Érase una vez una chef de un restaurante de lujo y un hombre encantador también cocinero. La mujer vivía sola y con complejos. El hombre parecía sano y siempre sabía lo que hacer. Tras un accidente de la hermana de la cocinera, ésta se tiene que hacer cargo de su sobrina. El hombre que también es un buen cocinero entra a trabajar en el restaurante de lujo...
Érase una vez un hombre al que le diagnostican un cáncer. Va a ver a su mejor amigo que es médico. Su amigo lee el diagnóstico y con toda la crudeza y todo el amor del mundo le confirma que tan sólo le quedan, siendo muy optimistas, seis meses de vida. El médico, ya mayor, intenta aguantar la congoja. El que va a morir decide volver al lugar donde transcurrieron sus años de juventud. Allí se encuentra con un antiguo amor...
Érase una vez un hombre en mitad de una guerra. Para huir de ella había recalado en una ciudad de un país del África y había puesto un café. Una noche llegan al café unos oficiales del ejército invasor y al mismo tiempo un hombre que lidera la oposición a ese ejército. Al hombre le acompaña una mujer, la mujer que más quiso el dueño del café...
Érase una vez una mujer que quería encontrar el espíritu de la vida y para ello había decidido quedarse sola con la única compañía de su hijo. Una noche, en una reunión de trabajo, conoció a un hombre el cual, tras años de dudas e irreflexiones, había concluido en que su vida consistiría en estar solo hasta su muerte ....
Érase una vez una noche de diciembre. El viento soplaba con fuerza y los primeros copos de nieve acababan de caer. Una mujer conducía un coche, a su lado estaba su marido. Habían tenido un mal día. Ella había descubierto que su marido era un drogadicto. Él había descubierto que su mujer no le quería...
Érase una vez una rata muerta de hambre por los suburbios de París que encuentra entre los desperdicios, un trozo de queso gorgonzola. Al probarlo se cree un pájaro y sube hasta lo más alto de la torre Eiffel para volar. Cuando se va a lanzar al vacío un muchacho ciego la detiene...
Érase una vez un tranvía que pierde los frenos.
Érase una vez un paisaje desértico y un club de carretera. Un joven, recién escapado de su casa, camina por el arcén de la carretera bajo una lluvia intensa. A lo lejos ve el cartel rojo del club y aunque no tiene un duro ni para tomarse una caña, decide entrar....
Érase una vez un niño paralítico. Está sentado en el banco de un parque de la ciudad viendo cómo los demás niños juegan al fútbol. El niño desearía jugar él y ensueña que lo hace y tanto se mete en su ensueño que no nota cómo una niña de su misma edad se sienta a su lado y le pregunta su nombre. La niña cree que el niño es, además de paralítico, sordo así es que le toca el brazo. El muchacho da un respingo. Mira a la niña con pavor pero no puede salir corriendo...
Érase una vez un hombre al que le diagnostican un cáncer. Va a ver a su mejor amigo que es médico. Su amigo lee el diagnóstico y con toda la crudeza y todo el amor del mundo le confirma que tan sólo le quedan, siendo muy optimistas, seis meses de vida. El médico, ya mayor, intenta aguantar la congoja. El que va a morir decide volver al lugar donde transcurrieron sus años de juventud. Allí se encuentra con un antiguo amor...
Érase una vez un hombre en mitad de una guerra. Para huir de ella había recalado en una ciudad de un país del África y había puesto un café. Una noche llegan al café unos oficiales del ejército invasor y al mismo tiempo un hombre que lidera la oposición a ese ejército. Al hombre le acompaña una mujer, la mujer que más quiso el dueño del café...
Érase una vez una mujer que quería encontrar el espíritu de la vida y para ello había decidido quedarse sola con la única compañía de su hijo. Una noche, en una reunión de trabajo, conoció a un hombre el cual, tras años de dudas e irreflexiones, había concluido en que su vida consistiría en estar solo hasta su muerte ....
Érase una vez una noche de diciembre. El viento soplaba con fuerza y los primeros copos de nieve acababan de caer. Una mujer conducía un coche, a su lado estaba su marido. Habían tenido un mal día. Ella había descubierto que su marido era un drogadicto. Él había descubierto que su mujer no le quería...
Érase una vez una rata muerta de hambre por los suburbios de París que encuentra entre los desperdicios, un trozo de queso gorgonzola. Al probarlo se cree un pájaro y sube hasta lo más alto de la torre Eiffel para volar. Cuando se va a lanzar al vacío un muchacho ciego la detiene...
Érase una vez un tranvía que pierde los frenos.
Érase una vez un paisaje desértico y un club de carretera. Un joven, recién escapado de su casa, camina por el arcén de la carretera bajo una lluvia intensa. A lo lejos ve el cartel rojo del club y aunque no tiene un duro ni para tomarse una caña, decide entrar....
