Escucho en la radio que se ha erigido un monumento en el Parque Juan Carlos I de la ciudad de Madrid en homenaje a los muertos en el Vuelo JK5022 que ocurrió en agosto de 2008 en el aeropuerto de Barajas. Al acto ha asistido el alcalde de la ciudad Alberto Ruiz Gallardón.
¿Por qué se erige un monumento a unos muertos en un accidente de aviación? ¿Por qué asiste una autoridad política al hecho? ¿Por qué en un parque público? ¿Nos hemos vuelto locos?
¿Qué se homenajea? ¿La mala suerte de 151 personas? ¿La falibilidad de la técnica? ¿Por qué no se erige un monumento a los muertos en accidente de tráfico? ¿Y otro a los que mueren cuando se le cae el alero de un tejado al pasar por una calle poco transitada en un día ventoso?
En el discurso se dice que es para que no se olvide la tragedia. ¿Y por qué no voy a olvidar la tragedia? Entiendo que no la olviden -aunque tampoco lo entienda mucho- los deudos de los muertos pero un señor que pasea por el parque por la mañana ¿por qué no puede olvidarse de lo que ocurrió en un accidente?
O quizá los motivos sean otros. ¿Atraerá votos al señor Gallardón la escultura? Más claramente: hoy se homanajea hasta al gato siempre y cuando se obtenga un rédito político.
Monumentos espúreos, diría. Monumentos que no tienen sentido ninguno (si es que algún sentido tienen los monumentos a parte del legítimo derecho de los escultores a vivir de su trabajo). Porque, ya puestos, tan sólo tendría sentido levantar un monumento cuando un hecho cuya trascendencia social es decisiva, se preserva del olvido mediante la memoria monolítica de la piedra. ¿Qué trascendencia tiene un accidente? Si el propio término habla por sí solo de su fatum. ¿Desde cuándo se monumentaliza lo inexorable?
Ya digo, perplejo me tiene porque además, en el fondo, subyace -en mí- una suerte de parangón con otros monumentos que sí tienen sentido desde la perspectiva descrita un poco más arriba, como por ejemplo el monumento a los muertos en el atentado del 11-M. Porque aquéllos no murieron en un accidente, murieron en un acto de guerra y la guerra, ya se sabe, nunca es accidental. No deberían compararse muertes pero puestos a ello, desde luego que algunas sí merecen ser recordadas y otras, la mayoría, sencillamente y por el bien de todos, han de ser olvidadas.
¿Por qué se erige un monumento a unos muertos en un accidente de aviación? ¿Por qué asiste una autoridad política al hecho? ¿Por qué en un parque público? ¿Nos hemos vuelto locos?
¿Qué se homenajea? ¿La mala suerte de 151 personas? ¿La falibilidad de la técnica? ¿Por qué no se erige un monumento a los muertos en accidente de tráfico? ¿Y otro a los que mueren cuando se le cae el alero de un tejado al pasar por una calle poco transitada en un día ventoso?
En el discurso se dice que es para que no se olvide la tragedia. ¿Y por qué no voy a olvidar la tragedia? Entiendo que no la olviden -aunque tampoco lo entienda mucho- los deudos de los muertos pero un señor que pasea por el parque por la mañana ¿por qué no puede olvidarse de lo que ocurrió en un accidente?
O quizá los motivos sean otros. ¿Atraerá votos al señor Gallardón la escultura? Más claramente: hoy se homanajea hasta al gato siempre y cuando se obtenga un rédito político.
Monumentos espúreos, diría. Monumentos que no tienen sentido ninguno (si es que algún sentido tienen los monumentos a parte del legítimo derecho de los escultores a vivir de su trabajo). Porque, ya puestos, tan sólo tendría sentido levantar un monumento cuando un hecho cuya trascendencia social es decisiva, se preserva del olvido mediante la memoria monolítica de la piedra. ¿Qué trascendencia tiene un accidente? Si el propio término habla por sí solo de su fatum. ¿Desde cuándo se monumentaliza lo inexorable?
Ya digo, perplejo me tiene porque además, en el fondo, subyace -en mí- una suerte de parangón con otros monumentos que sí tienen sentido desde la perspectiva descrita un poco más arriba, como por ejemplo el monumento a los muertos en el atentado del 11-M. Porque aquéllos no murieron en un accidente, murieron en un acto de guerra y la guerra, ya se sabe, nunca es accidental. No deberían compararse muertes pero puestos a ello, desde luego que algunas sí merecen ser recordadas y otras, la mayoría, sencillamente y por el bien de todos, han de ser olvidadas.
