Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
El llanto de un recién nacido cuando despierta en la noche porque tiene un cólico o porque está descubriendo el miedo o porque tiene hambre o porque siente añoranza de aquel espacio ácueo en el que estuvo no hace tanto, no crispa necesariamente; puede crispar un día pero por cuestiones ajenas al llanto del niño (hablo, por supuesto, de un bebé que viva en un ambiente suficientemente grato; no entran en esa descripción los ambientes aberrantes, en éstos tan sólo es de esperar que el bebé crezca sin que la tara del horror le carcoma hasta la raíz la ambición por vivir). Lo que genera ese llanto suele ser cansancio que se convierte en sonrisa cuando al mirar al bebé te das cuenta de su desvalimiento y de que ése es -el llanto- su lenguaje para comunicarse -urgentemente- con nosotros.

La vida es extrañamente fría. Quisiera asegurar que existe una realidad objetiva, un mundo que se desvela en algún momento; quisiera creer en la iluminación y que ésta fuera la plena certeza de la verdad. Decía que la vida es fría porque la muerte nos alcanza sin esa plenitud (o acepto que quizá haya excepción a esa norma, lo cual -por mucho que los lógicos arguyan en contrario- se carga la norma. Ya lo demostró con su habitual gracejo el profesor de gimnasia Juan de Mairena).

La manipulación llega a nuestras emociones hasta el punto de que nos sacude más la muerte por bomba en un concierto en Manchester que la muerte por ahogamiento en el mar Mediterráneo. En ambos lugares han muertos niños. Murieron casi en el mismo día. Más murieron en el mar Mediterráneo. La única diferencia es que los niños ahogados eran moros y pobres. Y los niños de Manchester eran europeos y burgueses. Así se ceba la discordia. Así se manipula la opinión. En los últimos cinco meses han muertos miles de seres humanos en el mar Mediterráneo. El mar Mediterráneo es ya un inmenso cementerio líquido.

La vida es extrañamente distante con los vivos. Es como si hubiera una supervida, una superestructura de vida ajena en absoluto a los padecimientos de los entes en los que habita. La vida vive en seres a los que no ama. Quizás esa superestructura se llame ACGT.

Si nos comunicáramos como los bebés, de esa forma tan directa, sin resquicio posible de confusión quizá podríamos atacar la distancia de la vida que nos vive, su frialdad. Si nos encaráramos con la verdad. Si confrontáramos nuestras verdades quizá daríamos con la clave de la certeza de la verdad. ¡Qué lento es el hombre! ¡Qué frágil su emoción! ¡Qué lastre su pensamiento!

Me dice mi amigo  que soy un cascarrabias y que a veces hay en mi discurso una soberbia que me puede haber deparado ya más de un disgusto. Yo me disculpo si alguna vez quise humillar a mi interlocutor porque estoy seguro que más de una vez lo hice. No sé si entonces buscaba confrontar la verdad con otra verdad. No sé si decidí en ese momento desnudarme del ser civilizado que utiliza la artimaña para conseguir su fin y lancé como un vómito la idea que me roía las entrañas. O peor aún: por no atreverme utilicé el sarcasmo como arma.

Hay días que siento que la vida tiene el afán de la araña: no quiere que veas los hilos de su tela; de hecho busca que el sol se refleje en ellos y que ese destello te atraiga para que te acerques y te quedes pegado en ellos y cuanto más luches por despegarte más te enredes mientras empiezas a ver cómo se acerca, sin prisa, velluda, la causa de tu ilusión.

Ensayo

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/05/2017 a las 22:25 | Comentarios {0}


La mañana está acorde
Dime que es un vals y te creeré. Dime soberbia o mudez y levantaré -levemente, sí- la nariz
Sé que hay un emporio que me revuelve las tripas pero no sé muy bien cómo exponerlo sin que parezca mi voz una bicha vanidosa
El libre albedrío
Las notas que van puntuando un posible certificado
Constancias/Constantes por la alameda (que es un recuerdo de canción revolucionaria: Yo pisaré las calles nuevamente.../)
Ese removerse el cadáver en su tumba
O el crisol de una invención inútil
Que no quiero parecer un listillo
Que quiero ser humilde como la margarita blanca que vi ayer en el bosque y que mantenía sus pétalos abiertos (promesa de un sinfín de invernaderos)
Navego por el hombre que inventó un inmueble y pateo con acento gitano sus suelos de parquet
podría elaborar una bulería y quedarme tan pancho o sentarme en una silla y prodigarme en versos
Dejémoslo en trance de saxo o en turbamulta al correr de los años
Voy a fumar un cigarrillo y a expandirme por el sacrosanto mundo de los hechos triviales porque la almohada guarda la forma de mi perfil y el sesgo de mis opiniones tiende a hierba

Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/05/2017 a las 12:13 | Comentarios {0}


Documento 14 de los Archivos de Isaac Alexander. 24 de diciembre de 1946. Port de la Selva


Vi a Hanna sólo una vez y no en la fecha indicada. Faltaba una semana para nuestro encuentro a orillas del Danubio donde unos muchachos murieron ahogados un año antes cuando recibí una carta suya en la que me decía que sus padres le impedían la vuelta a Austria. Tú ya imaginas por qué: los judíos empezaban a ser mal vistos en su patria. Recuerdo sus últimas palabras: No es sólo dolor de amante lo que siento. Siento dolor de mundo como si la sombra del mal se hubiera extendido como un vertido de petróleo en un lago que fue, antaño, refugio de nenúfares y ranas. Vete, Isaac. Sal de Austria porque ya no somos ciudadanos, somos una raza. Sé que en algún lugar, cuando el horror haya pasado, te encontraré. Será en una playa. Será en un albergue. Será en el arcén de una carretera que una dos pueblos pequeños y hernosos. Será en mi cama. Será en la tuya. Será en un tejado o bajo la luz de la luna que, según tú, soy yo. Y entonces, amor mío, surgirá toda la belleza del mundo en nuestro encuentro. Nuestro encuentro será un verso de Rimbaud. Nuestro encuentro será una Gymnnopedie. Nuestro encuentro será el hallazgo de la espuma, el sabor de mango, la dulzura de la abeja, el sopor de una siesta de verano. Hasta entonces, niño mío, hombre amado, rosa con espina en mi pecho tatuada, recuerdo de los días más hermosos, confín de mayo, lucha por nosotros, lucha por la paz, lucha por la risa y vuelve pronto a mí que vivir se ha convertido, naricita de azúcar, en un presente huido. Tuya siempre, Hanna.
No te recordaré Pepa la lucha que, en efecto, emprendí, primero en la Guerra de España porque yo sabía que si no lográbamos vencer a los fascistas allí, el fascismo se haría dueño de nuestro viejo mundo. Perdimos y derrotado me embarqué en la nueva guerra que asoló Europa y que acabó conmigo en el campo de concentración de Mauthausen, ironías del destino, a veinte kilómetros de Linz. No quiero recordar el año y medio que pasé allí. Tú sabes muy bien. Y porque sabes me acoges y yo agradeceré los días que me queden de vida el calor que me has ofrecido, tú que me has devuelto las ganas de vivir, las ganas de ser. Sólo cuenta para el final de esta historia de amor, la más hermosa, la más intensa, la más genuina historia de amor que tuve y tendré, un recuerdo de Mauthausen. Y ese recuerdo son los muertos diarios. No sólo los que morían en los crematorios sino los que morían desfallecidos o los que morían de frío en la noche. Mi trabajo en aquel campo era sacar a los que habían muerto en sus barracones, tirarlos en un camión y transportarlos hasta la cantera donde uno a uno los iba arrojando a la fosa común en que se había convertido.
El 14 de noviembre del año 1944 comencé mi trabajo en los barracones muy de mañana. Cubría el mundo una niebla sucia y heladora en la que parecían permanecer, suspendidos, los gritos de nuestros carceleros y los ladridos de sus perros. Olía a muerte en aquellos barracones. Mi primera bocanada de aire cada mañana era el aliento de la muerte. Como un autómata empecé mi labor que consistía en menear los cuerpos que no se habían levantado, escuchar el silencio de sus corazones, echármelos al hombro y descargarlos en el camión. Así un cuerpo y otro cuerpo y otro cuerpo hasta que un soldado me daba la orden de partir. En la litera de abajo, en el pasillo de en medio del barracón 3, una mujer desfigurada por el hambre yacía muerta. Tenía los ojos horriblemente abiertos y su boca, también abierta, parecía haberse petrificado en un último grito de auxilio. La meneé. Escuché el silencio de su corazón y la tomé en mis brazos. Al hacerlo el vestido raído que llevaba se rasgó por el pecho y por pudor, Pepa, por pudor fui a cubrírselo. ¿Por qué me llamó la atención aquella mancha arrugada que tenía en la parte izquierda del pezón, justo en el borde de su areola? Aterrado, inmerso en una locura que no sé cuánto duró, tumbé aquel cuerpo de nuevo en el camastro y como si fuera su piel una tela arrugada que hubiera que dejar lisa como una mar tranquila, así la estiré y al estirarla surgió el tatuaje de una rosa roja con un sola espina en su tallo. Aquel cadáver era Hanna... Hanna, amor mío... Hanna... Cerré sus ojos. La tomé en mis brazos como si fuera la novia tras la boda y con el gesto del hombre enamorado que siempre he sido atravesé aquel barracón como si estuviéramos atravesando el pasillo que conduce a nuestra alcoba. Ya no vi la niebla en la mañana. Como si fuera la cama, deposité a Hanna en la parte trasera del camión y con cuidado, pequeña piedra que se quiere hacer rodar con ligereza, la dejé ir en la cantera mientras para nosotros recitaba los versos que un día escribí para ella: Mañana, ¡Dime que es mañana el día!/ Mañana el día nuevo.

