¿Lo has oído bien? cabrón de mierda. ¿Tú quién te crees? ¿Quién hizo que te erigieras en dueño de mi coño, mi vientre, mis óvulos y mis ganas de follar con o sin protección? Cabrón de mierda, repulsivo frustrado de los cojones, lobo con piel de obispo o puto cardenal de la mierda de religión que ni siquiera sabéis de qué se trata.
No, no vendréis a por mí uniformados de curas, policías, médicos o jueces. No vendréis a por mis noches de amor o sexo; no vendréis a por mí cuando con o sin pena, desolada o tranquila, superficial o profunda, decida que el fruto de mi gozo o de mi noche borracha o de mi decisión de sentir el semen de mi pareja en las paredes de mi vagina, no ha de venir a este mundo a, entre otras cosas, tener que soportar a cabrones de mierda como tú y tu puta y sacrosanta familia y tu mierda de formación política hecha de jirones fascistas e hipocresía de salón. ¿Recuerdas a vuestras hijas, fruto de la procreación del Opus Dei, yendo de compras de fin de semana a Londres y entre compra y compra un aborto por la gracia de dios?
Que no creo en dios, ¿te enteras? Que dios para las sombras y sus cavernas. Que me importa un higo la virginidad de María y más cuando uno de los padres de tu iglesia -cubierta de asesinatos en masa y compuesta -en parte (para ser justa ya que tú no lo eres)- de abortos concebidos por monjas y de curas que se dedicaban a la sodomía con los niños- argüía semejante alarde de prodigio biológico explicando que esa tal María había sido concebida por el oído (San Agustín de Hipona) de donde yo deduzco, cabrón de mierda, que la virginidad consiste tan sólo en que no te la metan por el coño pero sí por el oído, ¡menuda oreja debía tener la señora! o ¡qué fina la polla de dios!
Jode, verdad, que traten tus ideas de forma tan grosera. Hiere tu sensibilidad. Te escandaliza. A lo mejor incluso te has puesto a rezar por esta blasfema. Quería que escucharas lo que produce el que tú te erijas en dueño de mi coño y mi moral; quería que sintieras, meapilas, cómo ofende que insultes mis ideas, me robes mis derechos con el rodillo de tu moral de sacristía que huele a sebo de polla mal lavada, a paja de siesta con la sotana manchada de lefa. ¿Te he robado yo tu religión? ¿He impuesto pena de cárcel o la obligación en consultar a dos profesores en filosofía la decisión de ir a misa los domingos? ¿He hecho una ley orgánica que impida el sacramento de la comunión por símbolo de canibalismo? ¿Te he impuesto una semana de reflexión antes de recibir la extremaunción?
¡Que no me insultes, cabrón de mierda! Que no vengas a por mi vientre porque te juro que iré a por tus cojones y te los arrancaré con un capapuercos, a ti y a todos los de tu calaña.
No, no vendréis a por mí uniformados de curas, policías, médicos o jueces. No vendréis a por mis noches de amor o sexo; no vendréis a por mí cuando con o sin pena, desolada o tranquila, superficial o profunda, decida que el fruto de mi gozo o de mi noche borracha o de mi decisión de sentir el semen de mi pareja en las paredes de mi vagina, no ha de venir a este mundo a, entre otras cosas, tener que soportar a cabrones de mierda como tú y tu puta y sacrosanta familia y tu mierda de formación política hecha de jirones fascistas e hipocresía de salón. ¿Recuerdas a vuestras hijas, fruto de la procreación del Opus Dei, yendo de compras de fin de semana a Londres y entre compra y compra un aborto por la gracia de dios?
Que no creo en dios, ¿te enteras? Que dios para las sombras y sus cavernas. Que me importa un higo la virginidad de María y más cuando uno de los padres de tu iglesia -cubierta de asesinatos en masa y compuesta -en parte (para ser justa ya que tú no lo eres)- de abortos concebidos por monjas y de curas que se dedicaban a la sodomía con los niños- argüía semejante alarde de prodigio biológico explicando que esa tal María había sido concebida por el oído (San Agustín de Hipona) de donde yo deduzco, cabrón de mierda, que la virginidad consiste tan sólo en que no te la metan por el coño pero sí por el oído, ¡menuda oreja debía tener la señora! o ¡qué fina la polla de dios!
