Ayer escribí la última palabra a mi penúltima obra de teatro. Por lo menos es la última palabra del borrador. La palabra es Salud. Quizás acabe titulándola Apocalipsis de San Juan. Empecé a escribirla en febrero de este año y los dos primeros actos surgieron como si los llevara dentro desde siempre, tan sólo necesitaba el rigor y la tenacidad que por una cuestión de estilo, me faltan. Terminé esos dos actos en marzo y desde entonces silencio. Tan sólo por experiencia sé -y también sé por experiencia que ésta no asegura el acierto- que la creación tiene un tiempo muy suyo. Sé que existen escritores funcionarios que se levantan todos los días y de tal hora a tal hora escriben lo que, en última instancia, les asegurará una ingente producción de páginas. En mi preceptiva sólo escribo así cuando es un trabajo de encargo, un guión para televisión por ejemplo o cuando trabajaba para la revista Mía en los años noventa y tenía que entregar perfiles de personajes famosos o un cuento cada quince días. Por cierto que me dio mucha rabia cuando una amiga de la que entonces era mi mujer, me perdió todas las revistas que yo pacientemente había ido coleccionando. No eran unos perfiles demasiado buenos ni unos cuentos maravillosos, justamente se me pedía lo contrario, es decir, cuentos para que leyeran las mujeres mientras les hacían la permanente en la peluquería. Esa labor fue la que me regaló el oficio de escritor. Y la hice con gusto. Sobre todo recuerdo una serie que se llamó Cazumel y que narraba la historia de amor entre una indígena y uno de los primeros conquistadores españoles en la expedición de Hernán Cortés. Para documentarme me leí La historia de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. ¡Menudo tocho el del buen soldado! También la experiencia me aconsejaba terminar lo empezado con la menor dilación posible. Luego he creído descubrir que ese principio rige para las narraciones llamémoslas canónicas. No así -necesariamente- para las creaciones más libres, más inconscientes. Suelo defenderme arguyendo que la primera escritura ha de ser enteramente libre, libre también en el tiempo y que es en la revisión del primer borrador donde la maquinaria técnica ha de hacer su entrada. En todo caso se corre el riesgo si una obra se deja al albur de su propio tiempo, de que o bien la idea se seque o que la continuación pierda el aire del inicio.
Apocalipsis de San Juan se quedó entre marzo y agosto olvidada, que no ignorada, en la mesa que tengo junto al ventanal. Dispongo de dos mesas de trabajo. Ésta en la que ahora escribo está de espaldas al ventanal. Es una vieja mesa que me regaló mi amiga Pilar. Una mesa que estaba arrinconada en el sótano de una almoneda y que, por sus características, siempre he pensado que perteneció a un convento de monjas de clausura; la otra, la que está junto al ventanal, estaba ya en la casa que alquilé hace ahora seis años; es una mesa bien fea, de éstas de Ikea o sitio parecido con una tablero hecho con algún tipo de plástico que sugiere cristal. En esta mesa suelo trabajar cuando tengo que utilizar documentación porque es más grande. Pues bien es en ella donde ha estado reposando la obra los últimos cuatro meses. Algunos días la cogía, la leía, escribía alguna nota al margen; incluso creo que por el mes de junio inicié el tercer acto (inicio abortado al final).
Lo curioso es que Apocalipsis de San Juan no la empecé a escribir en mi casa sino haciendo guardias este invierno en la Fundación Amyc -si cliqueas sobre el nombre podrás acceder a su página web- en donde, a parte de ser guardés a tiempo parcial, soy -junto a mi amigo el pintor César Delgado- guía de la mejor -y me atrevería a decir que única- colección de pintura modernista catalana que hay en Madrid. Este agosto -es el tercer año- me llamaron de nuevo para ser el guardés de noche y ha sido de nuevo ahí donde ha surgido el tercer acto de la obra. Está claro que ella -la obra- se siente cómoda en la Fundación y quizá sea porque es un lugar neutro y esta obra necesita lugares sin memoria para poder hacer memoria del lugar donde transcurre la acción.