FIN
Rosa (10)

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/05/2017 a las 20:13 | Comentarios {0}


Documento 14 de los Archivos de Isaac Alexander. 24 de diciembre de 1946. Port de la Selva


Podría, Pepa, leerte el diario que escribí entre aquella primavera de 1935 y la siguiente de 1936 o recitarte de memoria párrafos enteros de las más de trescientas cartas que le escribí a Hanna a un apartado de correos de la ciudad de Salem, en el estado de Oregon.
Pepa me rogó que sí, que por favor, le recitara alguno de los párrafos de aquellas epístolas amatorias. Al recordarlos me  sacudió el primer quebranto que pude disimular respirando hondo y levantándome de un salto mientras paseaba por el salón como si estuviera haciendo acopio de memorias antes de lanzarme a recitar. Lo cierto es que la tristeza empezó a invadirme. Lo cierto es que aunque nunca me arrepiento de nada en aquella ocasión me dije, Has valorado en exceso tus fuerzas. Comencé a recordar y como si estuviera escribiendo en aquel instante pronuncié en voz alta lo siguiente:
Salzburgo se me ha hecho amarga. Ya ni la música me agrada ni la compañía de las prostitutas hasta altas horas de la madrugada; seres que son ángeles desnudos y con sexo. Vago por las calles y cuando llueve no puedo sino recordar la noche en que la rosa de mi pecho se empezó a fraguar entre tus manos. Hanna tu ausencia no tiene nombre. Si por lo menos algún día hubiera pensado, ¡Oh, moderna Salomé que has cortado mi cabeza al alejarse tus cabellos en aquel transatlántico! O si te hubiera podido maldecir más fuerte. Pensar por ejemplo, Asesina, manipuladora, Gran Masturbadora... Nada de eso ocurre porque cuando logro pensar -y apenas puedo- acuden frases como, ¿Esa ráfaga de viento me trajo tu olor? ¡Oh, ingenuo yo que sucumbí al embrujo de tu voz! ¡Cómo me duele cuando cada mañana me veo la rosa tatuada en el pecho y sé que bajo mi piel tu sangre conforma sus pétalos!
Había comenzado a nevar -con el mar a lo lejos- cuando le recité un párrafo de otra carta:
He remado, Hanna, hasta desmayarme. Quería alejarme de ti. Pensaba que en el mar, rodeado de ese azul turquesa que al tomarlo en las manos desaparece, tú también te irías. He venido a España para que el paisaje no me recuerde a ti. He venido hasta el desierto, a un lugar llamado Almería donde las mujeres tienen la tez quemada por un sol inclemente y los hombres huelen a pescado y arena. Bebo por las noches en la única taberna del puerto y cuando estoy borracho y la madrugada no me dice nada me lanzo al agua y nado hacia la luna símbolo de ti: siempre cercana, siempre inalcanzable. Hanna, no dejes que muera antes de verte...
Callé. Se escuchaba -como un recuerdo muy lejano- el sonido de la nieve en la grava del jardín. Como estaba de espaldas a Pepa pude llorar mientras con una voz falsamente firme entonaba otro párrafo que me vino al pecho, lugar donde los recuerdos de Hanna anidan :
¿Qué pueden significar quince días? La otra noche tras leer tu última carta en la que me decías "Amor mío hoy he galopado montada en Moriarti, un caballo veloz como los huracanes, negro como los días que han pasado sin ti, fuerte como tu fuerza y cuando atravesábamos una pradera inmensa y solitaria he sentido en cada pisada el anhelo de ti; cada inspiración del aire me evocaba tus manos y la libertad que se siente al galopar me atravesaba el vientre como si fuera tu sexo sajándome el alma. Te quiero, Isaac. Apenas vivo sin ti. Soy un cadáver", he gritado blasfemias y he salido a la calle a odiar al mundo. ¿Qué pueden significar quince días en el tiempo de un hombre al que se le arrebató el tiempo cuando te fuiste? ¿Cómo entiende un hombre sin tiempo la duración de quince días? ¿Y qué significará cuando tan sólo quede un día y yo pueda decirte: Mañana, dime que es mañana el día./ Dime. Avísame. Mañana el día nuevo./ Dime que vas a apretarme hasta dolerme/ y que tus besos sabrán a cebolla/ y que tu pecho se abrirá continuamente./ ¡Dime, dime que es mañana el día!

