Una tríada de dioses planetarios: Nanna-Suen (la luna), Utu (el sol) e Inanna (la estrella Venus) ¡Inanna, Inanna -equiparada a Ishtar en Acadia y más tarde a Astarté- gozarás del culto y gozarás de un hombre! Inanna, diosa del amor y de la guerra.
Su mito se inicia como si de una historia de amor se tratara: Inanna, diosa tutelar de la ciudad de Erek, se enamora del pastor Dumuzi que de este modo se convierte en soberano de la ciudad. Inanna, plena de felicidad, exclama:
- Yo camino en el gozo.
También, condición de diosa que a los hombres se nos hurta, intuye el trágico destino que le aguarda al dador de su gozo y quejosa clama por el orbe en las noches oscuras, ¡Mi bienamado, hombre de mi corazón, yo te he arrastrado a un destino funesto. Has tocado tu boca con mi boca, has apretado mis labios contra tu cabeza, y por eso has sido condenado a un destino funesto!
Destino que ella misma inicia sin saberlo cuando decide descender a los infiernos y suplantar a su hermana mayor Ereshkigal pero ocurre que , una vez dentro del palacio infernal, a medida que franquea las siete puertas, el portero la va despojando de sus vestidos y adornos.
Inanna llega completamente desnuda -es decir vacía de todo poder- ante su hermana. Ereshkigal fija sobre ella la mirada de la muerte y su cuerpo queda inerte. Inanna ha muerto.
Su amiga fiel Ninshubur que estaba al cabo de las intenciones de la diosa, informa de ellas a los dioses Enlil y Nanna-Sin. Enlil, enfurecido porque Inanna haya querido penetrar en un dominio -La Tierra de los Muertos- gobernado por decretos inviolables, decide no acudir en persona y envía a dos mensajeros provistos de Alimento de la Vida y Agua de la Vida. Con engaños estos dos mensajeros logran llegar hasta el cadáver de Inanna que pendía de un clavo. Lo alimentan y sacian e Inanna vuelve a la vida.
Los siete jueces del infierno, Los Anunaki, sentencian: "¿Quién que haya descendido al infierno puede salir de él sin daño? Si Inanna quiere salir que traiga a alguien que la reemplace".
Inanna, custodiada por una tropa de gallas (demonios), encargados de hacerla volver si no cumple su trato, sube a la tierra, llega hasta Erek y allí descubre que Dumuzi, en lugar de lamentarse por su pérdida, se ha sentado en el trono y disfruta gobernando.
Inanna fija sobre él la mirada de la muerte. Inanna pronuncia contra él una palabra, la palabra de la desesperación. Inanna lanza contra él un grito, el grito que condena. "Ése -dijo a los demonios- llevadle".
Dumuzi suplicará a su cuñado el dios sol Utu. Dumuzi huirá a la morada de su hermana, Geshtinanna e intentará ampararse en su rebaño de ovejas pero los gallas darán con él y tras torturarle lo arrastrarán a presencia de Ereshkigal y será ella, la que regenta la Tierra de los muertos, la que puede matar a una diosa, quien, compadecida por las lágrimas de Dumuzi, decida que tan sólo permanezca en los infiernos durante seis meses al año y los otros seis sea reemplazado por su hermana Geshtinanna.
La muerte sigue inevitablemente a todo acto de creación o de procreación.
Su mito se inicia como si de una historia de amor se tratara: Inanna, diosa tutelar de la ciudad de Erek, se enamora del pastor Dumuzi que de este modo se convierte en soberano de la ciudad. Inanna, plena de felicidad, exclama:
- Yo camino en el gozo.
También, condición de diosa que a los hombres se nos hurta, intuye el trágico destino que le aguarda al dador de su gozo y quejosa clama por el orbe en las noches oscuras, ¡Mi bienamado, hombre de mi corazón, yo te he arrastrado a un destino funesto. Has tocado tu boca con mi boca, has apretado mis labios contra tu cabeza, y por eso has sido condenado a un destino funesto!
