El bochorno. Los incendios. El mundo me enseña llamas, fuego. Conduzco de vuelta del trabajo hacia el lugar que debe ser mi casa. Funciona el automatismo de la puerta del garaje. Aparco. Maniobras precisas. Calor. Cinco niños berrean mientras pegan patadas a un balón. Desde por la mañana berrean. Hasta por la noche berrean. Por la tarde –lo recuerdo aunque no sepa de cuándo- añaden su berrea los padres de esos niños y se apuntan otros niños y se apuntan otros padres y todos ellos son gente que grita un día y otro día en un espacio rectangular cerrado por tres de sus lados por los edificios y abierto por el cuarto a la puerta del garaje. Cuando los niños y los padres dejan de berrear, sea ésta la hora que sea, ese espacio que tiene un poyete en unos de sus lados, se puebla de jóvenes que ponen el volumen de sus móviles lo más alto posible y ríen y gritan. Ése es el sitio que recuerdo. No sé si el recuerdo es una pesadilla. No sé si esos recuerdos que se activan cuando bajo del coche son recuerdos vividos o recuerdos soñados.
Al abrir el portal me doy de bruces con Carmen. Me mira y, al mirarla tan de cerca, la atrapo (desde entonces ya la tengo. No es mía. No quisiera que nadie fuera mío. Detesto la posesión. Me cago en todo el puto espíritu burgués de la propiedad privada. Ni nuestro cuerpo es privado. Como detesto la socialización. Como detesto a los pastores de hombres y reniego de todas y cada de las religiones soteriológicas que hayan existido jamás. La sola idea de dios me hace cagarme entero. Lo pienso así. Me viene así. No sé de dónde ni por qué. No sé cuándo se gestaron estas ideas en mi cabeza, estas emociones tan intensas sobre algo a lo que no puedo acceder. Yo no accedo a la posesión. No tengo fe. No tengo patria. No tengo pasado. Sólo palabras que surgen y se ordenan cuando me pongo a escribir, hecho que, como todos los que hago sin ser consciente de ello, me llena de pavor y de ausencia).
He atrapado a Carmen. Ya sé qué hay detrás de su maldad de corrala –quiero decir: no va más allá su maldad que la de la cotilla que cuchichea para hacer un daño de patio. No es la suya una maldad de vampiresa, una maldad de femme fatale de finales del siglo XIX cuando la mujer ejercía una atracción demoniaca que llevaba al hombre hasta lo más bajo de sus instintos, induciéndole, tras haberle sometido a todo tipo de ignominias, al suicidio. No, no tiene esa elegancia la maldad de Carmen. La suya es una maldad de fregona. Eso es lo que he visto al mirarla desde tan cerca. Al verlo no he podido evitar que en la comisura de mis labios se dibujara, tenuisimamente, la línea de una sonrisa. Ella, por supuesto, no la ha percibido. Me he disculpado porque al extender el brazo para no chocarnos, he tocado con mi mano la parte superior de su seno izquierdo. Ella no ha refrenado su victoria, ¡Mira que hay cuerpo para apoyarse y tú lo tienes que hacer en mi teta! Sin reaccionar al comentario he seguido mi camino. En ese momento ha sonado su teléfono. Lo ha cogido y mientras espero al ascensor, escucho que le dice a la vecina que no se va a creer lo que ha pasado, que el vecino del primero –es decir yo- se ha tropezado y ¿a que no sabes dónde ha ido a parar su mano? Las puertas del ascensor se cierran cuando escucho su risa y a través del móvil las de la vecina.
Entro en la que debe ser mi casa. Abro las ventanas. Subo las persianas. Entra la luz. Estoy nervioso. Sólo sé que tengo que trazar un plan. Pronto. A no más tardar he de ponerlo en marcha mañana. Mejor hoy si pudiera. Ahora sé lo hermoso que es hacer planes. Me acuerdo de la palabra planificar. Siento deseos de limpiarme el cuerpo entero. Siento al mismo tiempo una gran atracción y una gran repulsión por lo que estoy a punto de poner en marcha. Un plan. Un plan. Mi reino por un plan.
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Narrativa
Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/08/2022 a las 18:55 | {0}