Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXVI
Seis menos cuarto de la tarde
Picoteada por las flores silvestres -manzanilla, poleo, margarita, jara- el valle se encamina hacia el verano. Hamlet y Donjuán husmean el rastro de los conejos, se pierden a lo lejos, beben de cualquier charca y parece que las bacterias de sus intestinos están preparadas para el aluvión de huéspedes que deben de llegar con cada lametada porque no tienen diarreas y al volver a casa comen con apetito.
M. ha venido esta tarde. Es más alta que yo, mucho más alta. La comparo con la espiga del trigo y la aviso de que no logrará domesticarme como hizo el cereal con el hombre. M. mide un metro y noventa y dos centímetros. Yo mido un metro y setenta y tres centímetros. Me gusta que mis cabellos canos queden casi a la altura de sus pechos que son generosos y estoy convencido de que cuando sea madre serán unos pechos ubérrimos como se cantan de algunos en los viejos testamentos. M. viene para conocer a Clarissa. Sólo que ella no lo sabe.
Cuando cae la noche y hasta que cierra, la muchacha termina la jornada limpiando la taberna que regenta su tío en la plaza del Ayuntamiento. Antes de ir a la taberna hemos dado un paseo por el valle. Nos hemos detenido y nos hemos sentado en un promontorio que yo llamo La Piedra verde y allí, sentados y apoyados en un viejo y solitario tronco de roble, nos hemos besado y nos hemos acariciado las entrepiernas como si fuéramos un pastor y una pastora de la comedia bucólica de Tasso. Me gusta cómo huele el flujo de M. Ella me dice que le gusta la piel de mi escroto. Reímos. Nos saciamos. Volvemos con los perros moviendo las colas en señal de contento y las gatas persiguiendo ardillas por lo alto de los fresnos. Al llegar a la linde del pueblo y como si fuera una ocurrencia del momento, le propongo a M. tomar un buen vino de la Ribera del Duero con una buena cecina de caballo en la taberna de la Plaza. A M. el sexo le ha abierto el apetito. Me pide que espere un segundo. Me lleva tras unos matorrales y hace un par de pipas de marihuana. El cielo de la tarde se vuelve más azul tras la calada. La arrugas de las caras se han pronunciado: el mundo es viejo y vale la pena reír. M. y yo reímos. Nos cogemos por el talle. Atravesamos las calles del pueblo. Llegamos a la Plaza. Entramos con los perros en la taberna y al hacerlo siento como si fuéramos los señores de esas tierras y tuviéramos el derecho de entrar con nuestras fieras en cualquier casa de nuestros siervos. Viejas ensoñaciones literarias.
M. y yo nos sentamos en una mesa junto a un ventanuco. Al fondo la barra. Tras la barra limpia vasos Clarissa. La mirada baja. Durante el tiempo que estemos en la taberna veremos a la muchacha en esa actividad y también la veremos barriendo y colocando sillas y mesas y retirando platos y sirviendo copas y respirando hondo y mirando a la nada y respondiendo con servilismo a un donaire de su tío y la veremos aguantar un meneo de su primo mayor y al fin desaparecer en la cocina.
De vuelta a casa y mientras hacemos la cena: una tortilla de patatas con una ensalada de tomate y albahaca fresca, llevaré la conversación hacia la muchacha y sin preguntar nada intentaré saber si M. está de acuerdo en que Clarissa es la muchacha perfecta para que venga a trabajar como asistenta. Luego nos embriagaremos y follaremos fuerte como le gusta a ella que se pone brava cuando bebe un poco más de vino de la cuenta y se irá por la mañana antes de que yo me despierte porque a ella le gusta desayunar sola... a mí también... y tácitamente ambos lo sabemos.
Está bonita la serranía. Me gustan los azules y violetas que toma la piedra en el ocaso; me gusta contemplar cómo el sol se hunde tras el Pico de la Roca (a veces, al hacerlo, no sé por qué me viene a las mientes Prometeo). Pasa un ciclista. Escucho el canto del petirrojo. Se camufla el puercoespín.
