Quizás hubo un pequeño corazón enamorado
(en lo hondo del bosque donde estaba lo sagrado: una corteza, la copa del árbol más fuerte, la intensidad del verdor)
que al lamer la vulva o chupar el falo se sentía agitado por una perversión
que no era sino una sociedad mil milenaria imponiendo sus normas
La verdad
es un camino que hay que explorar
y no tiene sendero
y está embarrado o demasiado seco y tiene la doble faz de ser y no ser a un mismo tiempo
Ese pequeño corazón enamorado que lucha contra fuerzas enormes
fuerzas que nunca llegará a descubrir porque jamás sabrá sus nombres. Quizá las pueda intuir
en los mitos o en el rastro de una idea que se cuarteará como la lefa en la piel al contacto con el aire en cuanto le sugiera una respuesta
La verdad es siempre, siempre una pregunta
y así nos avergonzamos por nuestras fantasías una mañana de diciembre ante el cuerpo amado
o damos al interlocutor buenas y variadas razones para enarbolar la libertad con que nos movemos por el sexo propio y del otro
o nos encerramos en una paja de madrugada
o nos diluimos en un instante de exaltación que poco tiene que ver con la realidad animal del más poderoso de los instintos: la vida
La verdad es un camino sin atajos
La verdad es una fuerza demoledora
La verdad no tiene palabras
Sólo en el gesto se puede atrapar
¡Oh, adulto que ya crees saber! La niebla -paso del tiempo entre diferentes densidades- te aboca a la inmadurez de la canas y te prepara para sufrir la última alucinación
¡Tumba!
¡Desierto!
Al fin y al cabo todo es morir (versión de una filosofía epicúrea)
El rastro es leve
es tan sólo ardor y temple (fragua y frío)
Me queda el mismo gesto para el placer y el dolor intensos
Me sugiere las manos que hurgan
Me ennoblece una palabra guarra, un gesto que desbordara obscenidad
Me atrae la risa en el acto sexual
O los nombres con los que se ha nombrado el orgasmo
Y no me vale la constancia
La verdad es un camino sin senderos por el cual florece la montaña, se inunda el mar, golpea la arena, grita la jara, se empalma el abedul, se corre la margarita, se excita el pulgón, se masturba el almendro, acaricia el junco la hierba (la prostituta feliz de las plantas sin tronco), se unen en carnalidad la zorra y el caimán, el avestruz y la cobra; la verdad es un polvo eterno sin cima ninguna, sin atisbo de climaterio
Quizás ahora un pequeño corazón enamorado
contempla el paisaje de vuelta al hogar
(en lo hondo del bosque donde estaba lo sagrado: una corteza, la copa del árbol más fuerte, la intensidad del verdor)
que al lamer la vulva o chupar el falo se sentía agitado por una perversión
que no era sino una sociedad mil milenaria imponiendo sus normas
La verdad
es un camino que hay que explorar
y no tiene sendero
y está embarrado o demasiado seco y tiene la doble faz de ser y no ser a un mismo tiempo
Ese pequeño corazón enamorado que lucha contra fuerzas enormes
fuerzas que nunca llegará a descubrir porque jamás sabrá sus nombres. Quizá las pueda intuir
en los mitos o en el rastro de una idea que se cuarteará como la lefa en la piel al contacto con el aire en cuanto le sugiera una respuesta
La verdad es siempre, siempre una pregunta
y así nos avergonzamos por nuestras fantasías una mañana de diciembre ante el cuerpo amado
o damos al interlocutor buenas y variadas razones para enarbolar la libertad con que nos movemos por el sexo propio y del otro
o nos encerramos en una paja de madrugada
o nos diluimos en un instante de exaltación que poco tiene que ver con la realidad animal del más poderoso de los instintos: la vida
La verdad es un camino sin atajos
La verdad es una fuerza demoledora
La verdad no tiene palabras
Sólo en el gesto se puede atrapar
¡Oh, adulto que ya crees saber! La niebla -paso del tiempo entre diferentes densidades- te aboca a la inmadurez de la canas y te prepara para sufrir la última alucinación
¡Tumba!
