1.-1o La joven que lanza perrillos recién nacidos al río es feliz.
1.-1p Bercelius y los símbolos (aproximación banal al título de una novela).
1.-1p Bercelius y los símbolos (aproximación banal al título de una novela).
Serie que inicia Isaac Alexander a base de aforismos
1.-0 ¡Tranquilo, tranquilo, parvulito!
1.-1 Bienaventuradas las ruedas que nos aligeran los pesos.
1.-1a Y yo me la llevé al río creyendo que era mozuela pero tenía marido.
1.-1b El solomillo de cerdo con miel y mostaza y unas patatitas asadas hicieron las delicias de la dama.
1.-1c Suculento el postre del sueño que se deshace con un mordisco en el dedo gordo del pie izquierdo. El pie obrero.
1.-1d El tabaco puede matar. La vida mata seguro.
1.-1e A bogar. A bogar (entonado con ligero acento melódico)
1.-1f Ante todo la materia del tiempo es ala de mariposa, hocico de jabalí y hambre de termita.
1.-1g ¡Eremita, saluda como es debido la compañía del firmamento!
1.-1h El desierto pasó desapercibido.
1.-1i ¡Yiiiiihaaaaaaa!
1.-1j El gigante del blues se arma de armónicos y todo Tenessee suspira de gozo.
1.-1k ¡Oh!
1.-1l La hija abrazará un día y entonces el padre entenderá la temeridad de los sermoneros.
1.-1m Dadme el amanecer y construiré la luna.
1.-1n ¡Señores -exclamó enfático un moralista cincuentón-, la burguesía es el patio de la escuela!
1.-1ñ ¿Por qué existo tan poco si sueno tanto?
1.-1 Bienaventuradas las ruedas que nos aligeran los pesos.
1.-1a Y yo me la llevé al río creyendo que era mozuela pero tenía marido.
1.-1b El solomillo de cerdo con miel y mostaza y unas patatitas asadas hicieron las delicias de la dama.
1.-1c Suculento el postre del sueño que se deshace con un mordisco en el dedo gordo del pie izquierdo. El pie obrero.
1.-1d El tabaco puede matar. La vida mata seguro.
1.-1e A bogar. A bogar (entonado con ligero acento melódico)
1.-1f Ante todo la materia del tiempo es ala de mariposa, hocico de jabalí y hambre de termita.
1.-1g ¡Eremita, saluda como es debido la compañía del firmamento!
1.-1h El desierto pasó desapercibido.
1.-1i ¡Yiiiiihaaaaaaa!
1.-1j El gigante del blues se arma de armónicos y todo Tenessee suspira de gozo.
1.-1k ¡Oh!
1.-1l La hija abrazará un día y entonces el padre entenderá la temeridad de los sermoneros.
1.-1m Dadme el amanecer y construiré la luna.
1.-1n ¡Señores -exclamó enfático un moralista cincuentón-, la burguesía es el patio de la escuela!
1.-1ñ ¿Por qué existo tan poco si sueno tanto?
Ensayo
Tags : Perdido en la mudanza (lost in translation?) Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/09/2010 a las 13:51 | {0}
Frau Ekbert miró a miss Okbart y sonrió con puritita solemnidad. Miss Okbart, por su parte, extendió el dedo corazón y le hizo lo que, en idiolecto castizo, se suele llamar peineta. Ambas guardaron luego la compostura y se miraron directamente al tercer ojo como habían aprendido en las mismas sesiones con la misma maestra y en las mismas fechas.
Frau Ekbert era una mujer morena con los ojos violeta y una gran fuerza en las manos (y en los pectorales comentaba su hermana Sigfrida, la campeona del barrio de lanzamiento de jabalina); su cuerpo de mujer madura se había mantenido elástico gracias a las sufridas clases de gimnasio y al constante control de las ingestas; vestía con desapego y le gustaba llevar a menudo la bandera alemana tintada en el pelo.
Miss Okbart era delgada como un cuclillo, afilada como las venillas del cuello de algunas monjas, callada como el instante anterior al alba y algo ordinaria en sus modales, cuestión que siempre había sido su martirio particular y que nunca pudo corregir del todo, de ahí (según comentaba su hermana Adelaide) su silencio y su pose hierática en cualquier reunión, ya fuera en la iglesia episcopaliana o en los almuerzos familiares.
