23h 23m.
Algún día velaré mi cadáver y en el silencio de la madrugá entonaré un canto leve como ala de abanico. Me cantaré a mí mismo. Me cantaré despacio y con el sentimiento hondo de las despedidas verdaderas... cuando sabes que algo se va... se va para siempre... la juventud... el afán que movía la vida...las ganas de hacer algo una vez más... Algún día velaré mi cadáver y miraré mi rostro (que me será ajeno) y sobre él leeré los años que pasaron por sus gestos, los esfuerzos por alcanzar un estado mental semejante a la dicha... hasta que llegue a esa zona donde descubrí que todo esfuerzo conduce a la melancolía... o ese pliegue junto a la sien que se formó durante los años en los que me fui dejando vencer, cada vez con menos resistencia, sin alterarme al final, sin ejercer derecho a réplica...
Ese día el sol se levantará y por el aire volarán los mirlos y por la tierra los jabatos, recién paridos, hundirán sus hocicos y aspirarán dichosos los olores de la hierba; ese día una mujer desvelará su cuerpo al hombre enamorado y él, sonriente, se emocionará por algo que en ese instante no podrá entender; también dos niñas se harán amigas; también una pelota quedará apresada en la horquilla formada por las ramas de un roble; ese día se izarán banderas y se producirá un hito que quedará grabado en piedra; ese día se recogerá una cosecha; ese día explotará una estrella y la madre mirará orgullosa el primer vuelo de la cometa que hará volar su primer hijo; será en un parque y habrá viento; ese día el padre descubrirá que el amor de su hija por él está muriendo cuando sienta que una llaga invisible se abre paso en un corazón incorpóreo que anida en un cuerpo sin piel; ese día se harán fotografías; ese día se señalarán con el dedo...
Algún día velaré mi cadáver y cuando llegue el momento del último viaje y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me dejaré ir hacia la frontera, erguido y renqueante como en vida, con la frente serena y sabiendo que hubo alguien a quien olvidé pedir perdón...
20h. 31m.
Someterme a ti, quedarme en ti. Pequeño armazón de horas. Como la cigüeña (o halcón ligero que desde lo alto del cielo mira la carrera de la liebre). Quedarme en ti. Resguardado de algo que me asusta (no es la muerte. Ni el hecho de morir. No es el tiempo de las máquinas y la longevidad que se augura estremecedora) cuando camino solo por las montañas y a lo lejos intuyo que puede ser niebla lo que se aviene o peor: aliento de un dios enfermo.
Confieso que he caminado y he sentido antes, entre los estantes de un supermercado, el deseo viejo del pecho de una mujer. La cabeza se me ha ido hacia otra parte (podría describirse como las hilachas de color de los cuadros de Monet y las variaciones cromáticas que sobre un mismo tema ejercía con mano delicada y poderosa. Eran tiempos finiseculares. Eran cuando Dios agonizaba. Era cuando se levantaban los primeros colosos de hormigón y por el aire Nijinski ejecutaba sus danzas como si estuviera desnudo en el claustro de un convento femenino de clausura). El pecado de la carne nos perseguía entre pizzas congeladas y latas de atún; desde algún pasillo, quizás en aquel en donde se destilaban los aromas de distintos sabores de natillas, se escuchaban las risas de un hombre y una mujer cogidos de la mano mientras cerca (cachorro que camina por delante. Libertad pura en la inocencia de los ojos. Manos torpes aún para la caricia o el trazo) corría la cría que en no mucho tiempo inventaría el nano robot que aliviaría durante horas la jaqueca de su madre.
Pasa el tiempo. Un paso y otro paso. Entre los matorrales el cuerpo de un conejo descabezado. Gritan a lo lejos los patios y producen en el aire un temblor de maremoto. Bandadas de ánades surcan un cielo de finales de invierno (son flechas en partículas. Extrañas líneas negras que se recortan contra un sol que declina y firma la paz. Los ojos del hombre que mira la disposición de la bandada, sueñan un arco que llegara hasta el manantial donde Artemisa, desnuda, se baña. Nos gorjean aves. Los ruiseñores se han acobardado y no van a esperar a que la espesa oscuridad de la noche sin luna les permita cantar sin ser vistos. Aunque el mundo derive en negro. Aunque la diva se quede muda. Aunque la mano alcance su objetivo).