Detalle de la fuente de la Place Igor Stravinsky en Paris
¿Cuando el agujero negro se come la estrella, digiere fuego?
¿Besaste la orilla del mundo?
¿Ves lo que es?
Ese susurro, esa lenta caricia, ese desdoblarse en espuma, ¿muestra la huella y la arena?
¿Los monosílabos se dividen?
¿Volveremos a pensar el Mundo?
¿La caída libre se sumergió en el estanque y nos devolvió un geiser?
¿Cogerás mis manos?
¿Vino desde tan lejos el aroma que apenas entendimos su significado?
¿Mesa es mesa?
¿Pendientes de los pendientes derivamos por las pendientes?
¿Por qué reconstruiste la ceniza?
¿Cumpleaños?
¿Porque los senos tienden a la esfera, la felicidad se tiende redonda?
¿Fue?
¿...?
Eran los altos días mayo. Nadaba en el aire la resurrección de los muertos. Los aromas podridos de un mar sin placton parecían evaporarse en la amalgama de gentes y lonas y mensajes. Era un miedo que huía. Era una ilusión de millones. Era la espada sin filo que se alza. Sobre los relojes y los campanarios; ante los hombres armados; frente a los furgones enrejados; sin atender a la indiferencia, se fueron afianzando en las plazas.
Los voceros, empeñados en sus rotativas, ciegos de espanto, avaros de sus avaricias, insensatos y oscuros, llenos de pústulas dialécticas -no quiso ni pronunciar un sólo nombre de infame-, riendo la valentia de muchos, sordos ante el murmullo pacífico -semejante en todo al vuelo de las abejas alrededor de los pétalos de las flores; legendarias en su quehacer práctico- de millones de voces, fluctuando entre una mirada paternalista y un discurso de burgués idiotizado, quisieron convertir el proceso en suceso (algo que ocurre y que no deja esencias de nada. Un suelto un año más tarde en un diario. Una broma sucia. Una risa de conmiseración).
Transcurrían las horas. Transcurrían las naciones. Nada se subvertía. No había una toma del Palacio del Invierno (sólo ellos sabían que ese no asalto, era el asalto). Se escuchaba una guitarra. Se fumaba un peta -sí, señores, se fumaba un peta-. Se ensoñaba un triunfo. Se comisionaban comisiones. Se asambleaban asambleas. Se escuchaban unos a otros. Paseaban. Se comprometían. Y en mitad de todo ese jaleo político y ciudadano, ella se comió una manzana.
No podían estar lejos los disturbios. Todos lo sabían. No podía ser que una mujer comiera una manzana entre comisiones sin que ese acto nutricional no fuera tomado como una subversión al orden establecido. Sabían que la policía andaba cerca; la olían como las gacelas huelen a la leona y saben que han de esperar el ataque pues ellas no pueden atacar. El cielo se cubrió varios días de nubes. El agua puso en duda las infraestructuras. Y las fuerzas del orden establecido atacaron. Los que eran libres se sentaron y sentados fueron aporreados. La sangre enturbió las plazas. Los gemidos se escucharon. Al caer la tarde se redoblaron los ciudadanos y se sentaron de nuevo y volvieron a sus comisiones y se alzaron cantos contra la fuerza. La mujer masticaba la manzana.
Fue junio la epifanía de las verdades como puños. Fue junio un clamor que se extiende -alfombra voladora por la imaginación de los justos-. Fue junio una salva y los que debían hablar -los llamados parlamentarios- se encerraron donde no se habla -el llamado Parlamento- y los que hablan llegaron hasta sus puertas protegidas por fieles cancerberos con cascos de batalla, vallas y silencio. Las noches se hicieron blancas. Los niños querían cuentos y bailes y palmas. La mujer que come una manzana preguntó: ¿Por qué nuestros representantes no vienen en comisión a parlamentar con nosotros? ¿Cómo no ha ocurrido ya este hecho?
Corrió la noticia de que Grecia se hundía y las ruinas de su Partenón eran símbolo de su economía; se dijeron unos a otros que la lucha nunca sería fratricida y exploraron de nuevo -reunidos en asamblea- las razones por las que los parlamentos y los banqueros no escuchan a quienes sobrellevan el peso de la Historia.
