Vas por la carretera, camino de un hipermercado donde sueles hacer las grandes compras. No te quedan rastros de la vida dormida de la noche. Has desayunado frente a la gran ventana. Tienes el ánimo siempre dispuesto al enfado. El páncreas te dicen. El alma te dices. En todo caso, nada te ha pasado esta mañana, quizá la pereza normal de tener que recorrer cuarenta kilómetros para meterte en un establecimiento que no te gusta y con la inquietud, muy leve es cierto, de que la perra no esté demasiado tiempo en el garaje subterráneo (por los gases de los tubos de escape, te dices). No te has maquillado. Vas vestida con unos shorts rosas, camiseta amarilla y zapatillas deportivas blancas. Ir, comprar, volver, comer y a por la tarde, piensas mientras vas por la carretera y a medida que te alejas de tu casa, vas sintiendo cierto bienestar hasta que de improviso, como un cuchillo que atravesara la carrocería del coche, sientes la punzada de la impiedad, la que esquivas un día y otro, la sientes y una vez que se te ha clavado en el vientre ya no te suelta; es el dolor de una punzada en el centro del alma, donde más duele, donde no hay escapatoria, encerrada en el coche, camino de un hipermercado con la perra en el asiento de atrás que no debe de entender nada cuando te pones a llorar y te enfureces y quisieras que la vida fuera de otro modo, que no se hubiera producido ese dolor, que ahora está incrustado en el centro de tu alma y que, por experiencia, sabes que no te va a soltar en unos cuantos días. Vivir era esto, te dices y sigues con lo que tienes que hacer y lo haces y aguantas la punzada, la impiedad, ¡Oh, Sócrates!
La noche de la luna llena,
la estela mortuoria,
un eco de cantos de ángeles que llegan hasta los aledaños del tercer círculo del infierno,
las frases breves de los hombres sabios,
la insatisfacción y la lectura,
algo que se amargó con el tiempo,
dejar que el sueño se olvide,
la mano que no mece nada,
la santa sin milagros,
el dios envejecido por demasiada ira y demasiados aires,
el daimon juguetón del que nunca escribió nada y siempre anduvo preguntando,
la noche y su orgía,
la voz del amigo apenas alcanza para satisfacer una inspiración y aún así es tanto,
hacerse viejo y ser igual de necio,
saber morir muerto de miedo,
caminar un día más y agradecerlo,
desentendido de lo que quizá ocurra,
cocinar con gusto la ensalada fría,
animar al aire a que traiga buenas nuevas,
la sal de la vida en las salinas,
los desiertos altos en los que el frío mata,
el carácter, eso sería, el carácter, la llama si se quiere, el hálito si nos ponemos cursis, la esencia si olorosos,
ya llega agosto,
será por eso,
cuando el inicio del miedo,
una supuesta compresa en una piscina privada,
la broma en la mirada,
y llegar tan lejos como permita el día,
y beber mucho, que el medio interno se mantenga limpio
y las cloacas de nuestro estado no supuren mercurio,
deja que todo avance mientras se detiene,
la aurora, será la aurora, ese instante en que despiertas y quisieras por el bien del mundo seguir dormido,
¿Y tú? ¿Recordarás cómo empezó todo?
...al río amado.
No viene el ciervo esta tarde ni el cerdo se detiene a la puertas de la casuca, la que está abandonada a mitad del camino entre la oscuridad y la nada...
...al río amado.
Los ojos de mi hija se han vuelto azules.
Los ojos de mi hija despiden unos destellos negros que tienen la particularidad de generar olvido y nausea.
...al río amado.
No es un sueño. No es el hombre que llega a la universidad con fama de filosóficamente depresivo. Es una guirnalda que se ha colgado entre dos postes de luz. Es un informe hecho con desgana por una funcionaria de toda la vida. Es una ciudad inclemente. Es una tormenta que se mantiene activa por los siglos de los siglos. Es la constante inconstante. La vuelta al viejo problema de la ironía.
...al río amado.
Buscaba mirar a las cigüeñas como la primera vez. Incluso quería sentir de nuevo la sorpresa que le produjo entender el gesto en las cabezas de las vacas. Buscaba las manos en sus manos. Buscaba un soplo de verano. Rememorar una contemplación de algo bello junto a otro ser humano.
...al río amado voy y nado.
Esos ojos que se volvieron azules me llevan a la muerte de un gato y al nacimiento de una hoja y siento entonces unas ridículas ganas de llorar.
...volver al río amado, derivar flotando sobre él, Ofelia aún viva sin ramillete de flores silvestres entre sus manos.
Así ir llegando. Hasta la última inspiración y detenerse.
...al río amado... al río amado... al río amado...
¿Iré a algún sitio subido a la litera?
¿Es la litera de un tren o de un barco?