¡Desierto!
Al fin y al cabo todo es morir (versión de una filosofía epicúrea)
El rastro es leve
es tan sólo ardor y temple (fragua y frío)
Me queda el mismo gesto para el placer y el dolor intensos
Me sugiere las manos que hurgan
Me ennoblece una palabra guarra, un gesto que desbordara obscenidad
Me atrae la risa en el acto sexual
O los nombres con los que se ha nombrado el orgasmo
Y no me vale la constancia
La verdad es un camino sin senderos por el cual florece la montaña, se inunda el mar, golpea la arena, grita la jara, se empalma el abedul, se corre la margarita, se excita el pulgón, se masturba el almendro, acaricia el junco la hierba (la prostituta feliz de las plantas sin tronco), se unen en carnalidad la zorra y el caimán, el avestruz y la cobra; la verdad es un polvo eterno sin cima ninguna, sin atisbo de climaterio
Quizás ahora un pequeño corazón enamorado
contempla el paisaje de vuelta al hogar
A la señorita Anail a la que espero conocer (en el sentido bíblico) alguna madrugada de luna llena
Lo primero que me sedujo de ella fue su caminar; cuando andaba por la arena de la playa sus caderas desafiaban el elegante y perverso movimiento de las olas. Por eso la apodé Gradiva. Mucho más tarde -cuando ya éramos amantes- me preguntó el por qué de ese nombre y yo le regalé la novela de Jensen.
No es éste en todo caso el momento, Anail, de contarte la seducción, los juegos de salón que nos tuvimos hasta que por fin nos enredamos en una larga historia de sexo sin amor -¡Oh, bendito sexo sin amor!- sino el momento de aclararte si fui yo quien asesinó a Gradiva y si fue así cuáles fueron los motivos porque sé, Anail, que es eso lo que a ti te inquieta y en tu sed de mujer late la duda que al mismo tiempo, intuyo, te pone ardiente.
La tarde del 20 de junio Gradiva dormía en una chaîse-longue en el salón de mi casa. Recuerdo que me paré ante ella y me fijé en la túnica abierta que dejaba al aire su seno derecho, el pezón estaba contraído, duro y entre sus senos unas gotas de sudor se deslizaban hacia su vientre. Mientras me hacía un porro recorrí su cuerpo con la vista, sólo con la vista. La túnica de lino, delicada, se le había ido subiendo a medida que la siesta avanzaba. Cuando me senté en una silla frente a ella para fumarme el porro, dormía con la cabeza ladeada hacia la terraza, tenía las piernas abiertas y la túnica se había recogido -como por arte de magia- en la parte superior de sus muslos permitiéndome ver su coño en todo semejante al maravilloso coño pintado por Courbet en su Nacimiento del Mundo. La embriaguez del haschisch fue adueñándose de mí pero -sabiendo que ella deseaba que la despertara lamiéndole el clítoris; sabiendo que ella abriría más las piernas y comenzaría a suspirar y se agarraría a mi pelo y me pediría que no parara, que siguiera, más, más, más, hijo de puta, más, más...