Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
Alegoría del triunfo de Venus (También titulado: Venus, Cupido, La Locura y el Tiempo. E incluso: El descubrimiento de la lujuria). Angelo Bronzino ca. 1540
XXVI
Mi sobrino viene. M. le ha contado nuestra relación. Le pregunto si viene por eso o si aprovecha la visita para ponerme al corriente. Mi sobrino está serio. Parece sentirse herido. Sólo le digo, No tengo que darte explicación alguna y si eso es lo que buscas sal por esa puerta y no vuelvas hasta que dejes de buscar gilipolleces. Sonríe mi sobrino y me dice, Viejo verde. Yo le doy una palmada en la espalda y me voy a hacer un café mientras él sirve dos copas de cognac.
La soledad es una esposa recta. No tiene el don del cariño y tampoco se le espera. Algunas mañanas me tira de la cama y hace que me mire desnudo en el espejo mientras ella ríe por su lozanía. Porque la soledad siempre es joven. Yo soy viejo y me agrada serlo siempre y cuando sea capaz de valerme por mí mismo y controle mis achaques con mis manos.
Me aboca a la belleza. Observo las luces quebradas del atardecer o el contraposto de una escultura de Miguel Ángel, la gracia del movimiento en el mármol... La pietá... una de ellas. Camino por el mundo, cogido de su mano. Airosa siempre ella. Todos estamos solos, limitados por nuestra membrana. Leves acercamientos. Nunca estuve en un sistema venoso ajeno.
Me susurra en sueños teorías del tiempo. Me succiona la verga con su boca universal. Calla. Se acurruca. Se marcha algunos días y entonces siento la compañía de mi sobrino o de M. o de las gatas o de los perros o de dos pajarillos que hoy volaron a mi vera durante unos metros, felices, ajenos a mí, no tanto yo a ellos.
Mi sobrino se envuelve en su bufanda y se marcha más calmado. Cuesta entender que ningún ser humano tiene dueño. Si sólo consiguiera mostrarle esa posibilidad... tan sólo ésa.
Estamos solos, amor, tan solos. Vamos. Hoy no conseguirás que me mire en el espejo. Vamos a dormir, joven amante, eternamente joven, siempre renovada...
La soledad es una esposa recta. No tiene el don del cariño y tampoco se le espera. Algunas mañanas me tira de la cama y hace que me mire desnudo en el espejo mientras ella ríe por su lozanía. Porque la soledad siempre es joven. Yo soy viejo y me agrada serlo siempre y cuando sea capaz de valerme por mí mismo y controle mis achaques con mis manos.
Me aboca a la belleza. Observo las luces quebradas del atardecer o el contraposto de una escultura de Miguel Ángel, la gracia del movimiento en el mármol... La pietá... una de ellas. Camino por el mundo, cogido de su mano. Airosa siempre ella. Todos estamos solos, limitados por nuestra membrana. Leves acercamientos. Nunca estuve en un sistema venoso ajeno.
Me susurra en sueños teorías del tiempo. Me succiona la verga con su boca universal. Calla. Se acurruca. Se marcha algunos días y entonces siento la compañía de mi sobrino o de M. o de las gatas o de los perros o de dos pajarillos que hoy volaron a mi vera durante unos metros, felices, ajenos a mí, no tanto yo a ellos.
Mi sobrino se envuelve en su bufanda y se marcha más calmado. Cuesta entender que ningún ser humano tiene dueño. Si sólo consiguiera mostrarle esa posibilidad... tan sólo ésa.
Estamos solos, amor, tan solos. Vamos. Hoy no conseguirás que me mire en el espejo. Vamos a dormir, joven amante, eternamente joven, siempre renovada...
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXV*
Las flores mueren pronto...
El viaje de las energías...
La Vía Láctea imaginada como un gran chorro de flujo de la diosa...
Benditos los pobres porque ellos sabrán saborear un trozo de pescado...
No imagino muerte mejor que conocerla...
Se diluye el sueño. El monte ahíto de animales. Me enseña el coño y canta melismas o gime Aleluya. Luego grita, ¡Job, Job, Job!..
Derretidos los polos ya no merece la pena pedir un helado de crema...
A veces, en la madrugada -en la Alta Madrugada- Hamlet sueña con una perra que se llamara Ofelia...
Ya llego, Muerte, a tu seno. Acógeme con el amor que tantas mujeres me brindaron, cuyas copas me ofrecieron y de las cuales yo libé como zángano en la primavera de una pradera...
Retoza mi soledad y se enorgullece de tenerme prieto a su alrededor...
Ya no volverán las golondrinas...
Vi la corza en la carretera. Derraparon sus pezuñas. Volvió al bosque. Estaba viva...
¡Aprendendamos las trece lecciones sobre la Tiranía!..
