A partir del libro Tertulia de boticas y escuela de curanderos de Álvaro Cunqueiro extraigo esta conclusión que quizás os parezca tan razonable como a mí.
El libro lo he encontrado en la biblioteca que mi amigo César Delgado heredó de su padre el autor teatral Luis Delgado. Biblioteca en todo caso incompleta pues parte de los libros los tiene su hermana Isabel, otra parte y no menor fue entregada a bibliotecas públicas y unos cuantos se agregaron a mi propia biblioteca.
Cunqueiro, el gran compilador gallego, una especie de Plinio del siglo XX, se adentra en este tratado, con su estilo culto y algo alambicado, en los secretos de algunas de las más famosas farmacias de la Antigüedad. Sería muy interesante y gozoso -y quizás en algún momento lo haga y transcriba literalmente partes de este libro- contar las curiosidades acerca de las propiedades del caimán en la Farmacia de La Meca en los tiempos en la que la gobernaba el más célebre de los boticarios del Al-Andalus, Ahmad el Gafiqí y describir la forma en la que los boticarios determinaban si un caimán en cuestión era virgen o no (porque si no lo era sus propiedades se evaporaban) o cuál era el fármaco más preciado de la botica de Hassan Sabbha El Viejo de la Montaña y que no era otro que un compuesto -recogido en copa de marfil y colocada ésta sobre una piel humana curtida con azafrán- del semen del gran Avicena y vino de palma que según decían era un excitante brutal y que cuentan llegó a probar una cucharadita el libertino Casanova y por eso fue capaz de realizar cuatro coitos en doscientos pasos con saltos de tejado y maniatamiento de escudero incluidos. Y así podría seguir contando anécdotas jugosas las cuales llevan todas al motivo por el que lo he traído a colación y es únicamente el concepto de verdad porque de lo que no se puede dudar es que en aquellos años eran verdad las propiedades curativas de los caimanes machos vírgenes o vigorizantes del semen de Avicena mezclado con vino de palma. ¿Será sorprendente dentro de ochocientos años nuestra verdad sobre la amoxicilina o sobre la función metabólica del páncreas? Desde aquí no me cabe la menor duda de que sí, de que un lector curioso como yo o un escritor/compilador como Cunqueiro recogerá estas verdades actuales y las mostrará como excentricidades a su público (sea como sea que el público haga para acceder a ellas pues mucho me temo que la lectura como la farmacopea del arcángel Rafael también se habrá convertido en una curiosidad, una antigua y curiosa forma de comunicarse que muy pocos -o ninguno- seguirá ejercitando).
No nieve, grulla
La luz sí ordenada bajo el imperio del gris
Young. Escopeta. Sordina
La escuela holandesa de finales del XIX
Vuelo del aire en su vuelta por el mar
Pantalón sin hilván
Porque en la iglesia románica la sonoridad busca su refugio
y la piedra se talla a gusto del cantero
Muesca de mayo
árbol de abril
perfil de un manto que cubriera el cabello de Clotilde García del Castillo
Alza el vuelo el mirlo en los campos blanquecinos por la escarcha
No es páramo, grulla,
sino una continuidad de heladas en la faz norte de un mundo al que nunca accederás
Quietud se pronuncia sorda
Espejo se clava lento
Mano desliza
No vamos a conversar sobre la herida
La sequedad de la boca se adhiere a este deseo
como la campana callada no levanta a las codornices del sembrado
Lejana la montaña
Ardiente el macho cabrío
sosegada la cobra
porque el molino gira y el aspa, arrogante, desafía al círculo
No nieve, grulla, no, no nieve
La luz sí ordenada bajo el imperio del gris
Young. Escopeta. Sordina
La escuela holandesa de finales del XIX
Vuelo del aire en su vuelta por el mar
Pantalón sin hilván
Porque en la iglesia románica la sonoridad busca su refugio
y la piedra se talla a gusto del cantero
Muesca de mayo
árbol de abril
perfil de un manto que cubriera el cabello de Clotilde García del Castillo
