8 am: Me levanto. Tengo que ir a llevar el último libro que he leído, una historia del abogado Guido Guerrieri un personaje creado por un antiguo magistrado anti-mafia, Gianrico Carofiglio, que ahora se dedica a la literatura. No está mal la novela. Ayer -pensando que era el último día que leía en este espacio- me emocioné en la lectura y creo que el alegato final de Guerrieri en defensa de su cliente quedó sincero.
8 h 50 m am: Salgo. Cojo el coche. Hoy es un día extraño. Duro. También el de ayer lo fue. Hay tráfico en la carretera. Llego tarde.
10 h 30 m am: Llego a la editorial. Entrego el libro. Desayuno con Jesús. Nos atiende una camarera muy amable. Volvemos. Me encarga otro libro, este de Arthur Conan Doyle, El Signo de los Cuatro.
Hablo con José María, me dice que ha estado enfadado conmigo. Le contesto que lo sé y que hasta cierto punto tiene razón y que lo siento. También le digo que por una vez que falle no piense, por favor, que fallo siempre. Dice que no lo piensa.
12 am: Vuelvo a casa. Por el camino no puedo evitar pensar que es una de las últimas veces que hago este camino, en este coche, hacia esta casa. Llego.
1 pm - 20 h 44 m: No voy a contar los pormenores. Es duro (otra vez) pero curiosamente estoy como tranquilo como si me negara a perder los nervios, como si quisiera no dejarme arrastrar por unos sentimientos, unas emociones muy enrevesadas. Una gran dificultad. Calculo. Me dejo, Derivo. Me asiento. Me falta el aire. Respiro. Bebo agua. Vuelvo a beber agua. Vuelvo a Madrid. Vuelvo hacia aquí. Como tranquilo, como diciéndome, Vamos, vamos. Luego silencio, luego un cigarrillo, un intento de partida de ajedrez, una conversación, una sensación de aturdimiento y sin embargo como tranquilo, no quiero analizar, no quiero analizarme, hago lo que hago, no llego más allá. Es un momento de mi vida en que literalmente no sé qué va a ser de mi mañana. No sé dónde estaré. No sé cómo me sentiré. No sé cómo entrará el aire en mis pulmones. Últimamente la respiración es el metrónomo de mi espíritu. Miro la mesa. La lampara que ilumina. Miro tras la ventana una rama del árbol sin nombre. Escucho la radio como si fuera un día normal . Tecleo estas palabras como si fuera un día normal. La silla suena como si fuera un día normal. Y al mismo tiempo sé que no es un día normal. Lo saben más mis pulmones, seguramente mi hígado, seguramente mis riñones. Comienza el fin de semana que viene el mundial de automovilismo. El fin de semana que viene me parece el final de las vacaciones nada más llegar a la playa en los días de la infancia ¡El fin de semana que viene! ¡Qué espacio de tiempo tan inmenso!
Desmontar. Tengo que desmontar.
8 h 50 m am: Salgo. Cojo el coche. Hoy es un día extraño. Duro. También el de ayer lo fue. Hay tráfico en la carretera. Llego tarde.
10 h 30 m am: Llego a la editorial. Entrego el libro. Desayuno con Jesús. Nos atiende una camarera muy amable. Volvemos. Me encarga otro libro, este de Arthur Conan Doyle, El Signo de los Cuatro.
Hablo con José María, me dice que ha estado enfadado conmigo. Le contesto que lo sé y que hasta cierto punto tiene razón y que lo siento. También le digo que por una vez que falle no piense, por favor, que fallo siempre. Dice que no lo piensa.
12 am: Vuelvo a casa. Por el camino no puedo evitar pensar que es una de las últimas veces que hago este camino, en este coche, hacia esta casa. Llego.
1 pm - 20 h 44 m: No voy a contar los pormenores. Es duro (otra vez) pero curiosamente estoy como tranquilo como si me negara a perder los nervios, como si quisiera no dejarme arrastrar por unos sentimientos, unas emociones muy enrevesadas. Una gran dificultad. Calculo. Me dejo, Derivo. Me asiento. Me falta el aire. Respiro. Bebo agua. Vuelvo a beber agua. Vuelvo a Madrid. Vuelvo hacia aquí. Como tranquilo, como diciéndome, Vamos, vamos. Luego silencio, luego un cigarrillo, un intento de partida de ajedrez, una conversación, una sensación de aturdimiento y sin embargo como tranquilo, no quiero analizar, no quiero analizarme, hago lo que hago, no llego más allá. Es un momento de mi vida en que literalmente no sé qué va a ser de mi mañana. No sé dónde estaré. No sé cómo me sentiré. No sé cómo entrará el aire en mis pulmones. Últimamente la respiración es el metrónomo de mi espíritu. Miro la mesa. La lampara que ilumina. Miro tras la ventana una rama del árbol sin nombre. Escucho la radio como si fuera un día normal . Tecleo estas palabras como si fuera un día normal. La silla suena como si fuera un día normal. Y al mismo tiempo sé que no es un día normal. Lo saben más mis pulmones, seguramente mi hígado, seguramente mis riñones. Comienza el fin de semana que viene el mundial de automovilismo. El fin de semana que viene me parece el final de las vacaciones nada más llegar a la playa en los días de la infancia ¡El fin de semana que viene! ¡Qué espacio de tiempo tan inmenso!
