Dimitri Daniloff
Era un día de mayo por la mañana. El cielo se había mantenido despejado. La ciudad, desnortada, se zambullía en la celebración de una batalla vieja (como todas las batallas). Él se levantó con cierto nerviosismo y su primer pensamiento fue, Hoy lo haré. Se sentía a sus treinta años recién cumplidos como un adolescente que va a ir al instituto y se va a encontrar en la clase con la chica que le gusta y a la que aún no se ha atrevido a declararle su deseo (declarar el amor es una cuestión posterior). Se duchó. Se afeitó (aunque era barbilampiño y consideraba que le quedaba mejor esa media barba que su tez completamente rasurada pero pensó que si ella decía que sí, sería mejor besarla sin raspaduras como si aquello fuera una declaración de principios o una metáfora de sus intenciones: suaves, sin filos), se cambió de ropa y fue a su trabajo con la esperanza de un sí; esa esperanza la había alimentado durante los dos últimos meses cuando él y ella habían iniciado una relación basada en cierto deseo de confesarse el uno al otro, en cierta desnudez de los sentimientos, los pensamientos y los miedos, en una soledad compartida, en unas experiencias semejantes. El temor de él había sido que quizá tanta intimidad (o asomo de intimidad) podría conducir a un estancamiento, a una amistad sin derecho a goce (por decirlo así) y esa amenaza había ido adueñándose de él, poniéndole tenso cuando se encontraba con ella, desconcentrándole y por lo tanto (pensaba él mientras paseaba por las calles y una banda de música hería los oídos de los paseantes como si la música fuera balas) convirtiendo en impostada su actitud.
Cuando terminó su trabajo y se vio con ella serían las siete de la tarde. Llovía un poco y ellos se sentaron al fondo de un café. El encuentro se inició como siempre: se contaron su semana, los pequeños asuntos mundanos, los proyectos, las inquietudes y entonces, sin venir a cuento, tras una pausa de ella, él le dijo que le gustaba como mujer, que desde hacía unos días cada vez que la veía sentía el deseo de tocarla, de besarla, de conocerla más (bíblicamente, dijo, como si aquella broma pudiera relajar la tensión que se había impuesto de repente entre ellos) y terminó con un, Bueno, ya te lo he dicho.
Ella le miró como si aquello fuera lo último que hubiera esperado escuchar en su vida (se quitó las gafas ¿para limpiarse los oídos? y se las volvió a poner), su actitud se retrayó y con una gran tranquilidad le contestó, ¡Oh, no, no, no te puedes imaginar lo complicada que soy! Es mucho mejor que sigamos así, de verdad, hazme caso. Además yo aún estoy colgada de, bueno, ya sabes, alguna vez te he hablado de él. Además ya sabes ese refrán que dice que donde pones la olla no pongas la... ¿Lo conoces?, ¿no?
Él recordó que, en efecto, su relación se había iniciado por una cuestión profesional y no le contestó a la pregunta retórica que ella le había hecho, ni le dijo que la referencia a dicho refrán le parecía una ordinariez supina. Sencillamente dijo, Bien, entonces sigamos con nuestro trabajo.
Cuando se separaron, trastocadas las formas y los fondos por una mera cuestión de empatía, él se sintió ligero. Caminó hacia su casa con una sonrisa entre los labios. Se olió el cuerpo que había sudado al hacer su declaración y se estiró en mitad de la calle mientras pensaba en el Matrimonio entre el Cielo y el Infierno de William Blake. Sin saber por qué pensaba en ese libro alegórico. Sin saber por qué lo releyó por la noche, ya en la cama, desnudo entre las sábanas sin echar de menos, por primera vez en dos semanas, el cuerpo de ella que nunca había visto.
Cuando terminó su trabajo y se vio con ella serían las siete de la tarde. Llovía un poco y ellos se sentaron al fondo de un café. El encuentro se inició como siempre: se contaron su semana, los pequeños asuntos mundanos, los proyectos, las inquietudes y entonces, sin venir a cuento, tras una pausa de ella, él le dijo que le gustaba como mujer, que desde hacía unos días cada vez que la veía sentía el deseo de tocarla, de besarla, de conocerla más (bíblicamente, dijo, como si aquella broma pudiera relajar la tensión que se había impuesto de repente entre ellos) y terminó con un, Bueno, ya te lo he dicho.
