No quiera esto que me hierve, arder (o sí lo quiera, es lo que realmente se ventila en esta noche de octubre cuando la luna ¿llena? está oculta por las nubes -hermosísima la gran nube que al atardecer se mantenía por cima de las montañas dejando entre ella y las cimas una franja de un azul claro casi pálido- y ahora se respira el olor de lo húmedo con frío mientras escucho a Debussy en sus Preludios del Libro I y bebo de un vino joven de la Ribera del Duero) como le pudo ocurrir al orador atheniense Demócrates el cual era hijo de hermana de Demóstenes. Enviado con otros por embaxador al rey Philipo, después de haber dado su embaxada y recebido respuesta apacible les dixo (el rey Philipo a los embajadores) en qué podía dar él gusto a los athenienses. Demócrates atrevidamente le respondió, en que te ahorques. ¡Ah, si se ahorcaran!, me digo y también me planteo una especie de gran violencia social, un estallido, una algarada si se quiere, un asalto, una vendetta. Ha llegado un punto (sólo que no sería un punto que compusiera espacialmente un lugar pequeño en el tiempo sino que sería un punto que abarcara cien años, que surgiera como nacimiento de ese punto en la primera guerra mundial y que desde entonces se hubiera vuelto visible en la ignominia de los gobernantes, en su prepotencia, en su codicia y en su perversidad) en el que al quitarse la careta ha surgido la faz monstruosa de todos ellos; como si se hubiera descorrido el velo de Maya y ahora los viera y ya no me provocaran indiferencia sino un gran malestar. Una sensación de revolución francesa y guillotinas por las calles, una gran limpieza a sangre y fuego que dejara el solar sin malas hierbas y pudiera cuando menos abrirse paso la posibilidad de una mata de tomates. Luego pienso y recapacito y me sosiego y hablo de la luna nublada o de la belleza de un paisaje y recuerdo a Demónides. Pedótriba. Era coxo y tenía los pies zopos, y habiéndole hurtado los çapatos echó una maldición al ladrón rogando a los dioses que le vinieran bien a sus pies, porque serían tan malos como los suyos. Lo cuenta Caelio en su Tardae o Pasiones Chrónicas libro 7, en el capítulo 3. Porque ya uno empieza a plantearse, seriamente, la ira. Llega un momento en que esa especie de santidad a lo Buda no cabe en un alma medianamente introducida en el mundo en el que vive. Llega un día en que una frase más de un impresentable más puede ser la espita que abra el canal de las pasiones y cierre durante un tiempo el de las razones. En un diálogo que escuché el otro día en la serie Good Wife, una mujer le dice a un hombre, Se ve que no sabes lo que es cabrear a una mujer. Ahora lo vas a saber. A los gobernantes parece que se les ha olvidado lo que es cabrear a un pueblo. Adormilados como estamos por la propaganda de los medios de comunicación, aislados con las nuevas formas de comunicación social, parecemos borreguillos sesteando mientras los cabrones y las cabras se pegan la vida padre a base de nuestro sufrir; hay una indecencia, una tan clara demostración de poder que quizá sea llegado el momento de devolverles parte de su moneda; sea llegado el momento de hacer saltar por los aires ese punto que se está haciendo demasiado pesado, casi, casi se está convirtiendo en un agujero negro que absorbe toda nuestra energía para regocijo y deleite de unos pocos. Palabras de ira, me digo. Nada se resuelve, me digo, poniéndose bravo, sin embargo recuerdo una anécdota personal que contradice este espíritu apaciguador y es la siguiente: Durante mi infancia hube de ir a un colegio de curas; de esos años surge mi talante anticlerical y otras muchas cosas; en aquellos años -los sesenta y setenta del siglo pasado- estos hijos de puta vestidos con sotana se dedicaban a dar palizas a sus alumnos un día sí y otro también. Entre los seis y los doce años hube de soportar esta dictadura ejercida por hombres sin corazón, muy cortos de entendederas y con manos largas. Una mañana, justo antes del recreo de las once, yo estaba en la clase de Historia leyendo a media voz la lección. El hermano Berasategui -a esos cabrones había que llamarles hermanos- de la orden del Sagrado Corazón, se me acercó, me quitó las gafas y me cruzó la cara con un tremendo bofetón. Sonriendo me dijo, Lee en bajo. Yo no pensé cuando me levanté y le dije, La próxima vez que me pongas una mano encima te meto una hostia que te estampo contra la pizarra. La clase me miró asombrada. Todos esperaban que ese mierda volviera a pegarme. Se acercó y tartamudeando me dijo, Sal de clase ahora mismo. Yo me senté y sin mirarle siquiera seguí leyendo mi lección de historia a media voz. No dijo más. Fui expulsado del colegio del Sagrado Corazón. Fue ira. En ocasiones la ira es tan fuerte que detiene la mano del que te machaca. No hace falta ni que le mires porque sabe que un solo movimiento en falso provocaría una lucha a vida o muerte, ni más ni menos. Ese día, a la edad de doce años, estaba dispuesto a morir por mi dignidad. Creo que nunca he vuelto a estar dispuesto a tanto. ¡Audaz infancia!