Destino que ella misma inicia sin saberlo cuando decide descender a los infiernos y suplantar a su hermana mayor Ereshkigal pero ocurre que , una vez dentro del palacio infernal, a medida que franquea las siete puertas, el portero la va despojando de sus vestidos y adornos.
Inanna llega completamente desnuda -es decir vacía de todo poder- ante su hermana. Ereshkigal fija sobre ella la mirada de la muerte y su cuerpo queda inerte. Inanna ha muerto.
Su amiga fiel Ninshubur que estaba al cabo de las intenciones de la diosa, informa de ellas a los dioses Enlil y Nanna-Sin. Enlil, enfurecido porque Inanna haya querido penetrar en un dominio -La Tierra de los Muertos- gobernado por decretos inviolables, decide no acudir en persona y envía a dos mensajeros provistos de Alimento de la Vida y Agua de la Vida. Con engaños estos dos mensajeros logran llegar hasta el cadáver de Inanna que pendía de un clavo. Lo alimentan y sacian e Inanna vuelve a la vida.
Los siete jueces del infierno, Los Anunaki, sentencian: "¿Quién que haya descendido al infierno puede salir de él sin daño? Si Inanna quiere salir que traiga a alguien que la reemplace".
Inanna, custodiada por una tropa de gallas (demonios), encargados de hacerla volver si no cumple su trato, sube a la tierra, llega hasta Erek y allí descubre que Dumuzi, en lugar de lamentarse por su pérdida, se ha sentado en el trono y disfruta gobernando.
Inanna fija sobre él la mirada de la muerte. Inanna pronuncia contra él una palabra, la palabra de la desesperación. Inanna lanza contra él un grito, el grito que condena. "Ése -dijo a los demonios- llevadle".
Dumuzi suplicará a su cuñado el dios sol Utu. Dumuzi huirá a la morada de su hermana, Geshtinanna e intentará ampararse en su rebaño de ovejas pero los gallas darán con él y tras torturarle lo arrastrarán a presencia de Ereshkigal y será ella, la que regenta la Tierra de los muertos, la que puede matar a una diosa, quien, compadecida por las lágrimas de Dumuzi, decida que tan sólo permanezca en los infiernos durante seis meses al año y los otros seis sea reemplazado por su hermana Geshtinanna.
La muerte sigue inevitablemente a todo acto de creación o de procreación.
Había publicado un poema. Lo he dejado varias horas. Lo he quitado. He visto a dos mujeres en el convoy opuesto al mío mirando lo mismo que era nada. Me ha extrañado esa misma mirada, hacia ese mismo punto vacío.
Luego venían los pensamientos oscuros y cierto frío. Más tarde Violeta me ha devuelto el bienestar. Cuando estoy con ella lo siento a menudo. Tiene diez años bellísimos llenos de alegría y sentido del humor. Siempre nos detenemos en la librería Méndez y miramos el escaparate. Ella descubre a menudo los libros nuevos y yo siempre me quedo mirando La Historia de mi vida que es la autobiografía de Giacomo Casanova con un precio absolutamente prohibitivo. El librero me comentaba el otro día que quizá por los antepasados aristocráticos del editor, Jacobo F. Stuart, hijo de la duquesa de Alba, no sabía el buen señor lo que costaba conseguir 120€. De hecho el libro apenas se vende y mira que tiene que estar bien porque más que sus andanzas son las andanzas de un hombre curioso por la segunda mitad del siglo XVIII europeo, una especie de enciclopedia de la vida privada.
Ahora escribo mientras ella merienda chocolate con pan (tenía, me ha dicho en la calle, muchas ganas de tomar algo dulce. Yo le he dicho que el chocolate es amargo y ella me ha respondido que si es con leche no. Y tiene razón. Al final lo hemos comprado con leche y almendras).
Había publicado un poema. Quiero más. Quiero mucho más.