Ella le miró como si aquello fuera lo último que hubiera esperado escuchar en su vida (se quitó las gafas ¿para limpiarse los oídos? y se las volvió a poner), su actitud se retrayó y con una gran tranquilidad le contestó, ¡Oh, no, no, no te puedes imaginar lo complicada que soy! Es mucho mejor que sigamos así, de verdad, hazme caso. Además yo aún estoy colgada de, bueno, ya sabes, alguna vez te he hablado de él. Además ya sabes ese refrán que dice que donde pones la olla no pongas la... ¿Lo conoces?, ¿no?
Él recordó que, en efecto, su relación se había iniciado por una cuestión profesional y no le contestó a la pregunta retórica que ella le había hecho, ni le dijo que la referencia a dicho refrán le parecía una ordinariez supina. Sencillamente dijo, Bien, entonces sigamos con nuestro trabajo.
Cuando se separaron, trastocadas las formas y los fondos por una mera cuestión de empatía, él se sintió ligero. Caminó hacia su casa con una sonrisa entre los labios. Se olió el cuerpo que había sudado al hacer su declaración y se estiró en mitad de la calle mientras pensaba en el Matrimonio entre el Cielo y el Infierno de William Blake. Sin saber por qué pensaba en ese libro alegórico. Sin saber por qué lo releyó por la noche, ya en la cama, desnudo entre las sábanas sin echar de menos, por primera vez en dos semanas, el cuerpo de ella que nunca había visto.
Me estaba esperando en la ducha. Había tomado la forma de una polilla. La vi. Abrí el grifo. Hice pis. Descorrí la cortina y seguía allí, moviendo sus antenas. La cogí. La saqué del plato de la ducha. La dejé en el suelo del cuarto de baño. Le dije, No puedo hacer más por ti. Me duché. Me lavé los dientes dentro de la ducha ( a veces me gusta hacerlo así. Sentir que me limpio la boca a medida que me cae el agua por el cuerpo). Salí. La polilla seguía allí. Apenas había avanzado. Tuve cuidado para no pisarla. Cuando me fui le dije, Ánimo.
Sensual anduvo el tiempo después. Sentí emoción. Canté. Bailé mientras me miraba en el espejo bailar. Delgado. Volví al cuarto de baño y la polilla no estaba.
La vejez siempre ha estado cerca. La reiteración de los sueños. La conjunción.
Leía ayer: las personas de los sueños no son exclusivamente expresión de nuestra psique: "Son imágenes de la sombra que asumen papeles arquetípicos; son personae, máscaras, en cuyo vacio hay un numen". La razón de que los dáimones no aparezcan como tales, sino disfrazados como los amigos de la tarde anterior, sigue Hillman, es que esas personas del sueño son necesarias para hacer el alma: "Son necesarias para el trabajo de descubrir, de desliteralizar. Sin los amigos de la tarde anterior, un sueño sería una comunicación directa con los espíritus. Sin embargo, un sueño no es una visión, como la psique no es el espíritu" (De El Fuego secreto de los filósofos. Patrick Harpur. Editorial Atalanta).
Se me renueva la piel de una quemadura.
Mi uña tarda unos dos meses y medio en ser enteramente nueva.
Espero que esté volando fuera de la atmósfera húmeda que hace más pesadas sus alas.
Sensual anduvo el tiempo después. Sentí emoción. Canté. Bailé mientras me miraba en el espejo bailar. Delgado. Volví al cuarto de baño y la polilla no estaba.
La vejez siempre ha estado cerca. La reiteración de los sueños. La conjunción.
Leía ayer: las personas de los sueños no son exclusivamente expresión de nuestra psique: "Son imágenes de la sombra que asumen papeles arquetípicos; son personae, máscaras, en cuyo vacio hay un numen". La razón de que los dáimones no aparezcan como tales, sino disfrazados como los amigos de la tarde anterior, sigue Hillman, es que esas personas del sueño son necesarias para hacer el alma: "Son necesarias para el trabajo de descubrir, de desliteralizar. Sin los amigos de la tarde anterior, un sueño sería una comunicación directa con los espíritus. Sin embargo, un sueño no es una visión, como la psique no es el espíritu" (De El Fuego secreto de los filósofos. Patrick Harpur. Editorial Atalanta).