M. ha venido esta tarde. Es más alta que yo, mucho más alta. La comparo con la espiga del trigo y la aviso de que no logrará domesticarme como hizo el cereal con el hombre. M. mide un metro y noventa y dos centímetros. Yo mido un metro y setenta y tres centímetros. Me gusta que mis cabellos canos queden casi a la altura de sus pechos que son generosos y estoy convencido de que cuando sea madre serán unos pechos ubérrimos como se cantan de algunos en los viejos testamentos. M. viene para conocer a Clarissa. Sólo que ella no lo sabe.
Cuando cae la noche y hasta que cierra, la muchacha termina la jornada limpiando la taberna que regenta su tío en la plaza del Ayuntamiento. Antes de ir a la taberna hemos dado un paseo por el valle. Nos hemos detenido y nos hemos sentado en un promontorio que yo llamo La Piedra verde y allí, sentados y apoyados en un viejo y solitario tronco de roble, nos hemos besado y nos hemos acariciado las entrepiernas como si fuéramos un pastor y una pastora de la comedia bucólica de Tasso. Me gusta cómo huele el flujo de M. Ella me dice que le gusta la piel de mi escroto. Reímos. Nos saciamos. Volvemos con los perros moviendo las colas en señal de contento y las gatas persiguiendo ardillas por lo alto de los fresnos. Al llegar a la linde del pueblo y como si fuera una ocurrencia del momento, le propongo a M. tomar un buen vino de la Ribera del Duero con una buena cecina de caballo en la taberna de la Plaza. A M. el sexo le ha abierto el apetito. Me pide que espere un segundo. Me lleva tras unos matorrales y hace un par de pipas de marihuana. El cielo de la tarde se vuelve más azul tras la calada. La arrugas de las caras se han pronunciado: el mundo es viejo y vale la pena reír. M. y yo reímos. Nos cogemos por el talle. Atravesamos las calles del pueblo. Llegamos a la Plaza. Entramos con los perros en la taberna y al hacerlo siento como si fuéramos los señores de esas tierras y tuviéramos el derecho de entrar con nuestras fieras en cualquier casa de nuestros siervos. Viejas ensoñaciones literarias.
M. y yo nos sentamos en una mesa junto a un ventanuco. Al fondo la barra. Tras la barra limpia vasos Clarissa. La mirada baja. Durante el tiempo que estemos en la taberna veremos a la muchacha en esa actividad y también la veremos barriendo y colocando sillas y mesas y retirando platos y sirviendo copas y respirando hondo y mirando a la nada y respondiendo con servilismo a un donaire de su tío y la veremos aguantar un meneo de su primo mayor y al fin desaparecer en la cocina.
De vuelta a casa y mientras hacemos la cena: una tortilla de patatas con una ensalada de tomate y albahaca fresca, llevaré la conversación hacia la muchacha y sin preguntar nada intentaré saber si M. está de acuerdo en que Clarissa es la muchacha perfecta para que venga a trabajar como asistenta. Luego nos embriagaremos y follaremos fuerte como le gusta a ella que se pone brava cuando bebe un poco más de vino de la cuenta y se irá por la mañana antes de que yo me despierte porque a ella le gusta desayunar sola... a mí también... y tácitamente ambos lo sabemos.
Está bonita la serranía. Me gustan los azules y violetas que toma la piedra en el ocaso; me gusta contemplar cómo el sol se hunde tras el Pico de la Roca (a veces, al hacerlo, no sé por qué me viene a las mientes Prometeo). Pasa un ciclista. Escucho el canto del petirrojo. Se camufla el puercoespín.
Me pregunto cómo será vivir siendo elefante en Camboya o vivir utilizando el serbio como lengua. Vivir en serbio ¿cómo será? Eso me pregunto. Vivir como flor de manzanilla; vivir como vive un armadillo; ser la paloma torcaz que ayer utilizó una maniobra de distracción para alejar mi atención de su nido. ¿Cómo será? ¿Cómo me observa entre la enramada de la encina sin que el que sería yo si fuese humano -ahora escribo desde el punto de vista de yo paloma torcaz- se diera cuenta?