Aglaya maúlla bajo la casulla de un viejo zar...
Los misterios del espacio/tiempo. La histología. Mirarnos a los ojos Euphosine y yo y sentir en los suyos el conocimiento carnal, hondo, de ser el uno en la otra, más que uña y carne, almohadilla y garra...
¡Dadme el amanecer para que pueda exclamar en la noche: la tarde está tan bonita!..
La estilográfica de madera. Loza. Papel con notas. Prisma. Nocturno. Donjuan...
....................................................
* Este epígrafe XXV de las Memorias -si así puedo llamar estos textos de Isaac Alexander aunque también podría definirlos como Apuntes o Momentos- son fieles al propósito del autor porque los puntos suspensivos corresponden a la continuación del texto que Isaac ha tachado con tan sólo una línea como si quisiera, tachando de forma tan leve, poder volver a leerlos para, si fuera el caso, recuperar algo de lo escrito. No lo hizo.
He de reconocer que varias de las continuaciones merecerían haberse recuperado pero ¿quién soy yo, simple compilador, para dar a la luz lo que el autor abortó?
El viaje de las energías...
La Vía Láctea imaginada como un gran chorro de flujo de la diosa...
Benditos los pobres porque ellos sabrán saborear un trozo de pescado...
No imagino muerte mejor que conocerla...
Se diluye el sueño. El monte ahíto de animales. Me enseña el coño y canta melismas o gime Aleluya. Luego grita, ¡Job, Job, Job!..
Derretidos los polos ya no merece la pena pedir un helado de crema...
A veces, en la madrugada -en la Alta Madrugada- Hamlet sueña con una perra que se llamara Ofelia...
Ya llego, Muerte, a tu seno. Acógeme con el amor que tantas mujeres me brindaron, cuyas copas me ofrecieron y de las cuales yo libé como zángano en la primavera de una pradera...
Retoza mi soledad y se enorgullece de tenerme prieto a su alrededor...
Ya no volverán las golondrinas...
Vi la corza en la carretera. Derraparon sus pezuñas. Volvió al bosque. Estaba viva...
¡Aprendendamos las trece lecciones sobre la Tiranía!..
Aglaya maúlla bajo la casulla de un viejo zar...
Los misterios del espacio/tiempo. La histología. Mirarnos a los ojos Euphosine y yo y sentir en los suyos el conocimiento carnal, hondo, de ser el uno en la otra, más que uña y carne, almohadilla y garra...
¡Dadme el amanecer para que pueda exclamar en la noche: la tarde está tan bonita!..
La estilográfica de madera. Loza. Papel con notas. Prisma. Nocturno. Donjuan...
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* Este epígrafe XXV de las Memorias -si así puedo llamar estos textos de Isaac Alexander aunque también podría definirlos como Apuntes o Momentos- son fieles al propósito del autor porque los puntos suspensivos corresponden a la continuación del texto que Isaac ha tachado con tan sólo una línea como si quisiera, tachando de forma tan leve, poder volver a leerlos para, si fuera el caso, recuperar algo de lo escrito. No lo hizo.
He de reconocer que varias de las continuaciones merecerían haberse recuperado pero ¿quién soy yo, simple compilador, para dar a la luz lo que el autor abortó?
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/11/2020 a las 13:45 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXIV
Canto a los colores quebrados de la tarde y porque canto sigo vivo a pesar de mis años, a pesar de la tarde; canto apoyado en mi cayado viejas canciones de amor y guateque y cuando canto esas viejas canciones huelo el cabello de S. a sus quince años -yo con dieciséis- mientras giramos el uno alrededor del otro en un salón antiguo, bisoños nosotros en todo para el amor; canto la vida que ha pasado; canto la dignidad de haber vivido; canto por el camino en donde la soledad parece absoluta; canto para no molestar a los pájaros con mi silencio porque ellos cantan y hasta el parpar del pato, a esa hora de la tarde, es canto.
Ya queda poco de cabeza despejada y dedos ágiles; queda poco para que llegue el día en el que la pereza venza a la diligencia y me quede sentado en la butaca observando desde el interior cómo el luciente farol se esconde tras el monte desde el que yo, hasta entonces, le había despedido y había esperado que apareciera por el lado contrario la nevada luz de la noche a la que saludaba con las manos juntas e inclinada la cerviz. Y luego descendía. Y luego dormitaba. Sueño de un hombre viejo que ha sido feliz.
