10h 20m
Ayer anduve en la tarde que era noche. Me dirigí hacia una funcionaria médico en un centro de salud (cuando en realidad se deberían llamar centros de enfermedad; nadie va a estos sitios cuando está sano. Tampoco enseñan salud) para que iniciara el proceso mediante el cual espero convertirme en un absoluto incapaz.
Quiero serlo. Deseo serlo. Necesito serlo con certificado oficial.
Hoy me he despertado rendido. No por la funcionaria médico sino por el paso de eso que no se sabe qué es y que tan sólo logra ser explicado estableciendo una analogía con eso otro tan reglado llamado espacio. Escribo sobre el paso del tiempo. Me rindo a él -fantasma de dimensión- y siento cómo al rendirme me diluyo en él y sólo soy capaz de explicarme no en mí mismo sino mediante analogías. Por ejemplo: soy en tanto en cuanto participo de una conformación membranosa. Lo que tiene membrana es.
10h 36m
...como si quisieran desnudarme, ver mis deformidades, ajustar el grado exacto de imperfección con un instrumental especialmente ideado para ello; si introdujeran esos aparatos para medir la muerte parcial de mi médula espinal; si midieran con codicia el anquilosamiento de mis costillas (tan sólo de mis costillas); como si estuviera escuchando en el gesto de la funcionaria médico, la voz de Wislawa cuando en la niñez se ponía nerviosa por mis espasmos musculares que me hacían babear y poner los ojos en blanco mientras -según su acertada descripción- no dejaba de decir tonterías y luego caía en un estado de letargo que llegaba a durar varias horas.
10h 52m
...estoy dispuesto a irme. A no ser nada. Estoy dispuesto yo, Olmo Z, que caminé por largas y rectas carreteras; que tejí pulseras al borde un acantilado; que corregí un diccionario de esoterismo que me descubrió un mundo fascinante y lleno de eruditos; que conseguí idear una nueva forma de horadar las paredes de la montaña arcillosa; que amé sin saber amar; que gocé sin saber gozar; que atravesé el fantasma del tiempo en carne y hueso; que urdí una forma de comunicación no verbal; que lloré ante el desastre de Ruanda; que nadé tanto que hubo un día en que me creí, por fin, cachalote; que supe hacer reír al amigo; que osé consolar; que al dormir fui consciente de mi inconsciente; que luego negué el inconsciente en un simposio de psiquiatras freudianos y fui, inconscientemente, apedreado; que llegué hasta esta orilla; que la orilla se llama 54; que siguo viendo en la lluvia una suerte de levedad hacia abajo; que me acaricio como si fuera otro; que mantengo las formas ante una funcionaria médico que lleva el pelo recogido como si fuera una monja y tiene la delgadez de sus labios un letargo de empatía, un decaimiento de sonrisa, una lasitud muscular pasmosas y florecen en mí, cuando estoy frente a ella, el alma de la mansedumbre y el sonido del mugido del toro cuando ha sido atravesado por la espada del matador y toda su vida se desliza en sangre, por su costado como la sangre de Cristo hizo que su vida huyera aún clavado en la cruz; que apagué la vida de un amigo y le dejé solo; que no supe morderme la lengua; que arrastro una deuda que jamás podré pagar; que me ausento; que me levanto; que me caigo; que me muero; que desisto; que avanzo y me detengo; que he volado; que he escuchado con una emoción verdadera algunos conciertos para piano; que he mirado como sólo los hombres pueden hacerlo las olas amarillas del mar mediterráneo; que me he desdicho; que he vuelto a afirmar; que he maldecido a una cría de rana; que he dejado que la charca se evaporara; que estoy ahora en el nuevo límite; que no voy a pedir perdón una vez más. Estoy dispuesto a ser incapaz (lo que sé que entraña una contradicción en los términos) y aceptar sin propósito de enmienda que lo fui siempre; siempre en Tirana, la ciudad en la que me vi nacer; siempre en la carretera; siempre en la casas; en los amores siempre; siempre en mi oficio; siempre en las lagunas y en las cimas siempre.
Ayer anduve en la tarde que era noche. Me dirigí hacia una funcionaria médico en un centro de salud (cuando en realidad se deberían llamar centros de enfermedad; nadie va a estos sitios cuando está sano. Tampoco enseñan salud) para que iniciara el proceso mediante el cual espero convertirme en un absoluto incapaz.