Desmontar. Tengo que desmontar.
La clave del destino estaba en que el mundo se revelaba dotado de estructuras y regido por unas leyes. Las técnicas adivinatorias consistían en descubrir los signos que luego eran descifrados mediante ciertas reglas tradicionales. Si se lograban descifrar los signos se podía conocer el futuro. Dicho de otro modo: se lograba dominar el tiempo. Este pasado del que escribo es de hace cuatro mil años, de cuando Marduk era el dios y los hombres vivían en ciudades que constituían el imago mundi. Babilonia era una bâb-ilâni, una puerta de los dioses...
Ensayo
Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/03/2009 a las 21:03 | {0}
Así me ronda este título. Sin saber qué quiero decir con él. Sería a lo mejor que cuando algo es una obviedad es inútil añadir nada más. Sería quizá un anhelo de que el gato pudiera en algún momento confundirse con un perro. O que el perro maullara.
O que viven en la casa en la que ahora vivo dos gatas y un perro y hay veces en que...
No lo sé. Me decía Raúl, Pues pon el título y no escribas nada más. Pero a mí eso de ponerle un título al vacío me resulta tan insensato como darle a lo conocido el nombre de Dios. A lo mejor es una metáfora. O tengo miedo de que un gato sea un perro y yo no me hubiera dado cuenta no sé cuándo ni dónde.
Entonces, quizá, sería mejor poner el título entre paréntesis: ¿Un gato no es un perro? Ahora que lo escribo de esta forma siento lo pretencioso de esa interrogación. Por supuesto, me digo, que un gato no es un perro y al afirmarlo tan categóricamente me sacude un poquitín de tristeza.
Estoy inquieto.
O que viven en la casa en la que ahora vivo dos gatas y un perro y hay veces en que...
No lo sé. Me decía Raúl, Pues pon el título y no escribas nada más. Pero a mí eso de ponerle un título al vacío me resulta tan insensato como darle a lo conocido el nombre de Dios. A lo mejor es una metáfora. O tengo miedo de que un gato sea un perro y yo no me hubiera dado cuenta no sé cuándo ni dónde.
Entonces, quizá, sería mejor poner el título entre paréntesis: ¿Un gato no es un perro? Ahora que lo escribo de esta forma siento lo pretencioso de esa interrogación. Por supuesto, me digo, que un gato no es un perro y al afirmarlo tan categóricamente me sacude un poquitín de tristeza.
Estoy inquieto.
Ensayo
Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/03/2009 a las 12:53 | {0}
Vanidad de vanidades
Quisiera confesar públicamente en este blog que tantas alegrías y tan pocas tristezas me otorga, un rasgo poco agraciado de mi carácter: soy un bocazas (o un bocas que dicen ahora los jóvenes). Tengo una incontinencia verbal que desborda los cauces de los ríos de las palabras. Y es por la palabra por donde quiero demostrar (¡aún, Swami, aún quiero demostrar algo a alguien, a tantos!) todo lo que soy, todo lo que he estudiado, trabajado, leído, cuántas distintas materias manejo, cuántos nombres alberga mi pobre cerebro, cuánta melancolía tengo derecho a atesorar.
También quiero que conste en este acta de autoinculpación que no es por un acto de soberbia sino más bien por una cuestión de inseguridad (muchas veces la inseguridad, querido Swami, se viste con los ropajes de la vanidad) por lo que me lanzo a hablar, hablar, de esto y aquello y lo de acullá y de lo de más acá, sin parar, elevando la voz, agrandando los gestos, imponiendo un discurso que nada tiene que ver con una esencia más bien tímida, más bien solitaria, más bien humilde de mi propia condición y mis propios conocimientos. Porque en el fuero interno de mi corazón, de mi alma y de mi mente toda, sé que no sé nada, sé que apenas llego a vislumbrar la nuez de ningún asunto humano y menos mundano y aún menos divino; sé que tú, Swami mío, habrías conseguido alumbrar a mis ojos el camino que tú has trillado allá en la India donde dicen las leyendas que viven los hombres más sabios, los hombres más espirituales, los hombres más desprendidos de su ego.