Se me renueva la piel de una quemadura.
Mi uña tarda unos dos meses y medio en ser enteramente nueva.
Espero que esté volando fuera de la atmósfera húmeda que hace más pesadas sus alas.
Nabucodonosor pintado por William Blake
La magia está en la paz, en la contemplación exenta de juicio, en la negativa a evaluar, a sopesar, a sentenciar. La magia está en sentirse acorde con una postura exenta de violencia, puro amor a las coordenadas que nos toca vivir, pura sensibilidad ante los acontecimientos, no acercarse a ellos desde el análisis sino desde el actuar, actuar sin analizar; la magia está en confiar ciegamente (abramánicamente) en la causalidad sin valor. Si calificamos restringimos porque al calificar oponemos los antónimos, por decirlo de alguna manera los fusilamos; la magia es aceptación.
Hoy está siendo un día de una gran creatividad. Llevo desde las nueve de la mañana escribiendo, leyendo, escuchando música, viendo imágenes, soñando, conversando, en silencio conmigo. Busco la magia de aceptar sin reservas lo que venga. La magia es el presente. Hoy, unido a él, he tenido un presente valioso, único. Me he dejado llevar y lo he llevado. Él caballo tordo. Yo caballero en camisa de amplias mangas y cuello abierto. Él hollando senderos pequeños junto a riveras de arroyuelos. Yo esquivando una rama de arce. Oliendo el aire. Disfrutando el vuelo de un ave.
El Alma del Mundo ¡claro que existe! Yo siento las presencias que se mueven en el campo difuso del espíritu; siento los pasos del duende que sale cuando la oscuridad nos permite permitirnos. Y le dejo corretear sin alumbrar nada como él me permite pensar que mis dedos se mueven por impulsos que tan sólo nacen en mí ¡Y qué decir de los bosques! ¡Y qué decir de los mares!
La noche ha llegado. Los seres cambian. Una luz se apaga en lo alto del campanario. Vuela un alma hacia su fin. Llega otra renovada.
Hoy está siendo un día de una gran creatividad. Llevo desde las nueve de la mañana escribiendo, leyendo, escuchando música, viendo imágenes, soñando, conversando, en silencio conmigo. Busco la magia de aceptar sin reservas lo que venga. La magia es el presente. Hoy, unido a él, he tenido un presente valioso, único. Me he dejado llevar y lo he llevado. Él caballo tordo. Yo caballero en camisa de amplias mangas y cuello abierto. Él hollando senderos pequeños junto a riveras de arroyuelos. Yo esquivando una rama de arce. Oliendo el aire. Disfrutando el vuelo de un ave.
El Alma del Mundo ¡claro que existe! Yo siento las presencias que se mueven en el campo difuso del espíritu; siento los pasos del duende que sale cuando la oscuridad nos permite permitirnos. Y le dejo corretear sin alumbrar nada como él me permite pensar que mis dedos se mueven por impulsos que tan sólo nacen en mí ¡Y qué decir de los bosques! ¡Y qué decir de los mares!
La noche ha llegado. Los seres cambian. Una luz se apaga en lo alto del campanario. Vuela un alma hacia su fin. Llega otra renovada.
Hay términos móviles como las aguas de un pantano. La decencia es uno de ellos. La decencia tiene algo de moral rancia, de cosa estrecha, de asunto modesto. Tiene además claras referencias sexuales y nada hay más antipático que la moral estrecha sobre la sexualidad.
María Moliner, atinada y tenaz, nos lo define de la forma siguiente: Decente: (Lat. decens, -entis, de "decere", convenir; v.: "decoro, decorar; adecentar, condecente, condecorar; indecente". Aplicado a las personas y a sus acciones y sus cosas.) 1. *Honrado o *digno: incapaz de acciones delictivas o inmorales. Comporta frecuentemente (pero no en la expresión "persona decente") la idea de modestia de posición social: "Es una muchacha decente que se gana la vida con su trabajo". 2.- *Honesto, o *moral desde el punto de vista sexual: "Ese escote no es decente. Un espectáculo decente". (Aplicado a mujeres). "Honrada". Irreprochable desde el punto de vista de la moral sexual. 3.- (aplicado a cosas). "Decoroso". Sin pobreza o miseria, pero sin lujo: `Lleva un traje decente. Vive en una casa decente´. (aplicado a "jornal, sueldo", etc.). No demasiado pequeño; tal que permite vivir decentemente. (V. t. "*Digno"). 4.- (id.). "Aseado". "*Limpio y *ordenado: `Voy a poner decente este cuarto´.
