Pregón que escribió y leyó Isaac Alexander en un pueblo perdido de la Andalucia occidental (circa 1953)
¡Romero soy! Y como romero hasta este pueblo me llego para lanzar un pregón. Me vino la invitación cuando me encontraba en la metrópoli de Lisboa, a punto de zarpar rumbo a Mozambique. ¡Oh, Mozambique, déjame decirte tan sólo dos palabras: no fui! Estaba en La Baixa, cerca del puerto, haciendo mis cábalas, cambiando mi carácter para adecuarlo al viaje que en barco se me ofrecía -¡Seamos amables los unos con los otros, romeros, cual si fuéramos sempiternos viajeros!- cuando -azar que es orden del universo- llegó corriendo el ayudante del excelentísimo alcalde de esta noble villa andaluza para invitarme a tomar un tacita de café antes de zarpar.
Y así empezaré mi pregón cuya versalitidad estará tan sólo constreñida por ciertos derechos de los que en algún momento me pasaré o no a ocupar.
Tengo derecho a decir la verdad. Aunque moleste a los demás. Y así no me pareció correcto que sobre la tacita del café de vuestro augusto alcalde corriese, cual delincuente, la lágrima furtiva de una mujer despechada (¡Oh, Fernanda Pereira si me leyeras y pudieras ponerme un comentario en la página de este muchacho, Fernando Loygorri, quien tanto me quiere y sin embargo no conoce).
Tengo derecho a ser tratado con respeto y dignidad y a este respecto no tengo nada que añadir en relación con vuestro sumarísimo alcalde pero sí con un perillán que se rió con cierta burla de las borlas de mis babuchas.
En ocasiones, y esto tan sólo lo sugiero, tengo derecho a ser el primero. Pero ¡qué lindo el decirlo!
Cuando vuestro alcalde predilecto me insinuó que debía tomar las de villadiego si no quería que se me cayese el pelo, lancé improperios, es cierto, y parte de la Plaça del Rocío se levantó en armas pero no fue por mis alharacas sino porque un tal señor Esquilache acababa de llegar de Aranjuez. Cuando entendí que las insinuaciones del doctísimo alcalde vuestro no estaban dedicadas a mí, le miré con sonrisa de galán y respondile: tengo derecho a equivocarme y a hacerme responsable de mis propios errores con lo cual, si es de vuestro agrado, haré el pino en esta pared frontera como forma de exculpación.
Cierto es que me negué en redondo, una vez aceptado no ir a Mozambique para leer este pregón que ahora escuchan, a seguir las directrices de vuestro ímprobo alcalde pues, es de Dios, que tengo derecho a mis propios valores, mis propias opiniones y mis propias creencias (la cuales, por cierto, apenas coinciden con las del regidor que os representa) y cuando él, sacando la bandera de la paz, me dijo: ¿No se habrá ofendido usted, micer Alexandre?, tuve necesidad de ir al excusado pues tengo derecho a mis propias necesidades y tan importante era mear como expresar mi absoluta falta de ofensa al holgado alcalde.
Tardé más de lo usual en volver porque cuando estaba en el urinario del café de La Baixa, me entró la gana de experimentar una ecuación de segundo grado en el espejo y sentí una emoción rayana con la aurora de la cual me hice absolutamente responsable.
Al volver, el alcalde había pedido ya para comer, ¡tanto había tardado!, y cambiando de opinión -cosa a la que tengo derecho- resolví incluir en mi discurso alguna de sus ideas.
He de reconocer que el alcalde se ofuscó y me llamó veleta y yo, dando un traguito a un vino de Oporto, le dije: Tiene usted derecho a protestar cuando es tratado de una manera injusta.
En la terraza servían dos personas: un hombre enjuto, con la tez cetrina y una muchacha oscura como la más delicada de las perversiones. Nos vino a servir el hombre enjuto y yo, muy amablemente, le dije: Señor camarero, tengo derecho a cambiar lo que no es satisfactorio, con lo cual deje usted de servirnos y que lo haga la muchacha oscura.
