Carta que FGL le escribe a Olmo Z. a partir de una foto de Caroline Lahougue
Le prince d'Aquitaine à la Tour abolie. Fotografía de Olmo Z. de Caroline Lahougue (fecha desconocida)
Que hay una brecha al borde del colapso. Que estamos en el colapso. ¡Torpes, torpes, torpes! Por eso llega el momento de la revelación: que estuviste enfermo de maldad y fuiste falsamente malo y esa falsedad en la maldad te llevo a la melancolía.
Luego, cándido, te preguntaste qué era la maldad y esa pregunta aunque ingenua fue brillante porque te permitió empezar a despertar.
Te digo, Olmo, que estabas dormido y en tus obras se vislumbraba ese mundo en duermevela que habitabas.
Que la verdad es una muchacha esquiva lo sabías y que tenga aires de fado no ha de enfadarte porque la verdad -si se viene de la pesadilla- genera la sensación de pérdida de la única fortuna de los seres vivos: el tiempo.
Ya sé, Olmo Z., que has visto difusamente la luz del otro lado y también sé que la Parca te sonrió y te citó para más tarde y tú, como buen hombre que despierta, le diste las gracias y volviste con nosotros y al volver te diste cuenta de que la bondad no es idiotez y que la falsa maldad es grosera.
Así es que al borde del colapso caminas un poco más erguido -según me cuentan los que te han visto- y cuando te colocas en un mostrador agradeces a la funcionaria haberte hecho esperar y haber sido tan eficiente en su labor y cuando ella te sonríe y tú te giras sientes la gracia de la amabilidad en tus espaldas y sabes que por hoy nadie te va a multar.
No sabes, Olmo, cuánto me alegra que te hayas despertado. Sólo te deseo que no vuelvas a dormirte. Sabes que serás recibido con los brazos abiertos y unas cuantas sonrisas si alguna vez vienes por aquí.
Luego, cándido, te preguntaste qué era la maldad y esa pregunta aunque ingenua fue brillante porque te permitió empezar a despertar.
Te digo, Olmo, que estabas dormido y en tus obras se vislumbraba ese mundo en duermevela que habitabas.
Que la verdad es una muchacha esquiva lo sabías y que tenga aires de fado no ha de enfadarte porque la verdad -si se viene de la pesadilla- genera la sensación de pérdida de la única fortuna de los seres vivos: el tiempo.
Ya sé, Olmo Z., que has visto difusamente la luz del otro lado y también sé que la Parca te sonrió y te citó para más tarde y tú, como buen hombre que despierta, le diste las gracias y volviste con nosotros y al volver te diste cuenta de que la bondad no es idiotez y que la falsa maldad es grosera.
Así es que al borde del colapso caminas un poco más erguido -según me cuentan los que te han visto- y cuando te colocas en un mostrador agradeces a la funcionaria haberte hecho esperar y haber sido tan eficiente en su labor y cuando ella te sonríe y tú te giras sientes la gracia de la amabilidad en tus espaldas y sabes que por hoy nadie te va a multar.
No sabes, Olmo, cuánto me alegra que te hayas despertado. Sólo te deseo que no vuelvas a dormirte. Sabes que serás recibido con los brazos abiertos y unas cuantas sonrisas si alguna vez vienes por aquí.
Ahora escucha: he vuelto. El cielo está azulísimo; de un azul que espanta por el invierno -digo- no por el azul en sí. El azul sí puede ser espantoso pero no es el caso de este azul del cielo de hoy. Te repito: es por el invierno y quizá por un órgano que sonaba esta madrugada por debajo de mi almohada, entre el suelo y el somier lo he ubicado. Era un órgano de iglesia y a mí, como muy bien sabes, el sonido de los órganos de las iglesias siempre me produjo inquietud. Demasiado aire en los tubos. O demasiados tubos para el aire. A veces, cuando niño, pensaba que si todos los órganos de todas de las iglesias del mundo se pusieran a sonar a la vez nos dejarían sin aire que respirar.
