Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Bañistas de John Singer Sargent 1917 (Acuarela)
Bañistas de John Singer Sargent 1917 (Acuarela)
XV
 
     No creo que hubiera cumplido los veinte años. ¡Hace tanto! Debía de estar huyendo. En aquella época todos debíamos de estar huyendo. La guerra acababa de terminar y habíamos descubierto la absoluta destrucción. La habíamos descubierto los que entonces éramos jóvenes. Un viejo marinero que había perdido una pierna en la Gran Guerra, ¡Sólo hubo una Gran Guerra -decía- y esa fue la Primera! al vernos desembarcar en su isla, dio una gran calada a su cachimba -vuelta hacia abajo la cazoleta, como hacían los auténticos lobos de mar-, se levantó y se ofreció a buscarnos un alojamiento, a los señoritos y señoritas viajeros, nos dijo, con evidente sorna. Tenía el rostro surcado por los vientos de mil corrientes marinas y su voz confesaba haberse bebido varias veces los océanos de alcohol de todas las latitudes donde se fermentara cualquier vegetal. Le pregunté al viejo cómo se llamaba y me respondió, Dionisos me llamo por la gracia de mi señor padre y mi señora madre que Dios los tenga en su gloria amamantados con leche de absenta y alimentados con rabo de toro, del buen Apis, si quiere el señor.

     En aquella isla que se encuentra en el mar Egeo, que forma parte del archipiélago de las Cícladas y cuyo nombre no diré, tan sólo dormimos en una casa la primera noche. Éramos tres muchachos y cinco muchachas. Dos eran católicos, tres judíos, dos cristianos ortodoxos y uno musulmán. De esas religiones proveníamos. Ninguno de los ocho era practicante, tan sólo una de las muchachas decía creer en su dios pero decía creer a su manera, de una manera estética decía y ponía el ejemplo de que una de las ofrendas a su dios era cada vez que se comía una polla. Mientras se la comía, comentaba, ella oraba mentalmente y cuando extraía el jugo sagrado de la fecundación y éste se derramaba por su boca, ella lanzaba unas cuantas expresiones de agradecimiento mientras escupía el semen para que fecundara la tierra que nos proveía de lo necesario para vivir un día más. Sacrilegios.

     Era el final de la primavera. Unos que habíamos conocido días antes en el puerto del Pireo nos dijeron que al sudoeste de la isla había dos calas y en los acantilados que las separaban había tres oquedades, casi cuevas, donde se podía vivir porque no muy lejos había una manantial de agua dulce y un poco más allá, a unos quince kilómetros, un pueblo donde podríamos aprovisionarnos de comida, bebida y tabaco. También, nos dijeron, los sábados hay un mercado de artesanía y si hacéis algo con las manos, quizá los podáis vender y sacaros unos dracmas.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/08/2020 a las 19:15 | Comentarios {0}