Vivir siendo hierba.
Vivir siendo sólo un órgano o parte de un cuerpo: ser la trompa del elefante que habita los bosques de Camboya; ser el páncreas del que vive en serbio; vivir como peristilo de la flor de manzanilla; tener como función aletear en el cuerpo de la mosca; ser intestino de la paloma torcaz; vivir existencia de rizoma de hierba... ¿Cómo? ¿Cómo será?
Me lo pregunto ahora, tan al borde, suponiendo, casi vencido...
Si fuera Oso de la Media Luna o tan sólo pezuña de su mano izquierda.
¿Qué sensaciones? ¿Qué necesidades nuevas tendría? ¿Cuántos signos nuevos a descifrar? Si viviera como sentido del olfato del Oso de la Media Luna.
Vivir buche de buitre.
No, no sólo me hago esa pregunta (debería apuntar las otras también ahora que truena y el cielo ha oscurecido de golpe).
Vivir como lo más amado por alguien ¿cómo será?
Más allá: ser el sonido de una orquesta; la música que alegra a alguien cuando la escucha.
Vivir la existencia de una risa franca, la risa que suele provocar el mundo cuando te hace un regalo.
Esa risa tan ligera
como la brisa que queda
junto a la orilla del mar.
Ensayo
Tags : Reflexiones Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/05/2021 a las 17:28 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXV
14 horas 48 minutos
Sí, la primavera tiene un arrobo que me sugiere conceptos como salvaje, voluptuosidad, miel...
Vuelvo a mirar el pasado y ahora sé (lo que implica necesariamente que, si sigo con vida unos años más, al cabo de esos años de prórroga, tendré la seguridad de que cuando escribí hoy a las 14 horas y 52 minutos "ahora sé", seguía sin saber) que no puedo afirmar que mi recuerdo sea lo ocurrido. Porque si fuera cierto el mecanismo del recordar -el recuerdo no consiste en abrir un cajón cerebral donde se almacena ésta o aquella circunstancia de tu vida sino que cuando quieres traerlas al presente, el cerebro busca las sinapsis neuronales que pertenecen a ese fantasma y una vez establecida la conexión el espectro de tu vida, es decir el recuerdo, accede a tu memoria y recuerdas- ¿quién me asegura que esa conexión sea la justa? ¿quién me asegura que no se ha producido una mutación o una falla en el suministro de corriente eléctrica justo en el momento de la transmisión y que esa falla genere un recuerdo ligeramente irreal?
...que mi recuerdo sea lo ocurrido.
Hubo en algún lugar un vencejo caído en un jardín. Es un fantasma del pasado que acude a mi memoria cuando Euphosine trae entre sus dientes un vencejo. No es más que un polluelo, pienso. Debe de haber caído del nido. Cuando se lo quito a la gata de la boca, el pájaro aún vive. Euphosine apenas lo ha marcado con sus dientes. Una gota de sangre en un ala, un rasguño junto al ojo derecho. Poco más. Lo cuidaremos, me digo, hasta que pueda volver a volar.
Vuelvo a mirar el pasado y ahora sé (lo que implica necesariamente que, si sigo con vida unos años más, al cabo de esos años de prórroga, tendré la seguridad de que cuando escribí hoy a las 14 horas y 52 minutos "ahora sé", seguía sin saber) que no puedo afirmar que mi recuerdo sea lo ocurrido. Porque si fuera cierto el mecanismo del recordar -el recuerdo no consiste en abrir un cajón cerebral donde se almacena ésta o aquella circunstancia de tu vida sino que cuando quieres traerlas al presente, el cerebro busca las sinapsis neuronales que pertenecen a ese fantasma y una vez establecida la conexión el espectro de tu vida, es decir el recuerdo, accede a tu memoria y recuerdas- ¿quién me asegura que esa conexión sea la justa? ¿quién me asegura que no se ha producido una mutación o una falla en el suministro de corriente eléctrica justo en el momento de la transmisión y que esa falla genere un recuerdo ligeramente irreal?
...que mi recuerdo sea lo ocurrido.
