Rayos de sol y una pieza de Erik Satie. Azuladas bajo la piel pálida corren sus venas que parecen transportar una sangre con potencias de estrellas muy lejanas y aroma de almendras. Si se traslada de una lengua a otra, las variaciones de los sonidos suspenden en el aire gotitas de anís. Si escucho, en la noche, un gemido suyo (gemido de sueño inalcanzable, muselina su garganta, vaivén de recuerdos de la infancia, la luna llena, la barra del bar primero, su gesto embriagado en la azotea de un edificio frente al mar, su lento caminar que se encamina hacia la entrada de un cementerio bajo un cielo sereno como es la muerte de los muertos, su espalda junto a la estatua de Federico, una vuelta a sus cabellos lacios y rubios ricos en matices, rubios como el sonido de la playa de Ohma, su ropa interior delicada como el corazón de las gacelas, aquéllas evocadas en los lejanos cuentos orientales, su mirada perdida en una evocación trágica, la larga y hermosísima conversación edificada sobre la verdad sin reproches ni lamentos ni quejas sino como elevación de la vida verdadera la que se vive para ser amada y los silencios posteriores con algo de Martini rojo y clara con limón) aviva en mí la etérea conformación de la existencia en nada pasajera y siempre transitando. Un paseo, una acera, una sonrisa a la vera de una ilusión de monumentos con langosta, la ceñida ante los vientos enemigos, la deriva por un mar hondísimo hasta llegar a la calle Corrientes donde Madame L. será feliz y mirará las calles de Buenos Aires con su mirada entre verde y gris donde se dejará llevar por el acento porteño y una noche, entre tangos y halagos, sabrá por qué está allí y reirá con su risa más infantil la que le surge de la suavidad de su piel y la certeza de su fatum. O arriba de la escalera en la hermosa construcción de la T4 mientras se mantiene hasta que desaparezco y yo asiento con mi torpe caminar el seguro paso que entre los dos vamos dando.
Evoco su figura frente a un acantilado, el viento pega a su cuerpo su traje, sus cabellos -como rayos de sol- se expanden, su mirada fija en el horizonte busca la otra mitad de su mundo, sus brazos abrazan su vientre que dio el fruto amado de un hijo sagaz, sus piernas se mantienen firmes entre la violencia y el humor -secreto pasadizo por donde el dolor huye, transformación súbita del llanto en risa, comunión brutal entre el ansia de vivir y la obligación de morir-.
Evoco su figura frente a un acantilado, el viento pega a su cuerpo su traje, sus cabellos -como rayos de sol- se expanden, su mirada fija en el horizonte busca la otra mitad de su mundo, sus brazos abrazan su vientre que dio el fruto amado de un hijo sagaz, sus piernas se mantienen firmes entre la violencia y el humor -secreto pasadizo por donde el dolor huye, transformación súbita del llanto en risa, comunión brutal entre el ansia de vivir y la obligación de morir-.
Algún día
sí
algún día
Me llamarán por mi nombre
Me explicarán lo inexplicable
Me arrullarán las razones
Algún día
sonará la trompeta de Jericó
vendrá un aire limpio a ensuciarlo todo
como ocurre con los trapos y el polvo.
Algún día
sí
algún día
un aspaviento significará
un destello será toda la luz
y viajaré dormido sin esperar del paisaje
una belleza que en nada me atañe.
Algún día
entenderé
sí
algún día
entenderé
Como se construye el presente
así lo entenderé
Como la ausencia es todo
así lo entenderé
Como nada tiene razón
así lo entenderé.
Algún día
sí
algún día
la comedia
la comedia
LA COMEDIAAAAAA
(que debe de ser muy, muy fundamental)
A Caroline Lahougue que en ocasiones lee quejas en este blog
Diccionario de Autoridades
Queja. f.s. Expresión de dolór, pena o sentimiento. Lat. Quereja. Querimonia. Questus. BARBAD. Cab, perf. f. 9: Porque con ellas injuriamos al cielo, a quien debiendo gracias, demos quejas. JAUREG. Pharfal, lib. 3: Esforzad quejas, lastimad el viento.
Queja: Se llama también el sentimiento que se tiene de algún agravio , injuria, menosprecio o desáire. Lat. Querimonia. GUEV. Epis. a D. Pedro de Acuña. Formais contra mí una mui gran queja, diciendo que há un año que no os vi. LOP. Arcad. f. 58. Que á quien la envidia dexa,/ de amigo ni enemigo tiene queja.
