Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Capítulo 4. Nuria


Nuria sabía que iba a morir pronto y aún así cada vez que entraba en el cuarto se miraba en el espejo y se arreglaba -aunque no hiciera falta- el pañuelo que cubría la calva de su cabeza. La leucemia avanzaba rápida. Había días en los que Nuria llegaba con una vitalidad insultante. Había días en los que Nuria no hablaba y mantenía la mirada en el suelo mientras sus manos, blancas y huesudas, se retorcían sobre sí mismas como si no pudieran desenredar el nudo gordiano de su vida y de su muerte. Había días en los que Nuria parecía que iba a morirse allí, delante de todos los pacientes, en plena sesión terapéutica. Había días en los que Nuria era bellísima, con esa belleza de los tísicos, con esa belleza de los enfermos. A menudo Enrique le decía que era igualita a Clauwdia, la enferma rusa de La Montaña Mágica. Enrique se repetía. Era un hombre que tras haber descubierto cierto ingenio en una frase, se agarraba a ella como si así, de alguna forma, el veneno de la teta de su madre fuera contrarrestado con la gracia madura, antídoto milagroso, de una frase que él creía afortunada. Nuria le solía responder que ella no leía y él aseguraba que la lectura aliviaría mucho su dolor. Entonces Nuria callaba para no dejarse ir por la ira o por la tristeza o por la desesperación o por la sorna porque todas estas reacciones -según el día- podía tener ella. A veces pensaba que Enrique se sentiría muy dichoso si pudiera acostarse con ella; sería algo así como una obra de caridad, podría contárselo a sus nietos: hace muchos años, niños, alivié la agonía de una mujer haciéndole el amor. Yo le decía, eres igualita a Clauwdia, etcétera.
Nuria era hermosa. Su extremada delgadez no impedía que sus ojos verdes fueran bosques que miran o sus pómulos fueran salientes de un acantilado que se enfrenta al mar con toda su dureza; su boca pálida, de labios gruesos, se abría en ocasiones en una sonrisa que parecía deslumbrar al propio espejo y tenía su voz la sonoridad grave y bien timbrada de una cantante que dejó hace años el cabaret; su cuerpo debió de ser, antes de consumirse, estilizado y voluptuoso; ahora la enfermedad la había ido deshilachando y había dejado como mojones de aquella belleza unos senos de limón y unas caderas antiguas. Vestía con la dulzura de la auténticas hippies y solía llevar en el escote o sobre su pecho izquierdo un broche de una libélula (la libélula vaga de la vaga ilusión...).
Nuria: La fatiga es agotadora. Y las náuseas. Hay madrugadas en que me despierto o me despierta el niño y tan sólo porque pienso que hoy es uno de los últimos días en que me podré levantar... los últimos días... intento no pensar en ello. Intento no pensarlo así. Otras veces la fatiga me lleva a mi propio velatorio. Me veo vestida con el vestido rojo, tumbada en el féretro, tras la ventana de la sala mortuoria del tanatorio de la M-30. Adolfo está con nuestro hijo en brazos. Ambos me miran. Yo quiero abrir los ojos pero una fuerza suave y amable me lo impide. Una voz me dice: no, no los abras; los asustarías. No quiero morir. Quiero aprender a morir. Por eso estoy aquí. Aprender a morir a los treinta y dos años, con un niño de tres y un marido al que encuentro encantador. No sé decirlo de otra forma. Noto en su mirada la tristeza. Siento el esfuerzo que hace por no llorar cuando me abraza por las noches y aprieta su pecho velludo contras mis costillas. Interpreto sus largas estancias en el baño. Y los silencios sentados en el sofá mientras vemos la televisión cuando el niño se ha quedado dormido y él, de repente, me coge la mano y la aprieta un poquito, muy poquito como si temiera quebrarme las huesos. Y yo no tengo fuerzas para mirarle con la intensidad de nuestros primeros años; siento la veladura que la quimioterapia ha posado sobre mis ojos; quisiera abrazarle, sentir que la enfermedad, por un segundo, no, no, ya puesta a desear, quiero media hora. Sí, sentir que la enfermedad por media hora ha desaparecido y puedo entregarle todas mis caricias, todas mis miradas, mi cuerpo entero. Mi cuerpo en el velatorio del tanatorio de la M-30; mi madre enjugándose las lágrimas y mi padre a su lado vestido con su uniforme de gala y aguantando las lágrimas como un pavo por la muerte de su hija. ¡Qué militar tan poco aguerrido! Le recuerdo los domingos por la mañana, en pijama y mandil, haciendo tostadas con mantequilla y tortillas francesas para toda la familia; en una radio escuchaba música clásica y solía canturrear mientras trajinaba. Luego se quitaba el delantal y nos iba despertando con besos muy pequeños en la nariz. ¡Qué pequeños los besos de mi padre! Me echará tanto de menos. Has de ser fuerte, le dije un día y él me respondió, No tengo que ser nada y menos aún fuerte. Nunca lo he sido. Tú lo sabes bien.
Hoy la oncóloga me ha regalado una sonrisa. No suele hacerlo. Es más bien seca. Imagino que será su necesaria armadura contra tanta muerte. Esa sonrisa me ha preocupado y se lo he dicho. Ella se ha puesto seria y me ha contestado: Las cosas no van bien. Cuando me lo ha dicho, no he sentido nada pero luego, al salir de la consulta, he querido estar en Formentera cuando tenía diecinueve años y Adolfo y yo hacíamos el amor y nos llenábamos el culo de arena. Recuerdo que mientras lo hacíamos vimos aparecer a unas vacas muy grandes, cerca de nosotros; se acercaron hasta la orilla y se quedaron mirando el horizonte. Yo me puse a reír y les grité: Pero seréis tontas, el espectáculo está aquí. Quiero volver a Formentera y que las vacas estén en la orilla y decirles: tenéis razón, el espectáculo está en el horizonte. Me aterra la agonía y el dolor de mi padre. No sé cuánto tiempo podré mantener el tipo. No sé morir.