Hubo en algún lugar un vencejo caído en un jardín. Es un fantasma del pasado que acude a mi memoria cuando Euphosine trae entre sus dientes un vencejo. No es más que un polluelo, pienso. Debe de haber caído del nido. Cuando se lo quito a la gata de la boca, el pájaro aún vive. Euphosine apenas lo ha marcado con sus dientes. Una gota de sangre en un ala, un rasguño junto al ojo derecho. Poco más. Lo cuidaremos, me digo, hasta que pueda volver a volar.
También: en la tahona del pueblo trabaja una muchacha a la que llamaré Clarissa. Sé que es una muchacha huérfana, de unos dieciséis años; tiene el pelo cortado a lo garçon, la cara feucha y como de tísica, el busto -siempre disimulado con blondas- parece hermoso; tiene vello en los brazos, un vello negro, espeso para una joven e incluso me fijé en que tiene algo de bocio, como si padeciera una imperfección leve de tiroides. Imagino que su monte de Venus debe ser lo más parecido a un monte de orégano. De sus piernas nada sé. Sí sé que sus pies son pequeños. Sus ojos son grandes, tristes y oscuros.
Siempre que entro me mira con la cabeza gacha mientras atiende a los hornos de pan. No despacha. Nunca la he oído hablar. Despacha su tía y ésa sí que habla. Su tío atiende un segundo negocio: un bar en la plaza del Ayuntamiento. La familia es de las más ricas del pueblo. Y lo hacen ver. Los tíos de Clarissa tienen tres hijos varones y cada uno de ellos regenta un negocio de la familia: uno la tienda de ultramarinos, otro una granja y el tercero una bodega.
Anoche me desperté al oírme pronunciar el nombre de Clarissa en sueños; su nombre real, el real...
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/05/2021 a las 14:47 | {0}El título, la forma y en cierto sentido el espíritu de estos textos se inspiran en el libro Je me souviens de Georges Perec que a su vez se basa en los textos de Joe Brainard recogidos en su libro I remember.
460
Me acuerdo de un patuco.
461
Me acuerdo de lo perfectas que eran las piernas de mi madre. "De May, las piernas", decían.
462
Me acuerdo del olor de la resina de los pinos.
463
Me acuerdo del calor durante el partido de fútbol en la finca de los curas en Pozuelo. Arde el campo de tierra.
464
Me acuerdo de la calle Juan Bravo un anochecer de la infancia.
465
Me acuerdo de unas escaleras exteriores de mármol.
466
Me acuerdo de las galerías casi desiertas del Museo del Prado. Voy cogido de la mano del tío Carlos. Nos paramos ante el cuadro de Carlos V pintado por Tiziano. Mi tío me explica la historia del primer Austria rey de España y alaba la mano de Tiziano en la composición.
467
Me acuerdo de lo misteriosa que me parecía la gruta que se encuentra en el Parque del Retiro, frente al Palacio de Cristal, en el sendero que rodea el lago.
468
Me acuerdo de ver a una criada y un recluta besarse en el banco que había en el interior de la gruta. (La pared que da al lago está abierta y desde su vano se puede ver el lago con el fondo del Palacio. Es un lugar de un romanticismo tan clásico que hasta el alma más insensible se siente atrapado en él).
469
Me acuerdo de ser el último en apagar la luz.
470
Me acuerdo de estar con Fernando en cap de Creus, en el Faro. Cae el sol. Bebemos algo mientras el día muere.
471
Me acuerdo de descender a una cala de difícil acceso cerca de Moraira.
472
Me acuerdo de una estancia en Calpe. Yo solo. Me he ido a escribir. Me ha dejado la casa María José. La casa está en la playa.
473
Me acuerdo del amor que sentía Andrea por Beatriz.
474
Me acuerdo de la emoción que sentí en el palio de Siena.
475
Me acuerdo de lo bonitas que me parecían las canicas.
476
Me acuerdo de lo mucho que me gustaban los tofes (el sabor y la textura)
477
Me acuerdo de contarle a Violeta un cuento de boca.
478
Me acuerdo del payaso Tomatet y de la hormiga Clotilde.