He vuelto. La casa no puede por menos que estar fría. La ropa seguía tendida. Las calles. Mis calles. No, no, las calles (no tengo ya propiedad ninguna. No quiero propiedades. Sólo quiero préstamos y alguna antigüedad) habrán variado lo justo del desgaste producido por las suelas de los zapatos de los hombres y las almohadillas de las pezuñas de los animales con lo cual es un desgaste que yo no advierto. En los árboles si he visto el paso del tiempo y estoy seguro que lo disfrutaré en los juncales del lago.
Ahora escucha: estoy vivo y casi es el invierno. La mañana es muy fría, de un azul que espanta. Mis dedos, un día más, teclean y al teclear cantan y mi corazón (o mi rodilla) tiene la cálida sensación de la sangre corriendo por mis venas y así podría exclamar, ¡Oh, corvas! ¡Mis uñas cortas! ¡Codo! ¡Axila! ¡Oh, lumbares! ¡Amores vivos!
He puesto a mis pies una manta eléctrica y suena por los altavoces una guitarra española. Estoy en una casa prestada porque no quiero nada en propiedad. Ni siquiera los sueños ni los órganos que me habitan ni el pequeño placer que siento por los libros ni la mirada que a través de mis ojos mira.
He vuelto. La casa no puede por menos que estar fría. La ropa seguía tendida. Las calles. Mis calles. No, no, las calles (no tengo ya propiedad ninguna. No quiero propiedades. Sólo quiero préstamos y alguna antigüedad) habrán variado lo justo del desgaste producido por las suelas de los zapatos de los hombres y las almohadillas de las pezuñas de los animales con lo cual es un desgaste que yo no advierto. En los árboles si he visto el paso del tiempo y estoy seguro que lo disfrutaré en los juncales del lago.
Ahora escucha: estoy vivo y casi es el invierno. La mañana es muy fría, de un azul que espanta. Mis dedos, un día más, teclean y al teclear cantan y mi corazón (o mi rodilla) tiene la cálida sensación de la sangre corriendo por mis venas y así podría exclamar, ¡Oh, corvas! ¡Mis uñas cortas! ¡Codo! ¡Axila! ¡Oh, lumbares! ¡Amores vivos!
He puesto a mis pies una manta eléctrica y suena por los altavoces una guitarra española. Estoy en una casa prestada porque no quiero nada en propiedad. Ni siquiera los sueños ni los órganos que me habitan ni el pequeño placer que siento por los libros ni la mirada que a través de mis ojos mira.
Casi seguro que fue un viernes. No, en todo caso, un viernes de diciembre. Fue un viernes de primavera. Al terminar la jornada en el Instituto -estábamos en 1º de BUP y corría el año 1976- un compañero de clase llamado Francisco Javier S. L. nos invitó a ir a su casa a unos cuantos. Entre ellos recuerdo que estaban Joaquín F., Javier H., Ana N.-C. y yo pero deduzco que seguro que vinieron algunas chicas más y algunos chicos. Teníamos entonces entre 14 y 15 años.
Francisco Javier era un compañero del que, no sé por qué, siempre me ha quedado la sensación de que era un petimetre, algo repipi y con un ansia de ser lo que no era que a mí me daba un poco de repelús, cuando -eso se descubre más tarde- todos a esas edades intentamos ser algo que aún no somos.
Recuerdo el salón donde nos acomodamos pequeño y abigarrado; recuerdo que como anfitrión Francisco Javier sacó una Coca-Cola grande y algo de picar; recuerdo que para mí en aquella reunión sólo existía Ana N.-C.; recuerdo que ella vestía una falda por encima de la rodilla y una camisa blanca con los botones púdicamente abrochados para que no se le pudiera ver ni el tirante del sostén. Ana era bellísima, con una belleza andaluza. Tenía los ojos rasgados y verdes oliva; el cabello azabache -aquel viernes recogido en un moño italiano-; delicados los hombros; fina la boca; ovalado el mentón; pequeño el pecho; delgada, con una hermosa voz y unos muslos torneados y suaves.
