Nado. El aire entra por mi boca y sale por mi nariz bajo el agua.
Nado y no siento más que mi nadar.
Nado para llegar hasta un borde, girar y llegar hasta el borde opuesto.
Nado y veo tras los cristales empañados de las gafas los reflejos del sol sobre las aguas.
Nado sin grandes deseos.
Nado sin que nada me apremie.
Nado y no añoro a mi madre y no añoro a mi mujer y no añoro a mi hijo y no me añoro.
Nado sin amigos a los que contarles que he nadado.
Nado en una soledad cuántica.
Nado como una posibilidad de ser en esta hora de la tarde.
Nado con la tristeza propia de los elefantes.
Nado y puedo imaginar mientras la cadencia de mis brazos y mis piernas es la equilibrada que nado a lo largo del Gran Ganges.
Nado cuando soy incapaz de contenerme los deshechos.
Nado y observo el fondo de la piscina compuesto de miles de teselas que conforman un mosaico que representa el reino de Poseidón.
Nado porque sé respirar.
Nado porque me enseñaron a nadar.
Nado porque nunca hablo de mi padre.
Nado porque siento un nudo en la garganta.
Nado porque tengo el sueño de los pobres.
Nado para no volver al callejón de las Ancas.
Nado cuando cae el día y por el este la luna se asombra con mis brazadas.
Nado junto a ella, mi querida compañera, sin luz, iluminada, a solas sola, danzando lentamente y dirigiendo con su danza las masas oceánicas.
Nado hasta quedar extenuado.
Nado hasta el límite de la glucosa.
Nado a tientas.
Nado quedo.
Sólo queda
el nado lento
de mi descontento.
Me mantengo firme. Eso quiero decir. Firme y perdido. No recuerdo haber nadado hoy. No recuerdo haber nadado en mi vida. No recuerdo eso. No sé tampoco qué es lo que he visto en la televisión mientras cenaba en la cocina grande. ¿Por qué sé que hay una cocina grande? ¿Por qué sé que veo la televisión mientras ceno? ¿Por qué sé que he cenado? ¿Por qué no recuerdo la cena? Sé que por encima de mí hay varios pisos. Intuyo que con todas las puertas cerradas nada de lo que haga en esta habitación puede ser escuchado -recuerdo que cierro todas las puertas a mi paso y son muchas. Las cierro todas y no sé por qué las cierro. Me aísla. Me protege. Me quita miedo-.
¿He nadado? ¿Hacía tanto viento cuando nadaba como ahora? Son las tres y cuarto de la madrugada. Debería subir e iniciar la labor de abrir las ventanas de todas las salas en las que se expone la colección privada de arte de un magnate al que supongo viejo y al que no recuerdo haber conocido. Siempre que empiezo a calzarme siento miedo. Cojo las llaves. Cojo una linterna. Cojo un palo. Salgo de mi habitación y ya en el primer distribuidor, en cuanto enciendo la luz, siento el peso de la grandeza de la Casa Museo en la que me encuentro solo, a merced de mi destino, sin compañía ninguna como si a mí eso me hubiera importado alguna vez, la maldita, la puta compañía. ¡Os maldigo a todos! ¡Así os pudráis todos en el bajo vientre de Satán! ¿Quién es Satán? ¿Por qué maldigo? ¿A quién maldigo?