Érase una vez un niño paralítico. Está sentado en el banco de un parque de la ciudad viendo cómo los demás niños juegan al fútbol. El niño desearía jugar él y ensueña que lo hace y tanto se mete en su ensueño que no nota cómo una niña de su misma edad se sienta a su lado y le pregunta su nombre. La niña cree que el niño es, además de paralítico, sordo así es que le toca el brazo. El muchacho da un respingo. Mira a la niña con pavor pero no puede salir corriendo...
Inventando lo imposible René Magritte
Rompe el espejo
Deja.
Abandonar es asumir y también dejar.
Una mañana muy fría de octubre anduve por un camino hacia un box de urgencias del Hospital de La Paz en la ciudad de Madrid. El Hospital de La Paz es muy grande y muy desangelado. No hay paz en él. Hay ruido, olores fuertes e iluminación sórdida. Allí vi por última viva a Julia. Allí me despedí de ella. Estaba muy viejita y muy consumida. Se encontraba incómoda. Le dolía todo. Un enfermero muy, muy amable, me ayudó a moverla un poco. Recuerdo sobre todo de aquella mañana el olor de ese box de urgencias recién abierto a las visitas. Era un olor terrible a heces, muerte y cerrazón. Era un olor triste.
Julia y yo no abrazamos. Y yo me fui. No, no pude estar más (y podría haber estado). Tenía el corazón roto y la mente atontada. Ojalá hubiera tenido la fuerza y el alma para quedarme junto a ella y ayudarla en el tránsito.
Cuando salí de allí el mundo no existía. Sólo estaba sus bracillos abrazándome. Su mirada tranquila. Su sensación de estar perdida.
Hay que dejar irse.
No podemos abrazarnos a cadáveres.
Hay que tener la fuerza y el valor y la seguridad para saber cuándo un abandono no es una deserción; cuándo hay que devenirse, separarse y olvidar (incluso ignorar si fuera necesario) y llevarlo a cabo para que la putrefacción alimente tierras y no emponzoñe sensibilidades.
La relación es un ser en sí mismo. Hay veces en que también tenemos que dejar que la relación se vaya. Hacer el duelo por ella. Tratarla como a un difunto muy querido. Echarla de menos. Llorarla si es preciso. Y luego, como siempre, renacer de nuevo a esta vida hermosa y dura, tan corta y tan extensa, tan insondable y tan clara.
Cuando no puedas dejar morir una relación, entra en ti, sosiégate en ti. No achaques al mundo lo que no es sino tú y así, de a poquitos, soltarás las amarras y navegarás de nuevo sin el lastre de un cadáver que ya no flota.
Morir, probablemente, no exista como concepto absoluto. Pero el cadáver sí lo es. Es a ése al que hay que dejar marchar. Es a ése al que no te debes aferrar.
Deja.
Abandonar es asumir y también dejar.
Una mañana muy fría de octubre anduve por un camino hacia un box de urgencias del Hospital de La Paz en la ciudad de Madrid. El Hospital de La Paz es muy grande y muy desangelado. No hay paz en él. Hay ruido, olores fuertes e iluminación sórdida. Allí vi por última viva a Julia. Allí me despedí de ella. Estaba muy viejita y muy consumida. Se encontraba incómoda. Le dolía todo. Un enfermero muy, muy amable, me ayudó a moverla un poco. Recuerdo sobre todo de aquella mañana el olor de ese box de urgencias recién abierto a las visitas. Era un olor terrible a heces, muerte y cerrazón. Era un olor triste.
Julia y yo no abrazamos. Y yo me fui. No, no pude estar más (y podría haber estado). Tenía el corazón roto y la mente atontada. Ojalá hubiera tenido la fuerza y el alma para quedarme junto a ella y ayudarla en el tránsito.
Cuando salí de allí el mundo no existía. Sólo estaba sus bracillos abrazándome. Su mirada tranquila. Su sensación de estar perdida.
Hay que dejar irse.
No podemos abrazarnos a cadáveres.
Hay que tener la fuerza y el valor y la seguridad para saber cuándo un abandono no es una deserción; cuándo hay que devenirse, separarse y olvidar (incluso ignorar si fuera necesario) y llevarlo a cabo para que la putrefacción alimente tierras y no emponzoñe sensibilidades.
La relación es un ser en sí mismo. Hay veces en que también tenemos que dejar que la relación se vaya. Hacer el duelo por ella. Tratarla como a un difunto muy querido. Echarla de menos. Llorarla si es preciso. Y luego, como siempre, renacer de nuevo a esta vida hermosa y dura, tan corta y tan extensa, tan insondable y tan clara.
Cuando no puedas dejar morir una relación, entra en ti, sosiégate en ti. No achaques al mundo lo que no es sino tú y así, de a poquitos, soltarás las amarras y navegarás de nuevo sin el lastre de un cadáver que ya no flota.
