Audiolibros y Mundo Sonoro Dom & Loy te presenta la demo de su segundo audiolibro ya publicado Ligeia de Edgar Allan Poe leído por Antonio Hernández y con prólogo de Fernando Loygorri.
Si quieres saber más de nuestra editorial sonora no tienes más que hacer un click en su nombre en verde.
Espero que te guste esta narración terrible de Poe y que nos apoyes siguiéndonos en nuestra web y comprando nuestros/tus audiolibros.
Gracias,
Fernando Loygorri.
Editor de Audiolibros y Mundo Sonoro Dom & Loy
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Trailer Ligeia.mp3 (3.17 Mb)
Portada de Ligeia. Editado por Dom & Loy
Audiolibros y Mundo Sonoro Dom & Loy te invita a que escuches la demo de su primer audiolibro publicado Bartleby, el escribiente de Herman Melville y a que visites su página web (sólo tienes que clicar en su nombre resaltado en verde). Si te gusta, si le ha agradado a tus oídos la narración, puedes comprarla directamente desde la página.
Audiolibros y Mundo Sonoro Dom & Loy es una editorial sonora que tengo el placer de haber creado junto a Marina Domecq y cuenta con el trabajo de grandes profesionales en el medio editorial y audiovisual como Jesús Rois como director técnico o Alejandro Gallego como diseñador de la página y de las portadas de los audiolibros. Y por supuesto los lectores profesionales que con su voz intentan hacerte llegar todos los matices e intensidades de cada una de las narraciones.
Espero que te guste y que nos apoyes siguiéndonos y comprando nuestros/tus audiolibros.
Gracias de antemano,
Fernando Loygorri
Editor.
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Fernando Loygorri
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Trailer Bartleby el escribiente.mp3 (3.47 Mb)
Portada de Bartleby, el escribiente. Editado por Dom & Loy
1.- ¿Cómo alejarse cuando se está dentro?
2.- ¿Es el tiempo la razón fundamental?
3.- ¿Cómo es posible que la luz de hoy fuera tan hermosa?
4.- ¿Por qué de repente surge la insatisfacción en forma de gusano intestinal?
5.- ¿Por qué la limpieza de la cocina, la encimera lisa, el fregadero -qué clara y hermosa palabra: fregadero- brillante y la cafetera limpiada devuelven un resquicio de paz?
6.- ¿Por qué es tan vergonzoso cagarse encima? ¿Qué de malo tiene el olor y el color de la mierda?
7.- ¿Surgirá la radiación? ¿Se alejará la sombra?
8.- ¿Qué significado tiene haber vivido aterrado -sin tierra- tanto tiempo?
9.- ¿Volverá la mujer terrible a aparecer por la oscuridad del lado izquierdo?
10.- ¿Sonará la luz?
11.- ¿Vendrá el frío?
12.- ¿La cuesta se volverá más leve?
13.- ¿La resistencia del agua fortalecerá las piernas?
14.- ¿La pasión se ubicará en una definición nueva?
15.- ¿Será navidad como si fuera jueves?
16.- Una vez rotos, ¿los hábitos se quedarán colgados en un saliente del claustro?
17.- ¿Se alejarán los oscuros?
18.- ¿La paz existe?
19.- ¿Son siete los estados de conciencia? ¿O son cuatro?
20.- ¿Se pueden rehacer amores? ¿Se pueden recomponer historias?
21.- Lo inservible ¿por qué sirve?
22.- ¿Pienso desde el ego luego no existo?
23.- ¿Cuántas veces más los nervios vencerán la calma?
24.- Si vuelven ¿son antiguos esos días?
25.- ¿Estás sonriendo?
26.- ¿Pensaste alguna vez en...?
27.- ¿Qúe números infinitos son más infinitos: los enteros, los pares o los impares?
2.- ¿Es el tiempo la razón fundamental?
3.- ¿Cómo es posible que la luz de hoy fuera tan hermosa?
4.- ¿Por qué de repente surge la insatisfacción en forma de gusano intestinal?
5.- ¿Por qué la limpieza de la cocina, la encimera lisa, el fregadero -qué clara y hermosa palabra: fregadero- brillante y la cafetera limpiada devuelven un resquicio de paz?
6.- ¿Por qué es tan vergonzoso cagarse encima? ¿Qué de malo tiene el olor y el color de la mierda?
7.- ¿Surgirá la radiación? ¿Se alejará la sombra?
8.- ¿Qué significado tiene haber vivido aterrado -sin tierra- tanto tiempo?
9.- ¿Volverá la mujer terrible a aparecer por la oscuridad del lado izquierdo?
10.- ¿Sonará la luz?
11.- ¿Vendrá el frío?
12.- ¿La cuesta se volverá más leve?