ÉL:
Si tú quisieras abrirte... una vez... a mí... en este día de noviembre... otoño... si tú quisieras, si salieras de ese encerramiento, de esa fortaleza, de saber que tú, mi semejante, tienes, también, debilidades... iría entonces a lo largo de la rivera... me haría preguntas y sonreiría. Me habrías hecho... Sería feliz... Siéndote útil... es mucho más fácil dar que recibir... recibir implica deuda... ser deudor... deuda de una caricia o de un dinero o de un consuelo... Dar es tan fácil, es tan gratificante... te coloca a una altura... te sugiere algo que la moral aprueba... ser deudor en cambio roza lo inmoral y más si se es un deudor impenitente y más si se es un deudor que no tiene la posibilidad de devolver la deuda... porque nada pueda dar o porque nada tenga que ofrecer que el otro quiera aceptar como pago de la deuda... Ir por la rivera entonces... cogido de la mano del viento... bajo las nubes de un mes de otoño que acarician la tierra de tan bajas que van... o justo al amanecer... una niebla fría como dientes de lince... blanquecino el aire que entra en los pulmones y parece entumecer las vías respiratorias... Aunque fuera un ser compuesto... Estar cerca un día... Tomarte la mano a lo mejor... Que ese pequeño acto amistoso te reconfortara y dejaras caer por un momento todo el peso de tu existencia sobre mis hombros para que yo lo llevara un trecho, el suficiente para que tú tomaras resuello, volvieras a cargar tu propio peso y pudieras seguir... Aligerarte la vida... Que me permitieras aligerarte la vida para que yo sintiera que estabas en deuda conmigo y poder entonces decirte, No hay deuda. Todo está saldado... Eso sería la vida buena... Eso sería el equilibrio, tan necesario, tan aristotélico... No ocurre... Mi deuda es inmensa... No tengo forma de devolverla... Siento como si te hubiera cargado demasiado con el peso de mi fardo o como si tú te hubieras sentido en exceso fuerte y al hacerlo y no calibrar bien tus fuerzas hubieras caído agotado de mí, sin más posibilidad de mí, harto de mi peso... todo yo soy peso... No hay ligereza... Tampoco en mí la hay... Me debato desde hace meses entre expresarte mis sentimiento o callar... no es por un deseo de falsas aguas tranquilas... no es por cobardía... sino por un convencimiento que tengo y es que nadie aprende nada de los demás... La tarde ha pasado entre vientos tempestuosos y grandes calmas... A lo lejos el mar ardía bajo la luz de un sol que al declinar enrojecía... Han graznado las aves graznadoras... Han cantado la llegada de la noche las ánimas de los muertos que pasean por el bosque cercano cuando la bruma las confunde con las formas sagradas de un rito eónico... La lumbre del fuego apenas ilumina y calienta poco... Así lo quiero: el frío y la penumbra me ayudan a pensarte... Tan lejos... Tú que para mí eras eterno... Qué grande ha de ser mi deuda para que no puedas aumentarla... ¡Cuánto ha de pesar mi fardo para que no puedas llevarlo un metro más!... Cómo no me di cuenta que mi crédito se agotaba... Cómo he llegado hasta aquí... Imagino salinas y en ellas, inmiscuidas de una manera que no llegamos a imaginar se mueven los protistas, seres pequeños sin sistema nervioso, sin grandes alteraciones metabólicas... Si aumento la distancia... Si me voy a los confines del Universo (sea lo que sea el término confín que cuando menos sugiere un límite; sea lo que sea el universo cuya realidad mejor medida es que en su esencia es nada) me siento protista en nuestro pequeño mundo y a ti en cambio te intuyo con más células, mejor compuesto o más compuesto, mejor preparado para soportar los embates de la vida, rodeado de otros seres que te ampararán... tú hiciste tu colonia de seres semejantes... yo no he sido capaz de crear colonia alguna... Perdóname... Siempre te querré... Aunque esté en deuda contigo... Has de saber que los deudores solemos acabar detestando a nuestro acreedores. Imagino que es un sentimiento de defensa... Por eso coloco esa conjunción adversativa... Perdóname por haberme endeudado tanto... Nunca tuve medida.... Fuiste demasiado generoso... Estoy a la deriva... No he sabido comportarme nunca... Me falta el tacto del juego... Siempre tuyo... Por siempre tuyo... Hasta el último aliento tuyo... Tuyo si la memoria no me falla... Tuyo si el lenguaje no me falla... Tuyo si las emociones no me fallan... Esperando poder devolverte... Disminuir mi deuda... Tan inmensa... Como noviembre que algunos años es inmenso... Océanos... Migraciones de uranias ripheus... La caída de la flor del cerezo... los campos de lavanda...  
 
Rostro. Dibujo de Alberto Giacometti
Rostro. Dibujo de Alberto Giacometti

Teatro

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/08/2020 a las 16:33 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Hipérbole de Jan Saudek
Hipérbole de Jan Saudek
XIV
     La lluvia nos ha devuelto calados hasta los huesos. Hamlet se ha sacudido con tal fuerza que las gotas expulsadas de su pelo han ido a estrellarse contra las paredes de la sala donde arde alegre un fuego que me lleva sin saber por qué a un recuerdo de la niñez. El silencio es absoluto y me agrada. Durante la tormenta bajo la cual hemos paseado, he recordado una grabación de Julio Cortázar. La hacía en los años sesenta, en París y fuera llovía. El primer cuento que leía era Continuidad de los parques y al recordarlo, las palabras que pronuncia mi mente y que luego escribo toman de inmediato el acento porteño.

     He cocinado una alubias de La Granja; son éstas una alubias blancas, grandes, muy carnosas; las he cocinado con chorizo, morcilla, panceta y les he hecho un sofrito de cebolla y azafrán. Cocino en olla tradicional, a fuego lento, durante horas. Junto con el aroma al guiso que va inundando la casa, todos nos vamos secando y vamos entrando en calor. Las gatas -Alegría y Esplendor- están hechas un ovillo cada una en su cesta, muy juntas la una de la otra, profundamente dormidas. A veces me fijo en el dormir de las gatas y me da la impresión de que están haciendo un esfuerzo para no abrir los ojos, de tan felinas que son, siempre atentas a cazar lo animado.