Me preguntó, entonces, el alcalde de qué trataría mi pregón y ahí, haciendo uso de la prerogativa de todo hombre me detuve y me puse a pensar. Cayó la noche y le respondí:
- Voy a hablar -magistral regidor- del derecho a pedir lo que se quiere; del esfuerzo y la belleza de ser independiente; del derecho a superarse, aun superando a los demás. Voy a hablar de que si mi trabajo es bueno -que lo será- me sea reconocido; hablaré, por supuesto, de la absoluta libertad de hacer con mi cuerpo, mi tiempo y mis propiedades lo que me venga en gana y también de hacer menos de lo que humanamente sea capaz. Haré un elogio de ignorar los consejos de los demás; de la bondad de rechazar peticiones sin sentirme culpable ni egoista o del placer de estar solo. Pondré como techo de la humana capacidad, el no justificarse nunca y no tener por qué dar cuentas de si quiero o no quiero responsabilizarme del problema de otra persona. También hablaré, gentil mayoral, de no tener por qué anticiparme a las necesidades o deseos de otros y por supuesto a no estar pendiente de la buena voluntad de nadie. Y terminaré con un elogio al derecho a responder o no y a sentir y expresar el dolor y a hablar, hablar señor alcalde, con una persona con la que tenga problemas para llegar, en última instancia, a un compromiso válido para ambos. Y si me piden un bis, haré una pequeña disertación sobre el derecho inalienable de cualquier persona a hacer cualquier cosa mientras no se violen los derechos de otra persona física o moralmente.
El alcalde, como pueden oír, pues este ha sido mi discurso, aprobó en líneas generales mi proyecto.
Espero que sean muy felices en sus Fiestas Patronales y que después de ellas hagan uso de todos sus derechos.
Y así empezaré mi pregón cuya versalitidad estará tan sólo constreñida por ciertos derechos de los que en algún momento me pasaré o no a ocupar.
Tengo derecho a decir la verdad. Aunque moleste a los demás. Y así no me pareció correcto que sobre la tacita del café de vuestro augusto alcalde corriese, cual delincuente, la lágrima furtiva de una mujer despechada (¡Oh, Fernanda Pereira si me leyeras y pudieras ponerme un comentario en la página de este muchacho, Fernando Loygorri, quien tanto me quiere y sin embargo no conoce).
Tengo derecho a ser tratado con respeto y dignidad y a este respecto no tengo nada que añadir en relación con vuestro sumarísimo alcalde pero sí con un perillán que se rió con cierta burla de las borlas de mis babuchas.
En ocasiones, y esto tan sólo lo sugiero, tengo derecho a ser el primero. Pero ¡qué lindo el decirlo!
Cuando vuestro alcalde predilecto me insinuó que debía tomar las de villadiego si no quería que se me cayese el pelo, lancé improperios, es cierto, y parte de la Plaça del Rocío se levantó en armas pero no fue por mis alharacas sino porque un tal señor Esquilache acababa de llegar de Aranjuez. Cuando entendí que las insinuaciones del doctísimo alcalde vuestro no estaban dedicadas a mí, le miré con sonrisa de galán y respondile: tengo derecho a equivocarme y a hacerme responsable de mis propios errores con lo cual, si es de vuestro agrado, haré el pino en esta pared frontera como forma de exculpación.
Cierto es que me negué en redondo, una vez aceptado no ir a Mozambique para leer este pregón que ahora escuchan, a seguir las directrices de vuestro ímprobo alcalde pues, es de Dios, que tengo derecho a mis propios valores, mis propias opiniones y mis propias creencias (la cuales, por cierto, apenas coinciden con las del regidor que os representa) y cuando él, sacando la bandera de la paz, me dijo: ¿No se habrá ofendido usted, micer Alexandre?, tuve necesidad de ir al excusado pues tengo derecho a mis propias necesidades y tan importante era mear como expresar mi absoluta falta de ofensa al holgado alcalde.