Lo digo porque en principio iba a titular este ensayo -(siempre lo digo -o alguna vez lo digo- y no por falsa modestia sino por atenerme al sentido estricto que le doy a este término) ensayo como: composición literaria constituida por meditaciones del autor sobre un tema más o menos profundo, pero sin sistematización filosófica- Sobre la indecencia Y cuando he ido al término me he dado cuenta de que no era sobre él sobre el que quería hablar aunque es cierto que hoy en día prepondera el sentido de sin escrúpulos en el término indecente.
Entonces he descubierto desaprensión y María Moliner me ha mostrado su urdimbre: Falta de aprensión o de *escrúpulos. Falta de preocupación por obrar honrada o justamente. (V.: "Cinismo, Descaro, Despreocupación, Desvergüenza, Estómago, Falta de *escrúpulos, Frescura, *Indelicadeza, Inmoralidad. Bajo, Indelicado, Sucio. Tener [tener buen] Estómago. Cueva de ladrones, Puerto de arrebatacapas. *Aprovechado. *Granuja.)
Y he sentido que quizá la desaprensión se ajustaba más a eso que me hace soñar lo siguiente: Tengo unos doce años. Estoy en un campo de concentración. Me han rapado el pelo al cero. Estoy vestido con un jersey de pico gris, una camisa blanca, unos pantalones cortos y unos zapatos negros. Hay un hombre muy duro que se va a cercando al lugar donde me encuentro en la fila. El paisaje es gris. De un invierno muy frío. Yo tengo miedo. Tengo mucho miedo. Un miedo de espina dorsal, de frío en las vértebras. El hombre se acerca. Hace una pregunta. Mira a los ojos fijamente mientras espera la respuesta. Tras escucharla reflexiona y luego sigue. Ya está llegando a mí y escucho lejanamente la pregunta. Muy lejos. Quisiera que no me llegara nunca el momento de responderla. Me aterra que el hombre decida que estoy mintiendo. Ya ha llegado y me pregunta con una voz meliflua y sorprendente. Una voz con algo de arpía y algo de toro. Me pregunta: ¿Eres judío? Yo le miro y le respondo que no. No soy judío. El hombre reflexiona, aprieta las mandíbulas. Lanza un suspiro y dice: Bájate los pantalones. Enséñame el pito. Yo le respondo: No. No quiero. Él me golpea la cara. No muy fuerte. Vamos, dice, bájate los pantalones. Ahora mismo. A mí me inunda la rabia y me los bajo y me bajo los calzoncillos. El hombre me agarra el glande con su mano enguantada en cuero y empieza a apretarlo como si fuera un chicle mientras dice, Estás circuncidado. Estás circuncidado. Y yo, aguantando el dolor y la vergüenza le respondo, No, estoy operado de fimosis. Operado de fimosis. Lo digo gritando como si ese matiz pudiera entenderlo ese hombre desaprensivo, incapaz de sentir escrúpulo alguno; un hombre para el cual la delicadeza es una cuestión femenina, débil. Lo digo gritando para que no me mate, para convencerle más alto aunque sepa que es inútil. Ante el desaprensivo todo es inútil.
Sé que podría buscar palabras peores. Tan sólo porque yo quitaría de la enumeración de palabras que propone María Moliner para desaprensión la de Despreocupación.
El desaprensivo está preocupado por su acción. Es desaprensivo porque es consciente de sus actos.