Pobre condición la mía que por inseguridad, en la cena que tuvimos el otro día, no supe mantenerme callado y hablé de fútbol, de ajedrez, de internet, de audiolibros y no sé cuántas gilipolleces más que, imagino, te dejaron aturdido y cuando menos dejaste que la vida fuera como estaba siendo. O a lo peor, vanidad de vanidades, me quise medir a ti y decirte que no estabas en medio de unos iletrados y que si querías ganarte el derecho a ser escuchado tendrías en mí -bocazas de profesión- a un duro competidor.
Salud a ti, Swami querido, disculpas sinceras y gracias por la lección, que por omisión de tu voz, me enseñaste.
También quiero que conste en este acta de autoinculpación que no es por un acto de soberbia sino más bien por una cuestión de inseguridad (muchas veces la inseguridad, querido Swami, se viste con los ropajes de la vanidad) por lo que me lanzo a hablar, hablar, de esto y aquello y lo de acullá y de lo de más acá, sin parar, elevando la voz, agrandando los gestos, imponiendo un discurso que nada tiene que ver con una esencia más bien tímida, más bien solitaria, más bien humilde de mi propia condición y mis propios conocimientos. Porque en el fuero interno de mi corazón, de mi alma y de mi mente toda, sé que no sé nada, sé que apenas llego a vislumbrar la nuez de ningún asunto humano y menos mundano y aún menos divino; sé que tú, Swami mío, habrías conseguido alumbrar a mis ojos el camino que tú has trillado allá en la India donde dicen las leyendas que viven los hombres más sabios, los hombres más espirituales, los hombres más desprendidos de su ego.
Pobre condición la mía que por inseguridad, en la cena que tuvimos el otro día, no supe mantenerme callado y hablé de fútbol, de ajedrez, de internet, de audiolibros y no sé cuántas gilipolleces más que, imagino, te dejaron aturdido y cuando menos dejaste que la vida fuera como estaba siendo. O a lo peor, vanidad de vanidades, me quise medir a ti y decirte que no estabas en medio de unos iletrados y que si querías ganarte el derecho a ser escuchado tendrías en mí -bocazas de profesión- a un duro competidor.
Salud a ti, Swami querido, disculpas sinceras y gracias por la lección, que por omisión de tu voz, me enseñaste.
Diario
Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/03/2009 a las 11:46 | {0}
Hamlet/Blanca Portillo
En las lejanas tierras de Dinamarca, entre la ligerísima bruma de un puerto a los pies del castillo de Elsinor, intramuros del Teatro Matadero de Madrid, Hamlet/BLanca Portillo nos muestra la historia de una duda (o la historia de La Duda).
William Shakespeare es quizá el urdidor de frases más hermosas que haya dado la literatura occidental. En cada obra suya, en cada poema suyo, en cada diálogo, la poesía (la más sublime de las artes literarias; la poesía como compendiadora de esencias y existencias; la poesía, señora de los sueños hechos palabra; la poesía señora de la realidad hecha sueño) surge esa calidad mágica que provoca que varias palabras al encontrarse y tejerse mediante las hábiles manos de un tejedor fuera de serie provoquen la explosión de la poesía.
Blanca Portillo es una analogía de Shakespeare. Su interpretación es la tercera dimensión de la poesía. La poesía en el espacio físico y en el espacio sonoro. Blanca en su interpretación de Hamlet se sienta codo con codo con Shakespeare y se tutean.
Tengo el placer de haber trabajado en el primer montaje que como profesional hizo Blanca. Fue a mediados de los años ochenta. Yo realicé la adaptación y versión al español de El Mal de la Juventud de Ferdinand Brückner y fui el ayudante de dirección. Blanca hizo en aquella ocasión el papel de Desirée, una joven burguesa, atacada del mal de ser joven. Ya entonces se veía la fuerza arrolladora de esta mujer en el escenario y me resulta curioso que al verla tantos años después, su fuerza, su estar en escena, sean tan semejantes a los de aquella primera vez. Es como si este hecho demostrara que las esencias (el propio termino lo insinúa) son siempre y que tan sólo las existencias van matizando, depurando, si se quiere, algo que de por sí ya estaba (aunque en general tengo la sensación de que la existencia se suele cargar las esencias).