Tardé más de lo usual en volver porque cuando estaba en el urinario del café de La Baixa, me entró la gana de experimentar una ecuación de segundo grado en el espejo y sentí una emoción rayana con la aurora de la cual me hice absolutamente responsable.
Al volver, el alcalde había pedido ya para comer, ¡tanto había tardado!, y cambiando de opinión -cosa a la que tengo derecho- resolví incluir en mi discurso alguna de sus ideas.
He de reconocer que el alcalde se ofuscó y me llamó veleta y yo, dando un traguito a un vino de Oporto, le dije: Tiene usted derecho a protestar cuando es tratado de una manera injusta.
En la terraza servían dos personas: un hombre enjuto, con la tez cetrina y una muchacha oscura como la más delicada de las perversiones. Nos vino a servir el hombre enjuto y yo, muy amablemente, le dije: Señor camarero, tengo derecho a cambiar lo que no es satisfactorio, con lo cual deje usted de servirnos y que lo haga la muchacha oscura.
Me preguntó, entonces, el alcalde de qué trataría mi pregón y ahí, haciendo uso de la prerogativa de todo hombre me detuve y me puse a pensar. Cayó la noche y le respondí:
- Voy a hablar -magistral regidor- del derecho a pedir lo que se quiere; del esfuerzo y la belleza de ser independiente; del derecho a superarse, aun superando a los demás. Voy a hablar de que si mi trabajo es bueno -que lo será- me sea reconocido; hablaré, por supuesto, de la absoluta libertad de hacer con mi cuerpo, mi tiempo y mis propiedades lo que me venga en gana y también de hacer menos de lo que humanamente sea capaz. Haré un elogio de ignorar los consejos de los demás; de la bondad de rechazar peticiones sin sentirme culpable ni egoista o del placer de estar solo. Pondré como techo de la humana capacidad, el no justificarse nunca y no tener por qué dar cuentas de si quiero o no quiero responsabilizarme del problema de otra persona. También hablaré, gentil mayoral, de no tener por qué anticiparme a las necesidades o deseos de otros y por supuesto a no estar pendiente de la buena voluntad de nadie. Y terminaré con un elogio al derecho a responder o no y a sentir y expresar el dolor y a hablar, hablar señor alcalde, con una persona con la que tenga problemas para llegar, en última instancia, a un compromiso válido para ambos. Y si me piden un bis, haré una pequeña disertación sobre el derecho inalienable de cualquier persona a hacer cualquier cosa mientras no se violen los derechos de otra persona física o moralmente.
El alcalde, como pueden oír, pues este ha sido mi discurso, aprobó en líneas generales mi proyecto.
Espero que sean muy felices en sus Fiestas Patronales y que después de ellas hagan uso de todos sus derechos.
La sonata se quema
Los dedos
Los dedos
Déjame cantar
y más tarde
cuando seas muy noche
sonríe
Hay en la balada
un mecenazgo
y en el altar
han quedado
como migas
los testigos
Quiéreme
sin volver tu rostro hacia la tarde
Arda la colina
y vuelen sus cenizas
hasta más allá de esta orilla
No hay juego infantil
en estos versos
a ti escritos
ni predominio del deseo
ni afán
Hay vuelo
y señal
como boya en la mar
que delimita la baja de la alta
Tus abrazos
la risa en la esquina
el fardo de los pecados
el lugar preciso
donde el viento gira
La nostalgia
peregrina hasta ti
y se aquieta
Dedos
en tus cabellos
Palabras
que como arrieros
caminan por tus hombros
hasta detenerse
en el alero
del instante
en que supiste
Te ronroneo
este once de junio
Ha dejado de soplar el frío
La chaqueta molesta un poco
y abro la ventana
que no da al horizonte
Querida
cuánto de hermoso hubiera sido
haber desaprendido
esta herida
en los días que pasamos juntos
¿Sabes?
