Poco antes de morir mi padre me dijo una de las frases más hermosas que me han dicho jamás (y que jamás me dirán). Estábamos merendando en el Vips de la calle Velázquez esquina con Lista. Nos acompañaba Gustavo, un muchacho emigrante que lo cuidaba por las tardes. Mi padre estaba ya en silla de ruedas y apenas podía hablar tras haber tenido un cáncer de laringe. Cuando terminó de dar un sorbo a su café, me miró con sus ojos tristes y pequeños y me dijo: Fernando, si por algo agradezco la enfermedad que tengo es por haberte podido conocer. Mi padre y yo nos conocimos, al final de su vida, mediante la correspondencia epistolar que empiezo a publicar.
Cuando murió mi padre no sé quién se encargó de tirar las cartas -que yo le enviaba en papel, por correo postal y que él guardaba en uno de los cajones de su mesa- a la basura. Por supuesto quien lo hizo no me consultó siquiera si quería conservar las cartas. Menos mal que yo guardé copia de ellas.
Transcurridos más de veinte años, siento el deseo de escribir sobre la verdad y creo que estas cartas son lo más sinceras de lo que era capaz. Las escribí entre los treinta y uno y los cuarenta años, es decir, durante la edad conflictiva.
2 de Octubre de 1996
Querido padre:
Sueños de la noche y la brisa del sur soplando entre las palmas reales. Llegaron tres barcos, tres hermosos bergantines con bandera congoleña.
En la cubierta del primero orquesta y coro interpretan cantatas de Bach; el director es un viejo almirante manco; los músicos son todos negros e interpretan a Bach con mucho son; el coro está compuesto por una agrupación de godspell de Louisiana con mujeres muy gordas y hombres muy negros con los pelos muy blancos.
En la cubierta del segundo bergantín, cuyo mascarón de proa es una esfinge de Rita Hayworth en pelota, un grupo de carteros en huelga airea con pena los sellos de sus respectivos países. Y así se ven sellos de Kuala Lumpur, de Laponia, de Israel (que por cierto son unos sellos con siete puntas), de Galicia o de Ohio. La protesta de los pobres carteros se resume en el lema que refulge cual espada en una pancarta argentina: "POBRES DE NOSOTROS LOS CARTEROS SIN DESTINO PUES YA NO HAY HOMBRES NI MUJERES QUE QUIERAN ESCRIBIRSE EN PAPEL SUS DESATINOS". Uno de los carteros (fémina en este caso) está amarilla verdosa la pobre porque la mar baila al son de una música de René Aubry que tiene algo de tango y un poquito de tarantela.
El tercer barco, padre, el tercer bergantín, alberga en su castillo de proa a Venus rediviva. Te cuento: cuando apareció en cubierta el cielo se llenó de colibrís, las nubes hicieron acto de presencia pero el sol las apartó de un plumazo, las estrellas salieron a deshora, los pulpos abandonaron las profundidades y una medusa azul y rosa tiñó el mar de un color imposible mitad pasta de dientes con clorofila mitad rosa roja. Allí estaba ella, una muchacha de no más de veinticinco años, trigueña como dirían nuestros hermanos cubanos, con unos ojos rasgados y verdes pero no muy verdes, no esos ojos verdes de película, no, unos ojos verdes como el verde de nuestros olivos andaluces; sus pómulos eran dos piedras de jade cinceladas por la mano de Hefestos; su boca la summa teológica del beso. El cuello, los hombros, el pecho formaban una composición perfecta para el deseo: el cuello por su longitud y su fineza, los hombros por su redondez y ya se sabe y si no te lo digo yo que la felicidad es siempre esfera, y los pechos porque en ellos se unen las dos aspiraciones máximas del hombre: la utilidad y la belleza. Vientre luego, suave loma, envoltorio de la vida, vida misma, sujeto a los límites de la cintura y los bordes de las caderas y las piernas largas y carnosas, columnas labradas para el goce, mármol de carne, mármol de carne. Las gentes del puerto se arremolinaron ante el tercer bergantín y comenzaron a cantar una vieja canción galesa y su canto se confundió con la orquesta y coro del primer barco y con la protesta airada de los carteros. La isla de Wotopinga fue un puerto de Babel y entre la confusión yo me bajé e invité a la chica hermosa a un gin Fizz, invitación que ella aceptó.