Queja. En lo forense vale lo mismo que querella. Recop. lib. 2. tit.21. l.6.. Los escribanos del crimen de los alcaldes de las chancillerías lleven de la queja que se diere de palabra, doce maravedís.
Quejarse. v.r. Explicar con la voz o el dolór ò pena que se siente. Es formado del nombre queja. Lat. Queri, Conqueri, Lamentari. LOP. Arcad. f.20. Yo descanso el rato que me quejo, y muero el que disimúlo. VALDIV. Sagrar. lib.3. Oct. 40. Quéjese el rey y la ciudad se queje/ que no admito sus glorias enemigas.
Quejarse. vale también dar à entender la queja o sentimiento que se tiene de otro. Lat. Querelas facere. Querimoniam jaètare. SAAV. Empre. 27.. Claudio se quejó al Senado de que se admitieran las supersticiones extrangéras.
Quejarse. Significa también lo mismo que querellarse.
Quejarse de vicio. Phrase que vale sentirse u dolerse con pequeño motivo, u de lo que no debe. Lat. De nihilo questus ciere. In puticis morsu clamare.
Quejicoso, sa. adj. El que se queja demasiadamente, y las más veces sin causa, con melindre y afectación. Lat. Facilè querelus, queribundus. NIEREME. Epistola. 15. Son mal sufridos y quejicósos, tienen themas, y pundonóres vanos.
Quejido. s. m. Voz lastimosa de algún dolor o pena, que aflige y atormenta. Lat. Questus. Gemitus. ANT. PER. Cart. part. 1. cart. 134.. Que los trabajos me han reducido a estado de niño, en los quejidos, y en el término de hablar. PIC. JUST. f.85. Una veces decía oy oy: otras decía, ay, ay, con unos quejidos tales que parecía que verdaderamente la robaban.
Quejosissimo, ma. adj. superl. Mui quejoso. Lat. Valdè queribundus. LOP. Arcad. f.20. Ya te parecerá a ti... que soi yo el favorecido y el quejóso.
Quejumbre s.m. Lo mismo que queja. Es voz antiquada. CHRON. GEN. part. 4. cap. 3. Mas para esto hacer bien, ha menester que lo tengamos en gran poridad, è que non demos à entender que ninguna quejumbre habemos de él.
Quejumbroso, sa. Delicado y que de todo forma queja. Es voz de poco uso. Lat. Facile queribundus. AMAY. Deseng. cap. 16. Por ser la condición de los convidados delicadísima y quejumbrósa.
Quejura. s.f. Priessa o acceleración congojosa. Trahen esta voz Nebrija y el P. Alcalá en sus Vocabularios pero no tiene uso. Lat. Inflantia. Properatio.
Y así espero que si la queja es expresar en la escritura un dolor o una pena, bienvenida sea la crítica pues al igual que se puede expresar la alegría también tienen derecho los desaires y dolores viejos a expresarse. Pero si la queja por la queja viene porque lo escrito sea quejumbroso o quejosissimo o quejicoso, entonces habré de someterme a examen de conciencia y ver de arreglar tan descomunal desaguisado. Pues me parece a mí que semejante característica pertenece más a espíritu miserable que a alma sensible.
Queja. f.s. Expresión de dolór, pena o sentimiento. Lat. Quereja. Querimonia. Questus. BARBAD. Cab, perf. f. 9: Porque con ellas injuriamos al cielo, a quien debiendo gracias, demos quejas. JAUREG. Pharfal, lib. 3: Esforzad quejas, lastimad el viento.
Queja: Se llama también el sentimiento que se tiene de algún agravio , injuria, menosprecio o desáire. Lat. Querimonia. GUEV. Epis. a D. Pedro de Acuña. Formais contra mí una mui gran queja, diciendo que há un año que no os vi. LOP. Arcad. f. 58. Que á quien la envidia dexa,/ de amigo ni enemigo tiene queja.
Queja. En lo forense vale lo mismo que querella. Recop. lib. 2. tit.21. l.6.. Los escribanos del crimen de los alcaldes de las chancillerías lleven de la queja que se diere de palabra, doce maravedís.