Quiero serlo. Deseo serlo. Necesito serlo con certificado oficial.
Hoy me he despertado rendido. No por la funcionaria médico sino por el paso de eso que no se sabe qué es y que tan sólo logra ser explicado estableciendo una analogía con eso otro tan reglado llamado espacio. Escribo sobre el paso del tiempo. Me rindo a él -fantasma de dimensión- y siento cómo al rendirme me diluyo en él y sólo soy capaz de explicarme no en mí mismo sino mediante analogías. Por ejemplo: soy en tanto en cuanto participo de una conformación membranosa. Lo que tiene membrana es.
10h 36m
...como si quisieran desnudarme, ver mis deformidades, ajustar el grado exacto de imperfección con un instrumental especialmente ideado para ello; si introdujeran esos aparatos para medir la muerte parcial de mi médula espinal; si midieran con codicia el anquilosamiento de mis costillas (tan sólo de mis costillas); como si estuviera escuchando en el gesto de la funcionaria médico, la voz de Wislawa cuando en la niñez se ponía nerviosa por mis espasmos musculares que me hacían babear y poner los ojos en blanco mientras -según su acertada descripción- no dejaba de decir tonterías y luego caía en un estado de letargo que llegaba a durar varias horas.
10h 52m
...estoy dispuesto a irme. A no ser nada. Estoy dispuesto yo, Olmo Z, que caminé por largas y rectas carreteras; que tejí pulseras al borde un acantilado; que corregí un diccionario de esoterismo que me descubrió un mundo fascinante y lleno de eruditos; que conseguí idear una nueva forma de horadar las paredes de la montaña arcillosa; que amé sin saber amar; que gocé sin saber gozar; que atravesé el fantasma del tiempo en carne y hueso; que urdí una forma de comunicación no verbal; que lloré ante el desastre de Ruanda; que nadé tanto que hubo un día en que me creí, por fin, cachalote; que supe hacer reír al amigo; que osé consolar; que al dormir fui consciente de mi inconsciente; que luego negué el inconsciente en un simposio de psiquiatras freudianos y fui, inconscientemente, apedreado; que llegué hasta esta orilla; que la orilla se llama 54; que siguo viendo en la lluvia una suerte de levedad hacia abajo; que me acaricio como si fuera otro; que mantengo las formas ante una funcionaria médico que lleva el pelo recogido como si fuera una monja y tiene la delgadez de sus labios un letargo de empatía, un decaimiento de sonrisa, una lasitud muscular pasmosas y florecen en mí, cuando estoy frente a ella, el alma de la mansedumbre y el sonido del mugido del toro cuando ha sido atravesado por la espada del matador y toda su vida se desliza en sangre, por su costado como la sangre de Cristo hizo que su vida huyera aún clavado en la cruz; que apagué la vida de un amigo y le dejé solo; que no supe morderme la lengua; que arrastro una deuda que jamás podré pagar; que me ausento; que me levanto; que me caigo; que me muero; que desisto; que avanzo y me detengo; que he volado; que he escuchado con una emoción verdadera algunos conciertos para piano; que he mirado como sólo los hombres pueden hacerlo las olas amarillas del mar mediterráneo; que me he desdicho; que he vuelto a afirmar; que he maldecido a una cría de rana; que he dejado que la charca se evaporara; que estoy ahora en el nuevo límite; que no voy a pedir perdón una vez más. Estoy dispuesto a ser incapaz (lo que sé que entraña una contradicción en los términos) y aceptar sin propósito de enmienda que lo fui siempre; siempre en Tirana, la ciudad en la que me vi nacer; siempre en la carretera; siempre en la casas; en los amores siempre; siempre en mi oficio; siempre en las lagunas y en las cimas siempre.
8h 30m
De repente yo, Olmo Z., recuerdo: mi mujer ha vuelto de Australia, por sorpresa. Estoy en mi casa. Acabo de barrerla, no es una acción puntual, suelo barrer porque Volga es un perro de pelo largo y en cuanto estoy un par de días sin hacerlo el suelo de la casa se oscurece, se mece cuando abro las ventanas y en los rincones se acumula su pelo negro. Como digo acabo de barrerla y suena el timbre del portal. Una voz dice, Telepizza. Yo contesto que no he pedido nada y la voz me contesta que no le responden en el piso al que llama, si podría hacerle el favor de abrir. Abro.