He visto el canal
y la ausencia del mal
He visto
el aroma
y he tomado, entre mis manos,
el velo que nos ocultaba la belleza
y no he tenido pereza
y no he deseado llamarte
y aunque estés muerta
(si lo estuvieras)
¡cuánto late tu corazón en el mío!
Los dedos
Los dedos
Déjame cantar
y más tarde
cuando seas muy noche
sonríe
Hay en la balada
un mecenazgo
y en el altar
han quedado
como migas
los testigos
Quiéreme
sin volver tu rostro hacia la tarde
Arda la colina
y vuelen sus cenizas
hasta más allá de esta orilla
No hay juego infantil
en estos versos
a ti escritos
ni predominio del deseo
ni afán
Hay vuelo
y señal
como boya en la mar
que delimita la baja de la alta
Tus abrazos
la risa en la esquina
el fardo de los pecados
el lugar preciso
donde el viento gira
La nostalgia
peregrina hasta ti
y se aquieta
Dedos
en tus cabellos
Palabras
que como arrieros
caminan por tus hombros
hasta detenerse
en el alero
del instante
en que supiste
Te ronroneo
este once de junio
Ha dejado de soplar el frío
La chaqueta molesta un poco
y abro la ventana
que no da al horizonte
Querida
cuánto de hermoso hubiera sido
haber desaprendido
esta herida
en los días que pasamos juntos
¿Sabes?
He visto el canal
y la ausencia del mal
He visto
el aroma
y he tomado, entre mis manos,
el velo que nos ocultaba la belleza
y no he tenido pereza
y no he deseado llamarte
y aunque estés muerta
(si lo estuvieras)
¡cuánto late tu corazón en el mío!
Cortometraje en una única escena
Sec.- 1 DORMITORIO EN UN PEQUEÑO CHALET ADOSADO (Int/amanecer)
Una persiana medio bajada deja entrever las primeras luces del alba.
En una cama de matrimonio MUJER y HOMBRE aparentan dormir.
HOMBRE está en el lado más cercano a la ventana. Está de espaldas a MUJER, la cual se encuentra bocarriba con los ojos abiertos.
Lentamente se escuchan los cantos de los vencejos y los mirlos.
Es verano.
La sábana no cubre a ninguno de los dos.
HOMBRE está desnudo en posición fetal, con los ojos abiertos.
MUJER lleva un camisón corto, subido, que deja a la vista su sexo.
HOMBRE siente una erección. Se gira y, como si estuviera dormido, coloca su mano encima del vientre de MUJER.
MUJER cierra los ojos cuando siente el movimiento de HOMBRE. Se mantiene un momento quieta con la mano de HOMBRE en su vientre y tras una pequeña pausa se gira hacia el lado opuesto al de él, como si estuviera saliendo de un sueño profundo.
HOMBRE se acerca a MUJER y pega su sexo a las nalgas de ella. Durante un instante todo es quietud y canto de los pájaros mañaneros.
HOMBRE sube la mano hasta el pecho de MUJER.
MUJER ajusta sus nalgas al sexo de HOMBRE que empieza a endurecerse más.
Se escucha un suspiro (no se sabe de quién). Ambos siguen optando por aparentar que están dormidos.
HOMBRE, como si soñara, acaricia el torso de MUJER. MUJER, como si no sintiera nada, se mantiene quieta y respira profundamente. HOMBRE abre los ojos, acerca su cara al cuello de MUJER y aspira el olor de la noche en su espalda. MUJER calla.
HOMBRE roza con sus dedos el vello púbico de MUJER.
MUJER siente un estremecimiento.
HOMBRE llega hasta el clítoris, lo presiona ligerísimamente.
Suena la alarma del despertador.