Quejarse. v.r. Explicar con la voz o el dolór ò pena que se siente. Es formado del nombre queja. Lat. Queri, Conqueri, Lamentari. LOP. Arcad. f.20. Yo descanso el rato que me quejo, y muero el que disimúlo. VALDIV. Sagrar. lib.3. Oct. 40. Quéjese el rey y la ciudad se queje/ que no admito sus glorias enemigas.
Quejarse. vale también dar à entender la queja o sentimiento que se tiene de otro. Lat. Querelas facere. Querimoniam jaètare. SAAV. Empre. 27.. Claudio se quejó al Senado de que se admitieran las supersticiones extrangéras.
Quejarse. Significa también lo mismo que querellarse.
Quejarse de vicio. Phrase que vale sentirse u dolerse con pequeño motivo, u de lo que no debe. Lat. De nihilo questus ciere. In puticis morsu clamare.
Quejicoso, sa. adj. El que se queja demasiadamente, y las más veces sin causa, con melindre y afectación. Lat. Facilè querelus, queribundus. NIEREME. Epistola. 15. Son mal sufridos y quejicósos, tienen themas, y pundonóres vanos.
Quejido. s. m. Voz lastimosa de algún dolor o pena, que aflige y atormenta. Lat. Questus. Gemitus. ANT. PER. Cart. part. 1. cart. 134.. Que los trabajos me han reducido a estado de niño, en los quejidos, y en el término de hablar. PIC. JUST. f.85. Una veces decía oy oy: otras decía, ay, ay, con unos quejidos tales que parecía que verdaderamente la robaban.
Quejosissimo, ma. adj. superl. Mui quejoso. Lat. Valdè queribundus. LOP. Arcad. f.20. Ya te parecerá a ti... que soi yo el favorecido y el quejóso.
Quejumbre s.m. Lo mismo que queja. Es voz antiquada. CHRON. GEN. part. 4. cap. 3. Mas para esto hacer bien, ha menester que lo tengamos en gran poridad, è que non demos à entender que ninguna quejumbre habemos de él.
Quejumbroso, sa. Delicado y que de todo forma queja. Es voz de poco uso. Lat. Facile queribundus. AMAY. Deseng. cap. 16. Por ser la condición de los convidados delicadísima y quejumbrósa.
Quejura. s.f. Priessa o acceleración congojosa. Trahen esta voz Nebrija y el P. Alcalá en sus Vocabularios pero no tiene uso. Lat. Inflantia. Properatio.
Y así espero que si la queja es expresar en la escritura un dolor o una pena, bienvenida sea la crítica pues al igual que se puede expresar la alegría también tienen derecho los desaires y dolores viejos a expresarse. Pero si la queja por la queja viene porque lo escrito sea quejumbroso o quejosissimo o quejicoso, entonces habré de someterme a examen de conciencia y ver de arreglar tan descomunal desaguisado. Pues me parece a mí que semejante característica pertenece más a espíritu miserable que a alma sensible.
Negar la evidencia tiene sus dificultades. Por ejemplo: espero y dejo pasar estos minutos en los que espero. Lo sé y aún así pasa. Es una evidencia.
Es tedioso negar las corrientes mayoritarias de pensamiento. Porque son mayoritarias. Aún así, de vez en cuando, me surge la gana de discutir principios axiomáticos. En el mundo de las masas -porque en nosotros habita a un mismo tiempo el individuo y la masa- lo importante es la repetición del mensaje. Y cuanto más acorde con la corriente general del pensamiento, mejor.
En un programa de televisión apareció un científico que ha creado una colección de libros que se llama Vaya Timo, en la cual -desde el punto de vista científico- pone en solfa desde los ovnis, la homeopatía, las brujas, los espíritus, la astrología, en fin, todo aquello que escapa del mundo de la lógica. Y es tan evidente que desde un método se puede negar cualquier otro que no cumpla sus reglas que es casi de catón.
La corriente general de pensamiento actual es el método científico (véase si no todos los productos que se venden en base a la sacrosanta idea de que está demostrado científicamente).
Fumar es malo. Y nadie puede desdecir este principio, excepto cuando se puede desdecir. Caso ejemplar es el que, con la nueva ley antitabaco en España, se nos ofrece: la prohibición de fumar no se aplicará en dos recintos: los manicomios y las cárceles. En los manicomios y en las cárceles se puede fumar.