Cuando llaman a mi puerta, se me frunce el ceño y me cruza la frente este pensamiento, Deja de ser un viejo gruñón. El repartidor se habrá equivocado. Sé amable. Abro entonces y frente a mí me encuentro a mi mujer. Mi primer pensamiento es, Menos mal que barrí. Ella se queda en el umbral y cuando me fijo en sus ojos verdes me doy cuenta de que ya casi no los recordaba, lo que se había fijado era más la idea de sus ojos que sus ojos en sí. Luego nos abrazamos el largo abrazo de los tiempos largos en que dos seres que se quieren no se ven. Le hago pasar. Le ofrezco algo de beber. Hace frío.
Mi mujer está muy morena y muy rubia, tiene su gesto el cansancio del viaje y ese cansancio la vuelve bella con un algo de melancolía. Nos preguntamos mientras bebemos un té verde con hierbabuena cuánto hace que estamos separados. Ella calcula rápidamente y dice, Siete meses y doce días. Luego sonríe y baja la mirada y ese gesto atestigua que es ella, es su gesto y también que coja la taza con las dos manos y aspire, como lo haría una niña, los aromas mezclados de las hierbas.
Volga no cesa de hacerle gracias. Mi mujer responde a ellas hasta que sacando su carácter más sureño, lo calma, lo aparta y le avisa de que ya vale. Luego paseamos. Luego nos sentamos a la orilla de un lago e intentamos bebernos un vino con calma pero el frío es intenso. Volvemos entonces. Hacemos la comida y todo parece como cuando vivíamos juntos y las rutinas se hacían tiempo. Comemos. Bebemos un poco más de vino. Ella me cuenta sus estudios en Australia: la incidencia de la medicina occidental entre los aborígenes. Con el estómago lleno y la embriaguez del vino hacemos el follar y nos quedamos dormidos. Como siempre, como si fuera siempre nuestra vida, ella se despierta y se levanta antes, hace un café, vemos una película. Cuando está terminando le pregunto si se quedará a dormir, si se quedará muchos días. Mi mujer sonríe y me dice que no, que se va esta misma tarde, ha cogido una habitación cerca del aeropuerto porque al día siguiente parte hacia Canadá y prefería no tener prisas ni agobiarse con un atasco, Cosas así, dice. Comenta mientras se pone el abrigo de pelo de camello que quizá esté de vuelta para febrero. La acompaño hasta la puerta. Como siempre no se vuelve para decir adiós. Volga y yo nos miramos y dejamos que el resto del día transcurra sin pensar, sin recordar, sin decidir que lo que acaba de pasar ha sido verdad o tan sólo imaginación del que escribe.
De repente yo, Olmo Z., recuerdo: mi mujer ha vuelto de Australia, por sorpresa. Estoy en mi casa. Acabo de barrerla, no es una acción puntual, suelo barrer porque Volga es un perro de pelo largo y en cuanto estoy un par de días sin hacerlo el suelo de la casa se oscurece, se mece cuando abro las ventanas y en los rincones se acumula su pelo negro. Como digo acabo de barrerla y suena el timbre del portal. Una voz dice, Telepizza. Yo contesto que no he pedido nada y la voz me contesta que no le responden en el piso al que llama, si podría hacerle el favor de abrir. Abro.
Cuando llaman a mi puerta, se me frunce el ceño y me cruza la frente este pensamiento, Deja de ser un viejo gruñón. El repartidor se habrá equivocado. Sé amable. Abro entonces y frente a mí me encuentro a mi mujer. Mi primer pensamiento es, Menos mal que barrí. Ella se queda en el umbral y cuando me fijo en sus ojos verdes me doy cuenta de que ya casi no los recordaba, lo que se había fijado era más la idea de sus ojos que sus ojos en sí. Luego nos abrazamos el largo abrazo de los tiempos largos en que dos seres que se quieren no se ven. Le hago pasar. Le ofrezco algo de beber. Hace frío.