La llaga se hincha cuando la lluvia se acerca. No hay sueño suficiente, ni alarma que acune, ni lágrima extrema, ni salto cuántico, ¡cuando amaba conocer lo cuántico! ¡cuando buscaba incansablemente en lo pequeño! Nada hay en esta noche que me aquiete. Más bien es lo contrario. No puedo dejar de volver a la historia del cruel Mecencio, rey de los Thirrenos. ¿Por qué vuelvo a esa historia? ¿Por qué escribe sobre ella Virgilio? ¿Por qué el consuelo se convierte en fuente de discordia? Dejar este mundo tendrá por lo menos el alivio de abandonar las incógnitas porque intuyo que la nada como el todo son absolutos. Me gusta esta hora y el sabor del vino. Me gustan mis dedos sobre el teclado y el sonido de las teclas. Me gusta el sonido de las pisadas de los perros y la especie de hierbabuena que ha crecido en la maceta donde vive el arce. Hay en la existencia sensible. Hay. En esos lugares remotos del ser, donde no se enjuicia el gusto o el disgusto, ahí no puede acceder un hombre como Mecencio. Ya lo cuento. Dice así: Despreciador de los dioses. Tyrano cruelíssimo. Por lo qual los suyos se le rebelaron y él se ubo de pasar a Turno en el tiempo en que se traía guerra con Aeneas, el qual en un encuentro le mató juntamente con su hijo Lauso. Virgilio lib. 10. Entre otros géneros de crueldad que usaba era atar un hombre vivo con el cuerpo de otro muerto para que con el mal olor y tristes abraços, muriese encarcavinado -quiere decir encarcavinar henchir la cabeza de un mal olor pestilencial, qual lo suele haber en las carcavas [carcava es una hoya grande o zanja que suelen hacer las avenidas impetuosas de agua en la tierra, o la que se hace de propósito en el campo para echar los cuerpos muertos de los animales o los hombres. Puede ser palabra sincopada de Carne y Cava] fuera de los lugares, donde echan las inmundicias y los animales muertos como perros, asnos, rocines. Viene del latino Fretore, offundere, obturbare. Y encarcavinado se puede entender como el que está con pesadumbre en la cabeza por este mal olor-, es decir: muriese apesadumbrado.
[Escribe Virgilio:Tanto mal podría limpiar la lluvia. Tanta desazón en estos tiempos perversos desde su inicio hace ya 100 años. ¿Cómo han permitido que se vea tan claramente su perversidad? ¿Será cierto que la historia se repite y que estamos en un nuevo bienio negro que se alargará si nada lo remedia hasta cuatro? ¿Será cierto que esa ola de buenismo logrará al fin modelar nuestras mentes hacia el bien? ¿Qué es el bien? ¿Y no enmarca tanta corrección un manto de moral conservadora? ¿No estamos abrazados a un muerto que se pudre en nuestra boca y nos inocula sus miasmas? ¿Por qué dicen que el pesimismo es un pensamiento reaccionario? ¿Por qué no se puede ser pesimista sin tener como horizonte un pasado que fue mejor? ¿Ser pesimista, digo, con la vista en el presente? No con la vista de los periodistas. No con la mirada de los que opinan a todas horas en cualquier sitio. Pesimista al sentir el abrazo del muerto. Del muerto que nos mata con su muerte y del que no podremos separarnos si no es con un supremo acto de violencia.