Jode, verdad, que traten tus ideas de forma tan grosera. Hiere tu sensibilidad. Te escandaliza. A lo mejor incluso te has puesto a rezar por esta blasfema. Quería que escucharas lo que produce el que tú te erijas en dueño de mi coño y mi moral; quería que sintieras, meapilas, cómo ofende que insultes mis ideas, me robes mis derechos con el rodillo de tu moral de sacristía que huele a sebo de polla mal lavada, a paja de siesta con la sotana manchada de lefa. ¿Te he robado yo tu religión? ¿He impuesto pena de cárcel o la obligación en consultar a dos profesores en filosofía la decisión de ir a misa los domingos? ¿He hecho una ley orgánica que impida el sacramento de la comunión por símbolo de canibalismo? ¿Te he impuesto una semana de reflexión antes de recibir la extremaunción?
¡Que no me insultes, cabrón de mierda! Que no vengas a por mi vientre porque te juro que iré a por tus cojones y te los arrancaré con un capapuercos, a ti y a todos los de tu calaña.
Descubrimiento a partir del libro de Ramón Andrés El Luthier de Delft. Editorial Acantilado. 2013
(pag. 41) Es cierto que cuanto gravita en Los Embajadores podría corresponder a uno más de los cuadros simbólicos que fueron pintados entonces. Pero lo inquietante de la obra de Holbein es, sobre todo, la mancha oblicua que ocupa el centro, como echada sobre el pavimento, una forma oblonga, blanquecina y labrada con escarpaduras de sombra. Es grande, desmedida, tres veces el largo del laúd. Hay que acercarse a ella, ladearse a la izquierda, hasta el extremo inferior del lienzo [...] Pronto se repara en que estamos desvelando la anamorfosis de una calavera; es la totalidad de una muerte que lo ha aniquilado todo, como en las tétricas imágenes de Gossaert y Barthel Bruyn [...]
Holbein tal vez quiso estampar con ella su enigmática firma, una signatura tenebrosa: hohles Gebein significa "hueso hueco", Holbein.
Porque no existo me visto cada mañana y salgo a la calle (haga sol o llueva o granice o nieve ¿hay más?). Porque no existo me desangro por tanta barbarie por mi parte, por tanto desamor construido a base de inexistencias. Porque no existo ideo una elegía que empieza: Yo que he sido el peor de tus hijos, no puedo llegar a imaginar cuánto deben de estar sufriendo tus hijos buenos, los que supieron quererte. Porque yo que soy el peor de tus hijos, tengo el corazón destrozado. Porque no existo miro dormir a mi hija y siento el peso de la responsabilidad, la inconsciencia de mis actos, el puro desorden en el que me muevo y el futuro de sus ojos oscuros quisiera que tuviera una mirada de comprensión cuando me recuerde tomada de la mano de su amante, yo ya en la más pura no-existencia siendo la nada que siempre fui, vacío de ideas, de promesas, de certezas. Porque no existo estoy acongojado y luchan en mí la sentencia que sé construir contra la realidad que se apoya en todos los tiempos pretéritos. Porque no existo te pido perdón. Porque no existo vislumbro en el agua que surco una metáfora leve como la mar dormida, austera como la cometa sin viento y quisiera de la metáfora y lo vislumbrado un abrazo en esta no-existencia, sólo voluntad de ser, voluntad que tomó este cuerpo tan humano para expresar su inequívoco deseo de vivir. Porque no existo escribo. Porque no existo cada beso es la saliva de perro que cura una herida. Porque no existo me siento en el brocal del pozo y adquiero la monotonía del péndulo y quisiera haber sido yo el constructor del distanciómetro para saber, cuando menos, medir las distancias y ponerlas sobre un papel. Porque no existo hubiera querido existir y haber podido argumentar en la asamblea de los hombres reunida en el ágora de la ciudad de Atenas: Soy el que soy.
