Documento 14 de los Archivos de Isaac Alexander. 24 de diciembre de 1946. Port de la Selva
Fueron dos semanas eternas y efímeras. Lo sé, Pepa, sé que esos dos adjetivos parecen anularse el uno al otro. Mera apariencia. Porque el tiempo puede ser eterno mientras ocurre y efímero cuando se recuerda. ¿Qué hicimos Hanna y yo? ¿Cuántas horas pasamos juntos? ¿Cuál fue nuestra mayor osadía? ¿Hasta dónde nos dejamos llevar? Quizá la intensidad de nuestros sentimientos lo pueda resumir mejor que ninguna descripción que yo pueda darte, la escena que tuve con tata Magdeleine una mañana al cuarto día ¡sólo al cuarto día! de haber llegado.
Aquella mañana Friedrich se había levantado temprano para irse a cazar con unos viejos amigos de la infancia. A mí la caza siempre me pareció una cuestión bárbara y cobarde. Sólo habría aceptado ir a cazar en igualdad de condiciones pero jamás con ningún arma que tuviera como defensa la distancia. Yo me habría apuntado a un día de caza con cuchillo pero jamás con arma de fuego o flecha. Y dado que soy muy torpe en el manejo de instrumentos y por lo tanto me habría convertido en un cazador cazado, ni a cuchillo, te soy sincero, aceptaría irme a cazar. En todo caso sí me levanté temprano. La tarde anterior Hanna y yo habíamos estado paseando por la margen derecha del Danubio hasta que el sol se había hundido permitiendo que la luna, casi llena, alcanzara tal blancura que no pude por menos que comparar su albor con su sonrisa. Ella rió y me dijo, Como poeta no tienes precio. ¿A quién se le ocurre para hacer un cumplido comparar esa blanco sucio de la luna con la sonrisa pura de una muchacha como yo? Ese quiebro, ese desdecirse de la tradición, ese comentario casi casi dadá se clavó en mi corazón y no pude por menos que responder, Hanna te comería el hígado para alimentarme con tu alma. Se paró -tras ella el río y el rielar de la luna sucia en las aguas en absoluto azules- y tras una carcajada me exigió un beso. Cuando volvíamos le pedí que me permitiera hacerle un dibujo. Ella me preguntó que en qué pose y yo le contesté que como la Venus del espejo de Velázquez. Tomó mi mano, comentó que el frío iba a llegar y que me pasara esa noche a las once por su alcoba.
La primera sesión del dibujo duró hasta la una. No creo que haga falta explicarte la fiebre con la que ataqué los primeros trazos ni tampoco la seriedad con la que Hanna posó. Tan sólo me permití tocarla para corregir un detalle del pie derecho que no se encontraba bajo la corva de la pierna izquierda sino un poco más abajo, en el inicio de la pantorilla. Lo coloqué y al hacerlo vi su pecho y cierto rubor en sus mejillas que me hicieron palidecer.
Como podrás imaginar hube de calmar el ardor de aquella sesión de la manera más triste en la que un hombre puede hacerlo y el cenit fue una mezcla de dolor y placer como nunca he vuelto a sentir. En todo caso aquel surtidor de mi pasión fue como una nana para mis sentidos porque me quedé dormido hasta que las primeras luces del día llamaron a mis párpados. Cuando entré en la cocina tata Magdeleine preparaba un desayuno a base de café, tostadas y huevos revueltos. Sin darme siquiera los buenos días lanzó -mejor que colocó- un plato y una taza ante mí, me echó el café y la leche de mala gana, me preguntó seca cuántas tostadas quería y cuántos huevos y me dio la espalda para seguir su tarea en los fogones. Yo sonreí y me cayó aún mejor que el primer día; tras dar un trago al café con leche -que hervía. Lo había hecho a mala idea. Ella ya sabía que a mí me gusta templado- le pregunté, ¿Por qué estás enfadada conmigo, tata?, No soy tu tata, Sí eres mi tata. Lo fuiste desde que entré por esa puerta. Lo sabes tú y lo sé yo. Así es que dime, anda, qué he hecho que te ha disgustado. Tata Magdeleine se dio la vuelta y esgrimiendo como arma la espumadera me soltó, Como le hagas daño te voy a batir los huevos como estoy batiendo éstos. ¿Te ha quedado claro? Se dio la vuelta y continuó su trajín. Yo me levanté. Me acerqué a ella y abrazándola le dije, Tata cómo puedes pensar que al ser más fuerte del mundo le pueda yo dañar. Ten piedad de mí. Cuídame a mí. Adviértele a ella porque se ha hecho dueña de mí y sólo quiero ser por ella. Tata Magdeleine se deshizo de mi abrazo y siguió hablando, ¡Palabras, palabras, palabras que se lleva el viento cuando habéis conseguido lo que queréis de nosotras! Te lo vuelvo a advertir, ¡Cuídate de hacer daño a mi niña!... que yo me cuidaré de que ella no te hago daño a ti.