MUJER se apresura a apagarla. Se sienta en la cama. Se despereza.
HOMBRE se mantiene tumbado, con los ojos cerrados.
MUJER:
Me estabas acariciando.
HOMBRE: (Abre los ojos. Mira a MUJER ladeando un poco la cabeza)
No. Dormía.
MUJER:
Yo también dormía.
HOMBRE:
Estarías soñando.
MUJER:
Y quizá tú soñabas que me acariciabas.
HOMBRE:
Quizá. Vas a llegar tarde al trabajo.
MUJER:
Sí.
MUJER se levanta. Entra en el baño.
HOMBRE gira su cabeza hacia el lado de la ventana. De inmediato unas lágrimas resbalan por sus mejillas. Los pájaros siguen cantando. Se escucha el agua de la cisterna cayendo en el retrete.
Una persiana medio bajada deja entrever las primeras luces del alba.
En una cama de matrimonio MUJER y HOMBRE aparentan dormir.
HOMBRE está en el lado más cercano a la ventana. Está de espaldas a MUJER, la cual se encuentra bocarriba con los ojos abiertos.
Lentamente se escuchan los cantos de los vencejos y los mirlos.
Es verano.
La sábana no cubre a ninguno de los dos.
HOMBRE está desnudo en posición fetal, con los ojos abiertos.
MUJER lleva un camisón corto, subido, que deja a la vista su sexo.
HOMBRE siente una erección. Se gira y, como si estuviera dormido, coloca su mano encima del vientre de MUJER.
MUJER cierra los ojos cuando siente el movimiento de HOMBRE. Se mantiene un momento quieta con la mano de HOMBRE en su vientre y tras una pequeña pausa se gira hacia el lado opuesto al de él, como si estuviera saliendo de un sueño profundo.
HOMBRE se acerca a MUJER y pega su sexo a las nalgas de ella. Durante un instante todo es quietud y canto de los pájaros mañaneros.
HOMBRE sube la mano hasta el pecho de MUJER.
MUJER ajusta sus nalgas al sexo de HOMBRE que empieza a endurecerse más.
Se escucha un suspiro (no se sabe de quién). Ambos siguen optando por aparentar que están dormidos.
HOMBRE, como si soñara, acaricia el torso de MUJER. MUJER, como si no sintiera nada, se mantiene quieta y respira profundamente. HOMBRE abre los ojos, acerca su cara al cuello de MUJER y aspira el olor de la noche en su espalda. MUJER calla.
HOMBRE roza con sus dedos el vello púbico de MUJER.
MUJER siente un estremecimiento.
HOMBRE llega hasta el clítoris, lo presiona ligerísimamente.
Suena la alarma del despertador.
MUJER se apresura a apagarla. Se sienta en la cama. Se despereza.
HOMBRE se mantiene tumbado, con los ojos cerrados.
MUJER:
Me estabas acariciando.
HOMBRE: (Abre los ojos. Mira a MUJER ladeando un poco la cabeza)
No. Dormía.
MUJER:
Yo también dormía.
HOMBRE:
Estarías soñando.
MUJER:
Y quizá tú soñabas que me acariciabas.
HOMBRE:
Quizá. Vas a llegar tarde al trabajo.
MUJER:
Sí.
MUJER se levanta. Entra en el baño.
HOMBRE gira su cabeza hacia el lado de la ventana. De inmediato unas lágrimas resbalan por sus mejillas. Los pájaros siguen cantando. Se escucha el agua de la cisterna cayendo en el retrete.
Libro del desasosiego de Bernardo Soares escrito por Fernando Pessoa. Editado por Seix Barral. Traducción Ángel Crespo.