Si yo esgrimiera una razón (a lo mejor esgrimo más) diría que el tabaco es un calmante (y anda que no venden ansiolíticos en las farmacias que te pueden fastidiar hígados, riñones y lactancias, a la par que muchas veces no sirven para nada). Fumar aligera de la vida porque la escenifica en humo y el humo es leve y se eleva y fluye y desaparece y esa sucesión de estados del humo provoca en quien la provoca una suerte de levedad que puede evitar, por ejemplo, el cáncer de gónadas. Cuál no será la potencia del fumeque que se permite ejercerla en las cárceles so riesgo de un motín. Las autoridades saben esto y saben que si lo prohibieran en el lugar por excelencia de la prohibición, los que arderían no serían los cigarrillos sino los muros de la prisión.
Fumar muestra la fugacidad de la vida. Y además -en cuanto a estética- tiene la suavidad de la veladura, la memoria de la succión de la teta (tanto para mujeres como para hombres. Ambos sexos nos nutrimos del mismo pecho y a ambos el destete nos fastidia una barbaridad), el guiño de los ojos y el movimiento suave de los labios.
La prohibición de fumar no tiene por principio la salud de los individuos -hasta ahí podíamos llegar: que el poder se inmiscuya en lo quiera hacer cada uno con su cuerpo- sino el saneamiento de sus cuentas públicas. Porque es cierto que en algunos individuos el fumar provoca efectos nada deseables (sobre todo en aquellos que llevan el placer a la adicción) que le cuestan unos cuantos quirófanos a la sanidad pública. Pero si por cuestión de humos tóxicos fuera, los próceres de la higiene y la salubridad han empezado desde luego con los humos más chiquitos.
Se podría rastrear el uso del tabaco en las culturas precolombinas como se puede rastrear la huella que nos dice que todo tipo de religión proviene de la embriaguez pero claro, ¡va de retro, Satanás!, en un mundo tan mojigato -a la mojigatería se le llama ahora lo políticamente correcto que no es más que un eufemismo- no se puede decir que Dios venga de la ebriedad primera de Adán y Eva con la consiguiente orgía. Se podría rastrear, decía, el consumo de lo que se convierte en humo y descubriríamos que esa actividad humana tiene como fin la paz del alma. Vamos que el Dalai Lama podría aconsejar el uso del tabaco.
Cuando el trasplante total de pulmones y sistema vascular se pueda llevar a cabo -no se tardará mucho- los poderes públicos se quedarán sin argumentos. Por eso están atacando ahora con todas sus fuerzas el uso y disfrute del tabaco, para que cuando llegue el momento sólo unos cuantos acérrimos enamorados de las metáforas sigan convirtiendo el tiempo en volutas de humo que se elevan y suavemente desaparecen en el anchuroso universo... como el vivir. Vale (que en la época de Miguel de Cervantes significaba: Fin).
Es tedioso negar las corrientes mayoritarias de pensamiento. Porque son mayoritarias. Aún así, de vez en cuando, me surge la gana de discutir principios axiomáticos. En el mundo de las masas -porque en nosotros habita a un mismo tiempo el individuo y la masa- lo importante es la repetición del mensaje. Y cuanto más acorde con la corriente general del pensamiento, mejor.
En un programa de televisión apareció un científico que ha creado una colección de libros que se llama Vaya Timo, en la cual -desde el punto de vista científico- pone en solfa desde los ovnis, la homeopatía, las brujas, los espíritus, la astrología, en fin, todo aquello que escapa del mundo de la lógica. Y es tan evidente que desde un método se puede negar cualquier otro que no cumpla sus reglas que es casi de catón.
La corriente general de pensamiento actual es el método científico (véase si no todos los productos que se venden en base a la sacrosanta idea de que está demostrado científicamente).
Fumar es malo. Y nadie puede desdecir este principio, excepto cuando se puede desdecir. Caso ejemplar es el que, con la nueva ley antitabaco en España, se nos ofrece: la prohibición de fumar no se aplicará en dos recintos: los manicomios y las cárceles. En los manicomios y en las cárceles se puede fumar.