Luego venían los pensamientos oscuros y cierto frío. Más tarde Violeta me ha devuelto el bienestar. Cuando estoy con ella lo siento a menudo. Tiene diez años bellísimos llenos de alegría y sentido del humor. Siempre nos detenemos en la librería Méndez y miramos el escaparate. Ella descubre a menudo los libros nuevos y yo siempre me quedo mirando La Historia de mi vida que es la autobiografía de Giacomo Casanova con un precio absolutamente prohibitivo. El librero me comentaba el otro día que quizá por los antepasados aristocráticos del editor, Jacobo F. Stuart, hijo de la duquesa de Alba, no sabía el buen señor lo que costaba conseguir 120€. De hecho el libro apenas se vende y mira que tiene que estar bien porque más que sus andanzas son las andanzas de un hombre curioso por la segunda mitad del siglo XVIII europeo, una especie de enciclopedia de la vida privada.
Ahora escribo mientras ella merienda chocolate con pan (tenía, me ha dicho en la calle, muchas ganas de tomar algo dulce. Yo le he dicho que el chocolate es amargo y ella me ha respondido que si es con leche no. Y tiene razón. Al final lo hemos comprado con leche y almendras).
Había publicado un poema. Quiero más. Quiero mucho más.
Te amo,
le dijo el silencio a la voz
y la voz calló.
Variación 1
Le dijo el silencio a la voz,
Te amo
y la voz calló.
Variación 2
Calló la voz
y el silencio habló.
Apuntes y croquis para una Conferencia Internacional sobre Indocencia organizada por Juan de Mairena en su Gymnasium. Estos apuntes quedaron encima de un perchero, en extraño equilibrio, y se atribuyen a Isaac Alexander.
¡Qué bien huele el Diccionario de Autoridades! Despiden sus hojas el aroma de las palabras, las palabras en sí mismas, con orden colocadas en columnas de dos por página.
¿No es lo justo enseñar que no se sabe?
Mostrar la ignorancia es enseñar el conocimiento.
La imposición. La autoridad. La tarima. La pizarra. Los libros sobre la mesa mayor que las de los alumnos. De frente, ¡Ar!
¿No es sonreír? ¿No es jugar?
O admirarse de las largas narraciones de reglamentos (disfrazados tantas veces de principios) como si se trataran de una ficción hiperrealista.
Declarar: Utilizaremos el método de la mayéutica. Sólo se puede enseñar a preguntar(se).
Enseñar: v.a. Instruir, doctrinar, amaestrar, dar reglas y preceptos para la inteligencia de las cosas. La raíz de este verbo parece sale del Latino Insinuare. Lat. Docere, Instruere, Erudire. M. Avil. Trat. Oye hija, cap. 48. Esta sabiduría es la que enseña el agradamiento de Dios en particular, la qual no mora en los malos.. Saav. Empr. 65. Más debemos algunas veces a nuestros errores que a nuestros aciertos: porque aquéllos nos enseñan y éstos nos desvanecen.
¿Cuál es tu pasión? ¿Cómo se describe el cambio? ¿Quién descubrió el olvido?
Tras preguntar sobre la insondable paciencia de las fotos el profesor Benedetti se interesó por el bazo del alumno (como era de esperar el interrogado ignoraba del todo su existir).
¿No es lo justo enseñar que no se sabe?
Mostrar la ignorancia es enseñar el conocimiento.
La imposición. La autoridad. La tarima. La pizarra. Los libros sobre la mesa mayor que las de los alumnos. De frente, ¡Ar!
¿No es sonreír? ¿No es jugar?
O admirarse de las largas narraciones de reglamentos (disfrazados tantas veces de principios) como si se trataran de una ficción hiperrealista.
Declarar: Utilizaremos el método de la mayéutica. Sólo se puede enseñar a preguntar(se).