Así como, lo sepamos o no, todos tenemos una metafísica, así también, lo queramos o no, todos tenemos una moral. Tengo una moral muy sencilla: no hacer a nadie ni mal ni bien. No hacer a nadie mal, porque no sólo reconozco en los demás el mismo derecho, que creo que me corresponde, de que no me molesten, sino porque me parece que los males naturales bastan para el mal que tenga que haber en el mundo. Vivimos todos, en este mundo, a bordo de un navío zarpado de un puerto que desconocemos hacia un puerto que ignoramos; debemos tener los unos para con los otros una amabilidad de viaje. No hacer bien, porque no sé lo que es el bien, ni si lo hago cuando me parece que lo hago. ¿Sé yo qué males causo si doy limosna? ¿Sé yo qué males causo si educo o instruyo? En la duda, me abstengo. Y me parece, además, que auxiliar o ilustrar es, en cierto modo, hacer el mal de intervenir en la vida ajena. La bondad es un capricho temperamental: no tenemos derecho a hacer a los demás víctimas de nuestros caprichos, aunque sean de humanidad o de ternura. Los beneficios son cosas que se infligen; por eso abomino fríamente de ellos.
Si no hago el bien, por moral, tampoco exijo que me lo hagan. Si me pongo enfermo, lo que más me pesa es que obligo a alguien a cuidarme, cosa que me repugnaría hacer a otro. Nunca he visitado a un amigo enfermo. Siempre que, habiéndome puesto enfermo, me han visitado, he sufrido cada visita como una molestia, como un insulto, una violación injustificada de mi intimidad decisiva. No me gusta que me den cosas; parecen con ello, obligarme a que también las dé: a los mismos, o a otros, sea quien fuere.
Soy altamente sociable de un modo altamente negativo. Soy la inofensividad encarnada. Pero no soy más que eso, no quiero ser más que eso, no puedo ser más que eso. Tengo para con todo cuanto existe una ternura visual, un cariño de la inteligencia -nada en el corazón. No tengo fe en nada, esperanza en nada, caridad para nada. Abomino con náusea y pasmo de los sinceros de todas las sinceridades y de los místicos de todos los misticismos o, antes y mejor, de todas las sinceridades de todos los sinceros y de los misticismos de todos los místicos. Esta náusea es casi física cuando esos misticismos son activos, cuando pretenden convencer a la inteligencia ajena, o mover a la voluntad ajena, encontrar la verdad o reformar el mundo.
Me considero feliz por no tener ya parientes. No me veo así en la obligación, que inevitablemente me pesaría, de tener que amar a alguien. No tengo añoranzas sino literariamente. Recuerdo mi infancia con lágrimas, pero con lágrimas rítmicas, en las que ya se prepara la prosa. La recuerdo como algo exterior y a través de cosas exteriores; recuerdo sólo las cosas exteriores. No es el sosiego de las veladas de provincia el que me enternece por la infancia que viví en ellas, es la disposición de la mesa del té, son los bultos de los muebles por la casa, son las caras y los gestos físicos de las personas. Es de cuadros de lo que tengo nostalgia. Por eso me enternece mi infancia como la de otro: son ambas, en el pasado que no sé el que es, fenómenos puramente visuales que siento con la atención literaria. Me enternezco, sí, pero no es porque recuerdo, sino porque veo.
Nunca he amado a nadie. Lo más que he amado son sensaciones mías -estados de visualidad consciente, impresiones de audición despierta, perfumes que son una manera de que hable conmigo la humildad del mundo exterior, me diga cosas del pasado (tan fácil de recordar con los olores)- es decir, de darme más realidad, más emoción, que el simple pan cociéndose allá dentro de la panadería honda, como aquella tarde lejana en que venía del entierro de mi tío, que me había amado tanto, y había en mí vagamente la ternura de un alivio, no sé bien de qué.
Es ésta mi vida moral, o mi metafísica, o yo: Transeúnte de todo -hasta de mi propia alma-, no pertenezco a nada, no deseo nada, no soy nada: centro abstracto de sensaciones impersonales, espejo caído sintiente vuelto hacia la variedad del mundo. Con esto no sé si soy feliz o desgraciado; ni me importa.
