Prometeo se deshace como un azucarillo en el agua
Sombras y más sombras (no son de árboles -queridos árboles- no, no lo son) vienen y bailan a su alrededor desnudas y obscenas.
Prometeo -muchos días, muchas noches- tiene un miedo que le paraliza como cuando la vista se fija en un punto de oscuridad extraordinario.
Prometeo sintió ayer el deseo de tirarse por una ventana.
La fuerza de Prometeo reside en su capacidad para resistir los embates de los monstruos (los suyos, los que él con su aparente sabiduría ha ido generando día tras día, año tras año para que le coman el hígado cada noche y se lo devuelvan aparentemente sano por la mañana, no como regalo sino para que se lo vuelvan a poder comer a la noche siguiente).
Prometeo se hunde.
Prometeo no ríe.
Prometeo tiembla.
Prometeo llora.
Prometeo no es gracioso.
Prometeo es incapaz de amar. La noche pasada hubiera querido saber, darle la espalda a la Montaña y a la Roca que ha de empujar hasta la cima, para reposar en un soto de Saúcos, Alisos y Robles junto a un hada con luz de agua y un trasgo con voz verde.
Prometeo es un farsante. Prometeo es un cobarde. Prometeo no ganará ninguna batalla. Morirá asqueado de sí mismo y ninguna persona acudirá a su entierro. Tan sólo estarán presentes el cuervo, la lombriz y un virus.
¡Oh, corazón! Si yo pudiera calmarte, si pudiera, de verdad, lo haría. Me sentaría a la vera de tu corazón derecho y limpiaría esa sangre que entra emponzoñada y a raudales. Lo haría, de veras. Incluso te hablaría y te diría, quizá, consejas de viejos sabios que hablaron mucho y bien sobre esas ansias que el corazón, ¡Oh, corazón, corazón! destila en las noches para que en el día asuman tu vida entera y te dejen inerte, sin fuerzas reales para reaccionar.
Yo sé (o sabía) que el tiempo no existe y que algo que no existe no puede curar venas ni arterias; yo sé que el sistema vascular se alimenta de grandes respiraciones y vida apacible ¿Por qué entonces, querido, te lanzaste a la osadía del explorador? No quisiste dar la espalda a la selva, ni retrocediste ante la cascada y el río caudaloso.
Lo quieres todo, te diría. Persigues todo, te diría. Has quemado bosques enteros. Has dejado que los animales se asusten con tu nombre. Te has asustado tú con tu propio nombre pronunciado por Eco. Te has escondido en una cueva (donde dices fuiste muy feliz ¿cuándo has sido tú feliz, muchacho triste?) y sólo cuando mirabas el mar en la mañana y el aire estaba fresco y limpio y sorbías un té insípido, sólo en ese momento tus ventrículos se atemperaban y dejaban a tu corazón un hueco de sosiego.
¿Por qué eres tan audaz? ¿Por qué siempre has creído poder con todo? ¿Contra todos? ¿Por qué creíste que tu pensamiento te salvaría de tu intuición? ¿Por qué eres tan tontamente racional?
Así, si quieres, te hablaría, en susurros mientras la noche y sus estrellas iluminan realmente tu futuro y por fin tu corazón se aquieta y viene una ninfa del lago más cercano y deja caer sobre ti polvo de tu propia estrella, la que te guía, la que te quiere ¡Oh, corazón amigo! ¡Oh, corazón que busca!
Cálmate. Confía en el amor de los otros. Porque hay seres que saben realmente amar. Aprende de ellos pero sólo porque ellos no te pueden enseñar. Si pudieran no dudes que te enseñarían. Te lo darían todo. Te entregarían todo su conocimiento para que pudieras descansar tranquilo. Tú sabes que el aprendizaje es duro. Tú sabes que la soledad es amiga. Tú sabes que el que busca sólo busca y buscar tan sólo es ya una gran forma de vivir, una preciosa forma de vivir. La que tú elegiste, explorador audaz de todas las pasiones.
¡Oh, arterias de sangre limpia! ¡Oh, venas de sangre sucia! Dejad que su corazón descanse. Y vosotras Aurículas y vosotros Ventrículos aunaros en eso que conformáis, el corazón de un hombre, y dejad que se equilibre con el canto que otros hombres destilan en su oído. Amén.