Quid memorem infandas caedes quid facta tyranni/
Effera? Dü capiti ipsius genirique reservent/
Mortua quim etiam iungebat corpora vivis/
Componens manisbusque manus atque oribus ora/
Tormenti genus, et sanie tabeque fluentes/
Complexu in misero longa sic morte necabat.
Y traduce:
¿Para qué voy a recordar las nefandas matanzas,/
para qué mencionar las crueles hazañas del tirano?/
¡Que los dioses las reserven para él y su estirpe!/
Pues hasta unía los cuerpos de los muertos con los vivos/
juntando mano con mano y boca con boca -tal género de tormento-/
y así, con el flujo del pus y la sangre corrompida,/
en este triste abrazo, los mataba con una lenta muerte.
(VIII 483-488)]
No quiera mi maldad hacer alarde de fuerza, sabiendo que todo hombre necesita para sí una vida secreta; no fíes de los que dicen que todo en ellos es claro como agua de manantial y respóndeles, con cautela, que las aguas siempre fueron metáfora de sima y asiento de pasiones; no quiera nunca exigir pruebas crueles así los hofiogenos, unos pueblos de la isla de Cyprus, a donde las serpientes no hacen daño alguno a los naturales; éstos, embiando (recuerda, lector amable, la flexibilidad de la ortografía media) un embaxador de Roma para çertificase de cosa tan extraordinaria, le metieron en una tinaja donde avían echado muchas bíboras y serpientes ponçoñosas, las cuales no le hicieron ningún daño, antes le lamían el rostro con sus bífidas lenguas y pareçía que se regalaban con él. Lo cuenta Plinio como también da cuenta de un pueblo del África llamado los Psylos que, teniendo sospechas de que sus mugeres les avían hecho trayción con algún extranjero, echaban los niños a las víboras, las cuales a sólo los naturales no empeçían y con esto tomaban satisfacción y desengaño de su sospecha. No quiera, digo, hacer pruebas, exigir voluntades, detestar amaños, criticar acciones pues nunca se sabe realmente si lo bueno devendrá bueno y si lo malo provocará calamidades. El cielo no tiene tamaño y una mano puede ser infinita. Atosigados como estamos por el afán de medir (medir lealtades, medir pasiones, medir gradaciones, medir vanidades, medir edificios, medir oscilaciones, medir verdades) aún no hemos podido asimilar la esencia de la matemática occidental que se aleja de la matemática griega en su desdén por medir, en su invención de lo ser en sí, sin magnitudes. No haga como Alejandro Magno que estimó tanto las obras de Homero que viniendo a él una caxa o escrinio de Darío, rey de Persia, discurriendo sobre qué cosa de gran precio se podría guardar dentro, dedicó, al fin, esta pieça para las obras del poeta ciego [me pregunto, ¿qué poeta no lo es?]. También Alcibíades -atheniense de claro linaje, fue muy gentil hombre y muy hermoso, lo qual fue ocasión de que en su mocedad anduviese distraído. Pero después allegándose a la doctrina de Sócrates El Preguntador se reformó y fue excelente en virtud, prudencia y sagacidad, por todo lo cual vino a imperar en la ciudad- llegando a un maestro de Gramática le demandó si tenía obras de Homero y respondiole el tal maestro que no tenía tal autor ni le conoçía; Alcibíades entonces le dio un gran pescozón y se fue haciendo burla de él, pareciéndole que era indigno del nombre de Maestro quien no tenía las obras del maestro de los Maestros. Me repito: no haga como ellos por más que su razón tengan pues no es de recibo que un maestro de Gramática desconozca a Homero y desde luego merecen sus obras el más hermoso contenedor que labrado se haya. Sin embargo, me digo, ¿quién soy yo para juzgar? Contra el único al que me debo erigir como juez es ante mí. Los demás no son de mi incumbencia ni he de desdeñarlos. Por eso quiero mantener a raya mi maldad la cual es muy dada a los juicios de valor y a la mezquindad mundana.