Mediado junio, la mujer que come manzana pensó: La semilla ha sido plantada. Es hora de volver a casa y cuidar con mimo la gestación de la hazaña. A su tiempo nacerá el hijo de los que no batallan.
Los voceros, empeñados en sus rotativas, ciegos de espanto, avaros de sus avaricias, insensatos y oscuros, llenos de pústulas dialécticas -no quiso ni pronunciar un sólo nombre de infame-, riendo la valentia de muchos, sordos ante el murmullo pacífico -semejante en todo al vuelo de las abejas alrededor de los pétalos de las flores; legendarias en su quehacer práctico- de millones de voces, fluctuando entre una mirada paternalista y un discurso de burgués idiotizado, quisieron convertir el proceso en suceso (algo que ocurre y que no deja esencias de nada. Un suelto un año más tarde en un diario. Una broma sucia. Una risa de conmiseración).
Transcurrían las horas. Transcurrían las naciones. Nada se subvertía. No había una toma del Palacio del Invierno (sólo ellos sabían que ese no asalto, era el asalto). Se escuchaba una guitarra. Se fumaba un peta -sí, señores, se fumaba un peta-. Se ensoñaba un triunfo. Se comisionaban comisiones. Se asambleaban asambleas. Se escuchaban unos a otros. Paseaban. Se comprometían. Y en mitad de todo ese jaleo político y ciudadano, ella se comió una manzana.
No podían estar lejos los disturbios. Todos lo sabían. No podía ser que una mujer comiera una manzana entre comisiones sin que ese acto nutricional no fuera tomado como una subversión al orden establecido. Sabían que la policía andaba cerca; la olían como las gacelas huelen a la leona y saben que han de esperar el ataque pues ellas no pueden atacar. El cielo se cubrió varios días de nubes. El agua puso en duda las infraestructuras. Y las fuerzas del orden establecido atacaron. Los que eran libres se sentaron y sentados fueron aporreados. La sangre enturbió las plazas. Los gemidos se escucharon. Al caer la tarde se redoblaron los ciudadanos y se sentaron de nuevo y volvieron a sus comisiones y se alzaron cantos contra la fuerza. La mujer masticaba la manzana.
Fue junio la epifanía de las verdades como puños. Fue junio un clamor que se extiende -alfombra voladora por la imaginación de los justos-. Fue junio una salva y los que debían hablar -los llamados parlamentarios- se encerraron donde no se habla -el llamado Parlamento- y los que hablan llegaron hasta sus puertas protegidas por fieles cancerberos con cascos de batalla, vallas y silencio. Las noches se hicieron blancas. Los niños querían cuentos y bailes y palmas. La mujer que come una manzana preguntó: ¿Por qué nuestros representantes no vienen en comisión a parlamentar con nosotros? ¿Cómo no ha ocurrido ya este hecho?
Corrió la noticia de que Grecia se hundía y las ruinas de su Partenón eran símbolo de su economía; se dijeron unos a otros que la lucha nunca sería fratricida y exploraron de nuevo -reunidos en asamblea- las razones por las que los parlamentos y los banqueros no escuchan a quienes sobrellevan el peso de la Historia.
Mediado junio, la mujer que come manzana pensó: La semilla ha sido plantada. Es hora de volver a casa y cuidar con mimo la gestación de la hazaña. A su tiempo nacerá el hijo de los que no batallan.