La profunda enemistad entre estas dos mujeres se fue forjando en base a su profunda amistad primera. Así son las cosas y cuando no está de Dios que una amistad salga bien no ha de salir y no saldrá y eso que entre ellas todo parecía fundirse en una especie de sopa fría muy del gusto del verano. Se conocieron en un viaje organizado a las islas Canarias. Miss Hutton, una auténtica cotilla, comentó al finalizar el viaje, Esas dos van a hacerse la tijera en cuanto lleguen a una maldita cama ¡Menudo descaro! ¡Osadas! ¿No las habéis visto cogidas por la cintura en el atardecer de la playa de las Canteras sin más ropa que una tanguita y sonriéndose como si allí mismo, allí mismito, se fueran a comer las bocas con la lubricidad propia de dos adolescentes? ¡Qué vergüenza! ¡Qué oprobio para este viaje organizado por la Conferencia Episcopal! Santa Virgen, madre de Dios, fulmínalas con tu rencor y haz que su amor contranatura se haga picadillo.
La última tarde del viaje organizado mientras comían una patatas con mojo picón y se bebían unas cervezas (por la amistad que nacía frau Ekbert había decidido hacer un paréntesis en su dieta alimenticia y, como los besos primeros que se dan cuando el amor se ha aceptado, su voracidad con grasas, féculas y gases era insaciable) ambas mujeres se miraron y se dijeron las más bellas palabras, del tipo, A veces la vida te regala estos encuentros o Es que desde que te vi sentí que te conocía de toda la vida o ¡Qué gusto Fraur Ekbert haberme decidido a hacer este viaje! o Miss Okbart no hagas caso a las habladurías, tu ordinariez es tan deliciosa, tan sutil, me recuerda al intento de despegue del vencejo cuando ha caído a tierra o ¿Una racioncita de carne guisada?
Los meses siguientes fueron una catarata de sentimientos y gustos comunes, apenas podían pasar un día sin verse. Frau Ekbert le contagió el gusto por la asistencia a conferencias extrañas, miss Okbart por su parte la introdujo en el fascinante mundo del mesmerismo.
¡Ay, ver el mundo desde un mismo punto de vista! ¡Sentir la cercanía de un cuerpo que en todo apetece! ¡No encontrar defecto alguno en el pensamiento de la otra! ¡Estar de acuerdo en todo! Y para que quede claro, éste no era un amor lésbico como había apuntado miss Hutton, con la malicia propia de los católicos fundamentalistas que aún no han salido del concepto medieval del cuerpo como lugar de maldades y ofensas a Dios. Es decir que si frau y miss se hubieran hecho amantes siempre habríamos contado antes su historia de amistad que su historia sexual. Ambas, eso sí, eran solteras y sin hijos. Frau Ekbert tuvo un novio, pescador de bajura, al que abandonó por el olor de sus manos, miss Okbart no había conocido varón, ni ganas que tenía. Tan sólo a su amiga le comentó el motivo y era que no podía resistir la sensación de que nadie le metiera un trozo de carne por el coño -o peor aún, comentaba entre risas vergonzosas, por el culo-. Esas bestias, decía, siempre alardeando de eso, ¡quita, quita!
Y justamente entonces, confesadas sus castidades y sus motivos, apareció en sus vidas el starets Ignátiev. Era este hombre un santón ruso que se había decidido a hacer proselitismo de sus visiones en peregrinación constante por el Viejo Continente y así, de predicación en predicación (pasando más hambre que el perro de un ciego al principio y haciéndose un huequito en el mundo de los hombres más tarde de tal forma que antes que él llegara al lugar de su predica ya se anunciaba su llegada y algunas almas caritativas o necesitadas del perdón del Dios ortodoxo ruso, le acogían y le daban de comer el frugal alimento que para sí quería) llegó hasta la ciudad donde habitaban las dos amigas. Y tal fue el caso. Frau Ekbert leyó en las conferencias semanales que se iban a impartir en la ciudad la del starets Ignátiev que iba a versar sobre, La plegaria en Antioquía por la salvación de los hombres y quedó con su amiga, a las siete, en un centro de estudios de la divinidad que había por el barrio de Tetuán.
Frau Ekbert era una mujer morena con los ojos violeta y una gran fuerza en las manos (y en los pectorales comentaba su hermana Sigfrida, la campeona del barrio de lanzamiento de jabalina); su cuerpo de mujer madura se había mantenido elástico gracias a las sufridas clases de gimnasio y al constante control de las ingestas; vestía con desapego y le gustaba llevar a menudo la bandera alemana tintada en el pelo.