13.- ¿La resistencia del agua fortalecerá las piernas?
14.- ¿La pasión se ubicará en una definición nueva?
15.- ¿Será navidad como si fuera jueves?
16.- Una vez rotos, ¿los hábitos se quedarán colgados en un saliente del claustro?
17.- ¿Se alejarán los oscuros?
18.- ¿La paz existe?
19.- ¿Son siete los estados de conciencia? ¿O son cuatro?
20.- ¿Se pueden rehacer amores? ¿Se pueden recomponer historias?
21.- Lo inservible ¿por qué sirve?
22.- ¿Pienso desde el ego luego no existo?
23.- ¿Cuántas veces más los nervios vencerán la calma?
24.- Si vuelven ¿son antiguos esos días?
25.- ¿Estás sonriendo?
26.- ¿Pensaste alguna vez en...?
27.- ¿Qúe números infinitos son más infinitos: los enteros, los pares o los impares?
Tuvo que ser aquella tarde. Los pasos. El pasillo. La puerta de cristal cerrada. La angustia del corazón que golpeaba salvaje el pecho. El caminar indeciso. Saber que lo acontecido por la mañana dinamitaba para siempre su antigua condición de buen chico. Tras la puerta el padre. Él lo sabía. Él lo sabía. A sus doce años lo sabía. Difusamente supo que había hecho lo correcto para sí. Claramente sabía que había hecho lo correcto para su padre. Y porque había hecho lo correcto, su padre debía castigarlo. No sabía en aquel momento explicárselo de aquella forma. Ni siquiera conocía la palabra paradoja.
La vida salta en un segundo. Es más, la vida salta cuando no existe el tiempo, cuando nos percatamos de que ha habido una suspensión en el tiempo. Él recordaba la mañana. Él recordaba ese instante en que estallaron en su voz siete años de oscuridad. La luz se hizo en su voz. Tan sólo fue eso. Pero la luz, en la oscuridad, daña los ojos. Nadie quiere deslumbramientos que te dejen petrificado, sin saber hacia dónde ir. Fue su voz luz y esa luz cegó a los que estaban a su alrededor y les provocó el pánico de los que no quieren dejar de ver las siluetas que en la oscuridad se mueven a lo lejos, cuyas formas difusas les recuerdan algo, cuyos volúmenes inmedibles les otorgan una sensación de materia, de suelo firme, de comunión con los otros. ¡Hay que acallar la luz para que no nos ciegue! No importa que luego, tras el dolor, se vean las formas en su esencia y las dimensiones adquieran todo el lustre y los ojos, por fin, miren.
Él caminaba solo, por el pasillo, hacia la puerta de cristales esmerilados y picaporte dorado. Sabía que tras ella se encontraba su padre, sentado en la butaca. Le habían dicho en la cocina que él le esperaba. Le habían dicho que ya sabían que había sido expulsado. Le habían dicho que les habían dicho que había amenazado con pegarle dos hostias a un cura y también que se negó a irse de la clase y que continuó estudiando la materia de Historia como si no pasara nada. No les habían dicho que el cura se mostró cobarde, que el cura era un cobarde. Eso no se lo habían dicho.
Llamó a la puerta antes de entrar quizá para escuchar el tono de su padre cuando le dijera, Pasa o Entra o no dijera nada... ¡oh, -pensaba- si no dice nada, va a ser terrible! Le temblaban las piernas. Le temblaban los brazos. La autoridad del padre. La Autoridad de un hombre frente a un niño que no va a saber declarar que aquello que había hecho era lo correcto para su vida, para sus aspiraciones, para poder seguir viviendo; no podía explicarle que si no se iba de ese colegio, un día, una tarde, se hubiera lanzado desde la azotea al patio; no sabría explicarle que aquello era una cuestión de vivir o de morir. Nada más. Y que él quería vivir. Amaba vivir. Costara lo que costara. Y en aquel momento, en aquellos años, si hubiera sabido, si se lo hubieran permitido, habría argumentado mucho más y al hacerlo habría ido desposeyéndose de la verdad. Pero eso tampoco lo supo hasta mucho más tarde. No supo que aquel silencio y la traición posterior eran necesarios para él, para seguir con su cometido, sea éste cual fuere, lo conociera o no algún día.