Cuento

Tags : El espejo Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/01/2012 a las 21:37 | Comentarios {0}


Porque no llueve tengo el corazón roto
Por la luz de esta tarde
Por el olor de la montaña
No por los agravios
No por perder
sino por los cantos y la neblina que está alcanzando la cima del otero, tengo el corazón roto
Olvidaré algunas palabras, anularé con mi olvido su eficacia así como el Nilo se retira y deja suelo fértil donde crecerá el cereal. Por el Nilo retirado tengo el corazón roto.
Lo iré recomponiendo.
Lo coseré a base de dolores.
Experimentaré las emociones con la calma del que sabe que nada tiene.
Como huyó una noche de invierno mi máxima pertenencia y así me demostró que nada me pertenece y así yo pude reconocerme con el corazón roto.
No es el corazón roto algo de lo que compadecerse. Ni el dolor que no se sufre adquiere más relevancia que Zaratustra elevando preces al fuego y miseria a los hombres. No es el corazón roto una metáfora de desgracia sino la metáfora de lo digno de ser reconstruido, para ofrecer al mundo algo compacto como la física de los cuantos o la materia del neutrino.
Porque quiero ofrecer al mundo tengo el corazón roto.
Porque degusté la silva tengo el corazón roto
Porque una vez, en una paleta, intuí el oficio del pintor tras una gama de verdes tengo el corazón roto.
Hoy me ha dolido el corazón.
Me dolió por la mañana mientras me negaba a la excavación, a doblar la espalda mientras la pala, junto al delta del Nilo, ahonda la tierra, descubre el túnel, llega hasta el corazón también roto de la tierra.
Me dolió mientras hablaba y la tarde se iba cubriendo de viento.
Me dolió al caer la noche cuando respiraba hondo y, entre las brumas de la respiración, aparecían como fotogramas de una película rota, copas de árboles frondosos, de muchos verdes, de muchas hojas
Si no hubiera tenido el corazón roto
Si no me hubiera ahogado con la torpeza del vencejo a ras de tierra, tan ligero él cuando traza en el aire acrobacias de feriante
Si no lo hubiera tenido roto en mil pedazos la tarde en que acaricié el pecho de Ana
Si lo hubiera tenido entero
entonces, de seguro, la bruma sólo me habría producido molestia
y el ajedrez no me habría salvado la vida
y jamás nunca me habría atrevido a viajar hasta Paris haciendo dedo
ni hubiera pasado noches y noches al raso, en una isla, aislado del mundo, de las carreteras, del gas y de los bares.
Pero tengo el corazón roto y mañana es martes.

Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/01/2012 a las 22:49 | Comentarios {0}


El silencio suena a gas que se esfuma... El silencio no mata, se puede respirar... El bosque está lleno de vida... en el bosque el silencio no es posible... ¿cómo se aprende el bosque?... hablamos, hablamos sin parar... cada vez que falta, se descubre que la televisión es una droga... gas que se esfuma... no sé (sabe) qué persona utilizar... qué persona en este silencio inodoro... el gas del silencio no huele... tampoco duele... no es el silencio el que duele sino el clamor que su presencia produce en el interior... ¿qué es el cerebro?... ¿cómo se salda la sabiduría?... ¿quién sabe qué?... ¿cómo que el tiempo...?... una buena historia sirve para acallar los monstruos... una buena historia es como un buen silencio... la moratoria... como ayer cuando en la última mirada a una vecina... no sabía que se iba... era la vecina más hermosa del bloque donde roban... el camión de su mudanza impedía la salida conocida... volví a rozarlo con una de las putas columnas... la miré con una mala mirada... luego supe que esa había sido la última mirada... el gas que es silencio me recuerda a cada rato esa mirada... y me digo que si lo hubiera sabido aunque me hubiera llevado por delante una alerón entero, no la habría mirado así y si no fuera tan incapaz de ser amable, habría bajado del coche y le habría dicho: Sé que está usted casada y que quizá lo que le digo le incomode pero quiero que sepa que durante estos meses ha sido usted la visión más hermosa de estos bloques, la alegría de mi vista y que la buscaba en las mañanas cuando iba usted con sus hijos a la escuela y a veces, sin tener por qué, cuando salía usted a colgar la ropa, yo salía también tan sólo para verla un poco, sabiendo que usted sabía e intuyendo, perdone si no es cierto la vanidad, que quizá yo también a usted le alegraba un poco su tristeza. Porque está usted triste, señora. Porque sus problemas deben ser graves y esta mudanza lo debe de confirmar. ¡Ojala Fortuna se alíe con usted y vuelva la sonrisa a ese rostro que muestra su belleza!... el silencio y la mirada fusca (por tonta)... la sed... el silencio del cuerpo... tan callado... el silencio de la imaginación cuando acaba el año... el bosque y sus matices de sol... la cascada, la almena, la calma chicha, la lectura, el teclado de este pequeño ordenador que me ha prestado, tan generosamente, mi hija... mi hija y su risa y esa alegría aún tan infantil que bordea las paredes y sale al mundo y, refractario como estoy, también a mí me inunda... su marcha hace inmenso este silencio que como gas se esfuma y difumina los contornos del mundo y los convierte en ecos que han perdido, a lo lejos, su voz

Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/12/2011 a las 22:58 | Comentarios {0}