Ahora viene la técnica a ocupar el espacio de la libre creación. Espero que no la joda... a veces ocurre.
Apocalipsis de San Juan se quedó entre marzo y agosto olvidada, que no ignorada, en la mesa que tengo junto al ventanal. Dispongo de dos mesas de trabajo. Ésta en la que ahora escribo está de espaldas al ventanal. Es una vieja mesa que me regaló mi amiga Pilar. Una mesa que estaba arrinconada en el sótano de una almoneda y que, por sus características, siempre he pensado que perteneció a un convento de monjas de clausura; la otra, la que está junto al ventanal, estaba ya en la casa que alquilé hace ahora seis años; es una mesa bien fea, de éstas de Ikea o sitio parecido con una tablero hecho con algún tipo de plástico que sugiere cristal. En esta mesa suelo trabajar cuando tengo que utilizar documentación porque es más grande. Pues bien es en ella donde ha estado reposando la obra los últimos cuatro meses. Algunos días la cogía, la leía, escribía alguna nota al margen; incluso creo que por el mes de junio inicié el tercer acto (inicio abortado al final).
Lo curioso es que Apocalipsis de San Juan no la empecé a escribir en mi casa sino haciendo guardias este invierno en la Fundación Amyc -si cliqueas sobre el nombre podrás acceder a su página web- en donde, a parte de ser guardés a tiempo parcial, soy -junto a mi amigo el pintor César Delgado- guía de la mejor -y me atrevería a decir que única- colección de pintura modernista catalana que hay en Madrid. Este agosto -es el tercer año- me llamaron de nuevo para ser el guardés de noche y ha sido de nuevo ahí donde ha surgido el tercer acto de la obra. Está claro que ella -la obra- se siente cómoda en la Fundación y quizá sea porque es un lugar neutro y esta obra necesita lugares sin memoria para poder hacer memoria del lugar donde transcurre la acción.
Ahora viene la técnica a ocupar el espacio de la libre creación. Espero que no la joda... a veces ocurre.
... ha transgredido el morir
... hemos pensado la familia como un lugar de tortura, un encierro, una perpetua caza del gato al ratón
... habíais jurado la fe, la multitud os creyó
... quisiste mirarlos de otra manera. Abrazarlos. Comerlos (metafóricamente)
... correrían detrás del pájaro. Verían alzar el vuelo. La imposibilidad. La dulce mortandad.
... volvía al filósofo con el alma entregada y al salir creía entender la idea de jamba o de huerto o de escala
... moveis la manos, circularmente, algo desasosegados como en la tarde del otoño viejo
... repetí la palabra odre
... se habría de despedir
... la luz lanzará fragmentos y los fragmentos se constituirán en un todo que podrá generar un texto
... violaríamos las normas que circunscribían nuestro placer a las playas del fondo
... busque la salida y se halle en la entrada
... por la misma senda
... en las mismas aguas (contraviniendo a Heráclito el Conservador)
... el martirio de su boca lejos
... escucharían los versos
... sentimos la fatiga
... hemos pensado la familia como un lugar de tortura, un encierro, una perpetua caza del gato al ratón
... habíais jurado la fe, la multitud os creyó
... quisiste mirarlos de otra manera. Abrazarlos. Comerlos (metafóricamente)
... correrían detrás del pájaro. Verían alzar el vuelo. La imposibilidad. La dulce mortandad.