- me quedé quieto contemplando cómo el sólo hecho de mirarla iba humedeciendo su vagina y pronto, en la abertura, fui viendo su flujo blanquecino y unas leves contracciones en los muslos provocaron en mí una erección deliciosa. También yo iba vestido con una túnica blanca así es que no tuve más que levantármela, untar mi mano con un aceite de visón y empezar a masturbarme frente a ella mientras la brisa se iba levantando y al llegar a su cabello largo y castaño lo movía por su cuello, por su pecho; el sonido del aceite en mi polla la hizo gemir, la fue sacando del sueño y aun dentro de él deslizó su mano hacia su sexo e introdujo lentamente su dedo corazón, ¡qué gemido largo entonces! se diría que en el sueño el Unicornio la había penetrado hasta saciarla; la había penetrado hasta sus últimas terminaciones nerviosas; Gradiva, dormida, dobló las rodillas, apoyó los pies en ambos lados de la chaîse-longue y se abrió el coño con la otra mano dejándome ver su torrente rosa y blanco, mojado y carne. Todo en ella rebosaba sensualidad; todo en mí deseo y fue entonces cuando abrió los ojos y me miraron con su color verde en todo igual a los mares de Italia. Ninguno nos movimos y tampoco lo hicimos cuando se empezó a producir un eclipse que ambos habíamos olvidado y yo tampoco me moví cuando al empezar la luna a velar el resplandor del sol impidió que en los dientes de Gradiva al sonreírme se produjera un destello del dios en su marfil. Yo seguí acaraciándome el glande, tan sólo el glande y aguantaba ese placer y ese dolor y ella cinrcunvalaba con sus dedos el iceberg de su mayor placer y no se detuvo cuando sus pies dejaron de serlo para convertirse en raíces de rosal y siguió acariciándose cuando sus piernas dejaron de ser carne y se convirtieron en tronco de madera y aún se mantuvo acariciándose cuando su coño se metamorfoseó en una gran rosa negra y de sus brazos nacieron ramas y de cada uno de sus cabellos surgió una rosa de pitiminí y sus ojos fueron dos hermosas hojas verdes y su vientre se inundó de musgo y su rostro se diluyó en rosas. Me levanté excitado como nunca lo había estado por ninguna mujer y ni siquiera tuve necesidad de tocarme; al llegar ante semejante rosal hermoso lo regué con mi semen; lo regué entero. La luna desvelaba en ese momento el último aliento del sol y al alejarse, Gradiva volvió lentamente a adquirir su forma humana cuya único aliento de vida era un reguero de su flujo que corría lento por el interior de sus muslos. Gradiva había muerto y yo no pude sino poseerla, entrar en ella, follarla una última vez y al hacerlo algo de mí murió con ella, dentro de ella, para siempre.
Eso fue lo que ocurrió, Anail, la tarde del 20 de junio. Quizá pienses que fue una alucinación que me llevó al asesinato de Gradiva. Yo te propondría que si quieres conocer la verdad por ti misma, vengas un día a mí y me disfrutes como hacen las buenas amantes al caer el sol.
No es éste en todo caso el momento, Anail, de contarte la seducción, los juegos de salón que nos tuvimos hasta que por fin nos enredamos en una larga historia de sexo sin amor -¡Oh, bendito sexo sin amor!- sino el momento de aclararte si fui yo quien asesinó a Gradiva y si fue así cuáles fueron los motivos porque sé, Anail, que es eso lo que a ti te inquieta y en tu sed de mujer late la duda que al mismo tiempo, intuyo, te pone ardiente.