Llevaríamos no más de media hora allí. Hacía calor -por eso deduzco que era un viernes de primavera-. Francisco Javier había puesto en el tocadiscos el disco Abraxas de Santana y alguien le propuso que bajara un poco las persianas. Debíamos de estar todos sentados y quizá no había sitio para todos porque -imagino que en un arranque de osadía que siempre me agradeceré*- le dije a Ana que se sentara en mis rodillas. Ella aceptó. Y pronto nuestras manos empezaron a jugar con las manos del otro y -a medida que avanzaba el disco- las manos se debieron volver más audaces porque recuerdo las suyas en mi cuello y las mías en sus muslos hasta que, justo cuando empezaba a sonar Samba pá ti nuestras bocas se mordieron, se besaron, se excitaron por primera vez en nuestras vidas. El primer beso fue la explosión de la vida. La excitación brutal de su cuerpo pegado al mío; el olor de su sudor; el olor de su excitación; la tensión de sus labios recorriendo los míos; la extensión de su lengua en mi boca; nuestros dientes saludándose. Y mi mano, sí, mi mano, que por primera vez acariciaba el cuerpo de una mujer, Ana, que me permitió llegar hasta su pecho y morderle los lóbulos de las orejas y también susurrarle tiernas palabras mientras ella me decía, -por primera vez en mi vida una mujer me dedicaba esas palabras- amor mío, Fernando, amor mío... era un viernes de primavera hace ahora cuarenta y un años.
* Al releer esta tarde el texto, no estoy tan seguro de que fuera yo quien le pidiera a Ana que se sentara en mis rodillas. En mi recuerdo se ha abierto paso, y con fuerza, la posibilidad de que fuera ella motu propio quien se sentara encima de mí y así se iniciara lo que siguió. Si ocurrió esta variante no tengo más que alabar en Ana lo que antes alabé en mí.
Francisco Javier era un compañero del que, no sé por qué, siempre me ha quedado la sensación de que era un petimetre, algo repipi y con un ansia de ser lo que no era que a mí me daba un poco de repelús, cuando -eso se descubre más tarde- todos a esas edades intentamos ser algo que aún no somos.
Recuerdo el salón donde nos acomodamos pequeño y abigarrado; recuerdo que como anfitrión Francisco Javier sacó una Coca-Cola grande y algo de picar; recuerdo que para mí en aquella reunión sólo existía Ana N.-C.; recuerdo que ella vestía una falda por encima de la rodilla y una camisa blanca con los botones púdicamente abrochados para que no se le pudiera ver ni el tirante del sostén. Ana era bellísima, con una belleza andaluza. Tenía los ojos rasgados y verdes oliva; el cabello azabache -aquel viernes recogido en un moño italiano-; delicados los hombros; fina la boca; ovalado el mentón; pequeño el pecho; delgada, con una hermosa voz y unos muslos torneados y suaves.
Llevaríamos no más de media hora allí. Hacía calor -por eso deduzco que era un viernes de primavera-. Francisco Javier había puesto en el tocadiscos el disco Abraxas de Santana y alguien le propuso que bajara un poco las persianas. Debíamos de estar todos sentados y quizá no había sitio para todos porque -imagino que en un arranque de osadía que siempre me agradeceré*- le dije a Ana que se sentara en mis rodillas. Ella aceptó. Y pronto nuestras manos empezaron a jugar con las manos del otro y -a medida que avanzaba el disco- las manos se debieron volver más audaces porque recuerdo las suyas en mi cuello y las mías en sus muslos hasta que, justo cuando empezaba a sonar Samba pá ti nuestras bocas se mordieron, se besaron, se excitaron por primera vez en nuestras vidas. El primer beso fue la explosión de la vida. La excitación brutal de su cuerpo pegado al mío; el olor de su sudor; el olor de su excitación; la tensión de sus labios recorriendo los míos; la extensión de su lengua en mi boca; nuestros dientes saludándose. Y mi mano, sí, mi mano, que por primera vez acariciaba el cuerpo de una mujer, Ana, que me permitió llegar hasta su pecho y morderle los lóbulos de las orejas y también susurrarle tiernas palabras mientras ella me decía, -por primera vez en mi vida una mujer me dedicaba esas palabras- amor mío, Fernando, amor mío... era un viernes de primavera hace ahora cuarenta y un años.
