentos de este ser vivo. Según esta teoría la síntesis y la polimerización de compuestos orgánicos tendría lugar sobre la superficie de cristales de pirita, en entornos volcánicos extremadamente reductores como las fuentes termales del fondo de los océanos. Los compuestos orgánicos formados a partir de la reducción del CO2, habrían evolucionado autoorganizándose en un sistema metabólico autocatalítico, bidimensional y quimiolitotrófico alimentado por la pirita, carente de aparato genético). La vida entonces surgió de un caldo de hierro y azufre. Hierro y Azufre.
Siento el azufre en mis venas. Escribo y pienso con tensión de hierro. Aún así no estoy deprimido, tan sólo me miro en el espejo de mí mismo y me siento estúpido e incongruente. Nada más. No sé si alzar la voz. No sé si quedarme callado (esto último es más improbable. Dicen que el sentimiento de inferioridad hace que uno mismo se valore en exceso ante los demás. Según esto todos los artistas debemos de albergar tal sentimiento -es que ahora no se le puede llamar complejo. Todo lo que sea minimizar el ser de una persona está prohibido en el lenguaje actual. No sé qué pensaría Adler de todo esto- y nuestra obra no consistiría más que en mostrarlo una vez y otra). No sé si gritar cuando la estupidez ajena me asalta como una amiga hizo conmigo no hace mucho. Le escribí una suerte de jeroglífico y me contestó enfadada reprochándome mi indignidad, mi estupidez. Es cierto que el jeroglífico era estúpido. Es cierto. Quizá también era indigno. No saber callar pues. No saber esperar. No saber...
Estoy sudando. Toso. Me rasco la cabeza. Tengo, eso sí, las uñas limpias. Tengo unas uñas extrañas, de ave rapaz.
Me amparo en especulaciones de café. Me sumerjo en nuevas descripciones sobre el origen de la vida (hay entre ellas una muy hermosa que establece el inicio de la vida en los cristales de la pirita. Hermosa por lo lejos que se ha ido su instigador -G. Wächtershäuser- para encontrar los rudimentos de este ser vivo. Según esta teoría la síntesis y la polimerización de compuestos orgánicos tendría lugar sobre la superficie de cristales de pirita, en entornos volcánicos extremadamente reductores como las fuentes termales del fondo de los océanos. Los compuestos orgánicos formados a partir de la reducción del CO2, habrían evolucionado autoorganizándose en un sistema metabólico autocatalítico, bidimensional y quimiolitotrófico alimentado por la pirita, carente de aparato genético). La vida entonces surgió de un caldo de hierro y azufre. Hierro y Azufre.
Siento el azufre en mis venas. Escribo y pienso con tensión de hierro. Aún así no estoy deprimido, tan sólo me miro en el espejo de mí mismo y me siento estúpido e incongruente. Nada más. No sé si alzar la voz. No sé si quedarme callado (esto último es más improbable. Dicen que el sentimiento de inferioridad hace que uno mismo se valore en exceso ante los demás. Según esto todos los artistas debemos de albergar tal sentimiento -es que ahora no se le puede llamar complejo. Todo lo que sea minimizar el ser de una persona está prohibido en el lenguaje actual. No sé qué pensaría Adler de todo esto- y nuestra obra no consistiría más que en mostrarlo una vez y otra). No sé si gritar cuando la estupidez ajena me asalta como una amiga hizo conmigo no hace mucho. Le escribí una suerte de jeroglífico y me contestó enfadada reprochándome mi indignidad, mi estupidez. Es cierto que el jeroglífico era estúpido. Es cierto. Quizá también era indigno. No saber callar pues. No saber esperar. No saber...
Estoy sudando. Toso. Me rasco la cabeza. Tengo, eso sí, las uñas limpias. Tengo unas uñas extrañas, de ave rapaz.
La primera vez que ocurrió tenía seis años. Caminaba con mi tata y mis hermanos por una calle céntrica de la ciudad de L.. Volvíamos de jugar en la plaza M. S. que en aquel tiempo aún era de arena (hoy es un lugar de tránsito de vehículos). Sería finales de primavera y recuerdo que justo antes de verlo me había sentido aislado, no sé expresarlo mejor, usted me disculpará, mi especialidad no es el lenguaje y menos aún la retórica. Como le decía me sentí aislado como si de repente un burbuja de soledad me hubiera separado de todo, de la compañía de mis hermanos, de la mano que mi tata me cogía, del sabor de la tableta de chocolate que me estaba comiendo. Fue en ese instante, justo en ese instante, cuando vi a través de los cristales de una ventana la figura blanca de un hombre calvo que me miraba sin tener ojos en la cara. Recuerdo que sentí un escalofrío y esa reacción del cuerpo me volvió al mundo, si lo puedo decir así, sentí de nuevo la mano de mi tata, escuché la voz de mi hermano que le decía algo a mi hermana y el murmullo de la calle asomó de nuevo a mis oídos. Yo no me atreví a girarme para ver si en aquella ventana seguía la figura blanca observándome. En realidad no lo necesitaba porque sentía sus no-ojos clavados en mi espalda. Es la primera experiencia de terror que recuerdo haber tenido.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/01/2010 a las 13:37 | {1}