Documento 11º de los Archivos de Isaac Alexander. Septiembre 1946. Port de la Selva.
Tú conoces, amigo mío, el olor de la higuera en septiembre, ese olor dulce que se extiende en su derredor y que prende en el alma de los hombres un deje de ventura. Lo que quizá no conozcas es la intimidad de la flor del higo -pues ésta existe- sólo que en el interior del fruto, de tal forma que a nuestros ojos es hurtada.
Déjame decirte entonces Septiembre y Luz que Declina ahora que la guineu se ha tumbado en lo alto del camino y me miran sus ojos amarillos con la ternura que destila tras haber saciado su deseo de carne. A lo largo de las colinas que rodean la masía -más allá la mar- la vida brota y se encamina a su morir. No hay queja, querido mío, ahora que me aconsejas que vuelva a la ciudad y ocupe mi lugar en las tertulias de la tarde. No hay queja en mi negativa sólo que he decidido pasar el otoño junto a la condesa Montmercy, mi Pepa, la cual me ha hecho un sitio en su cama para cuando queramos gozar la brisa del otoño enzarzados en la vieja batalla del amor. Quizá no debiera hablarte de la condesa y mi yo, tú que vives desalado las cuitas del desamor y sin embargo creo que hacerte saber que los cuerpos se siguen encontrando en las noches catalanas, te hará bien, tú que me confiesas tu hastío y me juras una fidelidad absoluta a ti mismo y una castidad que ni un cartujo juraría. Porque perder es también uno de los alicientes del juego. Porque en el dolor está el gozo. La apuesta siempre ha de ser fuerte. Por eso te conmino a que no apuestes por la muerte. Sal a los campos de Castilla donde seguro que en algún jardín alguien delicado habrá plantado una higuera que ya en el mes que estamos en vez de higos dará brevas; siéntate y apoya la espalda en el muro -que sea al atardecer, que sea con viento leve-; cierra los ojos y espera a que el aroma de la higuera atraviese tus sentidos y déjate llevar, amado amigo, por la alusiones que plantea; no cercenes la alegría/ de la tarde que alborea; no maldigas la experiencia y luego, sí, luego, si quieres, vete al café donde discutiréis sobre los hechos de los otros sólo que tú estarás bendecido por la flor del higo. Aire de la higuera nacerá de tus palabras y ya verás cómo -Nirvana que siempre se espera- una mujer alegre te mirará -con la sonrisa que yo ahora siento en los ojos ambarinos de la guineu, allá arriba, en lo alto de la cuesta, saciada de carne-dispuesta a entablar contigo la vieja batalla del amor.
Déjame decirte entonces Septiembre y Luz que Declina ahora que la guineu se ha tumbado en lo alto del camino y me miran sus ojos amarillos con la ternura que destila tras haber saciado su deseo de carne. A lo largo de las colinas que rodean la masía -más allá la mar- la vida brota y se encamina a su morir. No hay queja, querido mío, ahora que me aconsejas que vuelva a la ciudad y ocupe mi lugar en las tertulias de la tarde. No hay queja en mi negativa sólo que he decidido pasar el otoño junto a la condesa Montmercy, mi Pepa, la cual me ha hecho un sitio en su cama para cuando queramos gozar la brisa del otoño enzarzados en la vieja batalla del amor. Quizá no debiera hablarte de la condesa y mi yo, tú que vives desalado las cuitas del desamor y sin embargo creo que hacerte saber que los cuerpos se siguen encontrando en las noches catalanas, te hará bien, tú que me confiesas tu hastío y me juras una fidelidad absoluta a ti mismo y una castidad que ni un cartujo juraría. Porque perder es también uno de los alicientes del juego. Porque en el dolor está el gozo. La apuesta siempre ha de ser fuerte. Por eso te conmino a que no apuestes por la muerte. Sal a los campos de Castilla donde seguro que en algún jardín alguien delicado habrá plantado una higuera que ya en el mes que estamos en vez de higos dará brevas; siéntate y apoya la espalda en el muro -que sea al atardecer, que sea con viento leve-; cierra los ojos y espera a que el aroma de la higuera atraviese tus sentidos y déjate llevar, amado amigo, por la alusiones que plantea; no cercenes la alegría/ de la tarde que alborea; no maldigas la experiencia y luego, sí, luego, si quieres, vete al café donde discutiréis sobre los hechos de los otros sólo que tú estarás bendecido por la flor del higo. Aire de la higuera nacerá de tus palabras y ya verás cómo -Nirvana que siempre se espera- una mujer alegre te mirará -con la sonrisa que yo ahora siento en los ojos ambarinos de la guineu, allá arriba, en lo alto de la cuesta, saciada de carne-dispuesta a entablar contigo la vieja batalla del amor.