* Al releer esta tarde el texto, no estoy tan seguro de que fuera yo quien le pidiera a Ana que se sentara en mis rodillas. En mi recuerdo se ha abierto paso, y con fuerza, la posibilidad de que fuera ella motu propio quien se sentara encima de mí y así se iniciara lo que siguió. Si ocurrió esta variante no tengo más que alabar en Ana lo que antes alabé en mí.
¿Dónde está el camino del lago? (aunque no fuera un lago exactamente sino más bien una represa sólo que si no miraba hacia el sur y tan sólo miraba hacia el noroeste el paisaje era el de un lago con montañas al fondo y juncos en las riberas y encinas).
¿Sigue la tierra seca o las últimas lluvias la han reverdecido?
¿Qué partes del muro de piedra están derruidas? ¿Y cuáles han sido reconstruidas? ¿Se ha escapado algún toro? ¿Siguen camuflándose los puercoespines en el campo? ¿Y la culebrilla? ¿Y el zorro? Y por supuesto ¿están los jabalíes a sus anchas vagando por los caminos ya sea bajo la niebla o bajo el sol o en la llovizna?
¿Correrá Nilo de nuevo tras la pelota? ¿Me emocionaré en exceso cuando vuelva? ¿Seguiré pensando que mi vida es otra? ¿Sentiré el temor de las horas solas? ¿Qué le contaré a Fernando cuando le vea? ¿Qué canción será la que me duerma? ¿Terminaré la lectura de Stendhal Del Amor? ¿Aprenderé algo que me nutra? ¿Sonreiré con ternura cuando vea mi rostro ante el espejo? No cualquier espejo, no, sino el espejo de mi casa.
¿Abrazaré mi almohada? ¿Dormiré tranquilo? ¿Podré trabajar mientras a mis espaldas atardece? ¿Cenaré a gusto? ¿Volveré a probar el vino? Y cuando nade ¿qué sentirán mis piernas? ¿qué arco trazarán mis brazos? ¿cómo respirará mi boca el aire? ¿cómo lo expulsará mi nariz? ¿Tendré aún ritmo? ¿Recobraré con prontitud las fuerzas?
El día se está cubriendo de niebla y mis dedos sienten cierta cualidad del frío. ¿Qué les contaré a mis vecinos? ¿Cómo seré recibido? ¿Cuántas veces me vendré abajo? ¿Cuántas miraré el desafío con audacia? ¿De cuántos libros me tengo que despedir? ¿Cuántas frases escribiré aún? ¿Llegaré lejos? ¿Hoy empieza todo? ¿Cada hoy empieza siempre todo?
¿Sigue la tierra seca o las últimas lluvias la han reverdecido?
¿Qué partes del muro de piedra están derruidas? ¿Y cuáles han sido reconstruidas? ¿Se ha escapado algún toro? ¿Siguen camuflándose los puercoespines en el campo? ¿Y la culebrilla? ¿Y el zorro? Y por supuesto ¿están los jabalíes a sus anchas vagando por los caminos ya sea bajo la niebla o bajo el sol o en la llovizna?
¿Correrá Nilo de nuevo tras la pelota? ¿Me emocionaré en exceso cuando vuelva? ¿Seguiré pensando que mi vida es otra? ¿Sentiré el temor de las horas solas? ¿Qué le contaré a Fernando cuando le vea? ¿Qué canción será la que me duerma? ¿Terminaré la lectura de Stendhal Del Amor? ¿Aprenderé algo que me nutra? ¿Sonreiré con ternura cuando vea mi rostro ante el espejo? No cualquier espejo, no, sino el espejo de mi casa.