Mi mujer está muy morena y muy rubia, tiene su gesto el cansancio del viaje y ese cansancio la vuelve bella con un algo de melancolía. Nos preguntamos mientras bebemos un té verde con hierbabuena cuánto hace que estamos separados. Ella calcula rápidamente y dice, Siete meses y doce días. Luego sonríe y baja la mirada y ese gesto atestigua que es ella, es su gesto y también que coja la taza con las dos manos y aspire, como lo haría una niña, los aromas mezclados de las hierbas.
Volga no cesa de hacerle gracias. Mi mujer responde a ellas hasta que sacando su carácter más sureño, lo calma, lo aparta y le avisa de que ya vale. Luego paseamos. Luego nos sentamos a la orilla de un lago e intentamos bebernos un vino con calma pero el frío es intenso. Volvemos entonces. Hacemos la comida y todo parece como cuando vivíamos juntos y las rutinas se hacían tiempo. Comemos. Bebemos un poco más de vino. Ella me cuenta sus estudios en Australia: la incidencia de la medicina occidental entre los aborígenes. Con el estómago lleno y la embriaguez del vino hacemos el follar y nos quedamos dormidos. Como siempre, como si fuera siempre nuestra vida, ella se despierta y se levanta antes, hace un café, vemos una película. Cuando está terminando le pregunto si se quedará a dormir, si se quedará muchos días. Mi mujer sonríe y me dice que no, que se va esta misma tarde, ha cogido una habitación cerca del aeropuerto porque al día siguiente parte hacia Canadá y prefería no tener prisas ni agobiarse con un atasco, Cosas así, dice. Comenta mientras se pone el abrigo de pelo de camello que quizá esté de vuelta para febrero. La acompaño hasta la puerta. Como siempre no se vuelve para decir adiós. Volga y yo nos miramos y dejamos que el resto del día transcurra sin pensar, sin recordar, sin decidir que lo que acaba de pasar ha sido verdad o tan sólo imaginación del que escribe.
Narrativa
Tags : Colección El mes de noviembre Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/11/2014 a las 11:01 | {2}
6h 45m
Salgo de una habitación donde un antiguo compañero de la escuela en Tirana, teclea en una inmensa máquina de escribir del todo negra. Su último gesto es colocar la lámpara en su lado izquierdo y decirme, La luz desde la izquierda.
Apago el despertador. Fuera es casi la noche y ya una claridad que anuncia, deja ver que las nubes lo pueblan todo. Volga remolonea en el sofá. Al abrir la cafetera siento la primera sensación de cagarme vivo. Corro al cuarto de baño y suelto una cagada densa y de un hedor extraño (quisiera establecer la comparación con un bosque podrido pero va más allá por unas notas a descomposición de alma y azufre). Mientras cago de esta forma recuerdo un pasaje de la novela El Rodaballo en el que Günter Grass narra la época del neolítico cuando las sociedades eran matriarcales, en la cual las tribus se reunían para cagar y no para comer y pienso en el regocijo de estos seres antiguos ante los olores de sus respectivas mierdas y su examen posterior.
Aún así me tomo mi café y me fumo un cigarrillo.
Antes de sacar a pasear a Volga tengo un segundo retortijón que trae consigo una mierda menos densa, leve diría yo, hasta el punto de que cuando aprieto el botón de la cisterna y el agua intenta arrastrar los restos, muchos de ellos quedan flotando de tan ligeros.
7h 30m
No he podido aguantar. Lo he sabido cuando Volga y yo caminábamos por la calle ancha. He acelerado el paso. He apretado el culo. Al hacerlo sentía como si una aguja de punto me horadara el esfinter y se clavara al final del recto. Al final de la cuesta me he dicho, Hasta aquí llego y la mierda ha impregnado los calzoncillos y ha empezado a caer por mis muslos. ¡Qué paz he sentido! ¡Qué placer el calorcillo de la caca en mi piel!
Me he duchado. Me he cambiado. He puesto una lavadora. He pensado, Ahora tengo que coger el coche e ir a la cita. He sonreído porque he sabido que me estaba cagando por la importancia de la cita, una cita que puede aclarar o enturbiar mi vida (o así lo pienso). Una cita en la oficinas de la seguridad social para saber si debido a mis dolencias tengo derecho a un pensión por incapacidad permanente. Ser permanentemente incapaz. Me vuelvo a cagar. La mierda sigue siendo leve como remolino de viento.