María Moliner, atinada y tenaz, nos lo define de la forma siguiente: Decente: (Lat. decens, -entis, de "decere", convenir; v.: "decoro, decorar; adecentar, condecente, condecorar; indecente". Aplicado a las personas y a sus acciones y sus cosas.) 1. *Honrado o *digno: incapaz de acciones delictivas o inmorales. Comporta frecuentemente (pero no en la expresión "persona decente") la idea de modestia de posición social: "Es una muchacha decente que se gana la vida con su trabajo". 2.- *Honesto, o *moral desde el punto de vista sexual: "Ese escote no es decente. Un espectáculo decente". (Aplicado a mujeres). "Honrada". Irreprochable desde el punto de vista de la moral sexual. 3.- (aplicado a cosas). "Decoroso". Sin pobreza o miseria, pero sin lujo: `Lleva un traje decente. Vive en una casa decente´. (aplicado a "jornal, sueldo", etc.). No demasiado pequeño; tal que permite vivir decentemente. (V. t. "*Digno"). 4.- (id.). "Aseado". "*Limpio y *ordenado: `Voy a poner decente este cuarto´.
Lo digo porque en principio iba a titular este ensayo -(siempre lo digo -o alguna vez lo digo- y no por falsa modestia sino por atenerme al sentido estricto que le doy a este término) ensayo como: composición literaria constituida por meditaciones del autor sobre un tema más o menos profundo, pero sin sistematización filosófica- Sobre la indecencia Y cuando he ido al término me he dado cuenta de que no era sobre él sobre el que quería hablar aunque es cierto que hoy en día prepondera el sentido de sin escrúpulos en el término indecente.
Entonces he descubierto desaprensión y María Moliner me ha mostrado su urdimbre: Falta de aprensión o de *escrúpulos. Falta de preocupación por obrar honrada o justamente. (V.: "Cinismo, Descaro, Despreocupación, Desvergüenza, Estómago, Falta de *escrúpulos, Frescura, *Indelicadeza, Inmoralidad. Bajo, Indelicado, Sucio. Tener [tener buen] Estómago. Cueva de ladrones, Puerto de arrebatacapas. *Aprovechado. *Granuja.)
Y he sentido que quizá la desaprensión se ajustaba más a eso que me hace soñar lo siguiente: Tengo unos doce años. Estoy en un campo de concentración. Me han rapado el pelo al cero. Estoy vestido con un jersey de pico gris, una camisa blanca, unos pantalones cortos y unos zapatos negros. Hay un hombre muy duro que se va a cercando al lugar donde me encuentro en la fila. El paisaje es gris. De un invierno muy frío. Yo tengo miedo. Tengo mucho miedo. Un miedo de espina dorsal, de frío en las vértebras. El hombre se acerca. Hace una pregunta. Mira a los ojos fijamente mientras espera la respuesta. Tras escucharla reflexiona y luego sigue. Ya está llegando a mí y escucho lejanamente la pregunta. Muy lejos. Quisiera que no me llegara nunca el momento de responderla. Me aterra que el hombre decida que estoy mintiendo. Ya ha llegado y me pregunta con una voz meliflua y sorprendente. Una voz con algo de arpía y algo de toro. Me pregunta: ¿Eres judío? Yo le miro y le respondo que no. No soy judío. El hombre reflexiona, aprieta las mandíbulas. Lanza un suspiro y dice: Bájate los pantalones. Enséñame el pito. Yo le respondo: No. No quiero. Él me golpea la cara. No muy fuerte. Vamos, dice, bájate los pantalones. Ahora mismo. A mí me inunda la rabia y me los bajo y me bajo los calzoncillos. El hombre me agarra el glande con su mano enguantada en cuero y empieza a apretarlo como si fuera un chicle mientras dice, Estás circuncidado. Estás circuncidado. Y yo, aguantando el dolor y la vergüenza le respondo, No, estoy operado de fimosis. Operado de fimosis. Lo digo gritando como si ese matiz pudiera entenderlo ese hombre desaprensivo, incapaz de sentir escrúpulo alguno; un hombre para el cual la delicadeza es una cuestión femenina, débil. Lo digo gritando para que no me mate, para convencerle más alto aunque sepa que es inútil. Ante el desaprensivo todo es inútil.
Sé que podría buscar palabras peores. Tan sólo porque yo quitaría de la enumeración de palabras que propone María Moliner para desaprensión la de Despreocupación.
El desaprensivo está preocupado por su acción. Es desaprensivo porque es consciente de sus actos.
Soldaditos de plomo y acuarela pintada por Fernando Loygorri
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/05/2010 a las 09:54 | {0}