Tenía los ojos grandes a sus doce años. Escuchó la voz de su padre que le hacía entrar. Él entra y le mira de frente y sonríe como queriendo atemperar la mirada fría del hombre que está sentado en la butaca, como queriendo decirle, ¿Has visto la travesura que he hecho? Pero su padre le habla y le dice, Ya me han contado lo que has hecho. Ven, acércate. Y el niño se sorprende de que en su padre, en su voz, haya cierta ternura, no, no ternura, cierta dulzura como la de las manzanas. Y el niño se acerca unos pasos. Recorre la mitad de la distancia que media entre la puerta y la butaca. Y ahí se detiene. Se queda de pie. Con el corazón salvaje. Con el terror en los labios. Desvía un instante la mirada hacia la ventana y se da cuenta de que el día está nublado y no sopla el viento y también, para su sorpresa, escucha un silencio como jamás había escuchado. El padre le mira. Se mete la mano en el bolsillo de la americana. Saca un paquete de cigarrillos. Enciende uno. Exhala el humo de una calada honda, un humo que acompaña unas palabras, Tienes un par de huevos. El niño de doce años traga saliva y no quiere distraerse con las volutas del humo en el aire de la sala. Se rasca una aleta de la nariz. Mira sus zapatos. Están desgastados, piensa. El padre sonríe pero esa sonrisa en nada le tranquiliza, más bien al contrario, es una sonrisa que le provoca un calambrazo en toda la columna vertebral, es la sonrisa extraña del villano. El padre vuelve a decir, suave, quédamente, Ven, anda, ven. En el niño luchan tres pulsiones: la una huir, la otra sacudirle a su padre las dos hostias que tan sólo fueron amenaza para el cura, la tercera acercarse y confiar en que el tono de su voz, en que el tono de su voz... Se acerca. El padre le alarga la mano derecha. Sonríe de nuevo, más amplia si cabe en ese instante la sonrisa, le escucha decir, ¡Choca esos cinco! El niño le tiende su mano. El padre la coge, la estrecha en la suya, su sonrisa se hiela, se convierte en fuerza, la que ejerce sobre la mano del niño. El padre se levanta de la butaca y con la mano libre empieza a golpearle en la cara. Años después, el chico sólo recordará la ceniza del cigarrillo en su mirada y también que los golpes no le duelen y también que el silencio que tanto le sorprendió al entrar en la sala, seguía allí aunque su padre le gritara y a sus gritos se unieran los gritos de su madre que ha entrado e intenta protegerle de los golpes del padre, de la traición del padre aquella tarde, aquella tarde.
La vida salta en un segundo. Es más, la vida salta cuando no existe el tiempo, cuando nos percatamos de que ha habido una suspensión en el tiempo. Él recordaba la mañana. Él recordaba ese instante en que estallaron en su voz siete años de oscuridad. La luz se hizo en su voz. Tan sólo fue eso. Pero la luz, en la oscuridad, daña los ojos. Nadie quiere deslumbramientos que te dejen petrificado, sin saber hacia dónde ir. Fue su voz luz y esa luz cegó a los que estaban a su alrededor y les provocó el pánico de los que no quieren dejar de ver las siluetas que en la oscuridad se mueven a lo lejos, cuyas formas difusas les recuerdan algo, cuyos volúmenes inmedibles les otorgan una sensación de materia, de suelo firme, de comunión con los otros. ¡Hay que acallar la luz para que no nos ciegue! No importa que luego, tras el dolor, se vean las formas en su esencia y las dimensiones adquieran todo el lustre y los ojos, por fin, miren.
Él caminaba solo, por el pasillo, hacia la puerta de cristales esmerilados y picaporte dorado. Sabía que tras ella se encontraba su padre, sentado en la butaca. Le habían dicho en la cocina que él le esperaba. Le habían dicho que ya sabían que había sido expulsado. Le habían dicho que les habían dicho que había amenazado con pegarle dos hostias a un cura y también que se negó a irse de la clase y que continuó estudiando la materia de Historia como si no pasara nada. No les habían dicho que el cura se mostró cobarde, que el cura era un cobarde. Eso no se lo habían dicho.
Llamó a la puerta antes de entrar quizá para escuchar el tono de su padre cuando le dijera, Pasa o Entra o no dijera nada... ¡oh, -pensaba- si no dice nada, va a ser terrible! Le temblaban las piernas. Le temblaban los brazos. La autoridad del padre. La Autoridad de un hombre frente a un niño que no va a saber declarar que aquello que había hecho era lo correcto para su vida, para sus aspiraciones, para poder seguir viviendo; no podía explicarle que si no se iba de ese colegio, un día, una tarde, se hubiera lanzado desde la azotea al patio; no sabría explicarle que aquello era una cuestión de vivir o de morir. Nada más. Y que él quería vivir. Amaba vivir. Costara lo que costara. Y en aquel momento, en aquellos años, si hubiera sabido, si se lo hubieran permitido, habría argumentado mucho más y al hacerlo habría ido desposeyéndose de la verdad. Pero eso tampoco lo supo hasta mucho más tarde. No supo que aquel silencio y la traición posterior eran necesarios para él, para seguir con su cometido, sea éste cual fuere, lo conociera o no algún día.