Yo sé (o sabía) que el tiempo no existe y que algo que no existe no puede curar venas ni arterias; yo sé que el sistema vascular se alimenta de grandes respiraciones y vida apacible ¿Por qué entonces, querido, te lanzaste a la osadía del explorador? No quisiste dar la espalda a la selva, ni retrocediste ante la cascada y el río caudaloso.
Lo quieres todo, te diría. Persigues todo, te diría. Has quemado bosques enteros. Has dejado que los animales se asusten con tu nombre. Te has asustado tú con tu propio nombre pronunciado por Eco. Te has escondido en una cueva (donde dices fuiste muy feliz ¿cuándo has sido tú feliz, muchacho triste?) y sólo cuando mirabas el mar en la mañana y el aire estaba fresco y limpio y sorbías un té insípido, sólo en ese momento tus ventrículos se atemperaban y dejaban a tu corazón un hueco de sosiego.
¿Por qué eres tan audaz? ¿Por qué siempre has creído poder con todo? ¿Contra todos? ¿Por qué creíste que tu pensamiento te salvaría de tu intuición? ¿Por qué eres tan tontamente racional?
Así, si quieres, te hablaría, en susurros mientras la noche y sus estrellas iluminan realmente tu futuro y por fin tu corazón se aquieta y viene una ninfa del lago más cercano y deja caer sobre ti polvo de tu propia estrella, la que te guía, la que te quiere ¡Oh, corazón amigo! ¡Oh, corazón que busca!
Cálmate. Confía en el amor de los otros. Porque hay seres que saben realmente amar. Aprende de ellos pero sólo porque ellos no te pueden enseñar. Si pudieran no dudes que te enseñarían. Te lo darían todo. Te entregarían todo su conocimiento para que pudieras descansar tranquilo. Tú sabes que el aprendizaje es duro. Tú sabes que la soledad es amiga. Tú sabes que el que busca sólo busca y buscar tan sólo es ya una gran forma de vivir, una preciosa forma de vivir. La que tú elegiste, explorador audaz de todas las pasiones.
¡Oh, arterias de sangre limpia! ¡Oh, venas de sangre sucia! Dejad que su corazón descanse. Y vosotras Aurículas y vosotros Ventrículos aunaros en eso que conformáis, el corazón de un hombre, y dejad que se equilibre con el canto que otros hombres destilan en su oído. Amén.
Capítulo del libro Espejos escrito por Eduardo Galeano
Francia perdió un millón y medio de hombres en la primera guerra mundial.
Cuatrocientos mil, casi un tercio, fueron muertos sin nombre.
En homenaje a esos mártires anónimos, el gobierno resolvió abrir una tumba al Soldado Desconocido.
Se eligió, al azar, uno de los caídos en la batalla de Verdun.
Al ver el cadáver, alguien advirtió que era un soldado negro, de un batallón de la colonia francesa de Senegal.
El error fue corregido a tiempo.
Otro muerto anónimo, pero de piel blanca, fue enterrado bajo el Arco del Triunfo, el 11 de noviembre de 1920. Envuelto en la bandera patria, recibió discursos y honores militares.
"Una mano encendiendo un cigarrillo es la explicación de todo; un pie bajando del tren es el fundamento de toda experiencia [...] pero dos pasos discretos de un anciano parecen las palabras mismas del infierno. O al revés". (Clinical findings in three cases of zombification. R. Littlewood & C. Douyon).
Cosas así.
Pasan volando -como aromas- los Arquetipos, el Unus Mundus, el Anima Mundi, las nociones materialistas y mecanicistas, el descubrimiento del paseo, el rechazo a la Ilustración, su veneración al mismo tiempo. Como aromas. Como chocolate caliente tras un día de niebla y humedad. Dan ganas de lanzarse al mundo de la astrología, entrar en los arcanos de su geometría, volver a la Armonía de las Esferas y recrearse (o alimentarse) con los sonidos del Cosmos en Platón (o en Pitágoras) ¿y el descanso? ¿y la calma? Quisiera tener conmigo el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa y cogidos de su mano atravesar algunos de los páramos más hermosos de la contemplación humana: las heridas siguen abiertas y el mundo es un lugar inhóspito. Es cierto que puedes pasear por un bosque y ver de reojo a un duende muy pequeño; es cierto que si miras el cielo en una noche estrellada algo pasa más allá del fuego; es cierto que el silencio llama e ilumina. Es cierto. Y sin embargo a veces, desearía en mí una epifanía, un descubrimiento numinoso y para siempre.