¡Ah, la noche, padre!. Hubo un momento hermoso, lleno de nostalgia; me preguntó por mi pasado con una voz que venía de muy lejos. Yo le contesté que no tengo pasado. Ella insistió y dijo: "seguro que hay algo". Y entonces le hablé de ti, le hablé de ti durante horas y al final cuando la aurora de rosáceos dedos asomaba por el horizonte, ella se echó a reír y dijo: "Antonio, sí, Antonio, me acuerdo de él, vaya que si me acuerdo". Y me contó una velada en Chicote, hace muchos años, cuando ella recaló por Madrid.
(...) Este párrafo lo he suprimido porque se refería a una serie de erratas en la carta anterior -la que corresponde al número 06 de Sobre la verdad- que ya corregí al transcribirlo a la revista.
P.D. Padre si tú quieres escribirme puedes hacerlo a mi antigua dirección: Calle Del nombre de un filósofo nº xx piso xx en la ciudad de Xxx. Tus cartas me llegarán te lo aseguro.
El personaje que habla es la protagonista de la novela que estoy escribiendo
...podría poner una fecha o contar un hecho concreto... es la niebla... las nubes bajas... claro que vienen a mi cabeza las imágenes... no voy a luchar contra ellas... le decía a una amiga que lo único que yo intento en esas situaciones es que desde algún lugar surja la idea de que pasará... la luz... diciembre... los recuerdos... debería ponerse, cogerme y obligarse a definirme, de una vez por todas... una gran inmensidad, la última palabra descubierta, tremor, que tiene una convergencia entre temblor y temor, el tremor es un temblor que se teme... eso me digo mientras me leo desperdigada en varios soportes: pluma sobre papel, vieja máquina de escribir; ordenador... no, no aparto las imágenes con un movimiento inconsciente de mi mano... las observo... sé que son construcciones que no han logrado salir de la caverna, que quizá se encuentren en un lugar intermedio entre la pura sombra y la pura luz; a lo mejor logro girar un poco el cuello o simplemente soy consciente de que lo que veo es silueta de lo que es... claro que podría poner una fecha mientras pienso, cuando Dios quiera... no, no ese Dios estúpido con rostro humano... no, el Dios verdadero, el Dios inefable, ése al que no le importa que lo escribas con minúscula, el dios de la sonrisa y del dolor insoportable, el dios de las distancias, el dios de la contemplación, el dios de las manos y el de las pezuñas, el dios de la era nuclear y el dios de la urbilateria, el dios de un interés y el dios de la caridad, el dios que no piensa, el dios que no siente, el dios que no es, el dios yo soy eso, el dios que cierra los ojos y sueña la eternidad en el justo presente, el dios chichinabo, el dios petimetre, el dios de los mil brazos, el dios sin pretendientes, el de las selvas, el de las cucañas, el de la mujer de pueblo que le lleva al médico un café con un polvorón como pago a que le tome la tensión; de ese dios hablo, de esa idea que surge hablo, ahora que él se ha detenido, lleva detenido tanto tiempo, porque no se atreve a jugar, porque más que no atreverse es que no tiene ganas, jugar, ya lo sabe, tiene muchas y rígidas reglas... No reniego de nada de lo vivido... ni de la vergüenza que me doy... no reniego de mis errores... la tarde debe ser, la luz, me escribía, generaba en su rostro la metáfora de un ring... la tarde llueve... la añoranza, desde la cueva, de una hoguera... sueña el mundo y porque sueña sueña a Vishnu... el que nos sueña... me digo, No por no ser como tu quieres, es. Cómo espere... cómo espere yo... si yo también soy eso... eso entonces es también lo que quiero... porque también, porque también... dicen los que saben, que la utilidad de la filosofía es discurrir sobre lo real, sea lo que sea lo real... también tiene una utilidad moral... lo hechos morales son como los mitos, iguales en todas las culturas, en todos los pueblos, en todas las creencias... hay, así, una objetividad moral (lo que está bien, lo que está mal)... por eso es tan difícil filosofar, tanto como cualquier carrera técnica en donde haya que aprender lenguajes... lo real entonces... lo que quiero... en realidad lo que queremos... enlazados, enlacemos las manos que diría Pessoa -esto lo escribe él de él, pero yo también soy él, sólo que yo no conozco al autor que escribió enlacemos las manos-... me voy a ir por la veredita del fondo hasta el punto en el que comenzaba a ver el tejado de uralita cuando en los días de la niñez volvía a la casa de mi abuela, la que me marcó a sangre y fuego, yo también soy esa... sí, hasta allí, hasta lo alto del altozano tras el cual el sol, si luciera, moriría... Me llamo Marciana, me llaman Marci...
