Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri



Quiero ver el mar
y escuchar el silencio
entre dos olas

***

Allí en el desguace de automóviles
someterme al abismo
del mar entre dos olas

***

Silencio entre las grúas
en la noche sin luna.
¡Que está lejos el mar!



 

Poesía

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 26/03/2017 a las 12:40 | Comentarios {2}


La cruz ha sido quemada en el campo.
Nadie ha visto nada. Tan sólo cuando la cruz ardía se reflejó su llama inmensa en el cristal de la ventana del dormitorio de la muchacha y ésta que quizá duerma con los ojos entreabiertos -como dicen que duermen los que han temido mucho- se fue despertando como -relataba- si estuviera inmersa en el Infierno y el Diablo que era Dios (-porque es el Diablo el dios de esta tierra; porque la voz tronante del dios veterotestamentario es el Diablo que se adueñó de esta tierra que sí es cierto que fue obra de un dios, de uno de los infinitos dioses que pueblan los universos infinitos, como también lo es que cual ventosidad que nos aligera los intestinos y una vez realizada su función olvidamos, así le ocurrió a ese dios con esta tierra: que una vez expulsada y aligerada de esta forma la infinita capacidad creadora de un dios en todo infinito, la olvidó y fue colonizada por uno de sus ángeles caídos también infinitos en número como corresponde a todo lo que humee a divinidad.) fuera lanzando a su rostro llamas de fuego y calor y se despertó temerosa del mundo oscuro en el que estaba y se despertó empapada en sudor y lágrimas mientras en los cristales de la ventana observaba los reflejos amarillos y rojizos de la madera crucificada. Más tarde confesó -pues confesarse parecía que era lo que hacía- que cayó en el suelo, abrió los brazos y de hinojos rezó al Diablo que ella creía Dios para que no castigara su visión de la cruz ardiendo y elevando la vista hacia nosotros concluyó la muchacha que Dios posó su mano en sus senos y arrancó para siempre el ahogo de ellos. Desde entonces respira como si sus pulmones contuvieran menta y hierbabuena y ya no teme las cruces ardientes ni el que dirán por empeñarse en llevar los senos descubiertos para que todos admiren la huella indeleble de Dios en su carne mortal y nutricia.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/03/2017 a las 18:06 | Comentarios {0}