Ya queda poco de cabeza despejada y dedos ágiles; queda poco para que llegue el día en el que la pereza venza a la diligencia y me quede sentado en la butaca observando desde el interior cómo el luciente farol se esconde tras el monte desde el que yo, hasta entonces, le había despedido y había esperado que apareciera por el lado contrario la nevada luz de la noche a la que saludaba con las manos juntas e inclinada la cerviz. Y luego descendía. Y luego dormitaba. Sueño de un hombre viejo que ha sido feliz.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/11/2020 a las 20:19 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXIII
Sí me da miedo morir. Lo que temo es ser nada después de haber sido sólo todo. El viaje que empieza. El viaje de la no-conciencia. Sé que es banal escribir sobre lo que no se conoce. Lo dejo entonces.
En los últimos días Euphosine ha estado triste siendo como es la más alegre de las dos gatas, así es que la he llevado a la veterinaria -una mujer, por cierto, seca, dura, que toca sin miramientos y llega hasta donde hay que llegar. Imagino que será lo mejor para su profesión como lo ha de ser para los cirujanos* según sentenciaba mi recordada madre. Lo cual no quiere decir que me guste la veterinaria y mucho menos que acepte como inevitable los dolores que ha sentido Euphosine en el reconocimiento-. El diagnóstico ha sido la obstrucción de las glándulas anales. Limpiadas y desinfectadas, la gata descansa ahora en su cesta. Nada parece importarle. Por turnos la han ido a ver Donjuan y Hamlet. Aglaya apenas se separa de ella por mucho que yo le diga que todo está bien. El amor existe entre los mamíferos.
Hablaba esta mañana sobre la muerte con el cantinero y asentí a algo que no es cierto. Decía el cantinero que a él lo que más le impresiona es que una vez que un amigo o un conocido se ha muerto, le asalta una especie de angustia o ansiedad porque de repente descubre que ya nunca podrá ver ni hablar con la persona muerta, que el ser muerto ha desaparecido para siempre de su vida y tan sólo los recuerdos serán los que le puedan ayudar a hacerse una idea de quién fue aquel que ya no es nada. Yo he aceptado el comentario como quien en un velatorio da el pésame sin sentirlo verdaderamente -eso me recuerda una anécdota que me contaba una de mis institutrices españolas, Juliana, que fue de las varias que tuve a la que más quise y fue la que me inició en los secretos de un amor más que cortés. Pues bien, Juliana me contaba que cuando no debía de tener más de ocho años, se murió en su pueblo un primo tercero de su madre, la señá Cisteta, y ésta decidió que ya era el momento de que la niña acudiera a un velatorio. Total que allá se fueron como familiares aunque lejanos del muerto y se pusieron a la cola para dar el pésame. Me contaba Juliana que ella escuchaba muy bajito una frase que le decían a la viuda y a los huérfanos pero que no llegaba a entender bien. Sólo sabía el final de la última palabra que era ...iento. O sea ella oía algo así como: Na nananána na na nanaiénto. Lástima -me decía Juliana- que a mi madre se le hubiera olvidado decirme cuál era la fórmula del pésame -Le acompaño en el sentimiento- o que no hubiera ido ella por delante porque así habría sabido qué decir. Total que cuando llegué ante la viuda y sin pensarlo se me ocurrió una frase que acababa en iento y que fue: Anda y que le sirva de escarmiento. La risa fue general y descubrí entonces, sentenciaba mi querida Juliana, que la muerte es una guasa-. Comentaba los pensamientos del cantinero. Cuando me he terminado el vino y he salido de la taberna, caminaba algo taciturno acompañado por los perros y le iba dando vueltas a la conversación que acababa de tener y ha sido en ese momento cuando he reparado en que no es cierto su comentario. Por supuesto que puedes volver a estar con el muerto y verle y hablar con él: lo puedes hacer en el mundo de los sueños porque como dice una viejo proverbio budista: la vigilia todo lo disgrega y el sueño todo lo unifica. También los mundos de la vida y de la muerte. También a ellos los une en uno solo.
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* Isaac sufrió de niño una enfermedad en la columna vertebral que le obligó a pasar por el quirófano en tres ocasiones y conllevó largas épocas de rehabilitación. Los dolores en su niñez fueron terribles y siempre recordaba la mirada inclemente de los doctores y las enfermeras a la hora de manipular los cuerpos enfermos.
Su madre, a la que siempre quiso y escuchó, le decía que tenía que ser fuerte y que la crueldad que parecían exhibir los médicos no era más que la coraza de la que se revestían para poder hacer tanto daño a los niños.