La BBC emitió hace unos años una serie de documentales a los que tituló El Siglo del Yo 1. En ellos se narra la intensa búsqueda de los deseos, frustraciones, miedos y emociones del ser humano no para su conocimiento en sí sino para saber cómo venderles productos. De hecho los mayores inversores en la ciencia de la psicología han sido y son las grandes corporaciones de los mercados.
En un rastreo fascinante por todo el siglo XX vemos en el documental cómo desde los descubrimientos de Freud (descubrimientos que también se podrían denominar interpretaciones... de sus propios sueños) del llamado inconsciente, se genera un interés creciente sobre el individuo y su psique. Es un sobrino de Freud, Edward Berneys quien aplicando las teorías de su tío crea en los Estados Unidos, en los años 20, el oficio de relaciones públicas y las bases de lo que hoy llamamos publicidad y que hasta entonces se llamaba propaganda.
Desde entonces y hasta ahora se ha ido refinando la captación de los individuos como clientes y desde los parámetros del cliente ideal se trasladó -en la época de Reagan y Thatcher- la ciencia al del votante ideal. Porque se llegó a la conclusión de que la política en el llamado sistema democrático debía de concebirse exactamente como lo que es: un negocio. Y en un negocio cuyo fin último (y primero) es la compraventa es fundamental tener contentos a los consumidores.
Consumidores/Compradores/Vendedores/Usuarios/Seres humanos.
Una de los últimos descubrimientos en ese control de las masas, ha sido -¡viva la paradoja!- el hacernos creer que somos individuos únicos (uno de los slóganes que mejor describen esta tendencia es el de Ikea: Bienvenido a la República Independiente de tu casa). Desde los años 90 toda la publicidad/propaganda va dirigida a sectores de población a los que se etiqueta dentro de lo que se denomina en marketing (el marketing no es ni más ni menos que psicología aplicada a la captación de consumidores): target del estilo de vida.
Fueron los conservadores (la derecha para entendernos) quien más alentó y mejores réditos políticos ha sacado de esta manipulación de la conciencia de ser. De hecho la izquierda hubo de adaptarse a estos principios de individualidad para poder arrebatar el poder al partido conservador británico con lo cual, claro, perdió su identidad como garante del bienestar común (de aquellos polvos estos lodos).
Vivimos en occidente imbuidos (convencidos) de que somos seres únicos. Individuos libres, capaces de tomar nuestras propias decisiones. Cuando Alberto Ruiz-Gallardón presenta su anteproyecto de ley de regulación del aborto en el cual se recortan los derechos de las mujeres a tomar la decisión de abortar o no dentro de un plazo -se dice que razonable del embarazo-, lo que está promoviendo es un desafío a la creencia que su propia ideología ha utilizado para detentar el poder: Tú eres única y sabes lo que quieres. Curiosamente ese anteproyecto de ley tiene ribetes de antigua izquierda: es el Estado el garante y poseedor de las normas del bienestar común (sean éstas cuales sean). Es decir: tu casa no es una república independiente (casa, incluso simbólicamente como vientre de la madre; hogar del feto). Y en este sentido es sin dudarlo un anteproyecto de ley retrógrado.
Todas las disquisiciones morales que se argumenten en pro o en contra de un aborto libre, son pura sofistería porque la decisión de cuándo un ente es vivo o no; cuándo jurídicamente se oponen dos intereses (el del feto a vivir y el de la madre a que ese feto no se desarrolle y viva. Porque, ¿cómo sabemos que ese feto quiere vivir? y aún ¿cómo sabemos que esa mujer embarazada no quiere que ese feto viva?) pueden debatirse hasta la aberración; o si argüimos cuestiones religiosas (de creencia metafísica en el alma): ¿por qué no aceptamos que si ese alma ha ido a parar a ese feto que no va a desarrollarse, tendrá la posibilidad de salirse de él -como cuando sale del cuerpo muerto que sí ha vivido- e introducirse en otro? O incluso ¿un alma que se mete en un feto que va a ser abortado, querrá, en esencia, no vivir?