Aquella última frase me llenó los ojos de lágrimas y volví a la mesa. Tata Magdeleine se dio la vuelta y con un, ¡Ay, donjuanes de vía estrecha...! me sirvió un poco de leche fría para templar el café.
Aquella mañana Friedrich se había levantado temprano para irse a cazar con unos viejos amigos de la infancia. A mí la caza siempre me pareció una cuestión bárbara y cobarde. Sólo habría aceptado ir a cazar en igualdad de condiciones pero jamás con ningún arma que tuviera como defensa la distancia. Yo me habría apuntado a un día de caza con cuchillo pero jamás con arma de fuego o flecha. Y dado que soy muy torpe en el manejo de instrumentos y por lo tanto me habría convertido en un cazador cazado, ni a cuchillo, te soy sincero, aceptaría irme a cazar. En todo caso sí me levanté temprano. La tarde anterior Hanna y yo habíamos estado paseando por la margen derecha del Danubio hasta que el sol se había hundido permitiendo que la luna, casi llena, alcanzara tal blancura que no pude por menos que comparar su albor con su sonrisa. Ella rió y me dijo, Como poeta no tienes precio. ¿A quién se le ocurre para hacer un cumplido comparar esa blanco sucio de la luna con la sonrisa pura de una muchacha como yo? Ese quiebro, ese desdecirse de la tradición, ese comentario casi casi dadá se clavó en mi corazón y no pude por menos que responder, Hanna te comería el hígado para alimentarme con tu alma. Se paró -tras ella el río y el rielar de la luna sucia en las aguas en absoluto azules- y tras una carcajada me exigió un beso. Cuando volvíamos le pedí que me permitiera hacerle un dibujo. Ella me preguntó que en qué pose y yo le contesté que como la Venus del espejo de Velázquez. Tomó mi mano, comentó que el frío iba a llegar y que me pasara esa noche a las once por su alcoba.
La primera sesión del dibujo duró hasta la una. No creo que haga falta explicarte la fiebre con la que ataqué los primeros trazos ni tampoco la seriedad con la que Hanna posó. Tan sólo me permití tocarla para corregir un detalle del pie derecho que no se encontraba bajo la corva de la pierna izquierda sino un poco más abajo, en el inicio de la pantorilla. Lo coloqué y al hacerlo vi su pecho y cierto rubor en sus mejillas que me hicieron palidecer.
Como podrás imaginar hube de calmar el ardor de aquella sesión de la manera más triste en la que un hombre puede hacerlo y el cenit fue una mezcla de dolor y placer como nunca he vuelto a sentir. En todo caso aquel surtidor de mi pasión fue como una nana para mis sentidos porque me quedé dormido hasta que las primeras luces del día llamaron a mis párpados. Cuando entré en la cocina tata Magdeleine preparaba un desayuno a base de café, tostadas y huevos revueltos. Sin darme siquiera los buenos días lanzó -mejor que colocó- un plato y una taza ante mí, me echó el café y la leche de mala gana, me preguntó seca cuántas tostadas quería y cuántos huevos y me dio la espalda para seguir su tarea en los fogones. Yo sonreí y me cayó aún mejor que el primer día; tras dar un trago al café con leche -que hervía. Lo había hecho a mala idea. Ella ya sabía que a mí me gusta templado- le pregunté, ¿Por qué estás enfadada conmigo, tata?, No soy tu tata, Sí eres mi tata. Lo fuiste desde que entré por esa puerta. Lo sabes tú y lo sé yo. Así es que dime, anda, qué he hecho que te ha disgustado. Tata Magdeleine se dio la vuelta y esgrimiendo como arma la espumadera me soltó, Como le hagas daño te voy a batir los huevos como estoy batiendo éstos. ¿Te ha quedado claro? Se dio la vuelta y continuó su trajín. Yo me levanté. Me acerqué a ella y abrazándola le dije, Tata cómo puedes pensar que al ser más fuerte del mundo le pueda yo dañar. Ten piedad de mí. Cuídame a mí. Adviértele a ella porque se ha hecho dueña de mí y sólo quiero ser por ella. Tata Magdeleine se deshizo de mi abrazo y siguió hablando, ¡Palabras, palabras, palabras que se lleva el viento cuando habéis conseguido lo que queréis de nosotras! Te lo vuelvo a advertir, ¡Cuídate de hacer daño a mi niña!... que yo me cuidaré de que ella no te hago daño a ti.