De esos dolores y de esos malos tratos -aunque fueran realmente necesarios, es decir, si es que no había otra manera no ya de manipular unas articulaciones malformadas sino del espíritu o talante con el que esa manipulación se llevaba a cabo- deriva -creo yo- la mala opinión que de los médicos y las enfermeras tuvo siempre Isaac. Hay excepciones: un médico que le trató con una delicadeza extrema y una enfermera que fue en su niñez sujeto de su deseo.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/11/2020 a las 17:36 | {0}
Querida Julia, disculpa que me haya retrasado un día en escribirte. Desde que moriste solía escribirte el día de ese aniversario pero este año decidí que es mucho más hermoso escribirte en el aniversario del día que naciste. Si vivieras habrías cumplido 106 años y te sorprendería ver cómo el mundo ha dado los consabidos dos pasos atrás. A parte, por supuesto, la epidemia que asola a este mundo globalizado y que nos obliga a ir por las calles desconfiando de los otros, con unas mascarillas que cubren la mitad de nuestros gestos y unos confinamientos en nuestros municipios e incluso en nuestras casas que a ti te habrían recordado los toques de queda de la Guerra Civil española.
Los pobres de nuevo vuelven a ser más pobres y -vasos comunicantes- los ricos vuelven a ser más ricos. De hecho en los últimos años la riqueza se concentra. Cada vez tienen más menos. Yo me vuelvo realista con el ser humano -son los años. Ya tú me lo decías. Ya tú lo eras cuando fuiste mi tata-y acepto que somos una especie temible y poco inteligente. Esta epidemia también ha mostrado la desnudez de los habitantes de este país y lo que se ve de ellos es su general falta de civismo, su ausencia casi absoluta de fraternidad. Y si lo pongo en tercera persona es porque gracias a ti y quizás al tío Carlos, yo me siento cívico e intento cuidar al de enfrente. Conozco a otros que también lo hacen pero son muchos más a los que les importa una higa lo que le pase al prójimo. ¡Qué terrible hubo de ser la Guerra en España con semejante población!
Por una vez pienso que estás mejor muerta porque tú habrías sido de las ancianas recluidas en una Residencia; tú habrías sido una de las ancianas a las que se les cortó todo vínculo con el exterior y quizás habrías sido una de las ancianas que murieron ahogadas, sin consuelo y sin terapia, en la soledad de sus habitaciones. En ti las recuerdo y me conduelo.
Querida Julia de mí poco tengo que decirte. Voy envejeciendo. Disfruto de los dones que la vida me ha otorgado. Te añoro. Me siguen sirviendo tus viejos consejos de campesina manchega y de vez en cuando escucho las cintas que grabamos y en las que tú tuviste la generosidad -una más de tantas y tantas generosidades- de contarme tu vida. Una vida que tiene el aire de las vidas humildes y algo pícaras de los pobres españoles y que a ti te llevó desde tu pueblo de Argamasilla de Calatrava, provincia de Ciudad Real, hasta Madrid y en Madrid te acogió un barrio que antaño fue pueblo: Vallecas.
Un beso mi querida socialista obrera española. Levanto mi puño izquierdo. Te quiero.
Los pobres de nuevo vuelven a ser más pobres y -vasos comunicantes- los ricos vuelven a ser más ricos. De hecho en los últimos años la riqueza se concentra. Cada vez tienen más menos. Yo me vuelvo realista con el ser humano -son los años. Ya tú me lo decías. Ya tú lo eras cuando fuiste mi tata-y acepto que somos una especie temible y poco inteligente. Esta epidemia también ha mostrado la desnudez de los habitantes de este país y lo que se ve de ellos es su general falta de civismo, su ausencia casi absoluta de fraternidad. Y si lo pongo en tercera persona es porque gracias a ti y quizás al tío Carlos, yo me siento cívico e intento cuidar al de enfrente. Conozco a otros que también lo hacen pero son muchos más a los que les importa una higa lo que le pase al prójimo. ¡Qué terrible hubo de ser la Guerra en España con semejante población!
Por una vez pienso que estás mejor muerta porque tú habrías sido de las ancianas recluidas en una Residencia; tú habrías sido una de las ancianas a las que se les cortó todo vínculo con el exterior y quizás habrías sido una de las ancianas que murieron ahogadas, sin consuelo y sin terapia, en la soledad de sus habitaciones. En ti las recuerdo y me conduelo.
Querida Julia de mí poco tengo que decirte. Voy envejeciendo. Disfruto de los dones que la vida me ha otorgado. Te añoro. Me siguen sirviendo tus viejos consejos de campesina manchega y de vez en cuando escucho las cintas que grabamos y en las que tú tuviste la generosidad -una más de tantas y tantas generosidades- de contarme tu vida. Una vida que tiene el aire de las vidas humildes y algo pícaras de los pobres españoles y que a ti te llevó desde tu pueblo de Argamasilla de Calatrava, provincia de Ciudad Real, hasta Madrid y en Madrid te acogió un barrio que antaño fue pueblo: Vallecas.
Un beso mi querida socialista obrera española. Levanto mi puño izquierdo. Te quiero.
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/11/2020 a las 19:36 | {0}