Fantasma de olor amado 8. Perteneciente a la Serie fotográfica Espasmos de Olmo Z. realizada en fecha desconocida
Deserta a veces de sí mismo. Una constante azul era hoy y un verso que no llegaba a alejandrino. Escribió silvas... escribía silvas. Las silvas insuperables de Juan de Ávila.
Deserta sí y quisiera no aceptar principios que rigen los destinos de tantos: si te aferras, pierdes.
Es el aire y la cadencia.
Cuenta Heródoto el encuentro entre el rey lidio Creso y uno de los siete sabios de Grecia, Solón. Quiere Creso que Solón le confirme que él -Creso- es el hombre más feliz entre los hombres pero Solón habla antes que de él de un tal Telo de Atenas; Creso insiste en la convicción de que el segundo hombre más dichoso del mundo conocido será él según el sabio Solón pero tampoco es él en esta ocasión sino Cléobis y Bitón hermanos de las tierras de Argos. Creso se siente ofendido y le espeta al sabio su ofensa por no considerarle el más dicho entre los dichosos y oponiéndole además no a grandes reyes o influyentes sacerdotes o eximios artistas sino a simples particulares y responde Solón, con toda cortesía, que no se ofenda pues sólo podrá saber si él, Creso, ha sido el más feliz entre los felices tan sólo cuando acaben sus días.
Contingentes y finitos. Fragilidad. Deserta de sí mismo, sí, a veces deserta de sí mismo. Hoy parecía que iba a desertar una vez más. Hay algo en el aire, se ha dicho. Hay una nostalgia antigua, se ha dicho. A lo largo de la mañana la respiración se le atragantaba en los pulmones altos. Ha estado a punto de desertar. De hecho ha empezado la mañana desertando de levantarse temprano. Y luego la respiración que le ahogaba, ahí arriba, ahí, ahí arriba. No sabe quién de los muchos que habitan en él, le ha hecho meter la toalla, las zapatillas, las gafas, los tapones, el gel, (el champú se le ha olvidado) y la crema en la mochila y le ha llevado a la hora de siempre -las dos y media de la tarde- a la piscina municipal; no sabe quién de los que habitan en él, le ha introducido en el agua y ha vuelto a sentir la diferencia de densidad del agua entre la piscina de este verano y la que ahora usaba como ya le ocurrió hace dos años. En ésta -ha pensado- floto más. Cuando ha iniciado la tanda a espalda, quien le había traído a la piscina -uno de los muchos que habitan en él- le ha abandonado y ha vuelto a sentir el mismo ahogo en los pulmones altos y ha creído que iba a morir ahogado y ha decidido dejar la piscina. Todo ocurría en el décimo largo. Ya se iba. Ya desertaba de sí. Y entonces él, estaba vez era Él que también habita en él, le ha susurrado al corazón, Vuelve a nadar, querido mío. Nada despacio. Muy, muy despacio. Disfruta la cadencia de un brazo y otro brazo. Disfruta del agua. Disfruta de la flotación. Acalla. Nada ocurre y todo está pasando. Nada, amado mío. Nada. Ha vuelto a nadar y ha conseguido calmar la respiración en su nado.
Deserta a veces, sí.
También piensa en Solón y en las costas de Lidia.
