Eran flechas las gotas de lluvia, furiosas como el grito de una madre hacia el hijo que no ama. Era la tarde oscura y temblaban de terror las hojas del roble. Algo iba a pasar, se decían las unas a las otras. Sin medida el terror. Sin fin la tenebrosidad del último golpe de luz. Volaba el caballo sin montura por la desierta, inacabable llanura del cielo; iba en busca de su amazona, que había muerto sin cura del veneno de la maldad y aún así él la amaba; la había amado siempre, desde el primer día que acarició su crin y sintió la sangre caliente de su mano; desde el día en que lo montó a horcajadas y lo espoleó con rabia para que volara, para que volara; al oído le gritaba, ¡Vuela, caballo, vuela! ¡Vuela hacia el bosque! ¡Vuela lejos de aquí!
Luego fue testigo de la maldad de su dueña; le vio tratar con la crueldad de una flor carnívora al joven que la amaba; le vio arrancar los cabellos a una muchacha más lozana que ella; le vio envenenar el agua de un bebedero de mirlos; le vio dejarse abrazar por un gañán que nada le importaba mientras a lo lejos el joven que la amaba apretaba las mandíbulas y se alejaba del lugar donde por primera vez amó mientras ella le miraba. Y aún así cuando ella acariciaba su crin por las mañanas y colocaba la silla española en su lomo y sentía el peso ligero de su pie en el estribo y cómo tomaba las riendas y cómo lo espoleaba, sentía por ella un amor que le hacía olvidar el mal y juntos corrían por la estepa, por el bosque, por las umbrías de los ríos y atravesaban vados y subían por laderas peligrosas y descendían por barrancos horribles y descansaban en cualquier parte hasta que al anochecer ella lo llevaba a la cuadra, le ponía su forraje, cepillaba su pelo alazán y lo despedía con un, Mañana te obligaré a más.
Así un día y otro día, viendo la crueldad de su amazona y queriéndola más que a su propia vida.
Nadie sabe por qué ocurren los hechos. Nos aferramos a la causa y su efecto pero quizá eso sólo sirva como explicación para la ciencia y para mentes estrechas. Podríamos decir que cuando el caballo vio a su ama bañarse desnuda en el estanque, sabiendo como sabía, que el joven que la amaba la espiaba, por su mente pasó una ráfaga de misericordia. El joven sufría eso que el corazón no sabe pensar y la muchacha se reía de eso que ella no había sentido jamás. Se burló del joven. Le hizo salir de su escondrijo. Lo embelesó con promesas. Le permitió que se acercara. Le dejó que la viera desnuda y mojada. Incluso se acercó con la intención -creyó él- de besarle pero le escupió en la cara, le ordenó que se alejara, le llamó Lascivo, Ladrón de honra; le amenazó con denunciarle a sus padres y le gritó, ¡Nunca, nunca jamás! ¡Te desprecio!
Galopaban la amazona y el caballo como un solo cuerpo, un alma única. La tormenta se acercaba tras ellos pero aún no los alcanzaba. Se oía el trueno. Fulgía el rayo. Ambos sabían que al rodear la gran roca de los Mil Años debían girar a la izquierda para evitar el abismo que se abría de improviso a su derecha; un corte en la montaña tan inesperado que llamaban a aquel recodo La Curva de los Espantos. Caballo y Amazona se sabían de memoria el movimiento. A lo largo de los años lo habían apurado hasta el milímetro. Un solo cuerpo. Sólo un alma. Cuando ella recogió la rienda izquierda, suavemente, como si fuera un sutil recordatorio de lo que no hace falta avisar, el caballo se lanzó serena y velozmente hacia el abismo y se detuvo tan de golpe al llegar al borde que la amazona salió despedida de boca y cayó sin grito, sin sorpresa hacia lo hondo de la tierra, hacia el más puro infierno.
Desde entonces dicen que el caballo vuela sin montura, herido de amor huido.
Luego fue testigo de la maldad de su dueña; le vio tratar con la crueldad de una flor carnívora al joven que la amaba; le vio arrancar los cabellos a una muchacha más lozana que ella; le vio envenenar el agua de un bebedero de mirlos; le vio dejarse abrazar por un gañán que nada le importaba mientras a lo lejos el joven que la amaba apretaba las mandíbulas y se alejaba del lugar donde por primera vez amó mientras ella le miraba. Y aún así cuando ella acariciaba su crin por las mañanas y colocaba la silla española en su lomo y sentía el peso ligero de su pie en el estribo y cómo tomaba las riendas y cómo lo espoleaba, sentía por ella un amor que le hacía olvidar el mal y juntos corrían por la estepa, por el bosque, por las umbrías de los ríos y atravesaban vados y subían por laderas peligrosas y descendían por barrancos horribles y descansaban en cualquier parte hasta que al anochecer ella lo llevaba a la cuadra, le ponía su forraje, cepillaba su pelo alazán y lo despedía con un, Mañana te obligaré a más.
Así un día y otro día, viendo la crueldad de su amazona y queriéndola más que a su propia vida.
Nadie sabe por qué ocurren los hechos. Nos aferramos a la causa y su efecto pero quizá eso sólo sirva como explicación para la ciencia y para mentes estrechas. Podríamos decir que cuando el caballo vio a su ama bañarse desnuda en el estanque, sabiendo como sabía, que el joven que la amaba la espiaba, por su mente pasó una ráfaga de misericordia. El joven sufría eso que el corazón no sabe pensar y la muchacha se reía de eso que ella no había sentido jamás. Se burló del joven. Le hizo salir de su escondrijo. Lo embelesó con promesas. Le permitió que se acercara. Le dejó que la viera desnuda y mojada. Incluso se acercó con la intención -creyó él- de besarle pero le escupió en la cara, le ordenó que se alejara, le llamó Lascivo, Ladrón de honra; le amenazó con denunciarle a sus padres y le gritó, ¡Nunca, nunca jamás! ¡Te desprecio!
Galopaban la amazona y el caballo como un solo cuerpo, un alma única. La tormenta se acercaba tras ellos pero aún no los alcanzaba. Se oía el trueno. Fulgía el rayo. Ambos sabían que al rodear la gran roca de los Mil Años debían girar a la izquierda para evitar el abismo que se abría de improviso a su derecha; un corte en la montaña tan inesperado que llamaban a aquel recodo La Curva de los Espantos. Caballo y Amazona se sabían de memoria el movimiento. A lo largo de los años lo habían apurado hasta el milímetro. Un solo cuerpo. Sólo un alma. Cuando ella recogió la rienda izquierda, suavemente, como si fuera un sutil recordatorio de lo que no hace falta avisar, el caballo se lanzó serena y velozmente hacia el abismo y se detuvo tan de golpe al llegar al borde que la amazona salió despedida de boca y cayó sin grito, sin sorpresa hacia lo hondo de la tierra, hacia el más puro infierno.
Desde entonces dicen que el caballo vuela sin montura, herido de amor huido.
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/03/2017 a las 19:13 | {2}