La tarde del 20 de junio Gradiva dormía en una chaîse-longue en el salón de mi casa. Recuerdo que me paré ante ella y me fijé en la túnica abierta que dejaba al aire su seno derecho, el pezón estaba contraído, duro y entre sus senos unas gotas de sudor se deslizaban hacia su vientre. Mientras me hacía un porro recorrí su cuerpo con la vista, sólo con la vista. La túnica de lino, delicada, se le había ido subiendo a medida que la siesta avanzaba. Cuando me senté en una silla frente a ella para fumarme el porro, dormía con la cabeza ladeada hacia la terraza, tenía las piernas abiertas y la túnica se había recogido -como por arte de magia- en la parte superior de sus muslos permitiéndome ver su coño en todo semejante al maravilloso coño pintado por Courbet en su Nacimiento del Mundo. La embriaguez del haschisch fue adueñándose de mí pero -sabiendo que ella deseaba que la despertara lamiéndole el clítoris; sabiendo que ella abriría más las piernas y comenzaría a suspirar y se agarraría a mi pelo y me pediría que no parara, que siguiera, más, más, más, hijo de puta, más, más...- me quedé quieto contemplando cómo el sólo hecho de mirarla iba humedeciendo su vagina y pronto, en la abertura, fui viendo su flujo blanquecino y unas leves contracciones en los muslos provocaron en mí una erección deliciosa. También yo iba vestido con una túnica blanca así es que no tuve más que levantármela, untar mi mano con un aceite de visón y empezar a masturbarme frente a ella mientras la brisa se iba levantando y al llegar a su cabello largo y castaño lo movía por su cuello, por su pecho; el sonido del aceite en mi polla la hizo gemir, la fue sacando del sueño y aun dentro de él deslizó su mano hacia su sexo e introdujo lentamente su dedo corazón, ¡qué gemido largo entonces! se diría que en el sueño el Unicornio la había penetrado hasta saciarla; la había penetrado hasta sus últimas terminaciones nerviosas; Gradiva, dormida, dobló las rodillas, apoyó los pies en ambos lados de la chaîse-longue y se abrió el coño con la otra mano dejándome ver su torrente rosa y blanco, mojado y carne. Todo en ella rebosaba sensualidad; todo en mí deseo y fue entonces cuando abrió los ojos y me miraron con su color verde en todo igual a los mares de Italia. Ninguno nos movimos y tampoco lo hicimos cuando se empezó a producir un eclipse que ambos habíamos olvidado y yo tampoco me moví cuando al empezar la luna a velar el resplandor del sol impidió que en los dientes de Gradiva al sonreírme se produjera un destello del dios en su marfil. Yo seguí acaraciándome el glande, tan sólo el glande y aguantaba ese placer y ese dolor y ella cinrcunvalaba con sus dedos el iceberg de su mayor placer y no se detuvo cuando sus pies dejaron de serlo para convertirse en raíces de rosal y siguió acariciándose cuando sus piernas dejaron de ser carne y se convirtieron en tronco de madera y aún se mantuvo acariciándose cuando su coño se metamorfoseó en una gran rosa negra y de sus brazos nacieron ramas y de cada uno de sus cabellos surgió una rosa de pitiminí y sus ojos fueron dos hermosas hojas verdes y su vientre se inundó de musgo y su rostro se diluyó en rosas. Me levanté excitado como nunca lo había estado por ninguna mujer y ni siquiera tuve necesidad de tocarme; al llegar ante semejante rosal hermoso lo regué con mi semen; lo regué entero. La luna desvelaba en ese momento el último aliento del sol y al alejarse, Gradiva volvió lentamente a adquirir su forma humana cuya único aliento de vida era un reguero de su flujo que corría lento por el interior de sus muslos. Gradiva había muerto y yo no pude sino poseerla, entrar en ella, follarla una última vez y al hacerlo algo de mí murió con ella, dentro de ella, para siempre.
Eso fue lo que ocurrió, Anail, la tarde del 20 de junio. Quizá pienses que fue una alucinación que me llevó al asesinato de Gradiva. Yo te propondría que si quieres conocer la verdad por ti misma, vengas un día a mí y me disfrutes como hacen las buenas amantes al caer el sol.