Aquella última frase me llenó los ojos de lágrimas y volví a la mesa. Tata Magdeleine se dio la vuelta y con un, ¡Ay, donjuanes de vía estrecha...! me sirvió un poco de leche fría para templar el café.
Documento 14 de los Archivos de Isaac Alexander. 24 de diciembre de 1946. Port de la Selva
Pepa estaba elegante. No sólo por el traje de noche de Balenciaga sino por algo que tiene que ver con el espíritu. Creo que ellla entendió desde el principio que la historia que me proponía contarle no era un ligero divertimento de juventud, una aventura tonta en una edad febril; ella sabía que su generosidad en aquellos momentos, lo más difíciles de toda mi vida, sólo podían tener como mínimo agradecimiento una historia que estuviera a la altura de sus desvelos.
No puedo, ni quiero -le dije mientras adivinaba en sus ojos un brillo póntico- desarrollar una teoría sobre el amor. No puedo evitar sin embargo enunciar una regla de esa teoría que no existe: El amor es sencillo. Y así fue con Hanna. Desde el primer encuentro se instaló entre nosotros la simpatía. Nos hacíamos gracia. Nos hacíamos más bellos. Sus pasiones eran las mías. Mis pasiones eran la suyas. En ella descubrí que el cuerpo es el espejo de nuestra mente. Y su mente era bella. Déjame contarte un suceso. Al día siguiente de conocernos, tras la sobremesa, ella me había invitado a completar un rompecabezas a medio hacer en el salón de los juegos. Era un puzzle de 750 piezas hechas en madera y no con un troquel automático sino que cada pieza estaba troquelada a mano y el artesano, un tal Winkler, debía ser un auténtico diablo porque las había hecho de tal forma que muchas de ellas parecían encajar. Joven y con la necesidad de demostrar -como todo joven ha de hacer en este mundo maldito- me dediqué a encajar las piezas como si fuera un experto. Hanna me miraba con una sonrisa escondida y me dejaba hacer. Como te puedes imaginar pronto el ensamblaje mostró sus fallas y las dos horas que me había estado dedicando a enseñar mi cola de pavo real se vino abajo cuando la zona del puzzle que había estado reconstruyendo -una fina línea costera de un sólo azul- resultó fallida. Hanna desubrió entonces su sonrisa, desencajó todas las piezas mal encajadas por mí, tomó mi mano y con su voz clara como la mañana y profunda como manantial freático, me invitó a que cerrara los ojos y pasará con la punta de mis dedos los bordes de cada pieza. La piel de de su mano guiando la mía y la textura de madera produjeron en mí la excitación más hermosa que había tenido hasta entonces.
No puedo, ni quiero -le dije mientras adivinaba en sus ojos un brillo póntico- desarrollar una teoría sobre el amor. No puedo evitar sin embargo enunciar una regla de esa teoría que no existe: El amor es sencillo. Y así fue con Hanna. Desde el primer encuentro se instaló entre nosotros la simpatía. Nos hacíamos gracia. Nos hacíamos más bellos. Sus pasiones eran las mías. Mis pasiones eran la suyas. En ella descubrí que el cuerpo es el espejo de nuestra mente. Y su mente era bella. Déjame contarte un suceso. Al día siguiente de conocernos, tras la sobremesa, ella me había invitado a completar un rompecabezas a medio hacer en el salón de los juegos. Era un puzzle de 750 piezas hechas en madera y no con un troquel automático sino que cada pieza estaba troquelada a mano y el artesano, un tal Winkler, debía ser un auténtico diablo porque las había hecho de tal forma que muchas de ellas parecían encajar. Joven y con la necesidad de demostrar -como todo joven ha de hacer en este mundo maldito- me dediqué a encajar las piezas como si fuera un experto. Hanna me miraba con una sonrisa escondida y me dejaba hacer. Como te puedes imaginar pronto el ensamblaje mostró sus fallas y las dos horas que me había estado dedicando a enseñar mi cola de pavo real se vino abajo cuando la zona del puzzle que había estado reconstruyendo -una fina línea costera de un sólo azul- resultó fallida. Hanna desubrió entonces su sonrisa, desencajó todas las piezas mal encajadas por mí, tomó mi mano y con su voz clara como la mañana y profunda como manantial freático, me invitó a que cerrara los ojos y pasará con la punta de mis dedos los bordes de cada pieza. La piel de de su mano guiando la mía y la textura de madera produjeron en mí la excitación más hermosa que había tenido hasta entonces.