Miss Okbart era delgada como un cuclillo, afilada como las venillas del cuello de algunas monjas, callada como el instante anterior al alba y algo ordinaria en sus modales, cuestión que siempre había sido su martirio particular y que nunca pudo corregir del todo, de ahí (según comentaba su hermana Adelaide) su silencio y su pose hierática en cualquier reunión, ya fuera en la iglesia episcopaliana o en los almuerzos familiares.
La profunda enemistad entre estas dos mujeres se fue forjando en base a su profunda amistad primera. Así son las cosas y cuando no está de Dios que una amistad salga bien no ha de salir y no saldrá y eso que entre ellas todo parecía fundirse en una especie de sopa fría muy del gusto del verano. Se conocieron en un viaje organizado a las islas Canarias. Miss Hutton, una auténtica cotilla, comentó al finalizar el viaje, Esas dos van a hacerse la tijera en cuanto lleguen a una maldita cama ¡Menudo descaro! ¡Osadas! ¿No las habéis visto cogidas por la cintura en el atardecer de la playa de las Canteras sin más ropa que una tanguita y sonriéndose como si allí mismo, allí mismito, se fueran a comer las bocas con la lubricidad propia de dos adolescentes? ¡Qué vergüenza! ¡Qué oprobio para este viaje organizado por la Conferencia Episcopal! Santa Virgen, madre de Dios, fulmínalas con tu rencor y haz que su amor contranatura se haga picadillo.
La última tarde del viaje organizado mientras comían una patatas con mojo picón y se bebían unas cervezas (por la amistad que nacía frau Ekbert había decidido hacer un paréntesis en su dieta alimenticia y, como los besos primeros que se dan cuando el amor se ha aceptado, su voracidad con grasas, féculas y gases era insaciable) ambas mujeres se miraron y se dijeron las más bellas palabras, del tipo, A veces la vida te regala estos encuentros o Es que desde que te vi sentí que te conocía de toda la vida o ¡Qué gusto Fraur Ekbert haberme decidido a hacer este viaje! o Miss Okbart no hagas caso a las habladurías, tu ordinariez es tan deliciosa, tan sutil, me recuerda al intento de despegue del vencejo cuando ha caído a tierra o ¿Una racioncita de carne guisada?
Los meses siguientes fueron una catarata de sentimientos y gustos comunes, apenas podían pasar un día sin verse. Frau Ekbert le contagió el gusto por la asistencia a conferencias extrañas, miss Okbart por su parte la introdujo en el fascinante mundo del mesmerismo.
¡Ay, ver el mundo desde un mismo punto de vista! ¡Sentir la cercanía de un cuerpo que en todo apetece! ¡No encontrar defecto alguno en el pensamiento de la otra! ¡Estar de acuerdo en todo! Y para que quede claro, éste no era un amor lésbico como había apuntado miss Hutton, con la malicia propia de los católicos fundamentalistas que aún no han salido del concepto medieval del cuerpo como lugar de maldades y ofensas a Dios. Es decir que si frau y miss se hubieran hecho amantes siempre habríamos contado antes su historia de amistad que su historia sexual. Ambas, eso sí, eran solteras y sin hijos. Frau Ekbert tuvo un novio, pescador de bajura, al que abandonó por el olor de sus manos, miss Okbart no había conocido varón, ni ganas que tenía. Tan sólo a su amiga le comentó el motivo y era que no podía resistir la sensación de que nadie le metiera un trozo de carne por el coño -o peor aún, comentaba entre risas vergonzosas, por el culo-. Esas bestias, decía, siempre alardeando de eso, ¡quita, quita!
Y justamente entonces, confesadas sus castidades y sus motivos, apareció en sus vidas el starets Ignátiev. Era este hombre un santón ruso que se había decidido a hacer proselitismo de sus visiones en peregrinación constante por el Viejo Continente y así, de predicación en predicación (pasando más hambre que el perro de un ciego al principio y haciéndose un huequito en el mundo de los hombres más tarde de tal forma que antes que él llegara al lugar de su predica ya se anunciaba su llegada y algunas almas caritativas o necesitadas del perdón del Dios ortodoxo ruso, le acogían y le daban de comer el frugal alimento que para sí quería) llegó hasta la ciudad donde habitaban las dos amigas. Y tal fue el caso. Frau Ekbert leyó en las conferencias semanales que se iban a impartir en la ciudad la del starets Ignátiev que iba a versar sobre, La plegaria en Antioquía por la salvación de los hombres y quedó con su amiga, a las siete, en un centro de estudios de la divinidad que había por el barrio de Tetuán.