8h 30m
El recorrido en coche hasta el pueblo donde se encuentra la oficina de la seguridad social es siempre hermoso y más en otoño. El estar sentado y el calor de la calefacción han atemperado mis ganas de cagar. Aparco. Salgo. Llueve y de nuevo me cago. Entro en un bar que más parece un salón de billar y mientras a la carrera le pido un café con leche templada al camarero, le pregunto también dónde se encuentran los servicios; ruego para que haya papel. Descargo de nuevo. Huele rematadamente mal. Me alegra que el bar sea grande porque si no estoy convencido que este olor se expandiría y echaría del local a la clientela (aunque esté compuesta cuando he llegado de un solo cliente). Aliviado de nuevo le pregunto al camarero si se encuentra muy lejos la calle a la que he de ir. Me responde que no, que tan sólo tengo que subir una cuesta y la tercera bocacalle a la izquierda. Pienso, ¡Hostias, otra cuesta!
10h 16m
Ya se cortó el derroche.
16h 43m
He vuelto de un trabajo que me da vida. Consiste en hacer la visita guiada de un museo. La visita dura una hora y media. En ningún momento he sentido que la necesidad me acuciara. Estoy cansado. Débil casi. Volga me mira con la petición de que le dé el paseo largo. Lo hago y de pura debilidad me caigo. Me sangra la rodilla izquierda. Mis huesos frágiles.
20h 45m
Se me cierran los ojos.
21h 56m
Hablo con mi mujer. Ahora viaja por Australia. Le agradezco su existencia. Tras ella salta un canguro. Se oyen risas a su alrededor. Me cuenta que está un poco borracha.
23h 56m
Justo antes de quedarme dormido he pensado, La luz desde la izquierda y la calma tras la mierda.
Salgo de una habitación donde un antiguo compañero de la escuela en Tirana, teclea en una inmensa máquina de escribir del todo negra. Su último gesto es colocar la lámpara en su lado izquierdo y decirme, La luz desde la izquierda.
Apago el despertador. Fuera es casi la noche y ya una claridad que anuncia, deja ver que las nubes lo pueblan todo. Volga remolonea en el sofá. Al abrir la cafetera siento la primera sensación de cagarme vivo. Corro al cuarto de baño y suelto una cagada densa y de un hedor extraño (quisiera establecer la comparación con un bosque podrido pero va más allá por unas notas a descomposición de alma y azufre). Mientras cago de esta forma recuerdo un pasaje de la novela El Rodaballo en el que Günter Grass narra la época del neolítico cuando las sociedades eran matriarcales, en la cual las tribus se reunían para cagar y no para comer y pienso en el regocijo de estos seres antiguos ante los olores de sus respectivas mierdas y su examen posterior.
Aún así me tomo mi café y me fumo un cigarrillo.
Antes de sacar a pasear a Volga tengo un segundo retortijón que trae consigo una mierda menos densa, leve diría yo, hasta el punto de que cuando aprieto el botón de la cisterna y el agua intenta arrastrar los restos, muchos de ellos quedan flotando de tan ligeros.
7h 30m
No he podido aguantar. Lo he sabido cuando Volga y yo caminábamos por la calle ancha. He acelerado el paso. He apretado el culo. Al hacerlo sentía como si una aguja de punto me horadara el esfinter y se clavara al final del recto. Al final de la cuesta me he dicho, Hasta aquí llego y la mierda ha impregnado los calzoncillos y ha empezado a caer por mis muslos. ¡Qué paz he sentido! ¡Qué placer el calorcillo de la caca en mi piel!
Me he duchado. Me he cambiado. He puesto una lavadora. He pensado, Ahora tengo que coger el coche e ir a la cita. He sonreído porque he sabido que me estaba cagando por la importancia de la cita, una cita que puede aclarar o enturbiar mi vida (o así lo pienso). Una cita en la oficinas de la seguridad social para saber si debido a mis dolencias tengo derecho a un pensión por incapacidad permanente. Ser permanentemente incapaz. Me vuelvo a cagar. La mierda sigue siendo leve como remolino de viento.