... volvía al filósofo con el alma entregada y al salir creía entender la idea de jamba o de huerto o de escala
... moveis la manos, circularmente, algo desasosegados como en la tarde del otoño viejo
... repetí la palabra odre
... se habría de despedir
... la luz lanzará fragmentos y los fragmentos se constituirán en un todo que podrá generar un texto
... violaríamos las normas que circunscribían nuestro placer a las playas del fondo
... busque la salida y se halle en la entrada
... por la misma senda
... en las mismas aguas (contraviniendo a Heráclito el Conservador)
... el martirio de su boca lejos
... escucharían los versos
... sentimos la fatiga
No creas, querida, que me dejo llevar por las ausencias. La lluvia no llega y lo seco ciega mi vista como ocurre al mediodía al contemplar los campos de Castilla cuando Julio muere. He visto la dulce mirada de una muchacha que pasea por un pueblo alemán y tras ella, sometido a la furia del infierno, he visto a un Diablo vigilarla. La inocencia es frágil, bien lo sabes. La imagen sería -más bien: una imagen sería- una joven humilde de una extraordinaria belleza. Al otro lado del espejo -porque nuestro razonar es así de escaso. Alimentamos dualidades como alimentamos lamentos y quimeras. O creemos recordar cuando en realidad reconstruimos. O creemos añorar cuando el sentimiento no es otro que el deseo- la perversión, una de cuyas imágenes sería un joven de labios finos con un rictus de sarcasmo en sus comisuras. La perversión ha de buscar la inocencia para subyugarla y la inocencia ha de enfrentarse a la perversión para ser aún más humilde. En esas paradojas nos movemos y en sus encuentros más sublimes la muerte es la única salida. Entonces no pueden los parques franceses, los frescos manantiales, los peces multicolores ni los cisnes, ni las avefrías, ni el solitario zorro, ni el castor siquiera, ninguno de ellos puede ser el auxiliar mágico de la inocencia ni tampoco los colmillos del jabalí ni el sisear de la serpiente, ni la manzana envenenada -tampoco la de oro- ni el sapo de piel ponzoñosa ser la ayuda necesaria del mal para conseguir sus fines y atraer hacia el abismo a la joven humilde que intuye un mal tras los árboles, un engaño en las palabras elegantes y comedidas del joven de labios finos. La caída o la victoria serán siempre derrota: si caída por abismo, si victoria por el fin de la inocencia -es decir, el fin de sí misma-.
Querida amiga, hoy he visto a un zorrillo muerto en la carretera y ayer asistí al principio del miedo. Largos y extraños paseos me di alrededor de un círculo cuya cuerda yo mismo había creado. Sé que la luna estaba creciendo. Sé que el verdor oscuro de la hierba en la noche era el mismo espejismo que su brillante color bajo los rayos del sol. Sé que tu mano reposaba en tu pecho y que soñabas la altura desde la que no querías caer. Sé que estaba solo y que amaba. No ocurrió nada. No rugió una alarma en mi vientre. No aparecieron seres alados gritando a la falta de viento ni surgieron del fondo del mundo una nubes preñadas de rayos que rugirían truenos en el momento menos esperado. Todo estaba despejado. El cielo, iluminado por las farolas de las carreteras, era ensuciado con sus luces malvas y la cadencia del grillo apenas perturbaba al laurel. El arco del porche soportaba el peso de los muros y la escultura de la sirena, en la frontera de un límite, seguía siendo bronce. Nada se animaba. Nada se figuraba. Eso -pensé- es el nacimiento del miedo.
Ahora ha vuelto la luz y estoy de espaldas al mundo. La imagen de la inocencia tiene los días contados y la imagen de la perversión cuenta sus días. El zorrillo ha muerto seguramente deslumbrado por los faros de un coche. Ha sido en una curva, subiendo un puerto. Quizás otra imagen de la inocencia sea una zorrillo atravesando una carretera en la madrugada y otra imagen de la perversión sean los faros de un coche que lanzan luz desde la nada.
Descansa, querida.
Descansa, bien mío.
La mañana avanza.