Cuento
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/04/2017 a las 14:38 | {0}Documento 14 de los Archivos de Isaac Alexander. 24 de diciembre de 1946. Port de la Selva
Hanna era bella. Querida Pepa ¡qué misterio encierra esa palabra! Para mí la belleza tiene siempre algo de extraño en las proporciones como tan bien explicó el maestro Poe. Y Hanna participaba de esa desproporción que en su justa medida -valga la paradoja- genera lo bello. Cuando la conocí acababa de cumplir los diecinueve años. No era muy alta, un metro sesenta como mucho, pero tampoco era baja; tenía esa altura que permite al hombre pasar el brazo sobre sus hombros como si fuera manto para protegerla de todo peligro. No era delgada y sí pálida. Su cuello era largo y su cabeza de forma ovalada, de amplia frente algo estrecha, de ojos negros, de nariz a punto de ser grande y de labios gruesos como fresones en mayo, me recordó el retrato que de la poetisa Safo se hizo en Pompeya en el siglo I a.C. ¡Así de antigua era su belleza! Y como en la clásica estatuaria griega sus caderas y sus senos prometían sin género alguno de duda una segura fecundidad. La recuerdo entrando en el salón a las doce y veintitrés mimutos del mediodía según el reloj de pie que, pegado a la jamba de la puerta, parecía ser su pareja de baile cuando ella se detuvo y sus ojos me miraron por primera vez. El dolor íntimo del flechazo primero en la vida es el más certero. ¡Cómo, Pepa, me dolió el amor que de inmediato sentí por ella! ¡Qué dolor lleno de esperanza! ¡Qué dolor lleno de temor!
Cuento
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/04/2017 a las 13:05 | {0}
1.- Creer en Dios es, en esencia, un sentimiento vacío.
2.- Alabar, seguir las mascaradas que se hacen en torno a Dios es un atentado contra la creencia pura.
3.- No se puede creer en Dios si Dios fuera
4.- Menos se puede creer con devoción y hondo sentimiento en las mascaradas que se hacen alrededor de eso llamado Dios.
5.- La Semana Santa es baile de máscaras del Demonio; es la quintaesencia del Ángel Caído. Espantosas las imágenes. Espantosos y horteras los disfraces de los que participan en la procesión (teatro de calle aburrido y feo).
6.- La saeta sería lo único salvable si no fuera por las letras (y muchas veces por el cante)
7.- La devoción de la Cruz es blasfemia contra el Cristo.
8.- Los pasos se pierden en el dédalo de su propio churriguerismo.
9.- La santificación de la muerte sigue ese destino trágico que invade la condición humana desde que tenemos conocimiento de nosotros.
10.- Lo trágico con mantilla y peineta tiene algo de cerrado y sacristía, de masturbación colectiva, de soflama sin fuego.
11.- No hay pasión en la muerte. La Semana Santa es en sí misma una contra-veneración.
12.- Nadie que ame la vida puede acudir sin sentirse sucio y maldito a un paso de Semana Santa.
13.- Cristo muere por la vida no por la muerte (si es que existió eso llamado Cristo). En todo caso sí existe la idea de eso llamado Cristo. La idea de eso llamado Cristo es un mensaje -esenio en muchos aspectos- de Luz, no de sombras y capirotes.
14.- La Semana Santa es un contra-Cristo.
15.- La Semana Santa es la exaltación del terror de la Iglesia Católica. La sumisión por el Terror. Esa religión represiva, sucia, depravada que no alienta el amor entre los hombres sino la discordia y el castigo. La Semana Santa es un tiempo castrador.
16.- Es curioso que a tantos les guste las épocas de castración.
17.- La Semana Santa es la Conmemoración Anual de la Victoria del Cabrón.
2.- Alabar, seguir las mascaradas que se hacen en torno a Dios es un atentado contra la creencia pura.
3.- No se puede creer en Dios si Dios fuera
4.- Menos se puede creer con devoción y hondo sentimiento en las mascaradas que se hacen alrededor de eso llamado Dios.
5.- La Semana Santa es baile de máscaras del Demonio; es la quintaesencia del Ángel Caído. Espantosas las imágenes. Espantosos y horteras los disfraces de los que participan en la procesión (teatro de calle aburrido y feo).
6.- La saeta sería lo único salvable si no fuera por las letras (y muchas veces por el cante)
7.- La devoción de la Cruz es blasfemia contra el Cristo.
8.- Los pasos se pierden en el dédalo de su propio churriguerismo.