Tengo para mí octubre y un navío rojo como Hemón preso de amor por Antígone se mató sobre su cuerpo y sepulcro; tengo la noche que airea las últimas hojas del arce y que me recuerda o me alerta sobre la posibilidad de que estos tiempos modernos lo sean menos; viene al caso hablar entonces de Antiphates, rey de los laestrigones, los cuales por comer carne humana los llamaron antropóphagos. Este rey edificó una cibdad marítima en Campania llamada Formiae, hoy -¿cuándo es hoy? Por orientarnos el hoy del que habla el autor que no soy yo, correspondería a algún día del año 1605, quizás en Valencia o si no en Valladolid por más que la ciudad carezca de importancia y también el año aunque éste sí nos sirva para justificar lo arcaico del lenguaje y su sintaxis (no me olvido en todo caso del navío rojo y la sensación de octubre pero he de parar porque la necesidad de un vino rojo, un cigarrillo y algo de Canto Gregoriano me obligan a detenerme- se llama Nola [en todo caso me llego a preguntar cómo se llamara Nola en 2014, la que antes se llamó Formiae ]. Ha de reseñarse en esta noche de principios de octubre que a la ribera de esta ciudad llegó el divinal Odiseo por otros llamado Ulyses echado de la tempestad, el cual envió al rey a tres de sus compañeros por embajadores; Antiphates tomó a uno de ellos y se lo comió. Los otros dos se escaparon por pies y el rey los fue siguiendo con un escuadrón de gente hasta la marina y tirándoles piedras y maderos echó al fondo todas las naves excepto en la que estaba Ulyses con algunos compañeros nobles. El cual, cortando las amarras, se hizo a la mar. Esta ciudad dicen algunos haberla edificado Lamo de Lacedomonia caballero muy noble y después de él debió reinar el rey del que he escrito y por más [de allí, dice, llegamos a la antigua ciudad de Lamio, rey de los lestrigones. Antiphates reinaba en aquella tierra. Ovidio XIV. 233-234. Metamorpho]. Del navío rojo, de los aires de octubre, de la madrugada en la que me hallo, de los recuerdos que atesoro, de los maestros que aprendo, de las cuitas y del vino rojo se deduce que los hombres se siguen comiendo a los hombres [no seas crédulo -dice Epicarmo- ni seas inmoderado, éstos serán los nervios y los miembros de la mente humana] así si dejamos que el dinero mande y los unos lo gastan alegremente a costa de la miseria de los más, esto se podría entender como una especie de antropofagia, más sutil si se quiere, más estilizada, pero al fin y al cabo comedia de la cual, insinúa Horacio, fue Epicarmo el inventor (aunque bien pensado cómo nadie puede haber inventado cosa semejante), comedia digo que induce a la risa del que muere helado, del que pide fruta por caridad mientras sabe que unos Antiphates actuales tenían una black creditcard con la que podían gastar dispendiosamente los depósitos de la gente que dejaba sus ahorros y nóminas en la antigua Caja de Ahorros de Madrid hoy Bankia y podría, siguiendo la comedia, establecer una graciosa relación entre las muertes de tres prohombres de los negocios españoles a lo largo del mes septiembre: Emilio Botín, Isidoro Álvarez y Miguel Boyer -antropófagos de pro-. El navío rojo me lleva a la misma conclusión que el ya citado Ovidio dio al motivo por el cual Egisto se volvió adultero -motivo que argumenta en su De remedio amoris- La razón es manifiesta: no tenía nada que hacer. Octubre, estos primeros días, me recuerdan que alguien nació pasado mañana y que el navío rojo apenas podrá con la gran ola que se acerca a una velocidad considerable y aún con todo quiero dar un trago al vino y aguantar hasta las seis o las siete de la mañana, ver amanecer, llevar mi cámara y fotografiar el rocío sobre la primera hierba que me encuentre en el camino y quisiera sentirme extrañamente orgulloso y poder airear en la soledad de las calles que me encontraré que tengo la dicha de poder llamarme Fereclo y que tengo en mi haber haber sido el constructor de la nave en la que Paris trujo robada a Helena. Reconoceré -si alguien me lo pregunta- que no soy el verdadero Fereclo pero sí siento el mismo orgullo que debió sentir él por haber albergado en una construcción suya la quintaesencia de la hermosura. O algo así.