Texto extraído de la Historia Universal de las Cifras escrita por Georges Ifrah
La historia de una gran invención
La lógica no ha sido el hilo conductor de la historia de las cifras. Primero, son unas preocupaciones de contables, pero también de sacerdotes, de astrónomos-astrólogos, y en último lugar sólo de matemáticos, quienes han presidido la invención y la evolución de los sistemas de numeración. Y estas categorías sociales, notoriamente conservadoras, al menos en lo que concierne a los tres primeros, retardaron sin duda, a la vez, su perfeccionamiento último y su vulgarización. Cuando un saber, tan rudimentario a nuestros ojos pero tan sutil para los de nuestros antepasados, confiere un poder, o al menos unos privilegios, parece rechazable e impío compartirlo. Quizás en este punto, aunque en otros dominios, las costumbres de cierto poder mandarinal sean aún las mismas.
Pero hay otras razones para ello. Una invención, un descubrimiento, sólo puede desarrollarse si responde a la demanda social de una civilización, si la ciencia fundamental responde a una necesidad interiorizada en la conciencia de sus sabios.Y en reciprocidad, pero sólo en reciprocidad, transforma o cambia esta civilización. Se sabe de avances científicos que no se han desarrollado porque la demanda social los ha rechazado.
Es fascinante asistir a las etapas sucesivas del pensamiento matemático. El descubrimiento de la numeración de posición ha escapado a la mayoría de los pueblos de la historia. (una numeración de posición es un sistema en el que un 9, por ejemplo, no tiene el mismo valor si se coloca en el rango de las unidades de primer, segundo o tercer orden.)
De hecho esta regla esencial no ha sido imaginada más que cuatro veces a lo largo de la historia. Apareció por primera vez en el comienzo del II milenio a.C., entre los especialistas de Babilonia.
Fue redescubierta, a continuación, por los matemáticos chinos poco antes del comienzo de la era cristiana; después entre los siglos III y IV d.C. por los astrónomos mayas, y finalmente, por los matemáticos de la India, en los alrededores del siglo V.
A parte de estos cuatro pueblos, ningún otro sintió la necesidad del cero. Este concepto (0) se hace imprescindible cuando el uso del principio de posición se erige en sistema.
Y, sin embargo, sólo tres pueblos, los babilonios, los mayas y los indios, supieron alcanzar esta última abstracción; los chinos sólo la introdujeron en su sistema por influencia india.
Pero ni el cero babilónico ni el cero maya fueron concebidos como un número: tan sólo el cero indio tuvo casi las mismas posibilidades que el que nosotros utilizamos hoy. Es el que nos ha sido transmitido por los árabes, al mismo tiempo que las cifras que llevan su nombre y que no son otras que las indias, un poco deformadas por el uso, el tiempo y los viajes.
Ciertamente conocemos esta historia sólo de forma fragmentaria, pero converge de manera inexorable hacia el sistema de numeración que usamos hoy y que se fue extendiendo poco a poco por todo el planeta.
La lógica no ha sido el hilo conductor de la historia de las cifras. Primero, son unas preocupaciones de contables, pero también de sacerdotes, de astrónomos-astrólogos, y en último lugar sólo de matemáticos, quienes han presidido la invención y la evolución de los sistemas de numeración. Y estas categorías sociales, notoriamente conservadoras, al menos en lo que concierne a los tres primeros, retardaron sin duda, a la vez, su perfeccionamiento último y su vulgarización. Cuando un saber, tan rudimentario a nuestros ojos pero tan sutil para los de nuestros antepasados, confiere un poder, o al menos unos privilegios, parece rechazable e impío compartirlo. Quizás en este punto, aunque en otros dominios, las costumbres de cierto poder mandarinal sean aún las mismas.
Pero hay otras razones para ello. Una invención, un descubrimiento, sólo puede desarrollarse si responde a la demanda social de una civilización, si la ciencia fundamental responde a una necesidad interiorizada en la conciencia de sus sabios.Y en reciprocidad, pero sólo en reciprocidad, transforma o cambia esta civilización. Se sabe de avances científicos que no se han desarrollado porque la demanda social los ha rechazado.
Es fascinante asistir a las etapas sucesivas del pensamiento matemático. El descubrimiento de la numeración de posición ha escapado a la mayoría de los pueblos de la historia. (una numeración de posición es un sistema en el que un 9, por ejemplo, no tiene el mismo valor si se coloca en el rango de las unidades de primer, segundo o tercer orden.)