Enseñar: v.a. Instruir, doctrinar, amaestrar, dar reglas y preceptos para la inteligencia de las cosas. La raíz de este verbo parece sale del Latino Insinuare. Lat. Docere, Instruere, Erudire. M. Avil. Trat. Oye hija, cap. 48. Esta sabiduría es la que enseña el agradamiento de Dios en particular, la qual no mora en los malos.. Saav. Empr. 65. Más debemos algunas veces a nuestros errores que a nuestros aciertos: porque aquéllos nos enseñan y éstos nos desvanecen.
¿Cuál es tu pasión? ¿Cómo se describe el cambio? ¿Quién descubrió el olvido?
Tras preguntar sobre la insondable paciencia de las fotos el profesor Benedetti se interesó por el bazo del alumno (como era de esperar el interrogado ignoraba del todo su existir).
Querida [...]
¡Cuánto me duele tu ausencia! Esta noche dormía, eran las tres de la madrugada (lo sé porque inmediatamente después del hecho han sonado las campanadas en el reloj de pared) y me han despertado tres golpes en la puerta. Golpes con los nudillos. He sabido que quien llamaba era un fantasma o un ser desencarnado. En la casa donde vivo pululan estos seres -ectoplasmas los llama P.- que son inofensivos y tan sólo quieren, de vez en cuando, dejar constancia de su presencia. Tras los golpes han sonado las campanas y yo me he mantenido despierto, sin miedo, lleno, lleno de ausencia, de ausencia de ti. Lo he sabido porque nada más sonar los golpes en vez de invadirme un miedo atávico a los muertos, me ha invadido una ensoñación maravillosa y tristísima. Eras tú quien abría la puerta. Te quedabas en el umbral e intentabas vislumbrar si yo estaba dormido. Yo me lo hacía y esperaba. Tú cerrabas la puerta y muy despacito, casi elevada sobre el suelo de piedra, te ibas acercando a mí e, igual de ligera, te sentabas en la alfombra, junto a mi cara y me mirabas y me mirabas y me mirabas y me mirabas... Yo no sé si esto es el amor o es la necesidad (¿maldita o bendita?) de sentir algo llamado así. Tampoco permanezco mucho en este debate. Intento ser realista. Decirme: Esta ausencia no existe. Llegaste demasiado tarde. Ya es tarde. Tarde. Arde mi corazón nada más despertarme y quisiera salir corriendo y atravesar las ciudades, los campos y los páramos, las montañas y los puentes sobre los caudalosos ríos, siempre corriendo, sin descansar, corriendo hacia ti que estás en ese momento mirando en el puerto de tu ciudad cómo un barco es rodeado de estibadores y, alegres de alcohol, cantan una vieja canción marinera. Siento en el pecho la ansiedad de tu ausencia y descubro que ésta no es vacío sino plenitud de cuerda. Miro unas drogas farmacéuticas que aseguran con su ingesta la calma de la ansiedad pero no quiero tomarlas, no quiero que ninguna sustancia externa atenúe mi propia química, la que me ha traído hasta aquí, hasta ti. Yo sé que mi medio interno anda enloquecido, sé que la biología de las pasiones navega por mis órganos con mensajes subidos de tono, es mi cuerpo un gran cuadro expresionista, es mi linfa verde y mi sangre pálida y mis neuronas provocan terribles descargas eléctricas que dejan mi corazón y mis riñones llenitos de piedras (como si fueran perlas pero siendo piedras) y así en esta mañana oscura de diciembre, tras dar un trago al café, tu cara azul y tus cabellos, el perfil de tu pecho y el perfil de tu vientre, un eco de tu voz y un matiz en las aletas de tu nariz, un resto de tu pie en mi muslo derecho abarcan todas mis palabras, cubren mi cerebro entero y me lanzan de nuevo a viejas batallas que de seguro están perdidas. Como perdida estás tú, querida [...] y yo tan sólo quisiera encontrarte en el viejo soto sagrado, en el centro del bosque, donde los druidas acaban de terminar sus ritos y han dejado -previsiblemente a propósito- un resto de pócima mágica sobre el ara de piedra y musgo. Cogidos de la mano nos hemos acercado, anticipando la gloria hemos impregnado nuestros dedos anulares con los restos de la pócima y al unísono la hemos chupado (tú la pócima de mi dedo, yo la del tuyo). Hemos esperado. Aún esperamos. Convertidos en piedra. Tan alejados.