18-9-1931
Si no hago el bien, por moral, tampoco exijo que me lo hagan. Si me pongo enfermo, lo que más me pesa es que obligo a alguien a cuidarme, cosa que me repugnaría hacer a otro. Nunca he visitado a un amigo enfermo. Siempre que, habiéndome puesto enfermo, me han visitado, he sufrido cada visita como una molestia, como un insulto, una violación injustificada de mi intimidad decisiva. No me gusta que me den cosas; parecen con ello, obligarme a que también las dé: a los mismos, o a otros, sea quien fuere.
Soy altamente sociable de un modo altamente negativo. Soy la inofensividad encarnada. Pero no soy más que eso, no quiero ser más que eso, no puedo ser más que eso. Tengo para con todo cuanto existe una ternura visual, un cariño de la inteligencia -nada en el corazón. No tengo fe en nada, esperanza en nada, caridad para nada. Abomino con náusea y pasmo de los sinceros de todas las sinceridades y de los místicos de todos los misticismos o, antes y mejor, de todas las sinceridades de todos los sinceros y de los misticismos de todos los místicos. Esta náusea es casi física cuando esos misticismos son activos, cuando pretenden convencer a la inteligencia ajena, o mover a la voluntad ajena, encontrar la verdad o reformar el mundo.
Me considero feliz por no tener ya parientes. No me veo así en la obligación, que inevitablemente me pesaría, de tener que amar a alguien. No tengo añoranzas sino literariamente. Recuerdo mi infancia con lágrimas, pero con lágrimas rítmicas, en las que ya se prepara la prosa. La recuerdo como algo exterior y a través de cosas exteriores; recuerdo sólo las cosas exteriores. No es el sosiego de las veladas de provincia el que me enternece por la infancia que viví en ellas, es la disposición de la mesa del té, son los bultos de los muebles por la casa, son las caras y los gestos físicos de las personas. Es de cuadros de lo que tengo nostalgia. Por eso me enternece mi infancia como la de otro: son ambas, en el pasado que no sé el que es, fenómenos puramente visuales que siento con la atención literaria. Me enternezco, sí, pero no es porque recuerdo, sino porque veo.
Nunca he amado a nadie. Lo más que he amado son sensaciones mías -estados de visualidad consciente, impresiones de audición despierta, perfumes que son una manera de que hable conmigo la humildad del mundo exterior, me diga cosas del pasado (tan fácil de recordar con los olores)- es decir, de darme más realidad, más emoción, que el simple pan cociéndose allá dentro de la panadería honda, como aquella tarde lejana en que venía del entierro de mi tío, que me había amado tanto, y había en mí vagamente la ternura de un alivio, no sé bien de qué.
Es ésta mi vida moral, o mi metafísica, o yo: Transeúnte de todo -hasta de mi propia alma-, no pertenezco a nada, no deseo nada, no soy nada: centro abstracto de sensaciones impersonales, espejo caído sintiente vuelto hacia la variedad del mundo. Con esto no sé si soy feliz o desgraciado; ni me importa.
18-9-1931
Fernando Pessoa -con sombrero- jugando al ajedrez con Aleister Crowley, también conocido como Frater Perdurabo o La Gran Bestia que fue un influyente ocultista, místico y mago ceremonial
Obra en una sola escena
ESCENA 1: SALÓN DE UN PEQUEÑO CHALET (Int/noche)
La cristalera que da a un pequeño jardín, está abierta. Fuera se escucha el sonido de la noche: búhos, grillos y carreras rápidas y cortas.
Elena, una mujer de edad indefinida, intenta no encender un cigarrillo. Se acerca a la cristalera. Vuelve a la mesa donde se encuentra el tabaco. Mira a Fernando, un hombre de edad indefinida, que se encuentra sentado en un sofá rojo mientras intenta concentrarse en una partida de snooker que ponen por la televisión.