¿Abrazaré mi almohada? ¿Dormiré tranquilo? ¿Podré trabajar mientras a mis espaldas atardece? ¿Cenaré a gusto? ¿Volveré a probar el vino? Y cuando nade ¿qué sentirán mis piernas? ¿qué arco trazarán mis brazos? ¿cómo respirará mi boca el aire? ¿cómo lo expulsará mi nariz? ¿Tendré aún ritmo? ¿Recobraré con prontitud las fuerzas?
El día se está cubriendo de niebla y mis dedos sienten cierta cualidad del frío. ¿Qué les contaré a mis vecinos? ¿Cómo seré recibido? ¿Cuántas veces me vendré abajo? ¿Cuántas miraré el desafío con audacia? ¿De cuántos libros me tengo que despedir? ¿Cuántas frases escribiré aún? ¿Llegaré lejos? ¿Hoy empieza todo? ¿Cada hoy empieza siempre todo?
Documento 16 de los Archivos póstumos de Isaac Alexander.
Lhasa, enero de 1956.
No quieras, mi pseudo-Lucilo parecer bueno. Mírame a mí, calavera en tierra extraña, que no abogo más que por la sal de la vida.
Nunca pretendas ser lo que el destino no te concede porque en más de una ocasión te dolerán las tripas y tendrás tales dolores en eso que unos llaman alma que llegará el día en el que habrás de pagar, de golpe, tanta impostura.
Quiero contarte mi historia con Manjari como ejemplo de lo que vengo a decirte. De cómo mi explícita no-bondad o si quieres llamarlo canallismo o si quieres llamarlo desvergüenza, me llevó al florido jardín de la más bella de las mujeres del Tíbet.
No hay que ser bueno para amar. Ni la bondad procura más, como virtud, que la sinceridad o la honestidad. La bondad -diría- es atributo natural. Es -por decirlo de manera que tú lo entiendas- más instinto que razón. Los hombres buenos lo son -afirmaría- desde la cuna y ni las más adversas circunstancias podrán doblegar tan elevada condición. Por eso -te afirmaría a ti que todavía estás en la edad de los absolutos- son tan pocos los hombres buenos porque cuando el destino se ceba con un ser humano suele ocurrirle a éste que se desvía o hacia el rencor -que es ira envejecida y por lo tanto huele mal y exacerba los humores vítreos- o hacia el disimulo del odio que suele llevar a terribles traiciones y atroces remordimientos. La bondad, querido pseudo-Lucilo, es territorio de los animales (en el mejor sentido de la palabra animal) y así podría decirte que contemplé por primera vez a Manjari: gacela joven que salta por las calles de Lhasa sin suponer que su cuerpo grácil, su juventud pura, su mirada limpia, su bondad innata enciende las pasiones de un hombre voluptuoso como yo, Casanova de vía estrecha pero no por ello intransitable y que desde el primer momento en que nos topamos en el mercado de la leche mi pasión se encendió hasta tal punto que no cejé en mi empeño hasta que la tuve entre mis brazos, desnuda como una mañana de primavera, entregada a mi afán de hacerla gozar, cerrados los ojos, abiertos los labios, limpios sus muslos blancos, atentos sus pies pequeños y -sorprendentemente- diestras sus dos manos. Yo amé en Manjari la corporeidad de la bondad como en Helga -de la que algún día te contaré- amé todos los pecados mortales (o morales). Ha habido mujeres en mi vida que eran símbolo de lo más elevado o de lo más bajo y a ambos territorios me he entregado siempre, hasta el fondo, guiado por sus cuerpos, por sus mentes, por sus prodigios. Y ha sido gracias a ellas como he aprendido que la salud consiste en no luchar contra lo que se es. Y así -mi querido y joven pseudo-Lucilo- te confieso que hice daño a Manjari porque yo no soy un hombre bueno pero sí sincero y cuando fui consciente del mal que había provocado me fui de Lhasa, arrasado por las lágrimas y con un solo deseo: que en la hora de mi muerte me acompañara un lama y al susurrar en mi oído el bardo que facilita el tránsito a la muerte, éste incluyera el nombre de mi amada tibetana.
