Por algún lugar anda cojitranca la verdad. No todo será interpretar, se dice la chelista mientras afina el instrumento justo antes de salir a escena. Aquello pasó y aquello y aquello otro. Luego será el recuerdo quien tropiece, quien se rompa las piernas (metafóricamente pensando). La chelista se jira en el espejo del camerino. Nunca fue guapa, desde niña lleva la cara disfrazada por culpa de una que le rajó la mejilla de arriba abajo por una cuestión de chucherías; con los filos de una botella de cristal la marcó para siempre y también marcó su destino porque fue entonces, con la sangre chorreando por su mejilla -la izquierda para ser más precisa- cuando supo que sólo podría vivir siendo chelista. Siempre salía a escena con un velo cubriendo el tajo y exigía al encargado de las luces que rodeara su rostro con un halo de misterio. Así se escucha mejor la sonata para violonchelo de Cesar Frank, argumentaba cuando algún quisquilloso preguntaba el por qué de esa tenuidad en la iluminación de escena. Siempre tocaba la sonata para violonchelo de Frank ya fuera en un bis o en el programa. Necesitaba escuchar su melodía y mientras lo hacía rememorar la tarde en la que su vida tomó un rumbo del todo inesperado y decidió dedicarse a la música como habría podido decidirse por el esquí de fondo. Fue la sangre en su mejilla, lo rojo líquido en su manos, el pavor que sintió, el escozor en la cara y esa primera imagen que le acudió a la cabeza y que no se le quitó hasta que le pusieron el último punto de sutura: un violonchelo entre sus piernas y un arco en su mano diestra quien marcó también su destino; si la imagen hubiera sido un bosque nevado, un par de esquís y unos bastones allá la veríais hoy compitiendo, luchando a brazo partido, dejándose el alma por vencer como ahora se deja el alma y las articulaciones de los dedos recorriendo el mástil del chelo. Esa es la verdad, cojitranca, sí, pero sin interpretación que valga.
Se paseaba de arriba a abajo de la calle. Esperaba. Había dejado abierta la puerta de la casa. De vez en en cuando entraba y miraba al animal. Volvía a salir. Encendía un cigarrillo. Llegó un vecino. Le preguntó por el animal. De esta no sale, le respondió. Volvió a mirar calle abajo. El vecino le preguntó a quién esperaba. A Cosme, dijo. ¿Cosme el del taller? pregunto de nuevo el vecino. Sí, dijo el hombre. De repente se calló; salió corriendo hacia su casa; entró. Pasó un tiempo. Volvió a salir. El vecino se había sentado en un poyete. Pensé que se había muerto, dijo el hombre. Se sentó también. Masculló, No me jodas que hoy no va a venir. Insistió el vecino, Pero ¿tú para qué quieres a Cosme? El hombre se encendió un truja. Dio una calada honda. Escupió. Para que me deje un azadón, dijo al fin. Porque la otra vez, con la pala, no sabes lo que me costó hacerle el hoyo al otro bicho. Ahora que la tierra está tan seca, será más fácil con un azadón. Jodío Cosme como hoy no venga. El hombre siguió fumando. El vecino se levantó y le dijo, Voy a seguir un rato con lo mío y lo dejó allí esperando el azadón con el que cavar el hoyo donde enterrar al animal que agonizaba desde hacía tres días en la sala de su casa.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/05/2023 a las 23:40 | {0}Cuando ya no me quieras
el sol habrá muerto para siempre
y quedará en mi mente
el recuerdo de aquellos rayos –tus ojos-
de aquel estremecimiento –tu piel-
de aquel estallido de color –tu risa-
de aquella calma inmensa –tu dormir-
Cuando ya no me quieras
habrá muerto una estancia soleada de mi casa
Sabré amoldarme
claro que me reiré
pero el sol habrá muerto para siempre
la luna habrá avejentado mil millones de años por segundo
y las mareas, aturdidas, olvidarán su cometido
Cuando ya no me quieras
escucharé una canción
volveré a rezar a dioses paganos
me refugiaré en la lectura de gente muy sesuda
y lloraré, ¡ah, sí! ¡cuánto lloraré!
en esas noches de febrero
de cielo raso azul casi negro
cuyos puntos de luz son fuego
ya no son estrellas, son fuego
que me incendia el alma
los días ya perdidos
los mares a los que nunca volveré
las miradas como pecios
cubiertas de algas y olvido
Cuando ya no me quieras
el tiempo se habrá convertido
en simple eternidad.