8h 30m
El recorrido en coche hasta el pueblo donde se encuentra la oficina de la seguridad social es siempre hermoso y más en otoño. El estar sentado y el calor de la calefacción han atemperado mis ganas de cagar. Aparco. Salgo. Llueve y de nuevo me cago. Entro en un bar que más parece un salón de billar y mientras a la carrera le pido un café con leche templada al camarero, le pregunto también dónde se encuentran los servicios; ruego para que haya papel. Descargo de nuevo. Huele rematadamente mal. Me alegra que el bar sea grande porque si no estoy convencido que este olor se expandiría y echaría del local a la clientela (aunque esté compuesta cuando he llegado de un solo cliente). Aliviado de nuevo le pregunto al camarero si se encuentra muy lejos la calle a la que he de ir. Me responde que no, que tan sólo tengo que subir una cuesta y la tercera bocacalle a la izquierda. Pienso, ¡Hostias, otra cuesta!
10h 16m
Ya se cortó el derroche.
16h 43m
He vuelto de un trabajo que me da vida. Consiste en hacer la visita guiada de un museo. La visita dura una hora y media. En ningún momento he sentido que la necesidad me acuciara. Estoy cansado. Débil casi. Volga me mira con la petición de que le dé el paseo largo. Lo hago y de pura debilidad me caigo. Me sangra la rodilla izquierda. Mis huesos frágiles.
20h 45m
Se me cierran los ojos.
21h 56m
Hablo con mi mujer. Ahora viaja por Australia. Le agradezco su existencia. Tras ella salta un canguro. Se oyen risas a su alrededor. Me cuenta que está un poco borracha.
23h 56m
Justo antes de quedarme dormido he pensado, La luz desde la izquierda y la calma tras la mierda.
Narrativa
Tags : Colección El mes de noviembre Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/11/2014 a las 11:14 | {3}
11h 18m
Tenía en mi mente la fragancia de un caramelo en el celofán que lo envolvía. Estaba subido en una silla. Era tanta la altura que supongo que había de ser muy pequeño. Ahí sentado, solo, con la fragancia del caramelo que había quedado impregnada en el celofán se estaban creando mis sinapsis neuronales, se estaba gestando mi representación del mundo.
Cuando el maestro nos maltrataba se estaba creando mi representación del mundo y también cuando veía a Wislawa meterse en la cama con restos de olor a formol y cuando poco después, en el piso a oscuras, empezaba a escuchar sus sollozos, se estaba conformando mi representación del mundo que hoy sé que no es el mundo y también sé hoy que entonces no era consciente de que lo estaba creando. Luego me he preguntado cuánto incide en el carácter de un hombre el hecho de que una de esas noches en el piso a oscuras, con el frío de los otoños tiranos, siendo muy niño, al acercarme a la cama de mi madre, acariciarle el pelo que caía, grasiento, sobre su frente y preguntarle, ¿Por qué lloras mamá? ella me respondiera, Porque me sale del coño. Vete a tu cama. ¿Cuánto incide que yo me volviera a mi cama y no pudiera dormir y me preguntara por qué suena tanto el viento si es invisible? ¿Por qué resuenan tanto las cosas invisibles? ¿Por qué no dejan de chocar una vez y otra contra elementos visibles y sólidos?
Los árboles del lugar en el que ahora vivo han dejado ya caer su fortaleza de estío. Mis manos se acercan al olvido. Mis ojos se van volviendo más castaños. Fue tanta la intensidad de ayer que hoy derivo hacia la caída anestesiado. Cuando aventuro el futuro desisto de someterlo a examen. Es una sensación muy parecida a la que sentí esta mañana muy temprano. Caminábamos Volga y yo por la calle ancha. Dos operarios retiraban el cadáver de Su, el perro abandonado que ayer jugó con Volga. Tenía el cráneo aplastado. Al ver el desdén con el que los operarios realizaban su trabajo me he vuelto a preguntar quién ensalzó nuestra especie.
Muy temprano he llamado a una oferta de empleo para ocupar una portería. Me ha respondido una mujer de voz chillona. Parecía nerviosa. Me ha preguntado si era español. Le he contestado que no de origen. Entonces ha colgado. He sentido frío en los pies. No me he preguntado qué hago en este país. Sólo he sentido frío en los pies. Y he recordado que los héroes han de llegar hasta lo más hondo de su tragedia para resurgir. Y me he preguntado si alguna vez seré capaz de saber que ya estoy en lo más hondo o si lo más hondo no es más que una figura retórica porque lo hondo no tiene suelo.