Narrativa
Tags : ¿De Isaac Alexander? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/07/2015 a las 18:24 | {0}
Era definitivo. La última prueba. Rondaba en mí aquella noche la idea brillante del término arte liberal (o artista liberal) que es aquel que es libre, es decir que no necesita ganar nada con él y por lo tanto un arte liberal, un artista libre es aquél que tiene como única condición pensar. Sólo puede pensar quien es libre y sólo es libre quien dispone de los medios materiales para serlo. Desde el momento en que estás sometido a un salario (es decir una forma de conservar los alimentos) no puedes ser libre y por lo tanto no puedes pensar libremente (por ejemplo un periodista no puede pensar libremente. Puede pensar, sí, pero no libremente y de ahí se sigue que ninguna información de periodista ninguno puede tener nada que ver ni con la libertad ni con el pensamiento libre). Sólo el arte hace libre. Y en general si no eres como Cezanne que era artista, libre y rico tu arte liberal te llevará inevitablemente a la pobreza que no a la miseria que es una forma de pobreza sin dignidad. Así, si digo que hablamos de comerte el corazón y titulo este artículo de esta forma y no de otra es porque en mi libertad de artista me permito establecer una conexión misteriosa entre comerte el corazón y ser libre, entre pensar y ser libre e incluso yendo un poco más allá (un poco allá de mí; un poco más allá de mi propia línea, la que me había marcado al iniciar estas letras que empezaron vale la pena decirlo cuando había abierto el cuaderno marrón 1 para transcribir una nueva novela que nunca jamás terminaré a no ser que por una carambola del destino mi carrera como novelista despegue y entonces juro que tendré para veinte años para terminar todas y cada una de las novelas que he empezado y que por purita melancolía no he continuado) entre pensar y aceptar que este maldito mundo está dirigido por una pandilla de seres cuya inteligencia no ha de ser especial sino más bien lo contrario, inteligencias simples para objetivos simples; una forma la de comerte el corazón o la de las formas simples de la inteligencia que me vienen dadas por mi libertad, la que me he ido labrando a lo largo de los años, en lucha contra mí mismo, comiéndome mi propio corazón y al llegar a esa vuelta al circuito en el que por fin sabes que te diriges, de nuevo, a línea de salida. Libre conlleva derrota y aceptar la derrota es de una profundidad abismal. No se puede explicar mejor. Quien es libre lo sabe. Quien es esclavo no lo puede ni siquiera atisbar porque sería reconocer su propia condición y al hacerlo se vería abocado o a aceptar su esclavitud o a luchar por su libertad y eso le llevaría a ser artista y -todo hay que decirlo- artista no lo puede ser cualquiera y no porque ser artista sea una forma elevada de vida sino porque es un forma pobre de vivir. Porque es tiempo de desmitificar conceptos -y los primeros el de la libertad y el del pensamiento- porque ambos no proporcionan el bienestar que es uno de los leit-motiv de las sociedades opulentas sino que lo que aportan es una incomodidad, un malestar, una desazón que poco que tiene que ver con este mundo de objetivos, de paz interior o todas esas terribles sandeces que los nuevos gurus (léase sacerdotes, coaches o como cojones se escriba el anglicismo) se empeñan en incrustar en nuestras mentes, en nuestras manejables mentes. Es tan fácil dirigir las mentes humanas, manejarlas, manipularlas. Por ejemplo: la mayoría tiene razón. ¡Cómo que la mayoría tiene razón! ¿Quién es la mayoría? ¿Cómo llegó esa mayoría a su razón? No es tanto dar respuestas sino crear preguntas. Eso es la libertad: crear preguntas. El arte al ser inútil es el medio ideal para crear preguntas. Porque lo único útil son las respuestas y lo verdaderamente bello y en sí mismo más humano son las preguntas. Así si hablamos de comer el corazón, tú me puedes preguntar, ¿de qué corazón hablamos? y esa duda abre el infinito universo de la condición humana; esa pregunta en realidad está preguntando ¿cómo es posible que el sistema solar viaje a 800.000 km/h por la Vía Láctea?; esa pregunta está abriendo una sima interrogativa, un furor por la duda, una inteligencia animal que no se preocupa por la conservación del alimento sino por la perplejidad ante lo que está viviendo y al caer la noche -mientras escribo estas palabras y de fondo escucho un documental en inglés con la esperanza de que esta inmersión lingüística me lleve a la comprensión final de semejante idioma- la mezcla de hablar sobre comerse un corazón, el sentido último de la expresión arte liberal, la libertad, el pensamiento y un lambrusco muy fresco me mecen en un tierno amor, un sentimiento extraño que se podría llamar orgullo por haber llegado hasta aquí, hasta esta orilla, en una isla de un mar mil veces surcado y allí, a lo lejos, veo a los remeros de la Argo y sé que pronto se encontrará Odiseo atado al mástil de la nao mientras escucha el canto de las sirenas en un mar que tan sólo le llevó de vuelta al hogar.