Querida amiga, hoy he visto a un zorrillo muerto en la carretera y ayer asistí al principio del miedo. Largos y extraños paseos me di alrededor de un círculo cuya cuerda yo mismo había creado. Sé que la luna estaba creciendo. Sé que el verdor oscuro de la hierba en la noche era el mismo espejismo que su brillante color bajo los rayos del sol. Sé que tu mano reposaba en tu pecho y que soñabas la altura desde la que no querías caer. Sé que estaba solo y que amaba. No ocurrió nada. No rugió una alarma en mi vientre. No aparecieron seres alados gritando a la falta de viento ni surgieron del fondo del mundo una nubes preñadas de rayos que rugirían truenos en el momento menos esperado. Todo estaba despejado. El cielo, iluminado por las farolas de las carreteras, era ensuciado con sus luces malvas y la cadencia del grillo apenas perturbaba al laurel. El arco del porche soportaba el peso de los muros y la escultura de la sirena, en la frontera de un límite, seguía siendo bronce. Nada se animaba. Nada se figuraba. Eso -pensé- es el nacimiento del miedo.
Ahora ha vuelto la luz y estoy de espaldas al mundo. La imagen de la inocencia tiene los días contados y la imagen de la perversión cuenta sus días. El zorrillo ha muerto seguramente deslumbrado por los faros de un coche. Ha sido en una curva, subiendo un puerto. Quizás otra imagen de la inocencia sea una zorrillo atravesando una carretera en la madrugada y otra imagen de la perversión sean los faros de un coche que lanzan luz desde la nada.
Descansa, querida.
Descansa, bien mío.
La mañana avanza.
Un hombre viejo... las palabras rescritas una y otra vez por una mujer que vive perénnemente en una ausencia... la voz del amigo ayer en la noche... la voz de la mujer a la que quiero con son de azahar... un mensaje de una hermana... la carrera una y otra vez del perro tras la pista de la pelota... la hierba... el agua... el nado bajo un cielo encapotado que provoca en el nadador una cadencia de ánade... la luna ensuciada por una nube... la noche sin estrellas... la taberna con los alegres bebedores que sufrirán en la alta madrugada la amargura de haber bebido demasiado... una vela encendida en el hemisferio sur... la gata preñada que se pega a los arbustos buscando el lugar idóneo para parir... una gata gris... restos de plásticos... notas de bajo... una canción flamenca convertida en canto de iglesia... la suerte de la primera zancada... el primer impulso es... los sueños intensos que generan la fuerza del falo en la mañana... vuela la libélula sobre la atenta mirada de la sierpe... golpea el corazón... canta la garganta... los libros se esparcen y se abren... un candil ilumina una cocina también en el hemisferio sur... las centellas... las perseidas... siempre agosto... pronunciar la sílaba que contiene la fuerza del universo... los engaños de la química... saturación de sal... escasez de espora... contemplación del as... atisbo de Venus... mar de coral... lejano, como la sabiduría, eco de bandoneón en una canción de la Siberia... tu mano... tu pierna entera... tu cabello dorado sobre la puesta de sol... otoño... la compañía... la aguja se enhebra... el tejido se conforma en paisaje... se abre el abanico... tantea el calor tu vientre... la carretera y su pendiente claman su presencia... el cordón... Santo Grial... Pereza que llama a pereza... el viejo convencido de que puede volver a amar... el risco... la huella... el pedrisco... una gran llanura, una gran llanura, llanura sin vegetación que no llega a la categoría desierto, llanura páramo, llanura invierno... tu boca... tu sexualidad madura... invento... manivela... rueca... la grandes revoluciones y sus picos... más allá siempre más allá... volcán... lava la niña en el río... vuela tu nombre a mi afán... se hunde el monstruo en la sima de Kum-Ull-Zhan... la saliva se mece rijosa... el astrolabio se pone a trabajar con su primo el compás... mandolina... bálsamo de Fierabrás... jura que cumplirá su juramento... esta mañana era un vendaval... depura... la cicatriz no espera... espuma... sé valiente si no vences... osa... y catedral
Documento 9º de los Archivos de Isaac Alexander. Julio 1946. Port de la Selva
Pasados los nefastos días me encuentro de nuevo con mi suerte.
La condesa Pepa de Montmercy ha tenido la delicadeza de ofrecerme una estancia en su masía de Port de la Selva durante el estío de este año de 1946.