479
Me acuerdo de jugar a churro, media manga o mangotera.
480
Me acuerdo del camping en el lago de Proserpina.
481
Me acuerdo de estar en la carretera camino de alguna parte. Hago dedo. Espero la amabilidad de alguien que me recoja y comparta conmigo un trecho de su camino.
482
Me acuerdo...
FIN
El título, la forma y en cierto sentido el espíritu de estos textos se inspiran en el libro Je me souviens de Georges Perec que a su vez se basa en los textos de Joe Brainard recogidos en su libro I remember.
439
Me acuerdo de un dedo torcido de Lidia.
440
Me acuerdo de un regalo de reyes: es un coche dirigible, un Simca 1000 de color beige.
441
Me acuerdo del Seat Cupé.
442
Me acuerdo de ducharme con Rodrigo en el cuarto de baño de la casa de Andrés. Nos besamos. Nos lavamos.
443
Me acuerdo de Rodrigo tocando la quena.
444
Me acuerdo de caminar por Granada con Chus camino de la casa de su abuela.
445
Me acuerdo de bailar con Lourdes en las nocheviejas de la infancia y exclamar los mayores que ¡qué bien bailamos!
446
Me acuerdo de una mañana en la casa de Hermosilla. La luz entra por la ventana de mi dormitorio. Lidia está dormida, desarropada. Duerme en escorzo, casi de espaldas. Tan sólo viste una camiseta de tirantes y unas bragas moradas. Una de sus piernas está semi flexionada; por el borde de sus bragas asoman vellos de su pubis. Son unas bragas de tela traslúcida. Trasveo su culo. Su cabello pelirrojo cubre su perfil. No veo su ojo dormido.
447
Me acuerdo de ir camino del Instituto desde la parada del 51, con mis libros debajo del brazo, un día de finales de abril. Huele el aire a limpio. Voy donde quiero ir. Soy un chico feliz.
448
Me acuerdo de Margarita pidiéndole a César dos pesetas para un donut. Margarita tiene la voz nasal. Estamos en el parquecillo. Estudiamos COU.
449
Me acuerdo de la casa de Margarita en Rábade, provincia de Lugo. Vamos un invierno ella, Andrés -que en aquel tiempo es su novio-, Inma y yo. Es una casa muy grande. En un lugar muy húmedo.
450
Me acuerdo de Manolé, un colega de Margarita. Estamos una noche en la discoteca de Rábade. Margarita le pide a Manolé un cenicero. Manolé estará a unos diez metros. Entiende lo que le pide por los gestos. Levanta al fin un cenicero de cristal de roca. Margarita afirma y entonces Manolé lo lanza con toda su fuerza hacia nuestra mesa. Acaba estrellado contra el suelo. Esa noche, Manolé iba de datura o herba do demó.
451
Me acuerdo de cómo la luz tenue del compartimento de tren en el que viajamos de vuelta de Rábade, un Nocturno, realza la humedad de los labios de Inma.
452
Me acuerdo de los labios de Inma. Los más bonitos labios que recuerdo.
453
Me acuerdo del pub Chelsea en Cullera, justo entrando en la juventud.
454
Me acuerdo del sabor y el olor de la marihuana que le pillamos a Manolé en Rábade. Y del colocón que te cogías.
455
Me acuerdo de mi tío Carlos en bañador, en el Racó, frente al mar. Tomamos el aperitivo.
456
Me acuerdo de César. Estamos en el parquecillo. Es febrero. Está sentado sobre el respaldo de un banco del parque. Toca la flauta travesera.
457
Me acuerdo del Chiringuito de Pepe en el parquecillo, al lado del Instituto Santa Marca.
458
Me acuerdo de Aldo, un traficante del parquecillo, que mató a Aki, un drogadicto del parquecillo, metiéndole la contera de un paraguas por el ojo. Lo mató frente al restaurante La Ancha, sita en la plaza de Cataluña, junto al parque de Berlín.
459
Me acuerdo de la tortilla de patatas de La Ancha. Decían que era de las mejores de Madrid.
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/05/2021 a las 17:43 | {0}