Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
Sigo este espacio. La estela de la profundidad. No lo anhelo. Nada añade que sienta devastación o asombro. ¿Cómo aquí? ¿Cómo hasta aquí? La siega se hizo hace ya mucho. Podría mirar los rastrojos. Buscar en ellos pistas. ¿Qué fue lo que se sembró? Hoy el día estaba azul, casi terrible. He visto a una familia (probablemente fueran hijos de lugareños que abandonaron el pueblo al terminar los estudios y ahora vuelven y miran el espacio como si éste se hubiera convertido en un parque temático: el de su infancia) que llevaba a sus dos más jóvenes miembros -de cuatro o cinco años- montado cada uno en un borrico. Los niños protegían sus cabezas con cascos de moto; luego he visto a un matrimonio viejo, él echa pestes por lo que va a pasar: que llegarán los que aún nos han llegado y se pondrán a beber cervezas y se pasará la hora de comer y él no quiere eso, no señor, no quiere eso. La mujer calla y recoge flores silvestres porque seguramente sabe que por mucho que proteste, acabará bebiendo cervezas y se le pasará la hora de comer y se aguantará. Hemos bajado. Mis perros y yo. A veces cometo actos incívicos. Veo por ejemplo a unos vecinos y me detengo a unos metros sólo para evitar pasar por delante y tener que saludarlos o cosa aún peor: que llevemos el mismo paso y me vea en la obligación de recorrer el camino que me queda hasta la casa en su compañía, viéndome en la obligación de mantener una conversación e intentando, por todos los medios a mi alcance, no fijar mi vista en los pechos generosos de la vecina.
Sigo este camino sin tentaciones y espero que llegue ese instante de inflexión en el que por arte de muchos años de espera, el problema se diluye y queda en su lugar un vacío primigenio como el que debe habitar en el cerebro del niño que recién sale al mundo. Probablemente por eso siga este camino. La devastación no es más que un símbolo y como tal, por lo tanto, sólo es extensión, ni siquiera es tiempo, ni siquiera es destino; la devastación sería una condición sine qua non de la naturaleza humana que no ha dado por buenas las razones de sus mayores; la devastación es la cristalización de ser consciente de que cada unos somos, como tan bien sintetizó Albert Camus, el primer hombre y como tal hemos de caminar por el sendero: sin saberlo de antemano. Nada por lo que lamentarse. Más bien orgullo. Como el que siente Hamlet cuando días tras día al salir a los montes, surge en él la necesidad de seguir el rastro de un conejo. La mirada de Hamlet que se clava en la mía y me dice, Me voy Isaac, la naturaleza me lleva a ella. Tú sabes que volveré. Tienes que dejarme marchar.
Vacíos los caminos. Vacías las laderas de las montañas para que los pastos se recuperen de la rumia del ganado. Veo perderse a Hamlet; llegará hasta la cima; si todo va bien volverá cuando caiga la tarde. Para él no existe otro tiempo que ese rastro. Para mi no existe más memoria. Sí recuerdos. No memoria porque parece que en su concepto se encierra la idea de que guarda una verdad pasada, una verdad objetiva; mientras que sí recuerdo porque en él se encierra la posibilidad de la elaboración, es decir, de la invención. El recuerdo -no así la memoria- no tiene por qué ser preciso.
Aguanto las largas caminatas. Miro de frente las ventiscas y dejo que el sol de justicia me aplaste contra el suelo. Quedan lejos las ciudades de occidente en una de las cuales nació Olmo y en otra yo. A veces recuerdo sus luces pero como si fueran pinturas al pastel sobre papel negro.
Ya queda poco para que el velo de Maya se descorra. Aún no estoy preparado.
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/04/2022 a las 13:51 | {0}