Yo le he ofrecido como pago a su cortesía el entretener sus noches con viejas historias que habré de contarle de memoria (todos mis libros fueron quemados. Todos mis escritos se los fumó el humo de las hogueras) y alegrar su tupido vergel con los sones de mi flauta si así lo desea.
Quince de julio 1946
Hoy la he visto por primera vez. Ha sido a la caída de la tarde. Estaba solo, sentado en el porche delantero de la masía. Pepa se había marchado al pueblo a hacer unas compras y yo me había quedado traduciendo una serie de pintadas amatorias pompeyanas. El pompeyano tenía fama de saber amar o sencillamente fornicar y vivir la vida y resulta comprometedor que una ciudad con esos mimbres acabara sepultada bajo la lava del Vesubio. No sé si la búsqueda del goce conlleva, en último extremo, su encuentro y aún menos me atrevo a afirmar que ese encuentro devenga en felicidad.
Había decidido al iniciar esta segunda crónica glosar algunas de las pintadas de estas gentes y lo haré, algún día lo haré, quizá mañana mismo o esta misma tarde, cuando anochezca, antes de que vuelva Pepa y nos pongamos con el trajín de las cenas. Me ha despistado y me ha sacado de mi embeleso suditaliano, la aparición de una guineu en lo alto del camino. Guineu es zorra en catalán. Prefiero la guineu a la zorra y también le otorgo sexo femenino sin saberlo a ciencia cierta. Es de pelo rojizo y está muy delgada. Imagino que vendrá a por comida porque no quiero imaginar que venga por mí. Sería muy inspirador, en todo caso, un apólogo que se titulara La guineu y el judío. La guineu se ha sentado con el cuerpo muy erguido y las orejas muy tiesas. La distancia no llega a los cien metros -distancia en todo caso suficiente para que ella se sienta segura- entre ella y yo. Su presencia me ha alejado de aquellos tiempos del siglo I y me ha traído a estos tiempos y a un recuerdo que ha surgido como una llama en la noche.
Debía de ser muy pequeño. No creo que llegara a tener ni un año porque el tiempo que pasamos en Galway, al oeste de Irlanda, no llegó a los nueve meses y yo acababa de nacer. Era verano y el día era de sol. Recuerdo a mi madre desabrochándose los lazos del camisón y dándome la teta en el porche de la casa. El porche daba a un prado y tras el prado un bosque y tras el bosque el mar. Cuando terminé de mamar algo debió de ocurrir en el interior de la casa, algo que reclamaba con urgencia la presencia de mi madre porque me deja con prisa en la cuna y desaparece sin ni siquiera limpiarme su leche de mis labios. Escucho los sonidos de la tarde: el viento en la hierba, el canto de los pájaros, el vuelo incansable de los vencejos, los árboles algo más lejos y quizá por puro deseo, las olas en el mar. Con la cautela de un predador empiezo a sentir -más que oír- los pasos de un animal. No puedo verlo porque la cuna me lo impide e imagino que mi cuello aún no está preparado para soportar el peso vertical de mi cabeza. Siento, digo, esas pisadas que han venido de donde los árboles, que han atravesado la pradera y que ahora se han detenido muy cerca, muy, muy cerca de los peldaños del porche. Peldaños de madera. El primer crujido no me sobresalta. Ni tampoco el segundo. Casi no me asusta el zarandeo a la cuna. Sí pego un respingo cuando asoma por encima de la cuna el rostro de una zorra que se lame el hocico. Es un respingo pero no es un susto. No puedo asegurar que sea la primera vez que río pero sí la primera que me recuerdo reír. La guineu también ríe. O esa sensación tengo. Nos miramos a los ojos. Parece que nos entendemos. Querría que me llevara con ella un rato. Que en su lomo me llevara a conocer el bosque y me presentara en su madriguera a sus cachorros. Pero un grito rompe el hechizo entre una zorra y un crío. Desaparece su rostro y aparece tras él el de mi madre que me toma en sus brazos y me examina entero mientras me dice al oído inútiles palabras de consuelo, palabras que son las que realmente me hacen llorar.