Junto a los tres tomos el hombre ensueña la aventura. Palidece el cabo de la vela. Se sonroja el talle de la rosa. Se acerca cauto el cuervo ante el brillo de la aurora. Deja escapar un gemido la carpa. Sueña la flor. Revive el aire. Muere el adiós.
0h 12m
Sé que a veces me diluyo. Sé que a veces el paisaje me engulle y me devuelve al mundo (durante un rato cuando menos) brizna de hierba o gota de manantial. Sé que a veces me dejo llevar por los ciclos de la luna y que el estruendo que se me produce en el corazón me estruja las tripas, presiona mi páncreas y vuelve al hígado insidioso. Sé que no tengo cultura para llegar a tanto. Sé que el peldaño de madera durará poco tiempo, menos en todo caso que aquel otro de mármol. Sé que los gobiernos no tienen el menor reparo en asesinar con un virus de laboratorio a unos cuantos miles de personas. También que la alegría se esconde debajo de las piedras y que hay grandes humoristas que consiguieron hacer de su capa un sayo. Sé que en algún lugar me perdí y desde entonces lucho contra mi carácter como si la acritud, la amargura y el enfado no tuvieran cabida en un mundo de colores donde para estar triste hay que pedir permiso a los psicólogos y a los farmacéuticos. Sé que los seres vivos no conscientes de su ser nos sacan una gran ventaja y que el pensamiento es una de las grandes fallas que el gen creó en esta máquina de hacer genes que somos los humanos. Defiendo que el gran vencedor de la selección natural, el verdaderamente fuerte, el que ha subyugado al que se cree el emperador es el trigo. El trigo dobló nuestros lomos. El trigo nos arraigó a una tierra. El trigo nos inmovilizó para siempre sólo para que él se perfeccionara y se extendiera. El trigo nos obligó a cuidarlo. El trigo nos devanó los sesos para crear los pesticidas. El trigo generó en nosotros la idea de la herencia y nos hizo mirar al cielo no ya con la nostalgia de no poder volar sino con la mente de un relojero.
A veces me diluyo: cuando no quiero hacer gracia, toso sin motivo, me altero por una correa que se tensa más de lo esperado, escucho el grito de bestia de un niño que juega, las carreras en el piso de arriba, el agua que cae por la bajante como si anhelara ser cascada en un continente que quedó olvidado tras una guerra colonial. Me diluyo como grasa sometida a producto químico. Me diluyo como el semen que ha quedado en el vientre tras haber follado mucho y haber pensado en algún momento del coito que la eternidad se hizo para ese momento. Me diluyo en la risa de una mujer que arrastra la silla de ruedas de un viejo bajo un sol de febrero que se diría de mayo. Me diluyo en la roca sobre la que me sentaré algún día para dibujar un paisaje, yo a quien los enviados de Dios cercenaron para siempre la capacidad de dibujar. A veces me diluyo entero en uno de mis pies y otras basta una cabello en la almohada para sentir que todo mi cuerpo está en él. Me diluyo mucho en los libros. En los libros cerrados. No en sus páginas. Me diluyo en su aspecto macizo cuando reposan como a la espera en una de la baldas de la estantería. Porque sé que dentro está bullendo lo que cuentan. Porque sé que bastará que los tome y los abra para que sus mundos se desparramen ante mis ojos y quizás un fogonazo me deslumbre y me deje momentáneamente ciego.
Ya estoy cerca de la frontera. Es recta como los confines del desierto que he ido atravesando. Sólo me sorprende que no haya guardianes, ni puertas ni alambradas: tan sólo hay extensión. Y en ella me diluiré y seré yo también extensión de la frontera como los miles y miles de vidas que llegaron hasta aquí, para como yo, irla conformando.