Deserta sí y quisiera no aceptar principios que rigen los destinos de tantos: si te aferras, pierdes.
Es el aire y la cadencia.
Cuenta Heródoto el encuentro entre el rey lidio Creso y uno de los siete sabios de Grecia, Solón. Quiere Creso que Solón le confirme que él -Creso- es el hombre más feliz entre los hombres pero Solón habla antes que de él de un tal Telo de Atenas; Creso insiste en la convicción de que el segundo hombre más dichoso del mundo conocido será él según el sabio Solón pero tampoco es él en esta ocasión sino Cléobis y Bitón hermanos de las tierras de Argos. Creso se siente ofendido y le espeta al sabio su ofensa por no considerarle el más dicho entre los dichosos y oponiéndole además no a grandes reyes o influyentes sacerdotes o eximios artistas sino a simples particulares y responde Solón, con toda cortesía, que no se ofenda pues sólo podrá saber si él, Creso, ha sido el más feliz entre los felices tan sólo cuando acaben sus días.
Contingentes y finitos. Fragilidad. Deserta de sí mismo, sí, a veces deserta de sí mismo. Hoy parecía que iba a desertar una vez más. Hay algo en el aire, se ha dicho. Hay una nostalgia antigua, se ha dicho. A lo largo de la mañana la respiración se le atragantaba en los pulmones altos. Ha estado a punto de desertar. De hecho ha empezado la mañana desertando de levantarse temprano. Y luego la respiración que le ahogaba, ahí arriba, ahí, ahí arriba. No sabe quién de los muchos que habitan en él, le ha hecho meter la toalla, las zapatillas, las gafas, los tapones, el gel, (el champú se le ha olvidado) y la crema en la mochila y le ha llevado a la hora de siempre -las dos y media de la tarde- a la piscina municipal; no sabe quién de los que habitan en él, le ha introducido en el agua y ha vuelto a sentir la diferencia de densidad del agua entre la piscina de este verano y la que ahora usaba como ya le ocurrió hace dos años. En ésta -ha pensado- floto más. Cuando ha iniciado la tanda a espalda, quien le había traído a la piscina -uno de los muchos que habitan en él- le ha abandonado y ha vuelto a sentir el mismo ahogo en los pulmones altos y ha creído que iba a morir ahogado y ha decidido dejar la piscina. Todo ocurría en el décimo largo. Ya se iba. Ya desertaba de sí. Y entonces él, estaba vez era Él que también habita en él, le ha susurrado al corazón, Vuelve a nadar, querido mío. Nada despacio. Muy, muy despacio. Disfruta la cadencia de un brazo y otro brazo. Disfruta del agua. Disfruta de la flotación. Acalla. Nada ocurre y todo está pasando. Nada, amado mío. Nada. Ha vuelto a nadar y ha conseguido calmar la respiración en su nado.
Deserta a veces, sí.
También piensa en Solón y en las costas de Lidia.
Los días. Manos heridas. No escucha música. Tan sólo lo inevitable: un coche, un martillo neumático, el llanto de un bebé, voces. Ha acallado su pensamiento. No ha necesitado largas sesiones de meditación. No ha supuesto un gran esfuerzo. Ahora por ejemplo ha sido la puerta de un garaje y justo ahora es un crujido. La espera es silencio también, se dice. Se mira los dedos cubiertos de ampollitas y sabe que el picor le anima a rascarse y sabe que rascarse es el grito del tacto y ese gritar el tacto rompería el silencio. Romper el silencio. Romper el vacío. Silencio ahora. Silencio en la lectura. ¿Cómo -se pregunta- un genio de la literatura como Goethe no valora el silencio en su Fausto? ¿Horror vacui? Discursos. Algarabía. Música. Ruido (por ejemplo el motor de la nevera) o sonido como el agua cuando se vierte en el vaso de vidrio. ¿No valora Goethe el silencio como el músico cuando compone? ¿Por qué hablan tanto? ¿Por qué desarrollan tanto lo que hablan? ¿Tan largo es lo que hay que expresar? Tiene la piel seca entre los dedos y cuando se aplica una pomada -que contiene nitrato de plata- le escuece la piel, enrojece, quema... y no cura y las ampollitas van tomando un color amarillento víctimas del pus (de la pus) y cuando alguna se rompe es como un resquebrajarse el silencio porque cree escuchar el sonido de la piel seca abriéndose y un manantial de pus desbordándose unos milímetros de la esfera que lo contenía. Porque está en el silencio. Porque su imaginación aviva voces. Ahora ha sido los cantos de los pájaros que celebran el descenso de la temperatura. El sol debe sonar en su caída, se dice. La tierra debe sonar en su rotar, se dice. Y piensa en el sonido del Alma del Mundo que permanece callado desde que la ciencia arrasó con todo.
