Conozco el asunto de las tormentas. No diré, no lo quiera dios, que soy un especialista. En nada soy especialista y si lo fuera en algo sería del olvido. Conozco, pues, las tormentas. Suelo salir de la que debe ser mi casa –y matizo siempre esta cuestión porque no deja de sorprenderme siempre que estoy en ella la absoluta falta de emoción que siento por todos y cada uno de los objetos que la ocupan. Ni el busto africano tallado en piedra. Ni el dibujo a pluma de la calle de un pueblo. Ni un cuadro abstracto que parece original. Ni las fotos con rostros que pueblan las paredes. Ni las lámparas. Ni las mesas. Ni lo que hay dentro de los cajones. Ni tan siquiera los útiles personales. Nada. Ni colchas, sábanas, telas, ropas, utensilios de cocina, copas, vasos. Tampoco me recuerda a mí la comida que hay en la nevera. Ni una botella de vino rosado que lleva encima de una mesa camilla desde hace no sé cuánto. Nada de esa casa me pertenece. A nada pertenezco. Sólo mueve mis sentimientos y procura mis cuidados un árbol que hay en la terraza. Sé –y no sé por qué lo sé- que es un arce japonés y por algún lugar de mi memoria, la que se crea constantemente, la que construye el recuerdo cada vez que lo recuerda, en ese sitio, en la memoria, tengo los tonos ocres de sus hojas cuando llega el otoño-. Larga digresión como para no refrescar dónde se inició. Escribía: Suelo salir de la que debe ser mi casa a las seis y media de la tarde. Poco antes, hacia las seis, escuché, muy lejanos, los primeros truenos. Cuando salí al garaje para coger el coche -el garaje es abierto. Las plazas de los coches están bajo los edificios los cuales están asentados en pilastras- el viento anunciaba lo que estaba a punto de pasar.
¡Qué hermoso es un cielo cargado de presagios visto a través del espejo retrovisor! ¡Cómo el cielo parece, en sus grises, los cuatro caballos del apocalipsis los cuales galopan por el aire y son sus cascos los truenos y son sus expiraciones los rayos! ¡Cómo quisiera ser alcanzado! ¡Cómo quisiera ser devorado! ¡Convertirme en fuego! Una bola de fuego quiero ser. Una bola de fuego con mi coche. Arrasar las carreteras, quemar vivos a los agentes de tráfico a nuestro paso, causar el mayor espanto en esta hora de la tarde cuando desciendo el puerto camino de la Casa Museo en donde espero que me alcance la tormenta para poder desafiarla y someterme.
Han empezado a caer gruesas las gotas. Al principio pocas. Mientras me pongo el bañador en mi habitación del sótano, escucho su repiqueteo cuando chocan contra el techo retráctil del patio. Siento la alteración propia de la atmósfera. Se ha acelerado mi pulso. Cierta cantidad de frío se ha instalado en mi vello. Me miro en el espejo y una vez más no me reconozco. Más: no sé si soy yo quien se mira en el espejo. Ya está viejo el que se mira. Cargo la mochila con lo que considero que voy a necesitar en el jardín de la piscina: un libro, un lápiz, un cuaderno, un teléfono del que desconozco el patrón para encenderlo, sólo si me llaman a mí… sólo entonces, un mechero, una hierba verde, una pipa pequeña, unas gafas de nadar, unos tapones para los oídos, un gorro de baño, la toalla, una muda.
Cuando salgo al jardín la tormenta ya ha hecho su aparición: el viento brama, el cielo se ha vuelto de mil grises oscuros, ruge el aire como si fueran coces y rayos que se bifurcan como afluentes en delgadas ramas de electricidad sacuden el exterior. He visto salir volando una sombrilla. He visto a los pájaros esconderse. He visto el gesto aguerrido de los árboles dispuestos a soportar la embestida. He visto las aguas de la piscina picadas por la viruela de la tromba de agua que ha empezado a caer. Yo camino lento y descalzo por el césped en bañador. Llego al borde de la piscina cuando un rayo rasga el sentido de la creación de arriba abajo, me coloco las gafas, aspiro, me lanzo al agua, empiezo a nadar. Todo es líquido y electricidad. Todo es viento y bravura. Todo podría acabar en un instante si un rayo cayera en la piscina. Quedaría entonces hecho fosfatina, helado el corazón, el cuerpo flotando. Nado a espalda para ver de frente los rayos que como espadas me amenazan. Nado a espalda para ver la coz de los truenos dándome en la geta. Nado a espalda para saber que era un terrícola habitando un medio vedado. Nado a espalda porque sé nadar a espalda. Porque mi padre me enseñó a nadar a espalda. Porque seguro que ahora, si él estuviera aquí, estaría nadando a mi lado. Y así nadaríamos y nadaríamos y nadaríamos como yo nado hasta que se hace la noche y no me ha alcanzado el rayo. Habré de seguir viviendo. La noche tendrá lugar.
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Narrativa
Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/08/2022 a las 19:07 | {0}