Versión española de J. Escue Porta. Ediciones MK 1979


Busto de Calígula
Busto de Calígula
QUEREAS: ¿Me has mandado llamar, Cayo?
CALÍGULA: Sí, Quereas (Pausa)
QUEREAS: ¿Tienes algo particular que decirme?
CALÍGULA: No, Quereas (Pausa)
QUEREAS: (Algo irritado) ¿Estás seguro de que sea necesaria mi presencia?
CALÍGULA: Completamente seguro, Quereas. (Nueva pausa. Afable de repente) Tienes que disculparme. Estoy distraído y te recibo muy mal. Siéntate ahí y charlemos como buenos amigos. Necesito hablar un poco con alguien que sea inteligente.
(Siéntase Quereas. Parece natural por primera vez desde el comienzo de la obra)
Quereas, ¿te parece que dos hombres que tienen igual grandeza de alma, igual orgullo, puedan hablarse al menos una vez en la vida con el corazón en la mano como si estuvieran desnudos uno frente al otro, despojados de sus prejuicios, de sus intereses particulares y de las mentiras en que viven?
QUEREAS: Me parece posible, Cayo; pero te creo incapaz de hacerlo.
CALÍGULA: Tienes razón. Tan sólo quería saber si pensábamos lo mismo. Por lo tanto pongámonos las caretas y utilicemos nuestras mentiras. Hablemos igual que se pelea, cubiertos hasta la guarnición de la espalda. ¿Por qué no me quieres, Quereas?
QUEREAS: Porque no hay nada en ti que sea amable. Porque no se manda en estas cosas. Además, porque te entiendo demasiado y a nadie le gusta ver en los demás el rostro que trata de esconder de sí.
CALÍGULA: ¿Por qué me odias?
QUEREAS: Te equivocas en eso, Cayo. Te juzgo nocivo, cruel, egoísta y vanidoso. Pero no puedo odiarte porque no te creo feliz. Tampoco puedo despreciarte porque sé que no eres cobarde.
CALÍGULA: Entonces ¿por qué me quieres matar?
QUEREAS: Ya te lo he dicho. Te considero nocivo. Me gusta mi seguridad y me es necesaria. Casi todos los hombres son como yo. Son incapaces de vivir en un mundo en cuyo seno pueden instalarse de repente las ideas más extrañas. No, yo tampoco quiero vivir en un mundo así. Prefiero tener la seguridad.
CALÍGULA: La seguridad y la lógica no hacen buenas migas.
QUEREAS: Cierto. Lo que digo no es lógico pero sí saludable.
CALÍGULA: Sigue.
QUEREAS: No tengo nada que añadir. No quiero penetrar en tu lógica. Tengo mi idea acerca de mis deberes como hombre. Sé que la mayor parte de tus súbditos piensan como yo. Tú eres un estorbo. Es natural que desaparezcas.
CALÍGULA: Todo esto es muy claro y muy legítimo. Para la mayor parte de los hombres sería incluso evidente. Pero no para ti. Tú eres inteligente y la inteligencia se paga o se niega. Yo pago. Tú no quieres negarla ni quieres pagar.
QUEREAS: Porque yo quiero vivir y ser dichoso y creo que ni lo uno ni lo otro son posibles si se lleva lo absurdo hasta sus últimas consecuencias. Yo soy como todos. A veces, para escapar de ello, me pongo a desear la muerte de los seres queridos o a codiciar mujeres que me prohíben poseerlas leyes de la familia o de la amistad. Para ser lógico tendría que matar o poseer. Pero estimo que esas ideas vagas carecen de importancia. Si a todos nos diera por llevarlas a cabo no podríamos vivir ni ser dichosos. Y una vez más esto lo que importa.
CALÍGULA: Es forzoso que creas en alguna idea superior.
QUEREAS: Creo que hay acciones más nobles que otras.
CALÍGULA: Para mí son todas equivalentes.
QUEREAS: Lo sé, Cayo, y por eso no te odio. Pero eres un estorbo y es preciso que desaparezcas.
CALÍGULA: Me parece justo. Pero ¿a qué decírmelo arriesgando con ello tu vida?
QUEREAS: Porque otros ocuparán mi sitio y porque no me gusta mentir (Pausa)
CALÍGULA: ¡Quereas!
QUEREAS: Dime, Cayo.
CALÍGULA: ¿Te parece que dos hombres que tienen grandeza de alma, igual orgullo, pueden hablarse, al menos una vez en la vida, con el corazón en la mano?
QUEREAS: Me parece que es lo que acabamos de hacer.
CALÍGULA: Lo es, Quereas. Y eso que no me creías capaz de hacerlo.
QUEREAS: Me he equivocado, Cayo; lo reconozco y te doy las gracias. Ahora espero tu sentencia.
CALÍGULA: (Distraído) ¿Mi sentencia? ¡Ah! Te refieres a... (Sacando la tablilla de su manto) ¿Conoces esto, Quereas?
QUEREAS: Sabía que estaba en tu poder.
CALÍGULA: (Apasionado) Sí, Quereas, y tu franqueza ha sido simulada. Nuestros dos hombres no se han hablado con el corazón en la mano. Pero no tiene ninguna importancia. Ahora vamos a dejar ese juego de la sinceridad y volveremos a vivir como antes. Es preciso aún que intentes comprender lo que voy a decirte, que padezcas mis ofensas y mis humores. Oye, Quereas, esta tablilla es la única prueba.
QUEREAS: Me marcho, Cayo. Estoy harto de este juego de títeres. Lo conozco demasiado y no quiero verlo más.
CALÍGULA: (Con la misma voz apasionada y atenta) Quédate aún: es la única prueba, de verdad.
QUEREAS: No creo que te hagan falta pruebas para ordenar la muerte de un hombre.
CALÍGULA: Es verdad. Pero, por una vez, quiero contradecirme. No molesto a nadie y es tan agradable contradecirse de vez en cuando. Es como un descanso y necesito descansar, Quereas.
QUEREAS: No te entiendo, ni me gustan tantas complicaciones.
CALÍGULA: ¡Claro, Quereas! Tú eres un hombre sano. Tú no deseas nada extraordinario (Con una carcajada) Tú quieres vivir y ser dichoso. ¡Nada más!
QUEREAS: Creo que será mejor dejarlo.
CALÍGULA: Todavía no. Un poco de paciencia, hazme el favor. Aquí está la prueba, mira: quiero figurarme que no puedo condenaros sin ella. Esta es mi idea y mi descanso. Pues bien, fíjate en qué se convierte la prueba en manos de un emperador.