Si yo esgrimiera una razón (a lo mejor esgrimo más) diría que el tabaco es un calmante (y anda que no venden ansiolíticos en las farmacias que te pueden fastidiar hígados, riñones y lactancias, a la par que muchas veces no sirven para nada). Fumar aligera de la vida porque la escenifica en humo y el humo es leve y se eleva y fluye y desaparece y esa sucesión de estados del humo provoca en quien la provoca una suerte de levedad que puede evitar, por ejemplo, el cáncer de gónadas. Cuál no será la potencia del fumeque que se permite ejercerla en las cárceles so riesgo de un motín. Las autoridades saben esto y saben que si lo prohibieran en el lugar por excelencia de la prohibición, los que arderían no serían los cigarrillos sino los muros de la prisión.
Fumar muestra la fugacidad de la vida. Y además -en cuanto a estética- tiene la suavidad de la veladura, la memoria de la succión de la teta (tanto para mujeres como para hombres. Ambos sexos nos nutrimos del mismo pecho y a ambos el destete nos fastidia una barbaridad), el guiño de los ojos y el movimiento suave de los labios.
La prohibición de fumar no tiene por principio la salud de los individuos -hasta ahí podíamos llegar: que el poder se inmiscuya en lo quiera hacer cada uno con su cuerpo- sino el saneamiento de sus cuentas públicas. Porque es cierto que en algunos individuos el fumar provoca efectos nada deseables (sobre todo en aquellos que llevan el placer a la adicción) que le cuestan unos cuantos quirófanos a la sanidad pública. Pero si por cuestión de humos tóxicos fuera, los próceres de la higiene y la salubridad han empezado desde luego con los humos más chiquitos.
Se podría rastrear el uso del tabaco en las culturas precolombinas como se puede rastrear la huella que nos dice que todo tipo de religión proviene de la embriaguez pero claro, ¡va de retro, Satanás!, en un mundo tan mojigato -a la mojigatería se le llama ahora lo políticamente correcto que no es más que un eufemismo- no se puede decir que Dios venga de la ebriedad primera de Adán y Eva con la consiguiente orgía. Se podría rastrear, decía, el consumo de lo que se convierte en humo y descubriríamos que esa actividad humana tiene como fin la paz del alma. Vamos que el Dalai Lama podría aconsejar el uso del tabaco.
Cuando el trasplante total de pulmones y sistema vascular se pueda llevar a cabo -no se tardará mucho- los poderes públicos se quedarán sin argumentos. Por eso están atacando ahora con todas sus fuerzas el uso y disfrute del tabaco, para que cuando llegue el momento sólo unos cuantos acérrimos enamorados de las metáforas sigan convirtiendo el tiempo en volutas de humo que se elevan y suavemente desaparecen en el anchuroso universo... como el vivir. Vale (que en la época de Miguel de Cervantes significaba: Fin).
E.H. Gombrich. La historia del arte. Editado por Debate.
Extracto del capítulo XV. La consecución de la armonía. Toscana y Roma, primera mitad del siglo XVI
La última cena (restaurada) realizada entre 1495-1498
[...] Por singular desventura, las pocas obras que Leonardo [da Vinci] terminó en sus años de madurez han llegado a nosotros en muy mal estado de conservación. Así, cuando contemplamos lo que queda de la famosa pintura mural de Leonardo La última cena, tenemos que esforzarnos en imaginar cómo pudo aparecer a los ojos de los monjes para los cuales fue realizada. La pintura cubre una de las paredes de un recinto oblongo, empleado como refectorio por los monjes del monasterio de Santa María delle Grazie de Milán. Hay que imaginarse el momento en que la pintura era descubierta y cuando, junto a las largas mesas de los monjes, aparecieron las imágenes del Cristo y sus apóstoles. Nunca se había mostrado con tanta fidelidad y tan lleno de vida el episodio sagrado. Era como si se hubiera añadido otro comedor al de ellos, en el cual La última cena había alcanzado forma tangible. ¡Con cuánta precisión caía la luz sobre la mesa confiriendo cuerpo y solidez a las figuras! Acaso lo primero que maravilló a los monjes fue el verismo de todos los detalles, los platos sobre el mantel y los pliegues de los ropajes. Entonces, como ahora, las obras de arte eran juzgadas a menudo por la gente culta en razón de su naturalismo. Pero ésta pudo haber sido tan sólo la reacción primera. Una vez que admiraron suficientemente su extraordinaria ilusión de realidad, los monjes considerarían de qué modo había presentado Leonardo el tema bíblico. No había nada en esta obra que se asemejase a las viejas representaciones del mismo asunto. En estas versiones