L’Atelier du peintre. Allégorie Réelle déterminant une phase de sept années de ma vie artistique (et morale) de Gustave Courbet. 1855
Es una mascarilla verde la que se acerca (...) eso debe ser morir. Ahora escucho cómo Violeta, mientras trajina ve una serie en inglés y no entiendo nada. Ella está en la cocina. Yo estoy en mi habitación. ¿Será una buena comparación con la muerte? Tengo recién abiertas las tripas. Tengo hematomas en el pubis, en la base de la polla y una cicatriz aún con grapas en el costado izquierdo.
Eso es todo. No sé si querré más. No sé si volveré. Lo intento. Juro que lo intento. A mis sesenta y un años. Lo sigo intentando. Esta mañana mismo. Lo intentaba. Me trasladaba. Hacía hablar a alguien. La pluma no escribía bien. Me doy cuenta de que me he vuelto muy maniático. O, sencillamente, son excusas. Luego pienso en Miles Davis que les aconsejaba a sus músicos en la época del jazz fussion, Toca como si no supieras. Yo también lo intento. Ahora que he vuelto a la vida y Violeta cocina y escucha una serie en inglés de la que nada entiendo mientras yo tecleo por primera vez desde hace cuatro días. Hoy hace cuatro días iba con mi amigo Luis hacia el hospital de El Escorial para que me operaran. Es curioso porque en vez de Escorial me ha salido "escrotial" que tiene que ver con escroto, el cual está cerca del lugar donde me operaron. ¡Qué amables las mujeres del quirófano! Eran todo mujeres. Me llamó la atención. Me alegró. Quizá porque estoy hasta los cojones de los hombres y nuestros juegos territoriales. No sé si es por eso. No sé si siento hoy esta desazón por un sueño tristísimo que he tenido. O si sencillamente la recuperación conlleva cierto grado de melancolía.
No sé si volveré a hacerlo con el entusiasmo necesario o si lentamente lo iré dejando hasta que muera o yo o mi deseo de seguir intentándolo (me viene ahora a la cabeza Beckett. Me digo, Vuelve a leer a Beckett, lee El innombrable. Dudo, como casi siempre, si poner el título con mayúscula. Me duele la herida de la operación, la que llevo como una cornada desde hace cuatro días y que me atraviesa el vientre. Quisiera levantarme. También, a veces, quisiera ser otro, que todo hubiera sido de otra manera. Pero no hay otra manera. Todas las maneras serían, en esencia, parecidas. Huelo, a lo lejos, el aroma de un huevo frito en aceite de oliva. Estoy en España. Parece que mi país es España. Parece que soy español (hermosa la paradoja de la terminación en -ol para el gentilicio de España. Tiene Américo Castro un precioso estudio sobre el motivo de esta extraña terminación. Si no recuerdo mal concluía el maestro que la terminación viene de un préstamo provenzal. No sé por qué me he ido por aquí. Sigo escuchando la serie que Violeta mira mientras cocina. Se ha hecho tan mayor Violeta. También yo me he hecho muy mayor. El día ha amanecido muy nublado. He vuelto a hacer un par de problemas de ajedrez. Me duele el bajo vientre. Me duele estar sentado. Tengo hambre. El azúcar está controlada. Si hubiera muerto, entonces, si (...) Ocurre un hecho extraño. Probablemente sea por el frío en la punta de los pies. Pienso que quizá no sea capaz de vivir con este frío tan intenso y de ahí me viene la idea del suicidio en Occidente, el poco respeto que se le tiene al suicidio y siento el deseo de volver a leer a Ramón Andrés. Esto fue antes. Cuando me pongo a escribir ya no es lo mismo. Todo lo que pienso resuena mas fuerte en mi cerebro, más definitivo. Será la represión. Será eso, que tiene -la represión- una gran fuerza en la punta de los dedos.