     La melancolía -que es tristeza suave sin motivo aparente- me viene dada por la lluvia pero la lluvia sólo es lo aparente. Algo debe haber tras ella. Sentado frente al fuego tras haber comido el guiso de alubias de La Granja me quedo adormilado y en el ensueño de las cuatro de la tarde, mecido por el crepitar de los maderos y la lenta respiración de los animales dormidos, me veo en una casona, no debo de tener más de trece años; al fondo de un largo pasillo, por una puerta entreabierta, asoma una luz; una música suena baja, intento ubicarla pero parece estar en todas partes; es una música lenta de jazz. Pronuncio un nombre que no escucho. Se acelera mi corazón sin motivo. Avanzo imantado hacia la habitación de donde la luz asoma. Llego hasta la puerta. La abro despacio. Es el dormitorio de R., la hermana de K. Ella está dormida sobre la cama. Se había cubierto con la colcha pero se ha destapado y veo su espalda desnuda; tan sólo lleva puestas unas bragas blancas de algodón; una de sus piernas está estirada y la otra flexionada; el cabello cubre su rostro. Ahora sé que pronuncio su nombre. Sigo sin oír mi voz. Me acerco. Me quedo de pie, en un costado de la cama; descansando en la colcha intuyo el relieve de sus senos que empiezan a ser; un mechón de sus cabellos negros cubre sus ojos. Podría estar mirándome.

     No he recordado el sueño hasta bien avanzada la tarde y al hacerlo he sentido un escalofrío por todo el cuerpo. Me he sentido febril. Me he tomado la temperatura. Tengo treinta y ocho y medio. Estoy enfermo. Me gusta la fiebre. Dejaré que suba. Dejaré que los perros salgan solos. Me haré una sopa caliente. Yo sé que la soledad era esto.

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/08/2020 a las 15:00 | Comentarios {0}


Mitocondrias resaltadas con colores falsos
Mitocondrias resaltadas con colores falsos
Divide partes de Dios y en si se produce el infinito. Se rompen los techos. Aparecen los ángeles. Se desparrama el mundo como el semen se desparrama sobre el vientre de la mujer que no quiere fecundar. El fin del mundo tiene cara de bebé. El fin del mundo se arquea como un poseso. El fin del mundo se saluda con un gesto atlético. Alardea de haber dado carpetazo. Luego llora sobre el barbecho de una tierra que quedará por siempre baldía. Arraigan las arqueobacterias en un limo primordial que no escupe fuego. Llegan densas nubes de amoniaco. Se lava las manos con gel y se mira en el espejo las partes ocultas. No quiere escarmentar. No quiere elevarse en brazos de las aspas de un helicóptero por cima de las montañas que a lo lejos parecen generar el lomo de un dragón. El cielo se vuelve bello tras el incendio. Las palabras se quejan de quedarse sordas. El rey de las calaveras se pone peluca y parece menestral en una corte dieciochesca. ¡Ay, si la nieve se diluyera en brillantes! ¡Ay, si los cristales fueran viscosos como si el mundo se hubiera convertido en un gigantesco horno cerámico! Todo derretido. Sus manos derretidas. Su esfuerzo derretido. Derretidas las cañerías por las que fluía el agua con heces, el agua con sangres, el agua con mucosas, el agua con algas. ¡Cianobacterias venid! Venid, queridas mías. Haceos grandes y mostrad vuestras maquinarias hasta que los ojos del mundo sean arrancados por una parte de la infinidad de Dios. Entonces recalará en una playa. La arena será un diamante machacado a fuerza de escoplos. El inmenso diamante de la felicidad. La eternidad de los puntos sobre las íes. La lágrima certera que acierta en el centro del corazón de la vieja. La vieja, sí, la vieja del parque, la que arrastra el carrito rojo de la compra siempre hasta arriba de desechos. La vieja que ya no es nada y que aún con todo lucha por vivir un día más en esta selva de hormigón y cables en la que los humanos se mueven como si fueran tordos.
Cuando todo se quede quieto: en el lago no hay ondas; no navega la hoja; el saltamontes se niega a trascender; el gorrión ahorcado denuncia a sus verdugos, las patas estiradas; la ahorcada se corre y el flujo que derrama de su coño se desliza por sus piernas hasta llegar al aire que lo dejará caer hasta la tierra para que sea absorbido, llegue hasta las raíces de un junco, sorban éstas sus nutrientes y nazca cuatro meses después un aborto de junco y mujer con patas de gorrión ahorcado. Cuando todo quede quieto: saliva suspendida; copo que no llega a amortiguarse; carrera vacía de gamo; vuelo sin recorrido de cernícalo; mandíbula abierta para siempre; sangre, sangra, sangra, sangre.