Tenía los ojos grandes a sus doce años. Escuchó la voz de su padre que le hacía entrar. Él entra y le mira de frente y sonríe como queriendo atemperar la mirada fría del hombre que está sentado en la butaca, como queriendo decirle, ¿Has visto la travesura que he hecho? Pero su padre le habla y le dice, Ya me han contado lo que has hecho. Ven, acércate. Y el niño se sorprende de que en su padre, en su voz, haya cierta ternura, no, no ternura, cierta dulzura como la de las manzanas. Y el niño se acerca unos pasos. Recorre la mitad de la distancia que media entre la puerta y la butaca. Y ahí se detiene. Se queda de pie. Con el corazón salvaje. Con el terror en los labios. Desvía un instante la mirada hacia la ventana y se da cuenta de que el día está nublado y no sopla el viento y también, para su sorpresa, escucha un silencio como jamás había escuchado. El padre le mira. Se mete la mano en el bolsillo de la americana. Saca un paquete de cigarrillos. Enciende uno. Exhala el humo de una calada honda, un humo que acompaña unas palabras, Tienes un par de huevos. El niño de doce años traga saliva y no quiere distraerse con las volutas del humo en el aire de la sala. Se rasca una aleta de la nariz. Mira sus zapatos. Están desgastados, piensa. El padre sonríe pero esa sonrisa en nada le tranquiliza, más bien al contrario, es una sonrisa que le provoca un calambrazo en toda la columna vertebral, es la sonrisa extraña del villano. El padre vuelve a decir, suave, quédamente, Ven, anda, ven. En el niño luchan tres pulsiones: la una huir, la otra sacudirle a su padre las dos hostias que tan sólo fueron amenaza para el cura, la tercera acercarse y confiar en que el tono de su voz, en que el tono de su voz... Se acerca. El padre le alarga la mano derecha. Sonríe de nuevo, más amplia si cabe en ese instante la sonrisa, le escucha decir, ¡Choca esos cinco! El niño le tiende su mano. El padre la coge, la estrecha en la suya, su sonrisa se hiela, se convierte en fuerza, la que ejerce sobre la mano del niño. El padre se levanta de la butaca y con la mano libre empieza a golpearle en la cara. Años después, el chico sólo recordará la ceniza del cigarrillo en su mirada y también que los golpes no le duelen y también que el silencio que tanto le sorprendió al entrar en la sala, seguía allí aunque su padre le gritara y a sus gritos se unieran los gritos de su madre que ha entrado e intenta protegerle de los golpes del padre, de la traición del padre aquella tarde, aquella tarde.
Silencio
He terminado de escribir un prólogo.
Me he duchado.
He ido a por tabaco, papelillos y filtros.
He cogido el coche. He bajado hasta Madrid.
He ido a la gestoría y he dejado unos extractos.
Me he encontrado con Marina.
Me ha hecho regalos por mi cumpleaños y me ha invitado a comer una carne deliciosa y a beber un vino de Somontano.
He vuelto a media tarde y estaba cansado.
He leído/visto un hermosísimo mensaje de Raúl.
He meditado.
Me he quedado medio dormido. He ensoñado.
He despertado cuando iban a dar las ocho.
He tomado una decisión y la he llevado a cabo.
He visto deporte.
He hecho la cena.
He visto un rato de Luna de Avellaneda y se me han saltado las lágrimas por tanta ruptura, por tanto dolor, por tanto encubrimiento, por tan poca comprensión. Cosas así me he dicho. Cosas que te pasaron y que te seguirán pasando.
Me he levantado. Me he sentado aquí y estoy escribiendo esta segunda parte de hoy.
Me he duchado.
He ido a por tabaco, papelillos y filtros.
He cogido el coche. He bajado hasta Madrid.
He ido a la gestoría y he dejado unos extractos.
Me he encontrado con Marina.
Me ha hecho regalos por mi cumpleaños y me ha invitado a comer una carne deliciosa y a beber un vino de Somontano.
He vuelto a media tarde y estaba cansado.
He leído/visto un hermosísimo mensaje de Raúl.
He meditado.
Me he quedado medio dormido. He ensoñado.
He despertado cuando iban a dar las ocho.
He tomado una decisión y la he llevado a cabo.
He visto deporte.
He hecho la cena.
He visto un rato de Luna de Avellaneda y se me han saltado las lágrimas por tanta ruptura, por tanto dolor, por tanto encubrimiento, por tan poca comprensión. Cosas así me he dicho. Cosas que te pasaron y que te seguirán pasando.
Me he levantado. Me he sentado aquí y estoy escribiendo esta segunda parte de hoy.
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Sonidos
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/12/2011 a las 12:50 | {0}