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
¿Dónde está el caballo? Miro en la mañana. Miro en la tarde. Al anochecer miro. No vuelve.
Una de las claves de las sociedades fascistas es el bulo no tanto en cuanto bulo sino como verdadera interpretación de un hecho.
Intento retener en mi cabeza la exacta relación en un claroscuro que veo al atardecer en las montañas. Hasta qué punto se corta de una forma tajante o no esa relación de luz y sombra.
Contra el fascismo en una democracia liberal y burguesa sólo cabe, mientras se pueda, la tolerancia. Es decir: en el espacio común tienen cabida las ideas que segregan, amenazan, injurian y niegan pero sólo hasta ahí. Una analogía sería ¿Cuál es el límite de la violencia? La respuesta sería: el límite es la palabra. Pues lo mismo para las ideas que niegan al Otro: el límite es la palabra. En cuanto esas palabras se pongan en acción, se inicia otra fase.
Hablo de fascismo porque es la única totalidad que amenaza la civilización occidental desde que Margareth Tatcher y Ronald Reagan accedieron, mediante el voto popular, a primera ministra y presidente respectivamente.
Hoy he ido a hacerme una copia de las llaves en una tienducha muy curiosa que hay en un pueblo cercano. Mi pueblo es tan pequeño que no tiene apenas tiendas, sólo una de ultramarinos que por supuesto es propiedad de los dueños de todo. Pero a lo que iba. La especie de ferretería es un lugar muy particular: el mostrador da a la calle, es un lugar lleno de anaqueles de metal -con cientos de cajas de cartón muy, muy antiguas en sus baldas- que se alinean a ambos lados a lo largo de una estancia bastante estrecha y muy larga en cuyo extremo opuesto a la entrada hay una puerta con cristal que da a un patio; a la izquierda según se mira el mostrador hay un recipiente para tubos de neón (siempre me produjeron una tremenda intranquilidad los neones, su luz, los tubos) ; en el mostrador hay un calendario de hace muchos años y las paredes -lo que se puede ver de ellas tras los anaqueles de metal- son de un gris oscuro como si nunca se hubieran pintado. El dueño de la tienda sigue llevando una bata azul como la que se solían poner los ferreteros antiguamente, ese azul prusia tan sufrido y haciendo, yo diría, que honor a tanta vetustez cobra en reales y muestra cierto orgullo cuando el cliente -yo en este caso- le pregunta ¿Y eso en pesetas cuánto es? Y él responde con la exactitud de un relojero suizo; como desafío y alimento de su orgullo, voy más allá y le aseguro, Pero en dólares no me lo dice. Me lo dice. Un hombre que tiene una tienducha en un pueblo perdido de una sierra perdida en cualquier lugar del mundo igual de perdido, hace la conversión en distintas monedas a una velocidad pasmosa.
¿Dónde está el caballo? ¿Hasta dónde llegaré a ver? Habrá que respirar una vez más. Me pide mi sobrino, mi pseudo Lucilo, que no olvide; me pide que mi memoria sirva como contención al fascismo; aunque sólo fuera una piedra, me dice. Por teléfono me habla. Me cuenta el temor que siente. Ya no es un fantasma, me dice. ¿Quién? Me gustaría aliviarle pero la esperanza la perdí para siempre y lo que no olvido -por mucho que se empeñen las modernas creencias en recluirlo en una parcela mínima del devenir- es el azar. Y así sólo puedo como mucho exclamar, ¡Se venturoso! ¡Sea tu época de ventura!