Quisiera -por decirlo en términos religiosos- creer, por ejemplo, en Jung. Me parece tan hermoso su discurso. Tan arriesgado; quiero no creer en Krishnamurti (sobre todos no quisiera creer en él a quien tanto amo; no querría saber su negativa a ser alguien; no querría saber su mirada de pájaro y nido; no querría tener sus manos ajustando una válvula al motor de su Mercedes sin ser él, sin haberlo conocido, sin saberlo indio e hijo filosófico de madame Blavatsky y su Sociedad Teosófica, como cuando le vi por primera vez y con tan sólo un gesto y dos frases suyas logró liberar de mí un dolor grande); quiero, en ocasiones, creer. Debe de haber un sentimiento muy pleno en la creencia. Y, sin embargo, no creo. Quizá por el día de hoy. Quizá por la semana. Quizá por la vida entera. Me faltan conexiones neuronales. No encuentro el camino de salida. Me siento un Minotauro encerrado en un laberinto (ni siquiera en el suyo) mientras hombres sagaces arguyen nuevas teorías sobre la imbricación del Mundo y los asuntos humanos, la obligada comunión con fuerzas estelares, la asunción extraña de que la única forma de entendimiento es el dejarse ser, que todo lo demás es interpretación (o llámese quimera o fe o ciencia o sueño o astrología) ¿Y hoy?
Cosas así.
Pasan volando -como aromas- los Arquetipos, el Unus Mundus, el Anima Mundi, las nociones materialistas y mecanicistas, el descubrimiento del paseo, el rechazo a la Ilustración, su veneración al mismo tiempo. Como aromas. Como chocolate caliente tras un día de niebla y humedad. Dan ganas de lanzarse al mundo de la astrología, entrar en los arcanos de su geometría, volver a la Armonía de las Esferas y recrearse (o alimentarse) con los sonidos del Cosmos en Platón (o en Pitágoras) ¿y el descanso? ¿y la calma? Quisiera tener conmigo el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa y cogidos de su mano atravesar algunos de los páramos más hermosos de la contemplación humana: las heridas siguen abiertas y el mundo es un lugar inhóspito. Es cierto que puedes pasear por un bosque y ver de reojo a un duende muy pequeño; es cierto que si miras el cielo en una noche estrellada algo pasa más allá del fuego; es cierto que el silencio llama e ilumina. Es cierto. Y sin embargo a veces, desearía en mí una epifanía, un descubrimiento numinoso y para siempre.
Quisiera -por decirlo en términos religiosos- creer, por ejemplo, en Jung. Me parece tan hermoso su discurso. Tan arriesgado; quiero no creer en Krishnamurti (sobre todos no quisiera creer en él a quien tanto amo; no querría saber su negativa a ser alguien; no querría saber su mirada de pájaro y nido; no querría tener sus manos ajustando una válvula al motor de su Mercedes sin ser él, sin haberlo conocido, sin saberlo indio e hijo filosófico de madame Blavatsky y su Sociedad Teosófica, como cuando le vi por primera vez y con tan sólo un gesto y dos frases suyas logró liberar de mí un dolor grande); quiero, en ocasiones, creer. Debe de haber un sentimiento muy pleno en la creencia. Y, sin embargo, no creo. Quizá por el día de hoy. Quizá por la semana. Quizá por la vida entera. Me faltan conexiones neuronales. No encuentro el camino de salida. Me siento un Minotauro encerrado en un laberinto (ni siquiera en el suyo) mientras hombres sagaces arguyen nuevas teorías sobre la imbricación del Mundo y los asuntos humanos, la obligada comunión con fuerzas estelares, la asunción extraña de que la única forma de entendimiento es el dejarse ser, que todo lo demás es interpretación (o llámese quimera o fe o ciencia o sueño o astrología) ¿Y hoy?
La sincronicidad (es curioso que esta palabra aún aparezca como errónea en los procesadores de texto) entre la muerte de Zenani Mandela y el inicio del Mundial de Fútbol de Suráfrica junto al estribillo de la canción de Shakira, Porque esto es África -creo recordar- muestra algo que el espíritu inquieto quizá pueda vislumbrar.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/06/2010 a las 10:00 | {0}