Mompó
Lista extraída de Ideas escrito por Peter Watson y editado por Crítica
Sigmund Freud, Max Planck, Ernst Mach, Hermann Helmholtz, Marx, Weber, Nietzsche, Ibsen, Strindberg, Von Hofmannsthal, Rudolph Clausius, Wilhelm Röntgen, Eduard von Hartmann, Johannes Brahms, Richard Wagner, Anton Bruckner, Franz Liszt, Franz Schubert, Robert Schumann, Gustav Mahler, Arnold Schönberg, Johann Strauss, Richard Strauss, Alban Berg, Anton Weber, Wilheln Furtwängler, Bruno Walter, Fritz Kreisler, Arthur Honegger, Paul Hindemith, Kurt Weill, Franz Lehár. Alfred Adler, Carl Jung, Otto Rank, Wilhem Wundt, Hermann Rorschach, Emil Kraepelin, Wilhem Reich, Karen Horney, Melanie Klein, Ernst Kretschmer, Géza Roheim, Jacob Breuer, Richard Krafft-Ebing, Paul Erlich, Robert Koch, Wagner von Jauregg, August von Wassermann, Gregor Mendel, Erich Tschermak, Paul Corremans, Max Liebermann, Paul Klee, Max Pechstein, Max Klinger, Gustav Klimt, Franz Marc, Lovis Corinth, Hans Arp, Georg Grosz, Otto Dix, Max Slevogt, Max Ernst, Leon Feininger, Max Beckmann, Alex Jawlensky; Wassily Kandinsky, Martin Heidegger, Edmund Husserl, Franz Brentano, Ernst Cassirer, Ernst Haeckel, Gottlob Frege, Ludwig Wittgenstein, Rudolph Carnap, Ferdinand Tönnies, Martin Buber, Theodore Herzl, Karl Liebknecht, Moritz Schlink, Julius Meier-Graefe, Leopold von Ranke, Theodor Mommsen, Ludwig Pastor, Wilhem Bode, Jacob Burckhardt, Heinrich Mann, Thomas Mann, Rainer María Rilke, Hermann Hesse, Stefan Zweig, Gerhard Hauptmann, Gottfried Keller, Theodor Fontane, Walter Hasenclever, Franz Werfel, Franz Wedekind, Arthur Schnitzler, Stefan George, Bertold Brecht, Karl Kraus, Wilhelm Dilthey, Max Brod, Franz Kafka, Arnold Zweig, Erich Maria Remarque, Carl Zuckmayer, Werner Sombart, Georg Simmel, Karl Mannheim, Joseph Schumpeter, Karl Popper, D.F. Strauss, Heinrich Schliemann, Ernst Curtius, Peter Horchhammer, Georg Grotefend, Karl Richard Lepsius, Bruno Meissner, Albert Einstein, Erwin Schrödinger, Heinrich Hertz, Rudolph Diesel, Wilhem Röntgen, Karl von Linde, Ferdinand Kers, George Cantor, Richard Courant, Arthur Sommerfeld, Otto Hahn, Lise Meitner, Wolfgang Pauli, David Hilbert, Walther Heisenberg, Ludwig von Bertalanffy y Alfred Wegenner.
Pregón que escribió y leyó Isaac Alexander en un pueblo perdido de la Andalucia occidental (circa 1953)
¡Romero soy! Y como romero hasta este pueblo me llego para lanzar un pregón. Me vino la invitación cuando me encontraba en la metrópoli de Lisboa, a punto de zarpar rumbo a Mozambique. ¡Oh, Mozambique, déjame decirte tan sólo dos palabras: no fui! Estaba en La Baixa, cerca del puerto, haciendo mis cábalas, cambiando mi carácter para adecuarlo al viaje que en barco se me ofrecía -¡Seamos amables los unos con los otros, romeros, cual si fuéramos sempiternos viajeros!- cuando -azar que es orden del universo- llegó corriendo el ayudante del excelentísimo alcalde de esta noble villa andaluza para invitarme a tomar un tacita de café antes de zarpar.
Y así empezaré mi pregón cuya versalitidad estará tan sólo constreñida por ciertos derechos de los que en algún momento me pasaré o no a ocupar.
Tengo derecho a decir la verdad. Aunque moleste a los demás. Y así no me pareció correcto que sobre la tacita del café de vuestro augusto alcalde corriese, cual delincuente, la lágrima furtiva de una mujer despechada (¡Oh, Fernanda Pereira si me leyeras y pudieras ponerme un comentario en la página de este muchacho, Fernando Loygorri, quien tanto me quiere y sin embargo no conoce).
Tengo derecho a ser tratado con respeto y dignidad y a este respecto no tengo nada que añadir en relación con vuestro sumarísimo alcalde pero sí con un perillán que se rió con cierta burla de las borlas de mis babuchas.
En ocasiones, y esto tan sólo lo sugiero, tengo derecho a ser el primero. Pero ¡qué lindo el decirlo!
Cuando vuestro alcalde predilecto me insinuó que debía tomar las de villadiego si no quería que se me cayese el pelo, lancé improperios, es cierto, y parte de la Plaça del Rocío se levantó en armas pero no fue por mis alharacas sino porque un tal señor Esquilache acababa de llegar de Aranjuez. Cuando entendí que las insinuaciones del doctísimo alcalde vuestro no estaban dedicadas a mí, le miré con sonrisa de galán y respondile: tengo derecho a equivocarme y a hacerme responsable de mis propios errores con lo cual, si es de vuestro agrado, haré el pino en esta pared frontera como forma de exculpación.