tradicionales, se veía a los apóstoles sentados sosegadamente en torno a la mesa -solamente Judas quedaba separado del resto-, mientras el Cristo administraba serenamente el sacramento. La nueva representación era muy diferente de cualquiera de esos cuadros. Había algo dramático y angustioso en ella. Leonardo, como Giotto antes que él, había retornado al texto de las Escrituras, y se había esforzado en hacer visible el momento en el que el Cristo pronuncia las palabras: "Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará", y muy entristecidos, cada uno de los apóstoles le dice: "¿Acaso soy yo, Señor?" (Mateo 26, 21-22). El evangelio de san Juan añade que: "Uno de sus discípulos, el que el Cristo amaba, estaba a la mesa al lado del Cristo. Simón Pedro le hace una seña y le dice: 'Pregúntale de quién está hablando'. Él, recostándose sobre el pecho del Cristo, le dice: 'Señor, ¿quién es?'" (Juan 13, 23-25). Es este preguntar y señalar el que introduce el movimiento en la escena. El Cristo acaba de pronunciar las trágicas palabras, y los que están a su lado retroceden asustados al escuchar la revelación. Algunos parecen hacer protestas de su inocencia y amor; otros, discutir gravemente acerca de lo que el Cristo puede haber dado a entender; y otros más, parecen mirarle ansiando una explicación de las palabras que acaba de pronunciar. San Pedro, el más impetuoso de todos, se precipita hacia san Juan, que está sentado a la derecha del Cristo. Como si murmurase algo al oído de san Juan, inadvertidamente empuja hacia delante a Judas. Éste no se halla separado del resto, y sin embargo parece aislado. Él es el único que no gesticula ni pregunta; inclinado hacia delante inquiere con la mirada algún indicio de sospecha o de ira, en contraste dramático con la figura del Cristo, serena y resignada en medio de la agitación. Nos gustaría saber cuánto tardarían los primeros espectadores en darse cuenta del arte consumado con que se ordenó todo este movimiento dramático. A pesar de la agitación causada por las palabras del Cristo, no hay nada caótico en el cuadro. Los doce apóstoles parecen formar con toda naturalidad cuatro grupos de tres, relacionados unos con otros mediante gesto y movimientos. Hay tanto orden en esta variedad, y tanta variedad en este orden, que no se acaba nunca de admirar el juego armónico y la correspondencia entre unos movimientos y otros. Tal vez sólo podamos apreciar el logro de Leonardo en esta composición si consideramos de nuevo el problema estudiado al describir el San Sebastián de Pollaiuolo [trata este problema sobre cómo distribuir las figuras de modo que formaran un diseño armónico]. Recordemos cómo lucharon los artistas de aquella generación por conciliar las exigencias del realismo con las del esquema del dibujo. Recordemos cuán rígida y artificiosa nos pareció la solución de Pollaiuolo a este problema. Leonardo, que era un poco más joven que Pollaiuolo, lo resolvió con aparente facilidad. Si se olvida por un momento lo que la escena representa, se puede disfrutar con la contemplación del hermoso esquema formado por las figuras. La composición parece poseer la armonía y el natural equilibrio que caracterizó las pinturas góticas, y que artistas como Rogier van der Weyden y Botticelli, cada uno a su manera, trataron de recuperar para el arte. Pero Leonardo no juzgó necesario sacrificar la corrección del dibujo, o la exacta observación, a las exigencias de un esquema satisfactorio. Si se olvida la belleza de la composición, nos sentimos enfrentados de pronto con un trozo de realidad tan palpitante y sorprendente como los que hemos visto en las obras de Masaccio o Donatello. Y ni siquiera este acierto agota la verdadera grandeza de la obra, pues más allá de aspectos técnicos, como la composición y el dibujo, tenemos que admirar la profunda penetración de Leonardo en lo que respecta a la conducta y las reacciones humanas, así como la poderosa imaginación que le permitió situar la escena ante nuestros ojos. Un testigo ocular nos refiere que vio a menudo a Leonardo trabajando en La última cena; afirma que se subía al andamio y podía pasarse días enteros con los brazos cruzados, sin hacer otra cosa que examinar lo que había hecho, antes de dar otra pincelada. Es el fruto de este pensar lo que nos ha legado, y aún en su estado ruinoso, La última cena sigue siendo uno de los grandes milagros debidos al genio del hombre.
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Diario
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/04/2011 a las 19:39 | {0}