Yo no sé si cuando Epicteto fue desterrado de su patria sonrío pero al menos sí escribió que aunque le desterraran no podrían impedir que una sonrisa acudiera a su boca.
Este principio de que la voluntad de encarar las cosas con ánimo favorable es patrimonio del ser humano a quien le ocurre, se resume en el saber popular con un a mal tiempo buena cara.
He de reconocer que me cuesta sonreír ante la adversidad, ante los contratiempos. He de reconocer que desde que me desvalijaron la casa siento un abatimiento y una tristeza que no cesan. Y más aún cuando he de entender que todos estos asuntos no son más que pruebas que algo llamado Alma le pone a este ser humano que se llama Fernando y que aunque lo sienta muy mío, no es yo.
Yo no soy nada. Y no lo entiendo. Quiero decir que lo entiendo pero no lo entiendo. Tengo la suerte de llevar muchos años sabiendo que todo lo que se puede decir es posible. Y aunque sé que se puede afirmar que el ser humano Fernando no existe en absoluto y aunque acepto que ésa es una verdad de Perogrullo, el ser humano Fernando que ahora está tecleando estas ideas acumula desde que le robaron, desde que le asaltaron su casa, desde que entraron en la habitación de su hija, desde que se llevaron sus tres pertenencias miserables, un dolor, un abatimiento y una tensión en el ojo derecho que no logra de ninguna de las maneras convertir en sonrisa.
Y quisiera sonreír, ¡vive el cielo que quisiera!
Y quisiera agradecer a los ladrones la bendición de la putada que me han hecho (no, no me la han hecho, yo detono la posibilidad de que me hagan semejante bendición) para poder seguir aprendiendo no sé qué, y no lo puedo saber porque mi estado de conciencia es mínimo; estoy en la escala del uno al siete, en un estado uno aunque para mí que estoy en una escala inferior a uno. Soy incapaz de no sentir un turbio malestar que me lleva a estrellar unas cuantas tazas contra el suelo de la cocina, a romper un cuchillo, a gritar hasta casi romperme la garganta y a quedarme dormido y a despertarme e ir a Madrid y romper mi ley de silencio y expresar unas cuantas gilipolleces en un lugar donde debería estar callado, donde quiero estar callado y aprender, quiero aprender, quiero aprender.
Este ser cínico que ahora escribe es el ego de un ser humano llamado Fernando; este ser humano no es; si a este ser humano le arrancamos la máscara queda nada, pura tranquilidad, lago sin ondas, sin vida subacuática; este ser que siente la pérdida; este ser que no entiende el desapego; que desde hace cuatro días no gusta de su casa, ni de la ventana de la terraza; este ser que ahora está escribiendo estas cosas que no llevan a ningún sitio; cosas nada. No así Epicteto que supo sonreír ante la adversidad. La adversidad sonriente. Todo está bien. Estamos sanos. No fuimos agredidos. La salud. La integridad física. Pero si hubiera habido agresión física también debería bendecirla y además sería responsabilidad de mi Alma, no de los ladrones, que me quiere enseñar, que me quiere llevar a ese lugar donde cualquier suceso de la vida no tiene la más mínima importancia, no conlleva juicio de valor alguno, porque no sé.
Y esa sí que es una verdad que acepto con una sonrisa: no sé nada. No entiendo nada. No sé por qué me entristece no ver el ordenador con toda mi obra dentro de él encima de la vieja mesa de madera o la cámara con la que grabé momentos muy felices o la televisión que me entretenía las noches solitarias o los teléfonos a los que iba cogiendo el tranquillo; no sé por qué me enfurece que todo eso esté en manos de unas personas a las que en absoluto conozco. Personas que, como yo, tampoco existen y cuya responsabilidad en el robo no les concierne sino que le concierne a sus Almas que con semejantes actos les quieren hacer aprender algo.
Así la rueda del mundo que yo no entiendo, de la que nada sé, a la que, estoy casi seguro, nunca llegaré porque en el fondo de mi ser humano Fernando tengo para mí... no, no tengo nada para mí. No soy. No sé cómo no soy pero no soy.
Seguiré trabajando.