Cierto es que me negué en redondo, una vez aceptado no ir a Mozambique para leer este pregón que ahora escuchan, a seguir las directrices de vuestro ímprobo alcalde pues, es de Dios, que tengo derecho a mis propios valores, mis propias opiniones y mis propias creencias (la cuales, por cierto, apenas coinciden con las del regidor que os representa) y cuando él, sacando la bandera de la paz, me dijo: ¿No se habrá ofendido usted, micer Alexandre?, tuve necesidad de ir al excusado pues tengo derecho a mis propias necesidades y tan importante era mear como expresar mi absoluta falta de ofensa al holgado alcalde.
Tardé más de lo usual en volver porque cuando estaba en el urinario del café de La Baixa, me entró la gana de experimentar una ecuación de segundo grado en el espejo y sentí una emoción rayana con la aurora de la cual me hice absolutamente responsable.
Al volver, el alcalde había pedido ya para comer, ¡tanto había tardado!, y cambiando de opinión -cosa a la que tengo derecho- resolví incluir en mi discurso alguna de sus ideas.
He de reconocer que el alcalde se ofuscó y me llamó veleta y yo, dando un traguito a un vino de Oporto, le dije: Tiene usted derecho a protestar cuando es tratado de una manera injusta.
En la terraza servían dos personas: un hombre enjuto, con la tez cetrina y una muchacha oscura como la más delicada de las perversiones. Nos vino a servir el hombre enjuto y yo, muy amablemente, le dije: Señor camarero, tengo derecho a cambiar lo que no es satisfactorio, con lo cual deje usted de servirnos y que lo haga la muchacha oscura.
Me preguntó, entonces, el alcalde de qué trataría mi pregón y ahí, haciendo uso de la prerogativa de todo hombre me detuve y me puse a pensar. Cayó la noche y le respondí:
- Voy a hablar -magistral regidor- del derecho a pedir lo que se quiere; del esfuerzo y la belleza de ser independiente; del derecho a superarse, aun superando a los demás. Voy a hablar de que si mi trabajo es bueno -que lo será- me sea reconocido; hablaré, por supuesto, de la absoluta libertad de hacer con mi cuerpo, mi tiempo y mis propiedades lo que me venga en gana y también de hacer menos de lo que humanamente sea capaz. Haré un elogio de ignorar los consejos de los demás; de la bondad de rechazar peticiones sin sentirme culpable ni egoista o del placer de estar solo. Pondré como techo de la humana capacidad, el no justificarse nunca y no tener por qué dar cuentas de si quiero o no quiero responsabilizarme del problema de otra persona. También hablaré, gentil mayoral, de no tener por qué anticiparme a las necesidades o deseos de otros y por supuesto a no estar pendiente de la buena voluntad de nadie. Y terminaré con un elogio al derecho a responder o no y a sentir y expresar el dolor y a hablar, hablar señor alcalde, con una persona con la que tenga problemas para llegar, en última instancia, a un compromiso válido para ambos. Y si me piden un bis, haré una pequeña disertación sobre el derecho inalienable de cualquier persona a hacer cualquier cosa mientras no se violen los derechos de otra persona física o moralmente.
El alcalde, como pueden oír, pues este ha sido mi discurso, aprobó en líneas generales mi proyecto.
Espero que sean muy felices en sus Fiestas Patronales y que después de ellas hagan uso de todos sus derechos.
Y así empezaré mi pregón cuya versalitidad estará tan sólo constreñida por ciertos derechos de los que en algún momento me pasaré o no a ocupar.
Tengo derecho a decir la verdad. Aunque moleste a los demás. Y así no me pareció correcto que sobre la tacita del café de vuestro augusto alcalde corriese, cual delincuente, la lágrima furtiva de una mujer despechada (¡Oh, Fernanda Pereira si me leyeras y pudieras ponerme un comentario en la página de este muchacho, Fernando Loygorri, quien tanto me quiere y sin embargo no conoce).
Tengo derecho a ser tratado con respeto y dignidad y a este respecto no tengo nada que añadir en relación con vuestro sumarísimo alcalde pero sí con un perillán que se rió con cierta burla de las borlas de mis babuchas.