Subo las escaleras entre el primer sótano y la planta baja; las tuberías del agua y del aire acondicionado suenan a quejidos, a heridos de guerra, a gente que se hubiera quedado atrapada en una trinchera y pidiera agua o una lata de sopa de tomate Campbell. Llego hasta un pasillo donde se encuentra el primer cuadro de alarmas, el cuadro de la alarma interior. La desarmo. Accedo a un nuevo distribuidor donde se encuentra el cuadro de alarmas de las salas de exhibición. La desarmo. Procedo a encender las luces de las salas de la planta baja. Me dirijo a la gran puerta que da paso, desde el pasillo interior, al vestíbulo de entrada de los visitantes. Un gran vestíbulo sobre el que pende una hermosa lámpara de cristal y bronce. Mi corazón late demasiado deprisa como para querer dominarlo. Sudo frío. Me tiemblan las manos y aún así avanzo, me dirijo a la primera de las ventanas, abro sus hojas, me abofetea el viento, sujeto las hojas a los herrajes, aparto la mirada de las escenas de los cuadros figurativos en los que los pintores hacen alarde de las miradas de sus personajes. Nada hay más terrorífico para mí que la mirada de la figura de un cuadro fija siempre sobre ti. Voy abriendo las ventanas y como todas las noches, cuando llego a la última sala de la planta baja, me detengo un instante frente a un cuadro de Braque que no sugiere gentes sino quizás una pipa, una mesa, una guitarra. Me gusta la paleta española de ese cuadro. Me gusta su geometría. Me gustan sus proporciones. Así sala tras sala. Piso tras piso. Hojas de las ventanas tras hojas de las ventanas. Todas fijadas para que el viento no las zarandee y se produzca un alarde tal de movimientos y sonido de cristales rotos que las alarmas salten y vengan como asesinos la seguridad privada y la Policía del Estado.
Cierro tras de mí. Vuelvo a las dimensiones humanas de mi habitación del sótano. Ya nadie podrá escuchar el alarido que pego como sin con él pudiera quitarme de encima el terror que siento. Me calmo. Abro un instante la ventana que da al patio que tiene un techo retráctil. Por el hueco parece verse el brillo de una estrella solitaria. Lo cierro todo. Echo la llave de la puerta de mi habitación. Me meto en la cama. Hace calor. Creo que me voy quedando dormido. En un leve despertarme apago la luz –no puedo dormirme con la luz apagada desde el principio-. Reina una oscuridad absoluta en mi vida. Creo haber dormido muy profundo. Algo me hace subir a la superficie. Me oigo tragar saliva. Abro los ojos. Miro lo negro que se ve alterado por una franja de luz que se mete a mi habitación por la rendija de la puerta. Es la luz del distribuidor. Juraría haberla apagado. Juraría haber armado las alarmas. Late mi corazón. Me quedo quieto. Estoy helado. Una sombra se interpone en la luz que se filtra a través de la rendija inferior de la puerta de mi habitación. Contengo la respiración. Oigo una respiración. No quiero morir así. Me desmayo. Probablemente. Veo la luz del alba. No estoy muerto.
Narrativa
Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/08/2022 a las 18:07 | {0}Después de nadar y de secarme, llevo al porche trasero de la Casa Museo, ante el que se abre el jardín con la piscina, un aperitivo. Suele ser hacia las ocho y media de la tarde. Me siento entonces en una silla y miro. Pronto llegan los vencejos, las golondrinas y las palomas torcaces a beber o a cazar o a avistar -eso pienso yo. Eso creo que hacen los pájaros- mientras yo repito unas palabras que no me dicen nada y mientras las repito, a veces, en los intervalos, se cruzan pensamientos, imágenes, otras palabras. Las palabras que repito son om taum nahmá una y otra vez, om taum nahmá, una y otra vez, om taum nahmá, una y otra vez om taum nahmá, una mujer se aleja de mí, lleva un hijo en su vientre, om taun nahmá, resplandecen puntos rojos ante mis ojos, suelo, vendimia, locura, muerte, ámbar, raso, om taum nahmá, cierro los ojos, om taum nahmá Carmen se sienta frente a mí, abre las piernas, saca la lengua, om taum nahmá, siento la brisa de la tarde, los pájaros cantan