Diario

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/12/2011 a las 22:58 | Comentarios {0}


Capítulo Tercero. Enrique


Enrique se sienta desde el primer día que entró en el cuarto a la izquierda del espejo. Es un hombre joven, de unos treinta y seis años, con la cabeza calva; es pequeño, menudo, de ademanes nerviosos y en su cara, como miniatura, se adivina la tensión y es su voz enronquecida, la que clama su represión de la cólera. Viste siempre de traje excepto cuando no va al trabajo -en una sucursal bancaria donde es cajero- y entonces viste vaqueros y pullover.
Desde el primer día mostró una actitud racional, con esto se define la actitud del hombre que está dispuesto a entender lo incomprensible; también se intenta definir con el término racional la compostura de quien se encuentra realizando un máster de empresas: piernas cruzadas, postura relajada como dejando que el cuerpo se escurra un poco por la silla; la expresión corporal abierta de quien ha estado en muchas entrevistas de trabajo y sabe que cruzar los brazos denota cerrazón o que mirar de soslayo es una clara muestra de desconfianza; suele asentir a todas las enseñanzas de la Terapeuta (al principio escribimos Maestra pero iremos cambiando su denominación según de qué persona hablemos. Para Enrique la Maestra es su Terapeuta) con gestos y sonidos de aprobación.
Es -al igual que Luis- macho en la reunión de mujeres. Porque en las reuniones hay siete mujeres y dos hombres y esa situación, de forma civilizada, se muestra en ambos machos y en las siete hembras. Al ser civilizada, la manifestación de la masculinidad se da en el afán dominador y excelso de cada uno de los machos que se traduce en la exposición de sus conocimientos y en la dialéctica de la que hacen gala cada vez que tienen ocasión ya sea por exceso o por defecto. Colas de pavo real. Y una gran tristeza.
Enrique: Como acabas de decir (se refiere a lo que ha dicho la Terapeuta) la nutrición es fundamental. Entiendo perfectamente. Perfectamente. Podría decir que has abierto en mí una vía de conocimiento, has dejado con tus palabras en mí una camino por el que, sin duda, podré descubrir uno de -permitidme la broma- los arcanos de mi personalidad. Mi infancia, claro, mi infancia. Ahí está la llave. En ese mundo que viene dado como los libros contables con su debes y haberes. Yo recuerdo, bueno no lo recuerdo, la figura de mi madre. ¡Ah, sí, mi madre! Claro, mi madre. Has dicho (se refiere de nuevo a la Terapeuta) que cuando somos niños -por cierto en una imagen preciosa, preciosa, no exactamente preciosa, quiero decir, mejor, impactante, sí impactante- si nos alimentan con un biberón de leche y veneno -leche y veneno, impresionante- cuando seamos mayores creeremos que el veneno nos da la vida. Estoy muy de acuerdo. Sí muy de acuerdo. Sólo que yo quisiera, quisiera saber ¿cuál es el veneno de mi infancia? ¿por qué siento esta mansedumbre cuando estoy en la ventanilla del banco y veo pasar la vida como veo pasar los billetes de la caja a las manos de los clientes? ¿cuál fue ese veneno mezclado con el pecho de mi madre, la leche de mi madre? ¿qué se ponía en los pezones? Perdonad, ya sé que sois mayoría de mujeres. Espero que no os ofenda el uso de estas palabras. Quiero decir, ¿qué leche me dio mi madre? ¿la envenenó ella? ¿la envenenó mi padre? Quiero decir ¿le pondría poco antes de la toma -por seguir con su hermosa imagen- veneno de mansedumbre? ¿Por eso me siento manso? ¿Me pellizcaba mi padre? ¿Me sometía en la lucha del amor por mi madre que era su mujer? Eso quería decir. Pero muy bueno, muy bueno ¿eh? todo lo que dice. Estoy muy de acuerdo. Me abre la mente. Me, me enseña, seguro. Seguro. (Se hace un silencio. La Terapeuta le hace un gesto para seguir ella hablando)Sí, sí, siga. No tengo nada más que decir por el momento. No molesto ¿no? ¿Puedo hablar siempre que lo necesite?

Cuento

Tags : El espejo Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/12/2011 a las 20:34 | Comentarios {0}


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