La bondad ni se hereda ni se aprende pero si se tiene un poco de sensibilidad se reconoce y se disfruta. No quiero con esto afirmar que tú no seas bueno sino que si no lo eres no te afanes en serlo porque -paradojas de la existencia- ese afán te hará mal.
Siempre tuyo un hombre que no es bueno
Nunca pretendas ser lo que el destino no te concede porque en más de una ocasión te dolerán las tripas y tendrás tales dolores en eso que unos llaman alma que llegará el día en el que habrás de pagar, de golpe, tanta impostura.
Quiero contarte mi historia con Manjari como ejemplo de lo que vengo a decirte. De cómo mi explícita no-bondad o si quieres llamarlo canallismo o si quieres llamarlo desvergüenza, me llevó al florido jardín de la más bella de las mujeres del Tíbet.
No hay que ser bueno para amar. Ni la bondad procura más, como virtud, que la sinceridad o la honestidad. La bondad -diría- es atributo natural. Es -por decirlo de manera que tú lo entiendas- más instinto que razón. Los hombres buenos lo son -afirmaría- desde la cuna y ni las más adversas circunstancias podrán doblegar tan elevada condición. Por eso -te afirmaría a ti que todavía estás en la edad de los absolutos- son tan pocos los hombres buenos porque cuando el destino se ceba con un ser humano suele ocurrirle a éste que se desvía o hacia el rencor -que es ira envejecida y por lo tanto huele mal y exacerba los humores vítreos- o hacia el disimulo del odio que suele llevar a terribles traiciones y atroces remordimientos. La bondad, querido pseudo-Lucilo, es territorio de los animales (en el mejor sentido de la palabra animal) y así podría decirte que contemplé por primera vez a Manjari: gacela joven que salta por las calles de Lhasa sin suponer que su cuerpo grácil, su juventud pura, su mirada limpia, su bondad innata enciende las pasiones de un hombre voluptuoso como yo, Casanova de vía estrecha pero no por ello intransitable y que desde el primer momento en que nos topamos en el mercado de la leche mi pasión se encendió hasta tal punto que no cejé en mi empeño hasta que la tuve entre mis brazos, desnuda como una mañana de primavera, entregada a mi afán de hacerla gozar, cerrados los ojos, abiertos los labios, limpios sus muslos blancos, atentos sus pies pequeños y -sorprendentemente- diestras sus dos manos. Yo amé en Manjari la corporeidad de la bondad como en Helga -de la que algún día te contaré- amé todos los pecados mortales (o morales). Ha habido mujeres en mi vida que eran símbolo de lo más elevado o de lo más bajo y a ambos territorios me he entregado siempre, hasta el fondo, guiado por sus cuerpos, por sus mentes, por sus prodigios. Y ha sido gracias a ellas como he aprendido que la salud consiste en no luchar contra lo que se es. Y así -mi querido y joven pseudo-Lucilo- te confieso que hice daño a Manjari porque yo no soy un hombre bueno pero sí sincero y cuando fui consciente del mal que había provocado me fui de Lhasa, arrasado por las lágrimas y con un solo deseo: que en la hora de mi muerte me acompañara un lama y al susurrar en mi oído el bardo que facilita el tránsito a la muerte, éste incluyera el nombre de mi amada tibetana.
La bondad ni se hereda ni se aprende pero si se tiene un poco de sensibilidad se reconoce y se disfruta. No quiero con esto afirmar que tú no seas bueno sino que si no lo eres no te afanes en serlo porque -paradojas de la existencia- ese afán te hará mal.
Siempre tuyo un hombre que no es bueno
Ensayo
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/12/2017 a las 10:45 | {0}
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/12/2017 a las 11:28 | {0}