La versión y la dirección de este Hamlet es de Tomaz Pandur, un director que empezó haciendo escenografía y se nota. El espacio escénico es bello y sugerente y te introduce en un lugar pantanoso (¿qué hay más pantanoso que la duda?) con una levísima bruma que habla mucho de lo sutil de este espectáculo. Tras la función lo saludé y lo felicité. Da gusto hacerlo. Aparte el espacio escénico, el mayor acierto de Pandur es haber elegido a Blanca Portillo para Hamlet. Porque ella tiene una voz prodigiosa, un registro amplísimo. Su voz promueve la sensación de adolescencia del personaje Hamlet y al mismo tiempo su presencia y su voz promueven la sensación de un hombre hecho y derecho y al mismo tiempo su esencia de mujer otorga al personaje la ambigüedad que le honra.
Este Hamlet es teatro (o una forma de teatro) teatral. Con esto quiero decir que es juego, que es evocación de realidades (no imitación de realidades). Y Blanca Portillo se mueve en esa clave de forma magistral. El tempo escénico de Blanca, cómo domina las pausas, cómo domina el gesto, cómo administra el esfuerzo, cómo crea arte agotador de una forma leve (hasta la angustia pantanosa de la duda), cómo ajusta la coreografía -concertino de una orquesta muy bien ensamblada- y obliga, suavemente, a los demás a seguirla.
Gozoso espectáculo. Gozosa actriz. Sin duda (paradójicamente, Hamlet/Blanca)
William Shakespeare es quizá el urdidor de frases más hermosas que haya dado la literatura occidental. En cada obra suya, en cada poema suyo, en cada diálogo, la poesía (la más sublime de las artes literarias; la poesía como compendiadora de esencias y existencias; la poesía, señora de los sueños hechos palabra; la poesía señora de la realidad hecha sueño) surge esa calidad mágica que provoca que varias palabras al encontrarse y tejerse mediante las hábiles manos de un tejedor fuera de serie provoquen la explosión de la poesía.
Blanca Portillo es una analogía de Shakespeare. Su interpretación es la tercera dimensión de la poesía. La poesía en el espacio físico y en el espacio sonoro. Blanca en su interpretación de Hamlet se sienta codo con codo con Shakespeare y se tutean.
Tengo el placer de haber trabajado en el primer montaje que como profesional hizo Blanca. Fue a mediados de los años ochenta. Yo realicé la adaptación y versión al español de El Mal de la Juventud de Ferdinand Brückner y fui el ayudante de dirección. Blanca hizo en aquella ocasión el papel de Desirée, una joven burguesa, atacada del mal de ser joven. Ya entonces se veía la fuerza arrolladora de esta mujer en el escenario y me resulta curioso que al verla tantos años después, su fuerza, su estar en escena, sean tan semejantes a los de aquella primera vez. Es como si este hecho demostrara que las esencias (el propio termino lo insinúa) son siempre y que tan sólo las existencias van matizando, depurando, si se quiere, algo que de por sí ya estaba (aunque en general tengo la sensación de que la existencia se suele cargar las esencias).
La versión y la dirección de este Hamlet es de Tomaz Pandur, un director que empezó haciendo escenografía y se nota. El espacio escénico es bello y sugerente y te introduce en un lugar pantanoso (¿qué hay más pantanoso que la duda?) con una levísima bruma que habla mucho de lo sutil de este espectáculo. Tras la función lo saludé y lo felicité. Da gusto hacerlo. Aparte el espacio escénico, el mayor acierto de Pandur es haber elegido a Blanca Portillo para Hamlet. Porque ella tiene una voz prodigiosa, un registro amplísimo. Su voz promueve la sensación de adolescencia del personaje Hamlet y al mismo tiempo su presencia y su voz promueven la sensación de un hombre hecho y derecho y al mismo tiempo su esencia de mujer otorga al personaje la ambigüedad que le honra.
Este Hamlet es teatro (o una forma de teatro) teatral. Con esto quiero decir que es juego, que es evocación de realidades (no imitación de realidades). Y Blanca Portillo se mueve en esa clave de forma magistral. El tempo escénico de Blanca, cómo domina las pausas, cómo domina el gesto, cómo administra el esfuerzo, cómo crea arte agotador de una forma leve (hasta la angustia pantanosa de la duda), cómo ajusta la coreografía -concertino de una orquesta muy bien ensamblada- y obliga, suavemente, a los demás a seguirla.
Gozoso espectáculo. Gozosa actriz. Sin duda (paradójicamente, Hamlet/Blanca)
Teatro
Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/03/2009 a las 11:07 | {0}
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Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/03/2009 a las 20:32 | {0}