A veces me diluyo: cuando no quiero hacer gracia, toso sin motivo, me altero por una correa que se tensa más de lo esperado, escucho el grito de bestia de un niño que juega, las carreras en el piso de arriba, el agua que cae por la bajante como si anhelara ser cascada en un continente que quedó olvidado tras una guerra colonial. Me diluyo como grasa sometida a producto químico. Me diluyo como el semen que ha quedado en el vientre tras haber follado mucho y haber pensado en algún momento del coito que la eternidad se hizo para ese momento. Me diluyo en la risa de una mujer que arrastra la silla de ruedas de un viejo bajo un sol de febrero que se diría de mayo. Me diluyo en la roca sobre la que me sentaré algún día para dibujar un paisaje, yo a quien los enviados de Dios cercenaron para siempre la capacidad de dibujar. A veces me diluyo entero en uno de mis pies y otras basta una cabello en la almohada para sentir que todo mi cuerpo está en él. Me diluyo mucho en los libros. En los libros cerrados. No en sus páginas. Me diluyo en su aspecto macizo cuando reposan como a la espera en una de la baldas de la estantería. Porque sé que dentro está bullendo lo que cuentan. Porque sé que bastará que los tome y los abra para que sus mundos se desparramen ante mis ojos y quizás un fogonazo me deslumbre y me deje momentáneamente ciego.
Ya estoy cerca de la frontera. Es recta como los confines del desierto que he ido atravesando. Sólo me sorprende que no haya guardianes, ni puertas ni alambradas: tan sólo hay extensión. Y en ella me diluiré y seré yo también extensión de la frontera como los miles y miles de vidas que llegaron hasta aquí, para como yo, irla conformando.
18h 14m
Estos días son febriles y por las noches me suelo ir a los universos paralelos donde me encuentro con seres fantásticos con los que charlo.
La fiebre tiene, para mí, un cualidad sedante. Llevo meses ahondando en la idea de que las sinapsis neuronales que se generan en la alta infancia -llamo alta infancia a la que media entre los días previos a nacer y los tres años- marcan el devenir de los primates. Pongo un ejemplo muy simple para explicarlo: suele ocurrir que un natural de Francia se alegre cuando un compatriota gana en algún evento deportivo; lo evidente es que si ese sujeto hubiera nacido en Islandia, se alegraría no cuando ganara un francés sino un islandés y eso es así porque en nuestra infancia se nos inculcan determinadas conexiones neuronales una de las cuales nos provoca una reacción de simpatía cuando alguien que ha nacido en un ente absolutamente aleatorio llamado Francia, gana. Pues bien si cosas tan sencillas siguen produciendo la misma reacción ¿qué no pasará con las importantes?
Desde niño fui enfermizo. Puedo albergar la idea más o menos plausible de que debido a las circunstancias en las que me iba viendo envuelto, una parte de mi mente quería morir y así una y otra vez enfermaba; otra posibilidad es que enfermara porque tan sólo en ese estado sentía por una parte que me cuidaban y por otra que me dejaban en paz.
A parte de la enfermedad más grave que tuve cuyas secuelas arrastro todavía hoy, yo solía caer enfermo de anginas lo que provocaba unas fiebres altísimas, de más de 40 grados. Durante días estaba metido en la cama, en la habitación de mi hermana -la única en la que se me podía aislar- y pasaba la horas entre lecturas de Los Cinco, Sandokán, Los Siete Secretos o Los Tres Investigadores además de los álbumes de Dumbo o de Flash Gordon. Las mañanas eran más frescas y a mí me calmaba mucho el trajín de las criadas haciendo la casa y la voz de mi madre hablando por teléfono. Las tardes, en cambio, eran de fuertes subidas de temperatura y empezaba a alucinar pero yo no decía nada porque disfrutaba con ello y con lo lejana que me parecía la voz de Julia o de mi madre cuando me tomaban la temperatura y preocupadas decían, Tiene casi 41 o Vamos a ver si le baja y si no llamamos al doctor Quintana. Fueron tantas las anginas y tantas las fiebres que se me creó una sinapsis neuronal que me dice que la fiebre me mantiene a salvo y es grata.