Fernando se enciende un cigarrillo y da un trago a una botella de cerveza.
Elena se abrocha el cordón de la bata. Se acerca y sale, un momento, al jardín. Vuelve rápido, como asustada. Llega hasta la mesa. Enciende un cigarrillo. Da una calada honda.
Elena:
Te dije que estaba aquí.
Fernando sigue atento el desarrollo de la partida.
Elena:
Deberías salir. Con una linterna. Deberías ir hasta la esquina de la derecha. Hurgar en el hueco. Echar zotal. No sé. O lejía. Yo así no puedo dormir. No, no voy a poder dormir. Estaré escuchando toda la noche esa maldita carrera. Me volveré loca.
Fernando:
Soy incapaz de hacer lo que me pides.
Elena:
Cobarde.
Fernando:
Sí, lo soy, soy un puto cobarde.
Elena:
Todo contigo ha sido un tiempo perdido. No sé que haces aquí.
Fernando:
No vuelvas a reconocer que todo fue un tiempo perdido.
Elena:
¿Por qué?
Fernando:
No lo sé. Sólo te lo pido. Como tú me pides algo que sabes que no puedo hacer.
Elena:
Y yo seguiré escuchando esas carreras en la hierba.
Fernando:
Así será.
Elena:
Vamos a la cama.
Fernando:
Sube tú. Yo quiero ver el final de la partida.
Elena: (Se levanta. Apaga con furia el cigarrillo en el cenicero. Se dirige a la puerta del salón)
Todo es humo.
Se va
Fernando: (Sin dejar de mirar a la pantalla de la televisión)
Y agujeros.
La cristalera que da a un pequeño jardín, está abierta. Fuera se escucha el sonido de la noche: búhos, grillos y carreras rápidas y cortas.
Elena, una mujer de edad indefinida, intenta no encender un cigarrillo. Se acerca a la cristalera. Vuelve a la mesa donde se encuentra el tabaco. Mira a Fernando, un hombre de edad indefinida, que se encuentra sentado en un sofá rojo mientras intenta concentrarse en una partida de snooker que ponen por la televisión.
Fernando se enciende un cigarrillo y da un trago a una botella de cerveza.
Elena se abrocha el cordón de la bata. Se acerca y sale, un momento, al jardín. Vuelve rápido, como asustada. Llega hasta la mesa. Enciende un cigarrillo. Da una calada honda.
Elena:
Te dije que estaba aquí.
Fernando sigue atento el desarrollo de la partida.
Elena:
Deberías salir. Con una linterna. Deberías ir hasta la esquina de la derecha. Hurgar en el hueco. Echar zotal. No sé. O lejía. Yo así no puedo dormir. No, no voy a poder dormir. Estaré escuchando toda la noche esa maldita carrera. Me volveré loca.
Fernando:
Soy incapaz de hacer lo que me pides.
Elena:
Cobarde.
Fernando:
Sí, lo soy, soy un puto cobarde.
Elena:
Todo contigo ha sido un tiempo perdido. No sé que haces aquí.
Fernando:
No vuelvas a reconocer que todo fue un tiempo perdido.
Elena:
¿Por qué?
Fernando:
No lo sé. Sólo te lo pido. Como tú me pides algo que sabes que no puedo hacer.
Elena:
Y yo seguiré escuchando esas carreras en la hierba.
Fernando:
Así será.
Elena:
Vamos a la cama.
Fernando:
Sube tú. Yo quiero ver el final de la partida.
Elena: (Se levanta. Apaga con furia el cigarrillo en el cenicero. Se dirige a la puerta del salón)
Todo es humo.
Se va
Fernando: (Sin dejar de mirar a la pantalla de la televisión)
Y agujeros.
Ventanas
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La mujer de las areolas doradas
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Tags : ¿De Isaac Alexander? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/06/2011 a las 14:06 | {0}