Debo demasiado dinero, me digo. Tengo demasiadas deudas. Y van en aumento. Su ya no tiene deudas. Los muertos del cementerio tampoco las tendrán (deudas dinerarias digo porque quizás estén siendo juzgados por dioses que habitan en lugares invisibles como el aire y que chocan contra nuestras culpas como martillo de herrero primordial en su intento de desentrañar la esencia de hierro de la roca).
La caída hoy es más suave. No tengo congoja. No tengo angustia. Tan sólo baña mi estado de un soplo triste el cráneo aplastado de Su. La voz chillona de la mujer no ha incidido en mi día. La altura de la silla en la que estoy sentado no me resulta excesiva. Será que ya no soy un niño.
Tenía en mi mente la fragancia de un caramelo en el celofán que lo envolvía. Estaba subido en una silla. Era tanta la altura que supongo que había de ser muy pequeño. Ahí sentado, solo, con la fragancia del caramelo que había quedado impregnada en el celofán se estaban creando mis sinapsis neuronales, se estaba gestando mi representación del mundo.
Cuando el maestro nos maltrataba se estaba creando mi representación del mundo y también cuando veía a Wislawa meterse en la cama con restos de olor a formol y cuando poco después, en el piso a oscuras, empezaba a escuchar sus sollozos, se estaba conformando mi representación del mundo que hoy sé que no es el mundo y también sé hoy que entonces no era consciente de que lo estaba creando. Luego me he preguntado cuánto incide en el carácter de un hombre el hecho de que una de esas noches en el piso a oscuras, con el frío de los otoños tiranos, siendo muy niño, al acercarme a la cama de mi madre, acariciarle el pelo que caía, grasiento, sobre su frente y preguntarle, ¿Por qué lloras mamá? ella me respondiera, Porque me sale del coño. Vete a tu cama. ¿Cuánto incide que yo me volviera a mi cama y no pudiera dormir y me preguntara por qué suena tanto el viento si es invisible? ¿Por qué resuenan tanto las cosas invisibles? ¿Por qué no dejan de chocar una vez y otra contra elementos visibles y sólidos?
Los árboles del lugar en el que ahora vivo han dejado ya caer su fortaleza de estío. Mis manos se acercan al olvido. Mis ojos se van volviendo más castaños. Fue tanta la intensidad de ayer que hoy derivo hacia la caída anestesiado. Cuando aventuro el futuro desisto de someterlo a examen. Es una sensación muy parecida a la que sentí esta mañana muy temprano. Caminábamos Volga y yo por la calle ancha. Dos operarios retiraban el cadáver de Su, el perro abandonado que ayer jugó con Volga. Tenía el cráneo aplastado. Al ver el desdén con el que los operarios realizaban su trabajo me he vuelto a preguntar quién ensalzó nuestra especie.
Muy temprano he llamado a una oferta de empleo para ocupar una portería. Me ha respondido una mujer de voz chillona. Parecía nerviosa. Me ha preguntado si era español. Le he contestado que no de origen. Entonces ha colgado. He sentido frío en los pies. No me he preguntado qué hago en este país. Sólo he sentido frío en los pies. Y he recordado que los héroes han de llegar hasta lo más hondo de su tragedia para resurgir. Y me he preguntado si alguna vez seré capaz de saber que ya estoy en lo más hondo o si lo más hondo no es más que una figura retórica porque lo hondo no tiene suelo.
Debo demasiado dinero, me digo. Tengo demasiadas deudas. Y van en aumento. Su ya no tiene deudas. Los muertos del cementerio tampoco las tendrán (deudas dinerarias digo porque quizás estén siendo juzgados por dioses que habitan en lugares invisibles como el aire y que chocan contra nuestras culpas como martillo de herrero primordial en su intento de desentrañar la esencia de hierro de la roca).
La caída hoy es más suave. No tengo congoja. No tengo angustia. Tan sólo baña mi estado de un soplo triste el cráneo aplastado de Su. La voz chillona de la mujer no ha incidido en mi día. La altura de la silla en la que estoy sentado no me resulta excesiva. Será que ya no soy un niño.