Poesía

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/08/2020 a las 13:02 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Desnudo sobre Vitebsk. Marc Chagall. 1933
Desnudo sobre Vitebsk. Marc Chagall. 1933

XIII
     En lo alto de la cumbre dirijo mi mirada a la luna, junto mis manos e inclino mi cabeza ante ella.  No es un gesto religioso. No considero la luna una diosa a la que adorar. Es un gesto estético. Entiendo la estética como el descubrimiento en la realidad misma de la fuente de la vida. La estética es pues celebración de la vida.
     R., la hermana de K. fue mi Luna en el paso de la niñez a la juventud. No la adoré sino que la vi como una fuente de vida. Fue la primera vez en la que sentía que estar cerca de alguien me proporcionaba un aumento de la vitalidad; me hacía sentir unas inmensas ganas de vivir y al contrario cuando estaba lejos mi ánimo se agostaba y me parecía que la vida era oscura sin ella como noche de luna nueva.
     Me sorprende cuando pienso en ella, en aquellos años de la infancia, que todo este afán de vivir, esta voluntad de alcanzar un día más, de ver los colores del mundo un día más, de aspirar el aire que nos insufla la vida, tenga como base primera un hecho que ocurrió hace unos 1000 millones de años: cuando se produjo el paso de las células procariotas a las células eucariotas. Las células procariotas son aquellas que no tienen núcleo -son las células de las bacterias- y las eucariotas son aquellas que sí lo tienen y en su interior guardan el tesoro del ADN. A partir de ese momento se produce un movimiento vital mediante el cual se deduce que es bueno mezclar ADNs distintos para generar vástagos semejantes. Del mundo bacteriano se deriva el nacimiento de la sexualidad y de la sexualidad como función reproductiva llego a ver a R. como fuente de vida, mi luna, mi Otra, mi deseo. Incluso por puro reduccionismo podría llegar a pensar que el deseo es una cualidad bacteriana.
     Mucho antes de estas ideas, recuerdo a R. con dieciséis años una tarde de sábado. Era noviembre. Sábado 17. Ese día se celebraba el cumpleaños de su madre y K. me invitó a merendar con ellos; según me dijo el día anterior, había sido su madre quien había insistido en que me invitara. Hablaré de la madre de K. -E.W.- más adelante, si la vida me da para ello. De momento sólo decir que era una mujer de una belleza lánguida  a la que los dos abortos de mellizos hicieron mella para siempre en su carácter por más que según S., la mayor de las hermanas, su madre siempre tuvo una inclinación perversa a la melancolía. El sábado 17 de noviembre me presenté en casa de K. como un ramo de rosas blancas que la criada puso en un precioso jarrón de Sévres. En el salón se encontraba toda la familia reunida y cada uno de los hijos había invitado a un amigo. E. llevaba un vestido muy bonito con un estampado vegetal que le confería una cualidad de planta. No sé por qué aún hoy me sigue recordando -o me evoca- una palmera datilera. Cuando llegué todos rodeaban a la madre y un fotógrafo estaba a punto quemar el magnesio. E. lo detuvo. Me llamó y me colocó junto a R. ¡Cómo recuerdo aquellos cabellos: rayos negros de luz! Y su olor que era una mezcla de violeta y mujer. Aún soy capaz de recordar su mirada y el color de sus ojos verde aceituna que al mirarme sonrió. Sí, lo escribo bien: el color de sus ojos me sonrió. Entonces surgió el destello del magnesio y para siempre quedó inmortalizado ese momento en el que ella y yo nos estamos mirando: su mirada sonríe, la mía anhela.
     Poco más recuerdo de aquella tarde: que nos reímos jugando a la gallinita ciega; que llovía mucho; que la tarta era de merengue; recuerdo también un momento en el que se abrieron las ventanas y por ellas entró el otoño que se iba convirtiendo en invierno a marchas forzadas y por último recuerdo cuando R., en un rincón del salón, me preguntó si iba a ir con K. a la finca que ellos tenían a las afueras de P. para cazar jabalíes. Le contesté que no me había dicho nada. Me preguntó si me gustaría ir. Le respondí que sí siempre y cuando nadie me obligara a matar ni a comer jabalí. Me dijo que sería en un par de semanas. Entonces me cogió de la mano y me llevó con los demás para jugar a la silla.
     De esas sopas primordiales. De esos estallidos cósmicos. Hubo un tiempo en el que el oxígeno apenas sí tenía influencia en nuestro planeta y fueron las bacterias quienes a través de miles de millones de años empezaron a generar grandes cantidades de oxígeno por sus cambiantes formas de metabolizar los compuestos químicos que les permitían alimentarse y reproducirse. El aumento del oxígeno produjo un auténtico holocausto en la Tierra pero también dio lugar a nuevas formas de vida y una de esas formas de vida llegó a ser R. a la que yo sigo saludando como saludo a la luna, no como diosa sino como fuente de vida. Pura estética.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/07/2020 a las 14:30 | Comentarios {0}


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