Me entretengo en esta noche con un libro abierto donde se habla del río Crisorroas que corre escaso por las tierras de Lydia, o por mejor decir, Syria y que pasa por la ciudad de Damasco y se llama así, según explica Plinio en su libro 5 capítulo 18 por las arenas doradas que cobró de haberse lavado en él Midas rey de Lydia y que antes se llamó -el río- Pactolo; y también al navegar me detengo -áureo de luz; fuera la oscuridad; en esta cuerda tensada entre dos palos, uno se llama nacimiento el otro muerte, a una altura considerable de la tierra, pasado ya el centro del recorrido, apenas habiendo dado pasos atrás, habiendo perdido en muchas ocasiones el equilibrio, atraído por el abismo, nunca lo suficientemente valiente, en esta hora, escribo, mientras leo en el libro abierto, el martirio a San Cristóval -escrito en castellano antiguo, de cuando la ortografía no estaba fijada como ahora que ya todo es fijo e inflexible- que vale tanto como ferens Christum, el que trae a Cristo en su pecho, el cual cuentan las crónicas soportó con entereza de ánimo las cruelísimas torturas a las que fue sometido en la ciudad de Samo provincia de Lycia y finalmente fue degollado y está sabido que antes de morir pidió a Dios que en el lugar o comarca donde estubiese (también en castellano sin ortografía inflexible) su cuerpo sepultado, ni pestilencia ni hambre ni fuego hiçiesen daño. Hay otro Cristóval que padeció en Córdoba pero no es el mismo; como no lo es este día con respecto a los anteriores días, ni esta noche con respecto a noches muy antiguas cuando me llamaba Olmo y sentía que la soledad tenía la esencia de los caballeros andantes, los de las verdaderas novelas de caballerías no aquéllos que surgieron a la sombra de la mano de un escritor manco; leo que los Cruillas son unos caballeros muy nobles de Cataluña y también que Lucio Lúculo destruyó alevosamente la ciudad de Cuenca pasando a cuchillo a mujeres, niños y hombres sin dexar persona viva. Sin embargo Pero Ambrosio de Morales asegura que no fue Cuenca la ciudad así esquilmada sino la villa de Coca por ser el nombre antiguo Cauçia. [su cabeza brilla como el oro puro, sus cabellos son como las semillas de las palmeras, negros como el cuervo] No sabría decir más acerca de esto y sí asegurar y atestiguar aquí mi querencia por la vida, por este pedazo de suelo en el que me muevo entre tal vastedad de animales, plantas, minerales y alientos; atestiguar mi resistencia al adiós y admirarme sereno entre otros de mi especie hablando sin ton ni son de lo que ha de venir; tengo -aunque no lo quisiera, aunque huyera (si es que alguna vez no lo hice)- si fuera cierto una vena que lucha y se altera y luego me divierto escuchando la voz que viene de lejos y leyendo de nuevo la vida y milagros de Cristóbulo que fue un médico y chirurgo famoso. Sacó él una saeta a Philipo, rey de Macedonia, de un ojo, y le curó de manera que aunque perdió la luz de él no quedó con fealdad ninguna en el rostro como tampoco era feo en absoluto, más bien todo lo contrario Croco de quien se enamoró Smilace y huyendo de ella y esquivándola, los dioses le convirtieron en la flor de su nombre y a ella en otra flor dicha Smilax, algo semejante a la yedra, y en blancura y en color retira al Lirio. Así me jacto mientras observo las piezas en el tablero, todas tan hermosas y sucumbo como un principiante -siempre seré un principiante. A nada he llegado. De nada me envanezco si no sea mi desafortunada forma de pensar y mis escasos recursos a la gloria- al misterio de la posición, ésa en la que me quedaría a vivir hasta descubrir sus últimos secretos, la forma de su piel, la densidad de su fluir, el final si se quiere y como un Eróstrato cualquiera -el cual como sabréis fue un mal hombre desatinado, el cual por dexar de sí alguna memoria, aunque fuese con mala fama, se determinó quemar el templo de Diana en Efeso y sabida la intención con que lo hizo, se mandó por edicto que ningún historiador declarase su nombre. Podría traducirse en todo caso amigo de ejércitos- la quemaría al final -la posición- por darle si se quiere un aura de templo de diosa cazadora. Vale.
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Ensayo
Tags : Sincerada Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/10/2014 a las 00:30 | {0}