Habrá que trabajar la luz alguna tarde y descansar después como agotado.
Tendrá que analizar el sueño de la noche: su hermano con cuerpo de mujer, desnudo en un aseo, le señala la base del retrete que está lleno de mierda. No recuerda si es su hermano con cuerpo de mujer quien le ordena que lo limpie. O si es él el que ha decidido limpiarlo. El resultado es, en todo caso, que su hermano desnudo y con cuerpo de mujer es el que lo limpia y él le mira a un mismo tiempo agradecido y sorprendido. Su hermano con cuerpo de mujer y desnudo le sonríe y la última sensación del sueño -ya no sabe si es imagen soñada o añadida en la vigilia- es sentir que su hermano con cuerpo de mujer y desnudo se eleva y él siente estar asistiendo a la Ascensión de la Virgen.
Habrá que trabajar la luz como oposición metafórica a la oscuridad. Deberá quitarle dictadura a la Muerte, pobre déspota sin ciudadanos, y rebajarla a su condición servil de segadora de campos. Y cuando el perro con el que habita no quiera seguir el camino, humillar la testuz y junto a él volver a casa.
Habrá que esperar el abrazo y si éste no llega adorar a la Esperanza que promovió en el presente sin dicha un futuro con su generación de alegrías.
Todo para no ahogarse hoy. Porque es una gran colonia de seres vivos. Porque el sueño con su hermano desnudo y con cuerpo de mujer es una hermosa alegoría de la dualidad. Incluso podría afinar más y llegar a la conclusión de que el rostro de su hermano con cuerpo de mujer es, en realidad, el rostro de su hermana pero el cuerpo de mujer no es el de ella sino el de él.
Llegará el tiempo del olvido. Y estos proyectos, por fin, se quedarán vacíos.
Cuarenta días, muchacha que te perdiste en la ciudad de Salem, en el Estado de Oregón de los Estados Unidos de Norteamérica. ¡Qué rimbombantes suenan los nombres oficiales! La oficialidad de los nombres. Allí te me perdiste. Allí, tan lejos, empezaste a diluirte como si hubieras sido desde siempre una pompa de jabón o el globo terráqueo que un día salió volando por la ventana de mi casa sita en la calle Fernando el Católico no recuerdo el número -quizá 43- de la ciudad de Madrid. Yo vi cómo aquel globo se desprendía del hilo con el que lo tenía amarrado al techo de la habitación donde dormía y escribía y pudo más la poesía de verlo irse por la ventana que el afán por poseerlo. Así hago contigo a quien tanto quiero, a quien tanto añoro, mi pequeña pompa de jabón, mi tierruca.
Cuarenta días en el desierto de ti. Cuarenta días sin agua. Cuarenta días sin oasis a la vista. Cuarenta días sin tan siquiera espejismos. Así pasa la vida y así se viene la muerte sin saber cómo se hacen bien las cosas; sin saber siquiera si la cosas (qué palabra tan socorrida que no se refiere a nada y al mismo tiempo parece referirse a todo. La palabra cosa y su plural cosas) tienen esa característica de estar bien o mal hechas -y entre el bien y el mal infinita gama -.
Cuarenta días son una maldición. Cuarenta días son demasiados matices en el cielo y demasiadas noches en vela. Cuarenta días son un volcán, son un cruce de caminos, son una invocación a los viejos dioses, a los que se comían lo creado para regurgitarlo y dar la sensación de haber generado un universo nuevo que a la postre según nos narran sus rapsodas se rige por las mismas viejas reglas; cuarenta días sin tu voz, sin tus ojos, sin tu pensamiento, sin tu latido, sin tu rutina, sin tu sentido, sin tus preguntas, sin tus deseos, sin tus visiones, sin tus dolores, sin tus amigos, sin tus misiones, sin tu futuro, sin tus estudios, sin tus lecturas, sin tu música, sin tus aspiraciones, sin tus actitudes, sin tus sueños, sin tus vigilias, sin tus películas, sin tus canciones. Son muchos días, muchacha que te perdiste en la ciudad de Salem, allá, tan lejos que había que cruzar todo un océano, el Tenebroso, para alcanzarte, para poder verte, verte un segundo, mirarte un segundo siquiera tus manos, escuchar un minuto tu voz...
Cuarenta días pueden romper el corazón de un hombre.
Cuarenta días bastan para dejar sin sentido una vida.
Cuarenta días fueron los que necesitó aquél para entregarse.
El temblor ante la sombra. La potencia del sol sobre sus cabezas. El canto de la chicharra. El movimiento debido a un motor de cuatro tiempos. La siega. La era.
Nostalgia por lo que termina (todo hay que escribirlo: una nostalgia sin motivo ninguno). Y la idea de una nota dejada sobre la mesa en la que escribió durante muchos años: Quiero seguir el viaje.
Duerme el mundo porque quienes manejan los objetos y los seres inanimados que luego se verán reflejados en la piedra del fondo de la cueva, duermen. Todo hay que escribirlo: quienes manejan a los alienadores alienados no pueden seguir manipulando a los prisioneros con las sombras si los que manejan los objetos y seres proyectados duermen.
En la mañana transcurre esta idea. Jamás ayer se le ocurrió esto que ahora escribe. Nunca lo supuso (porque todo hay que escribirlo admitamos que en el sueño o en esos lugares de la vigilia a los que la conciencia no llega, puede que ahí estuvieran ya latentes estas líneas).
Temblor de la barbilla. Temblor del mediodía. A lo lejos los motores de un avión varían su tonalidad por el efecto Doppler. Siguen batiendo sus élitros las chicharras. Justo ahora se abren los pétalos de una flor en algún lugar de Tierra. Nadie puede negar que si nadie observa la Montaña ésta pueda estar bailando.
No sé cuánto habrá de seguir. A esta pulsión parece referirse. A estos años que son nada. Ya es olvido y dentro de un suspiro será ignorancia.
Cuando Dios me dejó de creer, empecé a correr.
Casi a la misma hora y como si estuviera rezando, el hombre se arrodilló ante el ídolo y se metió un cirio por el ano. Gemía lóbregamente. Parecía hijo de Noche Tenebrosa y Tiempo. Rumiaba culpas antiguas, de antes de estar él en el mundo. Decimos que era casi a esa misma hora pero no hemos dicho cuál era. Digamos algo: es la hora en la que parece que el cielo empieza a clarear y no clarea.
En la otra punta del mundo una niña se marea. En la otra de las cuatro puntas, un niño se duerme al fin. En la última de las puntas una mujer descubre que apenas le queda pie.
Suena el piano a tormenta.
Suena la estirpe a cosecha.
Suena el enano a gigante.
Suena la nana a la guerra.
Todo casi a la misma hora. No queremos precisar más. Ni tan siquiera nos nombraremos. Seremos Nosotros. Llamadnos así: ¡Nosotros, acudid!
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Ensayo poético
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/05/2022 a las 12:47 | {0}