más fuerte, siento el fluir de la sangre por mis venas, om taum nahmá, tirito, sangro por la nariz, pienso si ese alejamiento, el de esa mujer, una mujer embarazada, será que lleva a mi hijo en ella, será que me aleja del embarazo de mi hijo, om taum nahmá, om taum nahmá, om taum nahmá, las manos se aferran a los brazos de la silla, el sol ha sido ocultado por una nube, sé que es el canto de un mirlo lo que ahora escucho, me explota el coño de Carmen en la cara, om taum nahmá, om taum nahmá, la habitación es larga, con muchas camas, estoy atado a una de esas camas, tengo la impresión de que me encuentro en un país tropical, hace mucho calor, hace mucho tiempo, la boca de Carmen, los sobacos de Carmen, el sol me pica en la cabeza, pido auxilio, quiero volver a mi casa, quiero ver crecer a mi hijo en el interior de esa mujer, esa mujer me ha robado vivir la gestación de mi hijo, om taum nahmá, om taum nahmá, las golondrinas son la plenitud del verano, el viento se hace dueño de los árboles, quisiera dar un trago a la cerveza, sigo con los ojos cerrados, om taum nahmá, om taum nahmá, om taum nahmá, anticipo el miedo que esta noche sentiré cuando tenga que abrir las ventanas, me escucho diciéndole a Carmen, Date la vuelta, bájate las bragas, siento cómo mi miembro se empieza a poner duro, om taum nahmá, om taum nahmá, la luna se cierne sobre mi vientre, las olas acarician las plantas de mis pies, es una luna naranja que recién sale del horizonte, mis manos la abarcan, cierro los ojos, veo a mi hijo flotar en el líquido amniótico de su madre, no sé cómo se llama su madre, no sé quién es su madre, no veo el rostro de su madre, Albania, pienso, Tirana pienso, om taum nahmá, om taum nahmá, la noche cae, he de iniciar el recorrido, la rutina de todos los días, bajar entonces al sótano primero y encender la iluminación exterior de la Casa Museo de un anciano magnate al que nunca he tenido el placer de saludar, om taum nahmá, om taum nahmá, om taum nahmá, om taum nahmá [...]
Narrativa
Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/08/2022 a las 16:30 | {0}Hoy he observado un manzano.
Cuando he llegado por la mañana a la casa en la que debo vivir, me he vuelto a encontrar con Carmen en el portal. No sé por qué en cuanto la veo pienso ese nombre. Si lo pronuncio ella atiende. Parece esperarme. Nada más entrar al portal, a mi izquierda hay un enorme espejo. Cuando entro Carmen se está mirando. Lleva un niki muy ajustado y va sin sostén. Los pezones se le marcan mucho -incluso creo adivinar el relieve de las areolas-. Lleva un short muy corto y también muy ajustado de color naranja. Parece llevar la tela de la entrepierna metida por la raja del coño. No deja de atusarse el cabello -cortado a lo garçon- frente al espejo cuando me saluda. Yo gruño un saludo y sin detenerme me dirijo al ascensor. Carmen, sin dejar de mirarse, dice, Torres más altas han caído. Se va. Ríe. Enciende un cigarrillo justo al pasar el umbral del portal. Mientras subo a mi casa siento la dureza de mi polla. Me giro. Me miro en el espejo del ascensor. No me reconozco en absoluto. No sé quién es el hombre que se está mirando. Me giro con violencia. Entro en mi casa que huele a cerrada. Abro las ventanas. Me hago un café (sé dónde están las ventanas. Sé dónde está el café). Me cambio de ropa. Pienso en las tetas de Carmen sin sostén. Pienso en sus pezones. Me digo, ¿Por qué me pasa esto? ¿Qué tienen esas partes de ese cuerpo para generar tal desasosiego en mí? Me digo, No aguantas a esa mujer. Lo sientes cada vez que la ves. Me digo, Pero quizá sus pezones no la conozcan a ella y porque no la conocen me atraen; sus pezones son inocentes de ella; sus pezones son como su hígado que en absoluto sabe que trabaja en un cuerpo al que otros cuerpos llaman Carmen. Así es que muy bien me pueden atraer sus pezones aunque la deteste a ella (deteste versus destete). Eso me digo. Eso me calma. Pongo la televisión. Echan un torneo de tenis femenino. Me llama la atención mi atención hacia las mujeres. Me corro no sé cómo ni por qué. Dormito.