¡Cuánto me duele tu ausencia! Esta noche dormía, eran las tres de la madrugada (lo sé porque inmediatamente después del hecho han sonado las campanadas en el reloj de pared) y me han despertado tres golpes en la puerta. Golpes con los nudillos. He sabido que quien llamaba era un fantasma o un ser desencarnado. En la casa donde vivo pululan estos seres -ectoplasmas los llama P.- que son inofensivos y tan sólo quieren, de vez en cuando, dejar constancia de su presencia. Tras los golpes han sonado las campanas y yo me he mantenido despierto, sin miedo, lleno, lleno de ausencia, de ausencia de ti. Lo he sabido porque nada más sonar los golpes en vez de invadirme un miedo atávico a los muertos, me ha invadido una ensoñación maravillosa y tristísima. Eras tú quien abría la puerta. Te quedabas en el umbral e intentabas vislumbrar si yo estaba dormido. Yo me lo hacía y esperaba. Tú cerrabas la puerta y muy despacito, casi elevada sobre el suelo de piedra, te ibas acercando a mí e, igual de ligera, te sentabas en la alfombra, junto a mi cara y me mirabas y me mirabas y me mirabas y me mirabas... Yo no sé si esto es el amor o es la necesidad (¿maldita o bendita?) de sentir algo llamado así. Tampoco permanezco mucho en este debate. Intento ser realista. Decirme: Esta ausencia no existe. Llegaste demasiado tarde. Ya es tarde. Tarde. Arde mi corazón nada más despertarme y quisiera salir corriendo y atravesar las ciudades, los campos y los páramos, las montañas y los puentes sobre los caudalosos ríos, siempre corriendo, sin descansar, corriendo hacia ti que estás en ese momento mirando en el puerto de tu ciudad cómo un barco es rodeado de estibadores y, alegres de alcohol, cantan una vieja canción marinera. Siento en el pecho la ansiedad de tu ausencia y descubro que ésta no es vacío sino plenitud de cuerda. Miro unas drogas farmacéuticas que aseguran con su ingesta la calma de la ansiedad pero no quiero tomarlas, no quiero que ninguna sustancia externa atenúe mi propia química, la que me ha traído hasta aquí, hasta ti. Yo sé que mi medio interno anda enloquecido, sé que la biología de las pasiones navega por mis órganos con mensajes subidos de tono, es mi cuerpo un gran cuadro expresionista, es mi linfa verde y mi sangre pálida y mis neuronas provocan terribles descargas eléctricas que dejan mi corazón y mis riñones llenitos de piedras (como si fueran perlas pero siendo piedras) y así en esta mañana oscura de diciembre, tras dar un trago al café, tu cara azul y tus cabellos, el perfil de tu pecho y el perfil de tu vientre, un eco de tu voz y un matiz en las aletas de tu nariz, un resto de tu pie en mi muslo derecho abarcan todas mis palabras, cubren mi cerebro entero y me lanzan de nuevo a viejas batallas que de seguro están perdidas. Como perdida estás tú, querida [...] y yo tan sólo quisiera encontrarte en el viejo soto sagrado, en el centro del bosque, donde los druidas acaban de terminar sus ritos y han dejado -previsiblemente a propósito- un resto de pócima mágica sobre el ara de piedra y musgo. Cogidos de la mano nos hemos acercado, anticipando la gloria hemos impregnado nuestros dedos anulares con los restos de la pócima y al unísono la hemos chupado (tú la pócima de mi dedo, yo la del tuyo). Hemos esperado. Aún esperamos. Convertidos en piedra. Tan alejados.
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Ensayo
Tags : Sobre las creencias Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/12/2009 a las 18:24 | {0}