Está el cabrero. Si me asesinan en el camino sabed que ha sido el cabrero. Buscad al cabrero, el de pies de cabrón (pezuñas hendidas. Sin cuernos). Porque ya me estoy ahogando. Porque ya me estoy volviendo orate. Será la sequedad del bosque. Lo amarillento fúnebre de la hierba -la que era verde en primavera. Fuerte contra el viento. Flexible ante la luna-. Será ese polvo que se eleva inclemente y me aprieta las fosas nasales. También los ridículos retorcimientos de las raíces arbóreas. Porque siento miedo cuando camino en la soledad de los campos, yo que tanto amé aquellas soledades y tanto alabé la frescura en las horas últimas de la luz. Ahora presiento mi muerte atravesado mi hígado por la navaja del cabrero. Sé que es el enviado de la Tiniebla y siento el natural reparo en abandonar este mundo, el único que conozco, el único que puedo amar u odiar. Que seguiré andando, lo sé. Que retomaré un día y otro el camino, lo sé. Que hay algo en estos primeros días de septiembre que me está matando, lo sé. Que la ironía consiste en querer saberlo todo y saber al mismo tiempo que es imposible, lo sé. Cuando vuelvo sano y salvo del camino (la luz oscurece pronto. Los olores son este estío asqueroso de la meseta española, en esta España que en verano huele a mierda). Al salir al puente que no es un puente y que por pura pereza intelectual llamo puente, siento el alivio del que ha logrado zafarse de la muerte a manos del navajazo del cabrero. ¿Me dolerá? me pregunto ¿Cuánto duele un navajazo en el hígado? ¿Cuánto dura la agonía? ¿Qué será del perro? ¿Se quedará a mi lado aullando mi muerte o el cabrero, vengativo, le rebañará el cuello para que nuestras sangres se mezclen por fin en el polvo del camino y se ennegrezcan al encontrarse hierro y aire? ¿Servirá nuestro asesinato en la sierra del Guadarrama para que un narrador cante en romance moderno
Romance de
La muerte del cojo y su perro negro
La muerte del cojo y su perro negro
-el título como muy bien pueden contar los puristas es un endecasílabo- y nazca una leyenda en ese camino que en última instancia muere en San Lorenzo del Escorial?
¡Qué funestos pensamientos!
¡Qué retablo bucólico!
¡Qué funestos pensamientos!
¡Qué retablo bucólico!
He estado en la azotea del rascacielos más alto de la ciudad y sin embargo el horizonte me seguía pareciendo en exceso vertical.
He mirado hacia abajo -encaramado con toda la desolación del hombre maduro en la barandilla- y el hormigueo de una calle de ocho carriles -tráfico de hombres y máquinas- me ha sugerido Bosco.
He vuelto el oído a viejas melodías, aquéllas de la juventud y he sonreído con cierta tristeza por lo poco que he aprendido en el viaje.
Me he mirado -aún en lo alto del rascacielos más alto de la ciudad- las cicatrices de mi barbilla, la de mi mano izquierda, la del vientre, en su costado derecho, la de la corva derecha, la que recorre la tibia y aquélla que anuló para siempre el triple juego del tobillo. El viento -mi querido Bóreas- ha difundido por el aire el polvo del suelo y yo he creído soñar una vez más con alas de ángeles y vuelos de grullas.