Hoy he observado un manzano. Me aterra que llegue la hora de volver al trabajo.
Narrativa
Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/08/2022 a las 18:20 | {0}(texto escrito el 8 de agosto de 2022
dos días antes del texto de la entrada
06 Olmo Dos Mil Veintidós)
Mientras nado en la piscina de la Casa Museo al caer la tarde, situada en el jardín que se abre ante el porche trasero de la Casa y que tiene en su fondo sur una escultura en bronce de una mujer desnuda, surge en la superficie del agua -un agua no tan azul, algo turbia- lo que en principio creo que es una compresa. Justo en el momento de pensar, ¿Una compresa en el agua? sé que ya he vivido este momento; sé que hace mucho, mucho tiempo y en este mismo lugar creí que mientras nadaba -y no supe desde dónde ni quién- me lanzaban compresas limpias. Ahora, de inmediato, al ver la tela flotar sé que no es una compresa sino el envoltorio de algodón de las pastillas del cloro, las cuales cuando terminan de diluirse aligeran tanto el peso que la ligereza del envoltorio -es de algodón- hace que salga a flote. Lo descubro de inmediato y ese saberlo me produce nostalgia de mi inocencia, de cuando intentaba desentrañar el misterio de las compresas lanzadas a la piscina particular de una Casa Museo en las afueras de una gran ciudad de occidente.
En la habitación del sótano.
Por la noche. Justo antes de hacer la ronda
de las ventanas.
Son mis última palabras. Las siento últimas cada día. Llevo tiempo con la sensación de estar despidiéndome a todas horas como se despide uno de los rincones de una casa en la que ha vivido más de diez años la tarde anterior a mudarse. No puedo disimular. Me he rendido. Lo noto cuando estoy en la gran cocina de la Casa Museo. Me estoy haciendo una ensalada con salmón ahumado. Bebo una cerveza sin alcohol. Veo atletismo en la televisión. Una muchacha europea acaba de batir el récord de su país. Mira a lo lejos mientras sonríe. Eso es occidente, pienso y de resultas de ese pensamiento me emociono y se me saltan las lágrimas. Es la hora el ocaso. Antes de cenar tengo que descender al primer sótano que es el lugar donde se encuentra el cuadro de luces que ilumina todo el exterior de la casa. Realizo la tarea con el cansancio que me deja el haber estado nadando más de una hora. El cansancio también genera miedo en mí.
He cenado en la cocina. Lo he recogido todo. He bajado a mi habitación que se encuentra frente a la puerta que da al cuadro de luces y a la sala de máquinas del ascensor, en el distribuidor del primer sótano. Bajo las escaleras. A mi derecha queda la puerta de la sala de máquinas, a mi izquierda hay una primera puerta. Al abrirla surge otro pequeño distribuidor. En la pared de la izquierda está el ascensor, frente a él una puerta corredera que da a las salas inferiores del museo y al salón de actos. Sigo de frente. Abro una segunda puerta que da a un tercer y último distribuidor. Al fondo está la puerta de mi habitación, antes y a la izquierda hay otra habitación parecida a la mía, algo más pequeña, que también tiene salida al patio con techo retráctil y donde parece habitar un nido de cucarachas. A medida que voy traspasando las puertas, las voy cerrando tras de mí. Arriba he dejado armadas las alarmas. Estoy encerrado en el sótano. Cuando entro en mi habitación y cierro la puerta y las dimensiones del lugar son apropiadas para un ser humano, me relajo y siento como si todo lo que acabo de atravesar no existiera ya, se hubiera ido desvaneciendo a medida que iba cerrando las puertas y armando las alarmas. Armando Las Alarmas podría ser el nombre de un personaje bufo- pienso y de ahí deduzco que quizás haya sido maestro de retórica o analista de textos en una editorial de provincias....
Aquí dejé de escribir la noche del día 8
con la idea de seguir tras la ronda
No recuerdo por qué no seguí.
Narrativa
Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/08/2022 a las 19:02 | {0}
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Narrativa
Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/08/2022 a las 18:08 | {2}