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/12/2021 a las 19:38 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
Diré que venías (sólo porque los días se habían calmado y parecía diciembre aliento y ánimo). Diré más cosas aunque me resulte difícil seguir escribiendo. Seguirte escribiendo. Cuando siento el frío metérseme hasta los tuétanos, me quedo quieto, sintiéndolo, disfrutándolo, hasta que me duele el cuerpo y sonrío cuando Hamlet se chupa la herida que una astilla le hizo esta mañana en la pata derecha.
Diré que venías y que estuve la mañana inquieto. Me acercaba a la ventana. Me ponía la mano ante los ojos a modo de visera e intentaba adivinar si a lo lejos tú aparecías y yo sentía el cosquilleo propio de quien se alegra de ver llegar a quien se ama.
Sé que estoy viejo y no me importa. Aún quiero vivir. No es que espere nada. Tampoco tengo ya una gran curiosidad (ya sé que dicen que la curiosidad nos mantiene con vida pero no estoy seguro. Siempre dudo de las verdades de Perogrullo). Sólo que cuando me levanto y al ver las primera luces vuelvo a sentir un placer estético, sé que ese no es el día adecuado para morir. O mejor para dejar de estar en esta dimensión. Porque no me atrevo a aventurar nada. Porque empiezo a entender que debo ir desandando. Invadirme de aquellas experiencias que la razón quiso hacerme olvidar durante muchos, muchos años.
Diré que cuando me desvío por un sendero del camino y veo las hojas de los robles cubriendo la tierra como si fueran piedrecitas de río, me detengo y respiro y siento una extraña tristeza como si este aire tan puro me sugiriera una edad dorada, que quedó atrás, no de mí, no, que quedó atrás de todos nosotros. Algo parecido debió de ocurrir cuando a principios de los años 30 del siglo XX se decidió que el sonido se introdujera en el mundo del cine. ¿Qué hubiera ocurrido si el cine se hubiera desarrollado sin sonido? Lo primero es que no se habría convertido en literatura.
Sé que no hay necesariamente piedras filosofales (lo escribo así porque seguramente, en algún alma/espíritu/mente esa piedra filosofal exista y no sólo exista sino que también tenga uso y pueda ese alma/espíritu/mente vivir con cierta calma, con una gran dosis de ignorancia y -jugando con el verso de Cernuda- sin necesidad de olvido); sé que el hierro se fecunda en el vientre de la tierra; sé que he tenido la fortuna de vivir los últimos años de mi vida sin miedo; sé que el fascismo está volviendo y ese tedio que producen las sociedades opulentas es una de las armas favoritas de los fascistas para hacerse con el poder: mierda y miedo son sus medios. Sé que desde mi forma de lucha seguiré luchando contra el fascismo.
Diré: si vinieras como surgen las sorpresas, mi corazón se debatiría entre detenerse y continuar; si vinieras con tu sonrisa grande (la de los domingos por la tarde, cuando el mundo se diluye en el corazón de la noche y sólo queda meterse en la cama y soñar con un revoltijo de flores) me dejaría llevar por ti donde quisieras; diré también que no vendrás, que es todo un juego de un viejo que mira desde la terraza la posibilidad de verte aparecer.
También diré, y ya termino, que Euphosine ha rejuvenecido y Aglaya se reivindica parda y Donjuan se lamenta de un lance perdido mientras roe con melancolía una rodilla de res y Hamlet se lame la pata y yo vuelvo a salir a la terraza y tú no apareces, por eso mi sonrisa, mi lectura vespertina, Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia de Giorgio Agamben y quizá también, porque no vienes, vierto unas gotitas de cognac en el café solo.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/12/2021 a las 18:21 | {0}
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Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
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Epistolario
Tags : Sobre la verdad Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/12/2021 a las 18:49 | {0}