Porque la moral, en última instancia, es el uso de la costumbre. Y es de costumbre en estos siglos que vivimos el que las mujeres tengan derecho a abortar dentro de un plazo razonable tras muchos siglos en el que tenían la necesidad de hacerlo y el deber de parir (so pena de muerte o privación de su libertad o riesgo de su vida en el intento de evitar otra vida).
En todo caso siento muchas veces (no sé si lo he escrito ya. Son muchos los años escribiendo este Inventario) que cuando me relaciono con personas unas veces me encuentro frente a una que vive en el siglo V a.C., otras lo hacen en la Edad Media, algunas son hijas de su tiempo, otras luchan denodadamente entre dos épocas y la mayoría se deja llevar por una vida que tiene de sagrada lo que la mercancía en un gran almacén.
PD: Pongo a continuación los enlaces de los tres episodios restantes del documental de la BBC: El Siglo del Yo 2, El siglo del Yo 3, El siglo del Yo 4
En un rastreo fascinante por todo el siglo XX vemos en el documental cómo desde los descubrimientos de Freud (descubrimientos que también se podrían denominar interpretaciones... de sus propios sueños) del llamado inconsciente, se genera un interés creciente sobre el individuo y su psique. Es un sobrino de Freud, Edward Berneys quien aplicando las teorías de su tío crea en los Estados Unidos, en los años 20, el oficio de relaciones públicas y las bases de lo que hoy llamamos publicidad y que hasta entonces se llamaba propaganda.
Desde entonces y hasta ahora se ha ido refinando la captación de los individuos como clientes y desde los parámetros del cliente ideal se trasladó -en la época de Reagan y Thatcher- la ciencia al del votante ideal. Porque se llegó a la conclusión de que la política en el llamado sistema democrático debía de concebirse exactamente como lo que es: un negocio. Y en un negocio cuyo fin último (y primero) es la compraventa es fundamental tener contentos a los consumidores.
Consumidores/Compradores/Vendedores/Usuarios/Seres humanos.
Una de los últimos descubrimientos en ese control de las masas, ha sido -¡viva la paradoja!- el hacernos creer que somos individuos únicos (uno de los slóganes que mejor describen esta tendencia es el de Ikea: Bienvenido a la República Independiente de tu casa). Desde los años 90 toda la publicidad/propaganda va dirigida a sectores de población a los que se etiqueta dentro de lo que se denomina en marketing (el marketing no es ni más ni menos que psicología aplicada a la captación de consumidores): target del estilo de vida.
Fueron los conservadores (la derecha para entendernos) quien más alentó y mejores réditos políticos ha sacado de esta manipulación de la conciencia de ser. De hecho la izquierda hubo de adaptarse a estos principios de individualidad para poder arrebatar el poder al partido conservador británico con lo cual, claro, perdió su identidad como garante del bienestar común (de aquellos polvos estos lodos).
Vivimos en occidente imbuidos (convencidos) de que somos seres únicos. Individuos libres, capaces de tomar nuestras propias decisiones. Cuando Alberto Ruiz-Gallardón presenta su anteproyecto de ley de regulación del aborto en el cual se recortan los derechos de las mujeres a tomar la decisión de abortar o no dentro de un plazo -se dice que razonable del embarazo-, lo que está promoviendo es un desafío a la creencia que su propia ideología ha utilizado para detentar el poder: Tú eres única y sabes lo que quieres. Curiosamente ese anteproyecto de ley tiene ribetes de antigua izquierda: es el Estado el garante y poseedor de las normas del bienestar común (sean éstas cuales sean). Es decir: tu casa no es una república independiente (casa, incluso simbólicamente como vientre de la madre; hogar del feto). Y en este sentido es sin dudarlo un anteproyecto de ley retrógrado.