Narrativa
Tags : Colección El mes de noviembre Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/11/2014 a las 11:16 | {0}
20 h 03 m
Han sido pocas cosas y todas duras. Me pregunto si este mundo donde la codicia campa por sus respetos merece ser vivido. Pienso en metáforas. Las desecho.
Escucho por el teléfono la desesperación de un hombre. Es de tal magnitud que ese hombre caga negro, caga sangre, le falta el aire, no duerme y sufre una crisis de ansiedad que le lleva a desahogarse conmigo al que apenas conoce. Y esa ansiedad viene por la falta de dinero. Un hombre con una empresa y con dieciséis empleados a los que insulta, a los que desprecia porque no se dejan la vida en un negocio que no es suyo. Un hombre que se lamenta de que al final de su vida laboral se vea en semejantes estrecheces, todo a punto de derrumbarse.
Yo le contesto que mi vida ya se ha derrumbado varias veces, si fuera rico le diría que me he arruinado varias veces. Le digo que lo único importante es ser digno. Se lo digo yo que estoy a punto de quedarme sin hogar, sin mis queridas paredes, sin mi querido Volga, sin mis espacios. ¡Qué importantes son los espacios para los mamíferos!
El hombre está inconsolable.
Mi vida vuelve a saltar por los aires.
El viento se ha levantado y la luna llena campa por el cielo. La miro y le hago un ruego mientras Volga juguetea con la hierba de una pequeña pradera. Al caminar por la cuesta del cementerio un muchacho navega el suelo con su tabla. Volga se alborota. El muchacho se sienta en el bordillo de la acera. Volga se le acerca. El muchacho le acaricia. Me emociona ese momento. He buscado a Su. No lo hemos visto. Entonces he vuelto y he mirado mi casa como se mira lo que se va a dejar atrás para siempre: un amor, una mirada, un cielo en lugar improbable o el recuerdo de una frase de Wislawa una tarde en una ciudad de Albania junto a la tapia de otro cementerio en todo semejante al que acabo de rodear, Hasta muertos los hombres necesitan estar cerca unos de otros.
Han sido pocas cosas y todas duras. Me pregunto si este mundo donde la codicia campa por sus respetos merece ser vivido. Pienso en metáforas. Las desecho.
Escucho por el teléfono la desesperación de un hombre. Es de tal magnitud que ese hombre caga negro, caga sangre, le falta el aire, no duerme y sufre una crisis de ansiedad que le lleva a desahogarse conmigo al que apenas conoce. Y esa ansiedad viene por la falta de dinero. Un hombre con una empresa y con dieciséis empleados a los que insulta, a los que desprecia porque no se dejan la vida en un negocio que no es suyo. Un hombre que se lamenta de que al final de su vida laboral se vea en semejantes estrecheces, todo a punto de derrumbarse.
Yo le contesto que mi vida ya se ha derrumbado varias veces, si fuera rico le diría que me he arruinado varias veces. Le digo que lo único importante es ser digno. Se lo digo yo que estoy a punto de quedarme sin hogar, sin mis queridas paredes, sin mi querido Volga, sin mis espacios. ¡Qué importantes son los espacios para los mamíferos!
El hombre está inconsolable.
Mi vida vuelve a saltar por los aires.
El viento se ha levantado y la luna llena campa por el cielo. La miro y le hago un ruego mientras Volga juguetea con la hierba de una pequeña pradera. Al caminar por la cuesta del cementerio un muchacho navega el suelo con su tabla. Volga se alborota. El muchacho se sienta en el bordillo de la acera. Volga se le acerca. El muchacho le acaricia. Me emociona ese momento. He buscado a Su. No lo hemos visto. Entonces he vuelto y he mirado mi casa como se mira lo que se va a dejar atrás para siempre: un amor, una mirada, un cielo en lugar improbable o el recuerdo de una frase de Wislawa una tarde en una ciudad de Albania junto a la tapia de otro cementerio en todo semejante al que acabo de rodear, Hasta muertos los hombres necesitan estar cerca unos de otros.
Narrativa
Tags : Colección El mes de noviembre Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/11/2014 a las 19:57 | {0}
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Narrativa
Tags : Colección El mes de noviembre Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/11/2014 a las 10:19 | {0}