(Acerca la tablilla a una antorcha. QUEREAS vuelve hacia él. Los separa la antorcha. La tablilla se derrite)

CALÍGULA: ¡Ya lo ves, conspirador! Se derrite y a medida que desaparece esta prueba, un alba de inocencia amanece en tu rostro. ¡Qué admirable pureza en tu frente, Quereas, qué hermosura, qué hermosura tan grande la de un inocente! Admira su poder. Ni los dioses mismos pueden dispensar la inocencia sin castigar antes. Mientras que a tu emperador una llama le basta para absolverte y alentarte. Prosigue, Quereas. Ve hasta el final de tu espléndido razonamiento. Tu emperador aguarda el descanso. Este es su modo de vivir y ser dichoso.

(QUEREAS mira a CALÍGULA con estupor. Esboza un ademán vago. Parece comprender, abre la boca y sale brúscamente. CALÍGULA sigue manteniendo la tablilla encima de la llama y, sonriendo, acompaña a QUEREAScon la mirada)

Invitados

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/03/2017 a las 19:23 | Comentarios {0}


Documento 13 de los Archivos de Isaac Alexander.
Port de la Selva octubre de 1946


Cartel anunciador de la pelea entre Jack Johnson y Arthur Cravan
Cartel anunciador de la pelea entre Jack Johnson y Arthur Cravan
Así dijo el mastuerzo del Marqués de Bradomín -¡Vergüenza biológica!- que sentía cuando asistió a una pelea de boxeo en la cubierta del barco que le trasladaba de España a México para olvidar penas de amor. Por supuesto el barco no era español y tampoco lo era la marinería compuesta en su mayor parte por herejes ingleses. ¿Por qué vergüenza biológica, mi querido Bradomín, si tú en tus memorias no haces más que pelearte en un ring sentimental?
Tiene el boxeo una retórica que no debería dejarse escapar; cierto que fue el 9º marqués -otro marqués (curioso título que no alcanza la belleza sonora del de duque)- de Queensberry, John Douglas, el que impuso las reglas del boxeo moderno y que este marqués era el padre de Alfred Douglas, el amante de Oscar Wilde, que llevó a las mazmorras al escritor dublinés por mantener lances eróticos con su hijito. Pero si obviamos estas rarezas y nos fijamos en el boxeo en sí veremos que tiene unas sutilezas que cuando menos deberían hacer reflexionar a un esteta como lo fue Bradomín. Y para mí una de las más bellas -que curiosamente se emparenta con otro deporte aparentemente bruto como el rugby- es que el boxeador para atacar ha de dar un paso atrás como el equipo de rugby para alcanzar la línea de ensayo enemiga ha de avanzar enviando la pelota hacia atrás.
Línea descendente. Repliegue. Baile de los pies. Ballesteo. Engaño. Búsqueda del hígado. Flexibilidad de las cuerdas. Oscuridad fuera de los focos deslumbradores que alumbran la lona. Quién domina el centro del ring. Quién lanza el golpe mientras se guarda del contragolpe con una ligera elevación del hombro. El gesto concentrado. La valentía del hombre que sabe que va a recibir y que aún así, ciegamente confiado en su movimiento, se lanza a por su contrincante retrocediendo cuando ataca.
Fue mi padre quien me enseñó el amor al boxeo. Él estuvo en la famosa velada que el 23 de abril de 1916 en la Plaza de Toros Monumental  de Barcelona enfrentó, a las tres de la tarde, a los púgiles Jack Johnson versus Arthur Cravan.
Yo quiero hablarte, Pepa, esta tarde, cuando tomemos en el porche de la masía un gin-fizz mientras esperamos que la noche se vuelva turca y avizoramos la aparición de la guineu en lo alto de la cuesta, sobre el boxeador poeta Arthur Cravan. Luego, ya en la madrugada, cuando haya rociado con mi agua bendita tu vergel japonés, me levantaré y en la cocina mientras me tomo un té, escribiré de lo que por la tarde te hablé.
Mon nom véritable est Fabian Lloyd, escribe Arthur Cravan bajo una fotografía que le fue tomada en 1908. Por parte de madre, de su señora madre Clara Hutchinson, Arthur Cravan es sobrino de Oscar Wilde (rizos de la vida; paleta ridícula) y se sabe que viajó a partir de los 16 años por la Inglaterra y por New York y llegó hasta California; se dice que estuvo en Berlín y que alcanzó Australia trabajando como fogonero en un buque de carga y que fue leñador y que vivió München y disfrutó la aparente grandiosidad de Florencia. Es en Paris, en 1909 cuando empieza a tomar clases de boxeo en el gimnasio de Fernand Cuny y se proclama campeón de los pesos medios de Francia en 1910 y quizá por los golpes que le dejaron algo sonado decide en 1912 fundar la revista literaria Maintenant y contrae matrimonio con Mademoiselle Renée llamada La bourguignone. Durante esos años Arthur Cravan se dedica a organizar conferencias en las que él habla, baila y boxea. Al desatarse el gran negocio de la Primera Guerra Mundial, Cravan huye de Francia y se dedica a viajar por Europa Central. En 1915 se le ve boxear en Atenas contra Georges Calafatis y en marzo de 1916 firma el contrato para pelear contra Jack Johnson, negro de 110 kilos, excampeón del mundo de los pesos pesados en la plaza de toros de Barcelona. Aquello, después se supo, fue una estafa monumental (como la plaza) y Cravan fue aplastado por el Gigante de Gavelston.. Larga sería contar la vida de este personaje, envuelta en escándalos y rebeliones -le diré a Pepa y le daré algunas referencias bibliográficas por si quiere saber algo más de él- pero quiero terminar este apunte biográfico con la coincidencia de que -al igual que el Marqués de Bradomín- se embarcó a México con su segunda esposa la poeta Mina Loy. Llegan a Veracruz casi al borde de la miseria. Ella está embarazada. Allí, en el mismo Veracruz, deciden que ella vuelva a Buenos Aires y le espere hasta que él reúna el dinero suficiente para poder viajar hasta allá. El misterio envuelve los últimos días de Arthur Cravan, el boxeador poeta. Dicen los que gustan de alimentar misterios que fue echado por la borda de un pequeño velero en el Golfo de Méjico por unas deudas de juego con la marinería. Otros sin embargo juraron haberlo visto arrastrar su inmeso corpachón de casi dos metros de altura por las cabañas del profundo sur de los Estados Unidos. En 1919 nació su hija Fabianne (Mon nom véritable est Fabian) a la que jamás conoció.
Blaise Cendrars, amigo de mi padre, que se encontraba con él en aquel memorable match en una silla de ring en la 1ª fila que les había costado 36 pesetas cada una, escribió para su diario -tiempo después- el siguiente artículo:

El combate de Barcelona se produjo un domingo por la tarde en una antigua plaza de toros. En el ring, una vez hechas  las presentaciones y el anuncio, al "!Go!" del árbitro, el bello Arthur se puso en guardia, poniendo sus dos puños enfundados en los guantes delante de su rostro, bajando la cabeza, metiendo el estómago, doblándose hacia delante para protegerse el corazón con los codos apretados uno contra el otro y esperó el golpe fatal, la nuca entre los hombros, curvando la espalda, sin esbozar un gesto, ni siquiera una finta ficticia para parecer que parezca, limitándose a patear, dando vueltas sobre sí mismo, temblando visiblemente; el negro se movía en torno al valiente muchacho como una gorda rata negra en torno a un queso de Holanda, haciéndose llamar al orden tres veces seguidas porque por tres veces Big Jack dio una patada en el trasero del poeta boxeador para descongelar un poco al sobrino de Oscar Wilde, y el negro le golpeaba las costillas, dándole puñetazos, riéndose, animándole, riñéndole, y, súbitamente encolerizado, Jack Johnson lo tumbó  con un formidable bofetón en la oreja izquierda, un golpe digno de un matarife o de un maleante porque estaba más que harto. Cravan no se movió más. El árbitro contó los segundos. El gong anunció el final del combate...

...entonces se montó la marimorena porque aquello no había durado más de un minuto. Las consecuencias de aquella refriega -te diré Pepa esta tarde- las puedes leer si quieres en el artículo al que hago referencia pero sí me gustaría relatarte, pues me lo sé de memoria, el final del mismo:
(Antes -te diré- has de saber que Cravan huyó y se embarcó en el puerto de Barcelona rumbo a América). Y ahora sí el final del artículo:

...encerrado en su camarote [...] se limpiaba la oreja izquierda que tenía roja, no de vergüenza, sino de la violencia del cachete recibido. Y tal como le conozco debió de importarle todo un bledo y seguramente se decía: "¡Salvar el tipo está bien para los chinos! En mi caso, el retrato está intacto y eso es lo que importa, ¡cara guapa!..." Y debía de sonreírse ante el espejo, inclinado sobre el lavabo, colocándose las compresas con cuidado. Pensaría en su mujer, una francesa del Bourguignon que se había quedado en París; posiblemente ya conocía a la mujer con la que se iba a casar en Nueva York, porque Arthur Cravan murió bígamo.
Blaise Cendrars

Me preguntarás, estoy seguro, cómo semejante tongo enamoró a mi padre para siempre por el arte del cuadrilátero y yo te repetiré palabra por palabra sus palabras: ¡Ah, Isaac, hijo mío, porque no hay nada más digno de ser amado que lo que es claramente engaño! Arthur Cravan nos dio una lección a todos en aquella Plaza de Toros Monumental de Barcelona de la monumental plaza de toros que es el mundo,  en el que todo es burla, engaño, apariencia y donde todos buscamos que nos marquen lo menos posible la geta para poder engañar a nuestra vez sin ofrecer demasiadas señas de identidad.  