Todas las disquisiciones morales que se argumenten en pro o en contra de un aborto libre, son pura sofistería porque la decisión de cuándo un ente es vivo o no; cuándo jurídicamente se oponen dos intereses (el del feto a vivir y el de la madre a que ese feto no se desarrolle y viva. Porque, ¿cómo sabemos que ese feto quiere vivir? y aún ¿cómo sabemos que esa mujer embarazada no quiere que ese feto viva?) pueden debatirse hasta la aberración; o si argüimos cuestiones religiosas (de creencia metafísica en el alma): ¿por qué no aceptamos que si ese alma ha ido a parar a ese feto que no va a desarrollarse, tendrá la posibilidad de salirse de él -como cuando sale del cuerpo muerto que sí ha vivido- e introducirse en otro? O incluso ¿un alma que se mete en un feto que va a ser abortado, querrá, en esencia, no vivir?
Porque la moral, en última instancia, es el uso de la costumbre. Y es de costumbre en estos siglos que vivimos el que las mujeres tengan derecho a abortar dentro de un plazo razonable tras muchos siglos en el que tenían la necesidad de hacerlo y el deber de parir (so pena de muerte o privación de su libertad o riesgo de su vida en el intento de evitar otra vida).
En todo caso siento muchas veces (no sé si lo he escrito ya. Son muchos los años escribiendo este Inventario) que cuando me relaciono con personas unas veces me encuentro frente a una que vive en el siglo V a.C., otras lo hacen en la Edad Media, algunas son hijas de su tiempo, otras luchan denodadamente entre dos épocas y la mayoría se deja llevar por una vida que tiene de sagrada lo que la mercancía en un gran almacén.
PD: Pongo a continuación los enlaces de los tres episodios restantes del documental de la BBC: El Siglo del Yo 2, El siglo del Yo 3, El siglo del Yo 4
Heme aquí desnudo. Durante la noche zarandeó el viento unas sábanas que quedaron colgadas a deshora. Yo, joven y dormido, soñaba el ámbito del bosque. Sabía que en las ciudades de los hombres muchos estarían arropados, con el embozo por cima de las barbillas. El hombre pegado al culo caliente de la mujer. La mujer gestando el quinto vástago. Joven aún no sabía que no se pueden contar más que cuatro historias y terminada la cuarta todo vuelve a empezar. No lo sabía. Por eso me desperté en la madrugada. Cogí lápiz y papel y decidí inventar por vez primera la historia del mundo. Y la inventé. Quiero decir: creé espacios, tiempos y circunstancias. La historia volaba por las páginas y me utilizaba a mí como demiurgo y así surgieron campos labrados, montañas altísimas, árboles cuyas copas horadaban el centro del cielo, bóvedas agrietadas a través de cuyas grietas se dejaba vislumbrar el fuego exterior del Mundo; surgieron sonidos y escalas; surgieron diversas formas de la materia e infinidad de combinaciones; surgieron los estados de ánimo y la constelación de las pasiones. Yo apenas descansaba arrastrado por la historia que a sí misma se contaba hasta que de repente, frente a mi ventana, que formaba parte de la casa que la historia del mundo había construido para mí, apareció la figura de una muchacha verde y castaña. Yo no sabía que la contemplación de una mujer podía alterar de tal forma mis sentidos, ni sabía que el palito flácido que tenía entre las piernas, devendría en rama de roble, ni sabía que un deseo calorífico, una especie de calor interno que me hacía gemir, era capaz de empujarme hacia el exterior de mí y hacerme sentir que la historia del mundo que estaba contando no tenía, de repente, el más mínimo interés.