Cuento

Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/05/2017 a las 21:17 | Comentarios {0}


Documento 14 de los Archivos de Isaac Alexander. 24 de diciembre de 1946. Port de la Selva


Pepa se arrebujaba en un chal de paschmina, me decía, Sé que no casa con el traje pero tu historia me está produciendo frío. Yo la miré con los ojos de un hombre que ha vivido todos los horrores y le dije, Nada saboreo más en la vida que las mezclas aunque sean estrafalarias y aún más si lo son ¡qué narices! Ella rió, nos sirvió el licor y tras encender un cigarrillo me rogó que siguiera.
No dejó de llover aquella noche ni tampoco los tres días que siguieron antes de mi partida. Tras la cena en familia y una velada en la que jugamos al bridge en el salón de los juegos mientras Hanna tocaba al piano de forma íntima y sensual algunas piezas de Satie, manteniendo unas cadencias y unos silencios que habrían hecho las delicias del compositor, nos retiramos a nuestras habitaciones. A la una de la madrugada -hora fijada por ella para nuestra cita- salí de mi habitación y comencé a andar por el pasillo alfombrado del piso superior. El interior de la casa tenía forma de U. Mi habitación se encontraba en uno de sus extremos. La de Hanna en el opuesto. Unas cornucopias mantenían iluminado tenuísimamente el pasillo. Esa tenuidad y el sonido de la lluvia me recordaban las notas de Satie en las manos de mi amada. Cuando llegué a su puerta llamé con sumo cuidado. Me abrió de inmediato. Juraría que estaba detrás de la puerta. Juraría que sabía que no me retrasaría ni un segundo. Juro que ninguna mujer me amó como Hanna. Juró que jamás amaré a nadie. Tan sólo la amaré a ella. La alcoba estaba en penumbra. Ella vestía un kimono de seda con un estampado que figuraba un cerezo en la noche. Por sus anchas mangas entreví sus brazos desnudos. Cerró la puerta con llave y me pidió que nos sentaramos en la mesa que daba al ventanal que se abría al jardín. Me senté y encima de la mesa vi la herramienta clásica del tebori que usaron durante muchísimos siglos en el Japón para hacer tatuajes y que aún hoy se sigue utilizando. Miré a Hanna y ella con su voz de cristal grave me dijo, No nos entregaremos el uno al otro esta vez. Quiero esperar. Quiero que mi deseo hacia ti sea tan ardiente que haya noches en las que tenga que dormir en un baño de agua fría. Quiero suponer tu piel centímetro a centímetro. Quiero suponer tus caricias en el orgasmo. Quiero imaginar noches y noches tu semen regando mi vientre, tu semen soboreado por mi lengua, tu semen en lo más hondo de mí. Quiero imaginar tu abrazo dormido. Quiero saborear tu ausencia un día y otro día. Quiero esperar tus cartas. Quiero escuchar tu desesperación. Quiero maldecirme por haber querido esto que ahora te digo y también quiero que ambos, siempre que queramos, podamos mirar lo que el otro también tiene; lo que el otro le hizo la última noche que estuvimos juntos. Quiero que nos tatuemos una rosa con un tallo corto y una sola espina. Yo te la tatuaré en la parte superior derecha del pezón de tu corazón. El tallo nacerá del límite exterior de la areola.Tú me la tatuarás en la parte superior izquierda del pezón de mi corazón. También el tallo nacerá del límite exterior de la aerola. La tintas con las que lo haremos serán una tinte verde para el tallo y una tinta roja para el capullo abierto de la rosa. La tinta roja llevará gotas de nuestra sangre: de la mía en tu tatuaje, de la tuya en el mío. Debemos hacerlo esta noche. Cuando hayamos terminado ya no nos volveremos a ver a solas. Tú volverás a tu estudios y yo iniciaré un viaje. Nos encontraremos tras tu partida en un año, a las ocho de la tarde, en las orillas del Danubio, donde murieron los niños que jugaban a la rayuela.
¡Qué pesadumbre sentí al aceptar la propuesta de Hanna! ¡Qué dolorosa y precisa es la técnica del tebori! ¡Qué arrebatos sentía cuando entre mis manos abarcaba el pecho de Hanna y sentía su pezón duro y su corazón palpitando como si gozara hasta la extenuación! ¡Qué tristeza si miraba sus ojos! ¡Qué desdicha si adivinaba su pubis entre los pliegues del kimono!
El alba rayaba cuando terminamos el dolor de una rosa con una sola espina en nuestros pechos. No volvimos a estar a solas. Yo me fui tres días más tarde. Ella emprendió su viaje.

Cuento

Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/05/2017 a las 19:37 | Comentarios {0}


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