La fiebre tiene, para mí, un cualidad sedante. Llevo meses ahondando en la idea de que las sinapsis neuronales que se generan en la alta infancia -llamo alta infancia a la que media entre los días previos a nacer y los tres años- marcan el devenir de los primates. Pongo un ejemplo muy simple para explicarlo: suele ocurrir que un natural de Francia se alegre cuando un compatriota gana en algún evento deportivo; lo evidente es que si ese sujeto hubiera nacido en Islandia, se alegraría no cuando ganara un francés sino un islandés y eso es así porque en nuestra infancia se nos inculcan determinadas conexiones neuronales una de las cuales nos provoca una reacción de simpatía cuando alguien que ha nacido en un ente absolutamente aleatorio llamado Francia, gana. Pues bien si cosas tan sencillas siguen produciendo la misma reacción ¿qué no pasará con las importantes?
Desde niño fui enfermizo. Puedo albergar la idea más o menos plausible de que debido a las circunstancias en las que me iba viendo envuelto, una parte de mi mente quería morir y así una y otra vez enfermaba; otra posibilidad es que enfermara porque tan sólo en ese estado sentía por una parte que me cuidaban y por otra que me dejaban en paz.
A parte de la enfermedad más grave que tuve cuyas secuelas arrastro todavía hoy, yo solía caer enfermo de anginas lo que provocaba unas fiebres altísimas, de más de 40 grados. Durante días estaba metido en la cama, en la habitación de mi hermana -la única en la que se me podía aislar- y pasaba la horas entre lecturas de Los Cinco, Sandokán, Los Siete Secretos o Los Tres Investigadores además de los álbumes de Dumbo o de Flash Gordon. Las mañanas eran más frescas y a mí me calmaba mucho el trajín de las criadas haciendo la casa y la voz de mi madre hablando por teléfono. Las tardes, en cambio, eran de fuertes subidas de temperatura y empezaba a alucinar pero yo no decía nada porque disfrutaba con ello y con lo lejana que me parecía la voz de Julia o de mi madre cuando me tomaban la temperatura y preocupadas decían, Tiene casi 41 o Vamos a ver si le baja y si no llamamos al doctor Quintana. Fueron tantas las anginas y tantas las fiebres que se me creó una sinapsis neuronal que me dice que la fiebre me mantiene a salvo y es grata.
268.- El pasado me provoca, cuando lo escucho, un mejunje compuesto por tristeza y vergüenza.
269.- De todos los que fui tan sólo me gusta un niño de doce años que una mañana fue valiente.
270.- Si dejas huella, te pueden seguir el rastro hasta cazarte.
271.- Ha vuelto corriendo, agotado de amar.
272.- De repente en una calle oscura dos mujeres te hablan.
273.- Vuelvo atrás con la voz joven del hombre que sueña con llegar a algún sitio.
274.- Lo reconozco: a veces escribo tan sólo para que tú, lector desconocido, me leas.
275.- ¿Cuánta pesadumbre me causarán en la vejez los libros que no escribí?
276.- ¡Con qué ganas entré a jugar ajedrez! ¡Cómo perdí una tras otra todas las partidas!
277.- Impar y pasa.
269.- De todos los que fui tan sólo me gusta un niño de doce años que una mañana fue valiente.
270.- Si dejas huella, te pueden seguir el rastro hasta cazarte.
271.- Ha vuelto corriendo, agotado de amar.
272.- De repente en una calle oscura dos mujeres te hablan.
273.- Vuelvo atrás con la voz joven del hombre que sueña con llegar a algún sitio.
274.- Lo reconozco: a veces escribo tan sólo para que tú, lector desconocido, me leas.
275.- ¿Cuánta pesadumbre me causarán en la vejez los libros que no escribí?
276.- ¡Con qué ganas entré a jugar ajedrez! ¡Cómo perdí una tras otra todas las partidas!
277.- Impar y pasa.
Los aforismos que van desde el nº 268 al nº 277
-y que se compendian bajo el título de Aforismos (27)-,
son todos responsabilidad del director y autor de esta revista
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Narrativa
Tags : Apuntes Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/02/2020 a las 23:21 | {0}