La muchacha verde y castaña estaba iluminada por la luna. Llevaba un vestido que ceñía, cuando el viento se agolpaba en él, unas formas que influían en mis manos y en el ímpetu de mis piernas. La boca de la muchacha se abrió y expulsó un sonido leve como el rocío, intenso como la humedad en las marismas y en un gesto que me pareció al principio excéntrico y más tarde sublime, se levantó el vestido hasta la altura de su vientre justo cuando un rayo hendió en su sexo y me mostró la entrada a una caverna teñida de azul. Enloquecí de pronto. Me castañetearon los dientes. Sólo quise agarrar a la muchacha verde y castaña y jugar con ella hasta morir o deshacerme en agua. Miré la historia del Mundo que me había llevado media noche y me supo a nostalgia y vanidad. Miré mi mano izquierda que había llegado hasta la rama de roble que tenía entre las piernas cuando acarició su yema y todo mi cuerpo exhaló una queja que era al mismo tiempo un grito de la Tierra y sin pensar salí de la casa que la historia del Mundo había construido para mí. La muchacha verde y castaña me observaba correr hacia ella, me jaleó hasta que no nos separaron más que tres zancadas juveniles y entonces, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, huyó de mí, vi cómo escapaba y se perdía en el soto del bosque. Yo la seguí e inventé un nombre para ella. Un nombre que no supe articular. Y así empezaron a pasar los días. Y luego los meses. Y cada vez el paisaje se mostraba más desnudo. El mundo se volvía más frío. La nieve lo cubrió todo. Yo fui envejeciendo. De vez en cuando, a lo lejos, siempre lejos, veía a la muchacha verde y castaña con los brazos en jarras, lloviéndose a sí misma y en cuanto estaba a punto de alcanzarla, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, saltaba, corría, huía de mí. Hasta que un día no pude más. Me paré. Me observé en la delgada película de hielo de un lago y me vi viejo, con larga barba y desdentado. A mis espaldas todo era escarcha. Frente a mí, a una corta distancia, se había sentado la muchacha verde y castaña. Me sorprendió de su gesto cierta ternura. Y me sorprendió su voz cuando me dijo: Has de morir, Viejo. Ahora me toca a mí y abrió sus piernas y parió un jardín y yo morí.
La muchacha verde y castaña estaba iluminada por la luna. Llevaba un vestido que ceñía, cuando el viento se agolpaba en él, unas formas que influían en mis manos y en el ímpetu de mis piernas. La boca de la muchacha se abrió y expulsó un sonido leve como el rocío, intenso como la humedad en las marismas y en un gesto que me pareció al principio excéntrico y más tarde sublime, se levantó el vestido hasta la altura de su vientre justo cuando un rayo hendió en su sexo y me mostró la entrada a una caverna teñida de azul. Enloquecí de pronto. Me castañetearon los dientes. Sólo quise agarrar a la muchacha verde y castaña y jugar con ella hasta morir o deshacerme en agua. Miré la historia del Mundo que me había llevado media noche y me supo a nostalgia y vanidad. Miré mi mano izquierda que había llegado hasta la rama de roble que tenía entre las piernas cuando acarició su yema y todo mi cuerpo exhaló una queja que era al mismo tiempo un grito de la Tierra y sin pensar salí de la casa que la historia del Mundo había construido para mí. La muchacha verde y castaña me observaba correr hacia ella, me jaleó hasta que no nos separaron más que tres zancadas juveniles y entonces, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, huyó de mí, vi cómo escapaba y se perdía en el soto del bosque. Yo la seguí e inventé un nombre para ella. Un nombre que no supe articular. Y así empezaron a pasar los días. Y luego los meses. Y cada vez el paisaje se mostraba más desnudo. El mundo se volvía más frío. La nieve lo cubrió todo. Yo fui envejeciendo. De vez en cuando, a lo lejos, siempre lejos, veía a la muchacha verde y castaña con los brazos en jarras, lloviéndose a sí misma y en cuanto estaba a punto de alcanzarla, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, saltaba, corría, huía de mí. Hasta que un día no pude más. Me paré. Me observé en la delgada película de hielo de un lago y me vi viejo, con larga barba y desdentado. A mis espaldas todo era escarcha. Frente a mí, a una corta distancia, se había sentado la muchacha verde y castaña. Me sorprendió de su gesto cierta ternura. Y me sorprendió su voz cuando me dijo: Has de morir, Viejo. Ahora me toca a mí y abrió sus piernas y parió un jardín y yo morí.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/12/2013 a las 12:52 | {0}