9.- La santificación de la muerte sigue ese destino trágico que invade la condición humana desde que tenemos conocimiento de nosotros.
10.- Lo trágico con mantilla y peineta tiene algo de cerrado y sacristía, de masturbación colectiva, de soflama sin fuego.
11.- No hay pasión en la muerte. La Semana Santa es en sí misma una contra-veneración.
12.- Nadie que ame la vida puede acudir sin sentirse sucio y maldito a un paso de Semana Santa.
13.- Cristo muere por la vida no por la muerte (si es que existió eso llamado Cristo). En todo caso sí existe la idea de eso llamado Cristo. La idea de eso llamado Cristo es un mensaje -esenio en muchos aspectos- de Luz, no de sombras y capirotes.
14.- La Semana Santa es un contra-Cristo.
15.- La Semana Santa es la exaltación del terror de la Iglesia Católica. La sumisión por el Terror. Esa religión represiva, sucia, depravada que no alienta el amor entre los hombres sino la discordia y el castigo. La Semana Santa es un tiempo castrador.
16.- Es curioso que a tantos les guste las épocas de castración.
17.- La Semana Santa es la Conmemoración Anual de la Victoria del Cabrón.
Ensayo
Tags : Meditación sobre las formas de interpretar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/04/2017 a las 00:56 | {2}Documento 14 de los Archivos de Isaac Alexander. 24 de diciembre de 1946. Port de la Selva
Como si volviéramos de una guerra de trincheras y no de las aulas y las tabernas de Salzburgo, así llegamos Friedrich y yo a la casa de sus padres. Nos recibió Magdeleine, la tata, una mujer de origen alsaciano que debía frisar ya la cincuentena y que tenía esas redondeces que para mí siempre, como muy bien sabes, han supuesto pecado de tentación. Regañó a mi amigo mientras le besaba. A mí me miró desdeñosa y me espetó, Seguro que es usted el que lleva a mi niño por el camino de la perdición. Yo, bajando la cabeza, tomé su mano -áspera de labores- y rozándola con mis labios le contesté, Desde ahora estoy dispuesto a recibir su castigo. Ella retiró la mano y no pudo evitar que sus labios se distendieran en una pequeña sonrisa. ¡Hala, aseaos un poco antes de saludar a tus padres!
¡Ay, Pepa, cómo añoro aquellos días en los que todo tenía el aire de lo nuevo y de lo viejo a la vez! Podría describirte la mansión de mi amigo y te resultaría tan familiar como la mansión de los Budenbrok. Era una casa donde se respiraba la elegancia y la austeridad de una rica familia de industriales judíos. La madre de Friedrich, Sarah, tenía el aire melancólico y bello de una Salomé trágica y su padre Edmund cuyo carácter respondía al tipo sanguíneo derrochaba campechanía y altivez a partes iguales. Yo espero que lo que hemos vivido no me haya arrebatado del todo ese ápice de ingenuidad necesario siempre para alcanzar las más altas cimas que uno pretenda conquistar. Tú sabes que para mí el amor de una mujer es el afán supremo porque en él el mundo se diluye en un abrazo y el juego de la seducción conjuga las artes de la guerra y de la paz. Fue en aquella casa, en aquella primavera del año 1935, en la ciudad austriaca de Linz donde por primera vez osé atacar mi primer Everest. Aquel Everest era la hermana de Friedrich. Aquel Everest se llamaba Hanna.
¡Ay, Pepa, cómo añoro aquellos días en los que todo tenía el aire de lo nuevo y de lo viejo a la vez! Podría describirte la mansión de mi amigo y te resultaría tan familiar como la mansión de los Budenbrok. Era una casa donde se respiraba la elegancia y la austeridad de una rica familia de industriales judíos. La madre de Friedrich, Sarah, tenía el aire melancólico y bello de una Salomé trágica y su padre Edmund cuyo carácter respondía al tipo sanguíneo derrochaba campechanía y altivez a partes iguales. Yo espero que lo que hemos vivido no me haya arrebatado del todo ese ápice de ingenuidad necesario siempre para alcanzar las más altas cimas que uno pretenda conquistar. Tú sabes que para mí el amor de una mujer es el afán supremo porque en él el mundo se diluye en un abrazo y el juego de la seducción conjuga las artes de la guerra y de la paz. Fue en aquella casa, en aquella primavera del año 1935, en la ciudad austriaca de Linz donde por primera vez osé atacar mi primer Everest. Aquel Everest era la hermana de Friedrich. Aquel Everest se llamaba Hanna.
Cuento
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/04/2017 a las 12:29 | {0}
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Cuento
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/05/2017 a las 11:15 | {0}