Ensayo

Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/03/2017 a las 12:53 | Comentarios {2}


Eran flechas las gotas de lluvia, furiosas como el grito de una madre hacia el hijo que no ama. Era la tarde oscura y temblaban de terror las hojas del roble. Algo iba a pasar, se decían las unas a las otras. Sin medida el terror. Sin fin la tenebrosidad del último golpe de luz. Volaba el caballo sin montura por la desierta, inacabable llanura del cielo; iba en busca de su amazona, que había muerto sin cura del veneno de la maldad y aún así él la amaba; la había amado siempre, desde el primer día que acarició su crin y sintió la sangre caliente de su mano; desde el día en que lo montó a horcajadas y lo espoleó con rabia para que volara, para que volara; al oído le gritaba, ¡Vuela, caballo, vuela! ¡Vuela hacia el bosque! ¡Vuela lejos de aquí!
Luego fue testigo de la maldad de su dueña; le vio tratar con la crueldad de una flor carnívora al joven que la amaba; le vio arrancar los cabellos a una muchacha más lozana que ella; le vio envenenar el agua de un bebedero de mirlos; le vio dejarse abrazar por un gañán que nada le importaba mientras a lo lejos el joven que la amaba apretaba las mandíbulas y se alejaba del lugar donde por primera vez amó mientras ella le miraba. Y aún así cuando ella acariciaba su crin por las mañanas y colocaba la silla española en su lomo y sentía el peso ligero de su pie en el estribo y cómo tomaba las riendas y cómo lo espoleaba, sentía por ella un amor que le hacía olvidar el mal y juntos corrían por la estepa, por el bosque, por las umbrías de los ríos y atravesaban vados y subían por laderas peligrosas  y descendían por barrancos horribles y descansaban en cualquier parte hasta que al anochecer ella lo llevaba a la cuadra, le ponía su forraje, cepillaba su pelo alazán y lo despedía con un, Mañana te obligaré a más.
Así un día y otro día, viendo la crueldad de su amazona y queriéndola más que a su propia vida.

Nadie sabe por qué ocurren los hechos. Nos aferramos a la causa y su efecto pero quizá eso sólo sirva como explicación para la ciencia y para  mentes estrechas. Podríamos decir que cuando el caballo vio a su ama bañarse desnuda en el estanque, sabiendo como sabía, que el joven que la amaba la espiaba, por su mente pasó una ráfaga de misericordia. El joven sufría eso que el corazón no sabe pensar y la muchacha se reía de eso que ella no había sentido jamás. Se burló del joven. Le hizo salir de su escondrijo. Lo embelesó con promesas. Le permitió que se acercara. Le dejó que la viera desnuda y mojada. Incluso se acercó con la intención -creyó él- de besarle pero le escupió en la cara, le ordenó que se alejara, le llamó Lascivo, Ladrón de honra; le amenazó con denunciarle a sus padres y le gritó, ¡Nunca, nunca jamás! ¡Te desprecio!

Galopaban la amazona y el caballo como un solo cuerpo, un alma única. La tormenta se acercaba tras ellos pero aún no los alcanzaba. Se oía el trueno. Fulgía el rayo. Ambos sabían que al rodear la gran roca de los Mil Años debían girar a la izquierda para evitar el abismo que se abría de improviso a su derecha; un corte en la montaña tan inesperado que llamaban a aquel recodo La Curva de los Espantos. Caballo y Amazona se sabían de memoria el movimiento. A lo largo de los años lo habían apurado hasta el milímetro. Un solo cuerpo. Sólo un alma. Cuando ella recogió la rienda izquierda, suavemente, como si fuera un sutil recordatorio de lo que no hace falta avisar, el caballo se lanzó serena y velozmente hacia el abismo y se detuvo tan de golpe al llegar al borde que la amazona salió despedida de boca y cayó sin grito, sin sorpresa hacia lo hondo de la tierra, hacia el más puro infierno.

Desde entonces dicen que el caballo vuela sin montura, herido de amor huido.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/03/2017 a las 19:13 | Comentarios {2}


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