¿Estoy soñando? (Porque ahora recuerdo las enseñanzas de aquellos que creen que el sueño todo lo unifica y la vigilia todo lo disgrega) (Porque las dimensiones son tan extrañas y puede que paralelamente se estén produciendo otros aconteceres).
¿Viajo en una litera rumbo a otro país? Por la ventanilla veo la velocidad de los paisajes (un día lo escribí, soy referencia de mí mismo) y el destello de una lluvia fina y densa. Tengo hambre. Las luces son mortecinas. Estoy en un tren de otro tiempo. Ya soy de otro tiempo. Ya no viajo. Bajo de mi litera. Debe de ser la madrugada. No tengo reloj. No existen los teléfonos móviles. Pasillo de tren. ¿Pasillo de barco? Lo recorro. Hacia el vagón restaurante voy. La noche. La lluvia. La velocidad de los paisajes. El olor de un cuerpo de mujer. A ser un buen amante se aprende con los años. Nadie nace sabido y menos en el juego erótico. ¡Cómo de hermosa es la humedad! No sabía entonces -de ese entonces del que ahora ensueño, porque he decidido que el que está subido en la litera es un yo joven- que los antiguos griegos estimaban que el semen es la espuma de la sangre. Si lo hubiera sabido me habría agitado más y le habría aconsejado a mi amante que se agitara ella también, que nos agitáramos como si fuéramos putas botellas de champán y el orgasmo fuera el descorchamiento (¿por eso nos resulta tan alegre descorchar el champán?), la alegría desbordándose por nuestros órganos reproductores que deja exhaustos los cuerpos y una lánguida gana de seguir vivo. Camino por ese pasillo de ese tren (o barco). Es verano y llueve una lluvia densa y fina. Tengo comprada una litera, la de arriba, la que está más cerca del techo, lo que me produce cierta sensación de ataúd. Todavía es el tiempo en el que las ventanillas se pueden bajar. Bajo una. Aspiro el aire de la noche húmeda. Me acerco al vagón restaurante. Llego. Entro. Ella, mi amante, está allí. Es bella como la juventud. Lleva puesta mi camisa de seda. Su cabello despeinado me recuerda nuestro amar. Me sonríe. Se enciende un cigarrillo. Viajamos a ninguna parte pero creemos que nuestro viaje tiene destino. Y eso, sí, eso siempre es bueno.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/07/2023 a las 13:38 | {0}Aunque yo estuviera hoy en el Japón escuchando una composición de Kosaku Yamada, no podría olvidarme de que tu ausencia me acerca a la muerte cada vez que la siento.
No sé por qué extraño motivo también la muerte ha estado presente esta noche en un sueño en el que mi amante se desdoblaba y mientras follábamos en la postura del perro, su torso estaba frente a mí, apoyado en la pared y sonreían sus labios mientras su mirada era fría como un pueblo de mierda un enero en la Hungría postsoviética. Fango y muerte. Sexo y gozo. Lluvia y noche. Una farola a lo lejos. Un muro. Una nave de una longitud extraordinaria. Gente abotargada.
Ya no hablaré. Porque no se puede. Yo estaría hablando horas, de verdad, no me cansaría de hablar, de razonar -todo hablar es un razonar- sobre tu ausencia; no me cansaría de intentar describir, incluso con cierto regodeo, el dolor que siento, un dolor tan íntimo, un dolor tan inclemente... sólo que ya no hablaré porque a nadie se le puede pedir ser interlocutor de semejante devastación, porque los oídos son las entradas sonoras de la pena y porque un alma con cierta sensibilidad no podría hacer sordos sus oídos e inevitablemente languidecería. No, no se puede hablar de estos dolores. Hay que masticarlos a solas y con los ojos abiertos. Sólo podría entablar un diálogo con père Goriot, sólo con él si pudiera, una tarde de otoño en la rue Saint-André des Arts, sentados uno frente al otro en un pequeño cafetín y sorbiendo lentamente unos vasos de absinthe, si pudiera -decía- desprenderse de su discreción burguesa y -gracias a los efluvios de la bebida- abrirse al terror de su desamor.
El viento agita la mosquitera. El perro duerme encima del sofá. Las montañas verdean aún. Ayer la casa quedó limpia. Fue, el de ayer, un día duro. Quise tanto hablar contigo. Me paralizó las ganas. El viento agita las penas. El perro es mi dulce compañero. Las montañas son la magia de la muerte. El polvo no arrastra nada. Es el de hoy un agitarse, como juncos en la rivera del río por donde el mistral pasa sin saberlo, sentimientos de crueldad y ternura porque recuerdo tus ojos de niña y no sé cómo miran tus ojos ahora, porque mis manos recorren las letras que mi cerebro les dicta pero reprimen el grito que quisieran gritar, porque la noche ha sido incómoda, porque el peligro está abajo latente, porque suena una vieja melodía japonesa, ¡ah, sí, si yo estuviera en Japón y escuchara una composición de Kosaku Yamada...!
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Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/08/2023 a las 19:04 | {0}