Brillaba y el hombre pensó que realmente era muy cinematográfico el suelo mojado. Como tenía que esperar más de media hora se puso nervioso. Ese hombre no sabía esperar. Nunca había domesticado la impaciencia. Era la tarde y las nubes volaban. El andén de la estación estaba entonces vacío. El vestíbulo también lo estaba. En la cantina unos hombres jugaban al dominó y una mujer sesteaba tras la barra. El hombre se palpó los bolsillos. Tan sólo tenía una moneda de cincuenta céntimos. Y aquellos hombres que jugaban al dominó y aquella mujer no tenían pinta de darle una moneda, una moneda para un café. Pensó el hombre cuando podía llegar a una estación y pedirse algo de beber y un bocadillo. Sólo lo pensó un momento. Luego miró las nubes y sintió la impaciencia en aquella estación de tren. Se fijó en algo que había entre las vías, un poco más allá del final del andén, justo cuando desaparece y el adoquín pasa a ser tierra húmeda, tierra recién llovida. Lentamente el hombre se puso en marcha, por hacer algo, para ver qué era eso. Las nubes volaban. Apareció un momento el sol. Ya no llovía. Había llovido tanto durante el día que había, no muy lejos, grandes bolsas de agua. Él sabía que bastarían tres días de sol para evaporar tal riqueza. Lo sabía mientras andaba y se palpaba la moneda de cincuenta céntimos (se la palpaba porque había pensado la palabra riqueza). Paso a paso se fue encaminando hacia el objeto; paso a paso se fue configurando en su vista de viejo la forma de lo que reposaba entre las vías del tren. Con más esfuerzo del debido bajó del andén a la tierra húmeda mientras pensaba que deberían poner una rampita entre andén y tierra para que aquéllos -que como él- querían pasar del uno a la otra no arriesgaran un tobillo en el intento. Bajó al final y con riesgo y comenzó a andar por la tierra que estaba muy blanda -como el vientre de una mujer- y se hundía bajo sus botas. Luego se dijo que el objeto estaba más lejos de lo que había pensado en un principio y se imaginó a sí mismo con unas gafas que calibraran con justeza las distancias. Ya no se iba a detener, se dijo, iba a llegar hasta el objeto. Quizá pudiera hacer un trueque con él si fuera algo valioso o no muy valioso, algo que pudiera valer un café con leche y un bocadillo de tortilla de patata y de nuevo, mientras se acercaba, volvió a palparse la moneda de cincuenta céntimos que tenía en su bolsillo. Por fin -bajo el cielo tormentoso, entre el viento que se iba levantando, extrañado por sonidos que no sabía qué eran; tras un súbito cambio de luz que parecía traído de las tinieblas- creyó entender la forma del objeto y se entristeció porque no brillaba (entonces pensó que era una urraca). Súbitamente llovió con una fuerza bárbara. El hombre llegó a la altura del objeto; miró en ambas direcciones de la vía y se dijo, ¡Imbécil, con esta lluvia y este ruido furioso serías incapaz de ver o de escuchar al mismísimo Leviatán! Así es que levantó un poco su pierna izquierda y salvó el primer raíl; se arrodilló ante el objeto y se emocionó como hacía años que no se emocionaba y entonces ya no le importó cuándo llegaba el tren ni tampoco se dejó impresionar por la furia de la lluvia y su sonido; tomó el objeto entre sus brazos, lo abrazó contra su pecho, se tumbó entre los raíles y cerró los ojos y así -por primera vez- esperó la llegada del tren sin impaciencia alguna.
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Tags : ¿De Isaac Alexander? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/06/2015 a las 17:12 | {2}
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/07/2015 a las 18:39 | {2}