En ocasiones, y esto tan sólo lo sugiero, tengo derecho a ser el primero. Pero ¡qué lindo el decirlo!
Cuando vuestro alcalde predilecto me insinuó que debía tomar las de villadiego si no quería que se me cayese el pelo, lancé improperios, es cierto, y parte de la Plaça del Rocío se levantó en armas pero no fue por mis alharacas sino porque un tal señor Esquilache acababa de llegar de Aranjuez. Cuando entendí que las insinuaciones del doctísimo alcalde vuestro no estaban dedicadas a mí, le miré con sonrisa de galán y respondile: tengo derecho a equivocarme y a hacerme responsable de mis propios errores con lo cual, si es de vuestro agrado, haré el pino en esta pared frontera como forma de exculpación.
Cierto es que me negué en redondo, una vez aceptado no ir a Mozambique para leer este pregón que ahora escuchan, a seguir las directrices de vuestro ímprobo alcalde pues, es de Dios, que tengo derecho a mis propios valores, mis propias opiniones y mis propias creencias (la cuales, por cierto, apenas coinciden con las del regidor que os representa) y cuando él, sacando la bandera de la paz, me dijo: ¿No se habrá ofendido usted, micer Alexandre?, tuve necesidad de ir al excusado pues tengo derecho a mis propias necesidades y tan importante era mear como expresar mi absoluta falta de ofensa al holgado alcalde.
Tardé más de lo usual en volver porque cuando estaba en el urinario del café de La Baixa, me entró la gana de experimentar una ecuación de segundo grado en el espejo y sentí una emoción rayana con la aurora de la cual me hice absolutamente responsable.
Al volver, el alcalde había pedido ya para comer, ¡tanto había tardado!, y cambiando de opinión -cosa a la que tengo derecho- resolví incluir en mi discurso alguna de sus ideas.
He de reconocer que el alcalde se ofuscó y me llamó veleta y yo, dando un traguito a un vino de Oporto, le dije: Tiene usted derecho a protestar cuando es tratado de una manera injusta.
En la terraza servían dos personas: un hombre enjuto, con la tez cetrina y una muchacha oscura como la más delicada de las perversiones. Nos vino a servir el hombre enjuto y yo, muy amablemente, le dije: Señor camarero, tengo derecho a cambiar lo que no es satisfactorio, con lo cual deje usted de servirnos y que lo haga la muchacha oscura.
Me preguntó, entonces, el alcalde de qué trataría mi pregón y ahí, haciendo uso de la prerogativa de todo hombre me detuve y me puse a pensar. Cayó la noche y le respondí:
- Voy a hablar -magistral regidor- del derecho a pedir lo que se quiere; del esfuerzo y la belleza de ser independiente; del derecho a superarse, aun superando a los demás. Voy a hablar de que si mi trabajo es bueno -que lo será- me sea reconocido; hablaré, por supuesto, de la absoluta libertad de hacer con mi cuerpo, mi tiempo y mis propiedades lo que me venga en gana y también de hacer menos de lo que humanamente sea capaz. Haré un elogio de ignorar los consejos de los demás; de la bondad de rechazar peticiones sin sentirme culpable ni egoista o del placer de estar solo. Pondré como techo de la humana capacidad, el no justificarse nunca y no tener por qué dar cuentas de si quiero o no quiero responsabilizarme del problema de otra persona. También hablaré, gentil mayoral, de no tener por qué anticiparme a las necesidades o deseos de otros y por supuesto a no estar pendiente de la buena voluntad de nadie. Y terminaré con un elogio al derecho a responder o no y a sentir y expresar el dolor y a hablar, hablar señor alcalde, con una persona con la que tenga problemas para llegar, en última instancia, a un compromiso válido para ambos. Y si me piden un bis, haré una pequeña disertación sobre el derecho inalienable de cualquier persona a hacer cualquier cosa mientras no se violen los derechos de otra persona física o moralmente.
El alcalde, como pueden oír, pues este ha sido mi discurso, aprobó en líneas generales mi proyecto.
Espero que sean muy felices en sus Fiestas Patronales y que después de ellas hagan uso de todos sus derechos.
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Tags : ¿De Isaac Alexander? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/06/2011 a las 14:06 | {0}
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/06/2011 a las 20:24 | {0}