He estado esta mañana contemplándome las manos.
He estado esta mañana acariciándome el cabello.
He recorrido con melancolía una canción de Leonard Cohen y me ha sorprendido la liberalidad de Goethe en su Fausto.
He estado en el parque viejo, el que ya es ruinas, a las afueras de mi ciudad donde los rastrojos son festín de hormigas y quedan en un banco carcomido por las lluvias los pétalos podridos de una margarita.
He estado paseando entre restos de estatuas y junto a la representación en piedra de una Helena he recordado los versos del señor Troncoso, En tus labios brilla una sonrisa/que penetra en lo más hondo de mi ser.
La noche en lo alto del más alto de los rascacielos de la ciudad.
Las nubes malvas de los últimos días de noviembre.
El surco que el arado.
El sol a mis espaldas lagrimea en mi piel.
Sé que nunca amé en exceso al sol. Lo sé desde aquí arriba.
Ahora he de bajar. Todo acaba por cerrarse en el mundo real. Tan sólo el mundo imaginado permanece abierto siempre, sin horarios. La rueda acaba por cerrar. La fragua se apagará más pronto que tarde. La ausencia desvelará su misterio -y quedará por lo mismo cerrada a cal y canto-. La mina será inútil. El metal generará su herrumbre. El asno volverá a ser hombre tras las rosas.
Ahora he de bajar, yo que estaba en la azotea del edificio más alto de la ciudad. He de bajar y he de mirarme en el espejo que hace chaflán. Luego compraré unos torteles y volveré a recordar los días turbios de la niñez.
He mirado hacia abajo -encaramado con toda la desolación del hombre maduro en la barandilla- y el hormigueo de una calle de ocho carriles -tráfico de hombres y máquinas- me ha sugerido Bosco.
He vuelto el oído a viejas melodías, aquéllas de la juventud y he sonreído con cierta tristeza por lo poco que he aprendido en el viaje.
Me he mirado -aún en lo alto del rascacielos más alto de la ciudad- las cicatrices de mi barbilla, la de mi mano izquierda, la del vientre, en su costado derecho, la de la corva derecha, la que recorre la tibia y aquélla que anuló para siempre el triple juego del tobillo. El viento -mi querido Bóreas- ha difundido por el aire el polvo del suelo y yo he creído soñar una vez más con alas de ángeles y vuelos de grullas.
He estado esta mañana contemplándome las manos.
He estado esta mañana acariciándome el cabello.
He recorrido con melancolía una canción de Leonard Cohen y me ha sorprendido la liberalidad de Goethe en su Fausto.
He estado en el parque viejo, el que ya es ruinas, a las afueras de mi ciudad donde los rastrojos son festín de hormigas y quedan en un banco carcomido por las lluvias los pétalos podridos de una margarita.
He estado paseando entre restos de estatuas y junto a la representación en piedra de una Helena he recordado los versos del señor Troncoso, En tus labios brilla una sonrisa/que penetra en lo más hondo de mi ser.
La noche en lo alto del más alto de los rascacielos de la ciudad.
Las nubes malvas de los últimos días de noviembre.
El surco que el arado.
El sol a mis espaldas lagrimea en mi piel.
Sé que nunca amé en exceso al sol. Lo sé desde aquí arriba.
Ahora he de bajar. Todo acaba por cerrarse en el mundo real. Tan sólo el mundo imaginado permanece abierto siempre, sin horarios. La rueda acaba por cerrar. La fragua se apagará más pronto que tarde. La ausencia desvelará su misterio -y quedará por lo mismo cerrada a cal y canto-. La mina será inútil. El metal generará su herrumbre. El asno volverá a ser hombre tras las rosas.
Ahora he de bajar, yo que estaba en la azotea del edificio más alto de la ciudad. He de bajar y he de mirarme en el espejo que hace chaflán. Luego compraré unos torteles y volveré a recordar los días turbios de la niñez.
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/09/2016 a las 12:36 | {0}