Morir, probablemente, no exista como concepto absoluto. Pero el cadáver sí lo es. Es a ése al que hay que dejar marchar. Es a ése al que no te debes aferrar.
Patrul Rimpoché
Ten presente el ejemplo de una vaca vieja,
que se da por satisfecha durmiendo en un cobertizo.
Tienes que comer, dormir y cagar,
eso es inevitable,
lo demás no es asunto tuyo.
que se da por satisfecha durmiendo en un cobertizo.
Tienes que comer, dormir y cagar,
eso es inevitable,
lo demás no es asunto tuyo.
¿Qué quiere ver?
Una luminaria
el relámpago de
¿Dónde lo quiere ver?
En la horca
del árbol
que no claudica
¿Vendrá a verlo?
¿Irá él?
¿Se secará
cuando bajo su sombra
haya encontrado?
¿Habrá de someterse
una vez más?
Escenas
Una luminaria
el relámpago de
¿Dónde lo quiere ver?
En la horca
del árbol
que no claudica
¿Vendrá a verlo?
¿Irá él?
¿Se secará
cuando bajo su sombra
haya encontrado?
¿Habrá de someterse
una vez más?
Escenas
Proust -para los puristas- sí habla de una magdalena que acompaña a un té, sólo que no es de su sabor de donde arranca Por el Camino de Swan y los recuerdos, densos de sintaxis, de la infancia del protagonista.
Purista es una palabra estrecha -parece ser que el siglo XX ha sido el de la impureza- que tiene a la par algo de elevado, de intenso o de recio.
Enrique Morente -símbolo de la impureza flamenca- muerto ayer sin que al parecer su hora hubiera tenido que ser ésa, habría sido tachado de loco si no hubiera tenido éxito. Porque la distancia entre estar loco y ser genio sólo reside en si se tiene o no éxito. Curioso mundo el de las palabras que otorga al loco la actitud (estar) y al genio la aptitud (ser).
Granada debe estar triste y más el Albaicín (y como si fuera un rizo más de los tópicos de cada pueblo, unos ladrones se aprovecharon de la enfermedad del cantaor para robar en su casa, ¡mal rayo les parta!).
Me gusta el flamenco aunque reconozco mi ignorancia supina y como sé que el flamenco es una cuestión de sutilezas, matices finísimos para discernir entre un palo y otro, sólo puedo decir que me gusta el flamenco como me gusta la música en general. Siempre me sentí orgulloso de conocer el compás de la bulería (que me enseñó en la juventud Etel, una muchacha que habrá celebrado la llegada de Morente a su tablao celestial) y de no haberlo olvidado. Eso debe de ser el flamenco: algo muy simple que no se olvida cuando se logra aprehender.
De Enrique Morente siempre me gustaron sus ojillos roedores y esa tendencia irrefrenable a acostarse ya de madrugada. No le habrá gustado morir en plena tarde, poco antes de la hora torera, enchufado a máquinas sin pellizco, rodeado de batas sin cola. Seguro que él sabía que ésa no era la hora.
Purista es una palabra estrecha -parece ser que el siglo XX ha sido el de la impureza- que tiene a la par algo de elevado, de intenso o de recio.
Enrique Morente -símbolo de la impureza flamenca- muerto ayer sin que al parecer su hora hubiera tenido que ser ésa, habría sido tachado de loco si no hubiera tenido éxito. Porque la distancia entre estar loco y ser genio sólo reside en si se tiene o no éxito. Curioso mundo el de las palabras que otorga al loco la actitud (estar) y al genio la aptitud (ser).
Granada debe estar triste y más el Albaicín (y como si fuera un rizo más de los tópicos de cada pueblo, unos ladrones se aprovecharon de la enfermedad del cantaor para robar en su casa, ¡mal rayo les parta!).
Me gusta el flamenco aunque reconozco mi ignorancia supina y como sé que el flamenco es una cuestión de sutilezas, matices finísimos para discernir entre un palo y otro, sólo puedo decir que me gusta el flamenco como me gusta la música en general. Siempre me sentí orgulloso de conocer el compás de la bulería (que me enseñó en la juventud Etel, una muchacha que habrá celebrado la llegada de Morente a su tablao celestial) y de no haberlo olvidado. Eso debe de ser el flamenco: algo muy simple que no se olvida cuando se logra aprehender.
De Enrique Morente siempre me gustaron sus ojillos roedores y esa tendencia irrefrenable a acostarse ya de madrugada. No le habrá gustado morir en plena tarde, poco antes de la hora torera, enchufado a máquinas sin pellizco, rodeado de batas sin cola. Seguro que él sabía que ésa no era la hora.
Autor Fotografía: Portillo Barrera
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/12/2010 a las 00:29 | {0}