De hecho esta regla esencial no ha sido imaginada más que cuatro veces a lo largo de la historia. Apareció por primera vez en el comienzo del II milenio a.C., entre los especialistas de Babilonia.
Fue redescubierta, a continuación, por los matemáticos chinos poco antes del comienzo de la era cristiana; después entre los siglos III y IV d.C. por los astrónomos mayas, y finalmente, por los matemáticos de la India, en los alrededores del siglo V.
A parte de estos cuatro pueblos, ningún otro sintió la necesidad del cero. Este concepto (0) se hace imprescindible cuando el uso del principio de posición se erige en sistema.
Y, sin embargo, sólo tres pueblos, los babilonios, los mayas y los indios, supieron alcanzar esta última abstracción; los chinos sólo la introdujeron en su sistema por influencia india.
Pero ni el cero babilónico ni el cero maya fueron concebidos como un número: tan sólo el cero indio tuvo casi las mismas posibilidades que el que nosotros utilizamos hoy. Es el que nos ha sido transmitido por los árabes, al mismo tiempo que las cifras que llevan su nombre y que no son otras que las indias, un poco deformadas por el uso, el tiempo y los viajes.
Ciertamente conocemos esta historia sólo de forma fragmentaria, pero converge de manera inexorable hacia el sistema de numeración que usamos hoy y que se fue extendiendo poco a poco por todo el planeta.
Ella dice tener el corazón argentino (cómo subirá la plata cuando lo sepan los Mercados de Valores). Yo lo anuncio para que no más los argentinos sepan que una mujer suspira por sus suspiros. Y no es una mujer cualquiera, ¡ché!
Ella ensueña sobre la fascinación de sus giros, de sus voces profundas, de ese alma argentina, mezcla de españoles, italianos, griegos y mapuches.
¡Ah, argentinos, qué mina os lleváis! Os la describiría con la seca cautela castellana (o quizá me armaría de vos y viste y dai, dai y volteá y agrupá y...) con una sola frase: ella es pulso sutil de mujer.
Si leyera cómo Calamaro ha mandado a tomar por el orto a sus seguidores de twitter.
Si leyera cómo Borges le escribió un poema a las batallas (lo habrá leído y si no, ¡Leelo, nena, leelo!)
Si escuchara al bueno de Cortázar describiendo los fríos de Paris o los esfuerzos de Bioy Casares por desentrañar la última reconstrucción del alma o se enfrascara en Los Siete Locos del Loco Arlt. O si viera al grande de Pampito, El Chino de Córdoba, deslizarse por el ring con alma de bailarín...
O, envidia mía, si yo fuera argentino, rogaría a Dios que me enviara una fortuna para tener la fortuna de traérmela a Buenos Aires y llevarla a pasear por el Cementerio de la Chacarita mientras, linda su mano, arrullo sus oídos con poemas vanos.
¡Argentinos, Dios os visita más de una vez por semana!
Ella ensueña sobre la fascinación de sus giros, de sus voces profundas, de ese alma argentina, mezcla de españoles, italianos, griegos y mapuches.
¡Ah, argentinos, qué mina os lleváis! Os la describiría con la seca cautela castellana (o quizá me armaría de vos y viste y dai, dai y volteá y agrupá y...) con una sola frase: ella es pulso sutil de mujer.
Si leyera cómo Calamaro ha mandado a tomar por el orto a sus seguidores de twitter.
Si leyera cómo Borges le escribió un poema a las batallas (lo habrá leído y si no, ¡Leelo, nena, leelo!)
Si escuchara al bueno de Cortázar describiendo los fríos de Paris o los esfuerzos de Bioy Casares por desentrañar la última reconstrucción del alma o se enfrascara en Los Siete Locos del Loco Arlt. O si viera al grande de Pampito, El Chino de Córdoba, deslizarse por el ring con alma de bailarín...
O, envidia mía, si yo fuera argentino, rogaría a Dios que me enviara una fortuna para tener la fortuna de traérmela a Buenos Aires y llevarla a pasear por el Cementerio de la Chacarita mientras, linda su mano, arrullo sus oídos con poemas vanos.
¡Argentinos, Dios os visita más de una vez por semana!
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Ensayo
Tags : Perdido en la mudanza (lost in translation?) Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/09/2010 a las 20:44 | {0}