Había decidido al iniciar esta segunda crónica glosar algunas de las pintadas de estas gentes y lo haré, algún día lo haré, quizá mañana mismo o esta misma tarde, cuando anochezca, antes de que vuelva Pepa y nos pongamos con el trajín de las cenas. Me ha despistado y me ha sacado de mi embeleso suditaliano, la aparición de una guineu en lo alto del camino. Guineu es zorra en catalán. Prefiero la guineu a la zorra y también le otorgo sexo femenino sin saberlo a ciencia cierta. Es de pelo rojizo y está muy delgada. Imagino que vendrá a por comida porque no quiero imaginar que venga por mí. Sería muy inspirador, en todo caso, un apólogo que se titulara La guineu y el judío. La guineu se ha sentado con el cuerpo muy erguido y las orejas muy tiesas. La distancia no llega a los cien metros -distancia en todo caso suficiente para que ella se sienta segura- entre ella y yo. Su presencia me ha alejado de aquellos tiempos del siglo I y me ha traído a estos tiempos y a un recuerdo que ha surgido como una llama en la noche.
Debía de ser muy pequeño. No creo que llegara a tener ni un año porque el tiempo que pasamos en Galway, al oeste de Irlanda, no llegó a los nueve meses y yo acababa de nacer. Era verano y el día era de sol. Recuerdo a mi madre desabrochándose los lazos del camisón y dándome la teta en el porche de la casa. El porche daba a un prado y tras el prado un bosque y tras el bosque el mar. Cuando terminé de mamar algo debió de ocurrir en el interior de la casa, algo que reclamaba con urgencia la presencia de mi madre porque me deja con prisa en la cuna y desaparece sin ni siquiera limpiarme su leche de mis labios. Escucho los sonidos de la tarde: el viento en la hierba, el canto de los pájaros, el vuelo incansable de los vencejos, los árboles algo más lejos y quizá por puro deseo, las olas en el mar. Con la cautela de un predador empiezo a sentir -más que oír- los pasos de un animal. No puedo verlo porque la cuna me lo impide e imagino que mi cuello aún no está preparado para soportar el peso vertical de mi cabeza. Siento, digo, esas pisadas que han venido de donde los árboles, que han atravesado la pradera y que ahora se han detenido muy cerca, muy, muy cerca de los peldaños del porche. Peldaños de madera. El primer crujido no me sobresalta. Ni tampoco el segundo. Casi no me asusta el zarandeo a la cuna. Sí pego un respingo cuando asoma por encima de la cuna el rostro de una zorra que se lame el hocico. Es un respingo pero no es un susto. No puedo asegurar que sea la primera vez que río pero sí la primera que me recuerdo reír. La guineu también ríe. O esa sensación tengo. Nos miramos a los ojos. Parece que nos entendemos. Querría que me llevara con ella un rato. Que en su lomo me llevara a conocer el bosque y me presentara en su madriguera a sus cachorros. Pero un grito rompe el hechizo entre una zorra y un crío. Desaparece su rostro y aparece tras él el de mi madre que me toma en sus brazos y me examina entero mientras me dice al oído inútiles palabras de consuelo, palabras que son las que realmente me hacen llorar.
Ensayo
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/08/2016 a las 13:17 | {0}
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Cuentecillos
Colección
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Recuerdos
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Reflexiones para antes de morir
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
El mes de noviembre
Listas
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Agosto 2013
Saturnales
Citas del mes de mayo
Reflexiones
Marea
Mosquita muerta
Sincerada
Sinonimias
Sobre la verdad
El Brillante
El viaje
No fabularé
El espejo
Desenlace
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Velocidad de escape
Derivas
Carta a una desconocida
Asturias
Sobre la música
Biopolítica
Las manos
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Ciclos
Tríptico de los fantasmas
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023 y 2024 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/08/2016 a las 11:25 | {0}