Descanse, entonces, en paz.
Siempre sigo aquí. Sólo que los días. Sí, abril es un mes cruel. Todo es hermoso y se pudre muy pronto. Tiemblo en estos días. Espero con cierto sobresalto en el corazón que el día transcurra con calma. ¡Oh, sí, cómo anhelo la calma! ¿Es vejez? ¿Es no querer luchar más? Tan sólo una lucha contra una pendiente cuando subo hasta la presa o la lucha por seguir soñando aunque el sueño tenga cierto grado de angustia (todos mis sueños tienen un punto de incertidumbre que me crea desasosiego. Es como si el que observa el sueño [siempre hay un observador en mi soñar] estuviera muy atento por si el sueño se torciera) son luchas que me apetecen. La semana que viene iniciaré una nueva lucha: la lucha por ir a nadar. Es una lucha que quiero vencer. Hace demasiados años que dejé de hacerlo.
Siempre estoy aquí, sólo que a veces siento si no es ya inútil seguir escribiendo, si ya está todo dicho, si tan sólo repito una vez y otra los mismos temas, las mismas obsesiones. Siempre estoy aquí. Miro la revista que empecé a escribir hace ya 15 años, un mes de septiembre de 2008, gracias a la insistencia de mi amigo y poeta Raúl Morales y me digo, Sigue un día más, escribe una entrada más, este picnic que es la vida sólo se vive una vez, come de lo que más te guste y a ti te gustan las palabras, te gusta relacionarlas, te gusta expresarte, te gusta que otros reciban lo que escribes, no cejes -me digo-, inténtalo un día más, pon una palabra tras otra un día más y organiza las palabras mediante una sintaxis que haga comprensible su relación...
Sí, sigo aquí en plena crueldad de abril. Amo abril. Sigo aquí.
Eso es lo que dijo. Luego se calló y anduvo rumiando un buen rato. A veces escuchábamos que repetía la frase y luego volvía a rumiar y vuelta a vomitar la frase y vuelta a rumiarla. Todos sabíamos que era un hombre bueno, de ésos que parecen ausentes pero en el momento en que había que dar el callo allí estaba él, el primero, sin alardes, al tajo, lo que fuera, para lo que se le necesitara. Alguno dijo que tenía un gran secreto. El que lo dijo afirmó que era un secreto familiar, una hija quizá, una madre. Cuando le preguntamos que cómo decía saber ese secreto y cómo sabía que se trataba de una mujer, el que afirmaba contestaba que porque hablaba en femenino, mejor dicho, mascullaba en femenino, él lo había oído, una noche en la taberna, ya muy tarde, estaba cerca de él y lo oyó y luego se quedó callado, con los ojos vidriosos, aguantado el llanto como le habían enseñado que debían hacer los hombres. ¡Y vaya si lo aguantaba! Nos apenó verlo muerto en lo alto del monte Gris. Alguna dijo que se fue a morir allá arriba igual que hacen los elefantes porque se sentía viejo y pronto sería un estorbo. Se había cortado las venas de los brazos a lo largo. Junto a él había una carta metida en un sobre y en el sobre había escrito unas señas. Era una mujer a quien se la enviaba. Llevaba como primer apellido uno distinto al suyo. Alguien la cogió. Seguramente la enviaría.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/04/2023 a las 21:49 | {0}
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Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/05/2023 a las 19:26 | {0}