Alza el vuelo el mirlo en los campos blanquecinos por la escarcha
No es páramo, grulla,
sino una continuidad de heladas en la faz norte de un mundo al que nunca accederás
Quietud se pronuncia sorda
Espejo se clava lento
Mano desliza
No vamos a conversar sobre la herida
La sequedad de la boca se adhiere a este deseo
como la campana callada no levanta a las codornices del sembrado
Lejana la montaña
Ardiente el macho cabrío
sosegada la cobra
porque el molino gira y el aspa, arrogante, desafía al círculo
No nieve, grulla, no, no nieve
Ella.- Dame la mano. Sí, amor mío, así. Deja tu mano en mi regazo. No, mejor, posa tu mano en mi regazo. La tarde se va a ir calmando. Pronto dejará de llover y el algodón en su planta agradecerá la cercanía de la noche. Ven, querido, dame la mano y deja que sea mi piel quien te guíe en este descenso hacia la oscuridad. No temas si mi piel está un poco fría o si sientes pesados tus ojos porque dormir siempre fue deseo de los hombres. Ya sabes: son tan grandes los esfuerzos que hacemos que cada dieciséis horas necesitamos cerrar los ojos, tumbarnos cuan largos somos y dejar que el manto de la inconsciencia alimente el esfuerzo que empezaremos a hacer ocho horas más tarde. No hay nada de malo en sentir el deseo de dormir, en temer un poco la frialdad de mi piel, tan cercana en humedad y temperatura a la de la serpiente; no hay por qué arrepentirse de haberme concedido tu mano en mi regazo y ahora ven que vamos a recrear el mar y te diré la frase de una niña para que rías y te abarcaré con mis brazos en un abrazo cálido como el desierto y desnudo como la sal; ven, niño mío, que allá se ve mejor y la lluvia se queda suspendida si lo deseas mientras en lo alto del árbol hay unos silencios que podrían competir en belleza con la melodía más delicada de Chopin; claro, corazón mío, espiguita a punto de amustiarse, tranquilo corazón enamorado, río que se acaba, océano que se inicia en sus movimientos, luna nueva a punto de crecer, paraguas en el Polo, hielo en el Trópico; ven que mis manos tienen las uñas largas y mi lengua no está muy limpia pero eso, como muy bien sabes, me hace más cercana; acógete en mí y deja que la larga serenata que nos espera se hunda en tus vísceras como las pócimas mágicas con las que los embalsamadores conseguían la eternidad de los cuerpos de los egipcios ilustres; déjame acunarte con largas letanías y con bardos que entrarán por tus oídos como manantiales nacidos en neveros del Himalaya y si la congoja acude o el llanto parece anticipar calamidades, no permitas que esa apariencia te impida ver la ruta de la seda o la visión del cráter y las largas sendas que la lava genera en el mundo; vuelve tus ojos a mí y aunque sean extrañamente glaucos para ti y parezcan sin chispa de vida no por eso dejes de creer en el profundo amor que te dispenso y los largos momentos de paz que te voy a otorgar. Así es que, amigo, abandónate. Lo hiciste todo. Te esforzaste como todos. Perteneciste. Ya es tiempo de que te vengas conmigo sin preguntar a dónde ni por qué y poco a poco, te lo prometo, dejarás de hacerte preguntas y al hacerlo descubrirás lo mejor: que no había respuestas.
Habla alguien que se parece a un hombre culto y expresa la inquietud de lo cotidiano y el ser. El hombre culto enfrenta ambos conceptos y viene a decir que por ciertas conformaciones fisiológicas (pienso o deduzco que ha de referirse al cerebro o lugar concreto donde el ser piense) somos incapaces de valorar en su absoluta trascendencia lo cotidiano. Hay en su afirmación un deje de melancolía probablemente por el hecho de que aún habiendo pensado él lo dicho, no ha sido capaz de revertir en sí semejante incapacidad. El hombre del que se diría que es culto relaciona también tristeza y no valoración de lo cotidiano. Y así, en un momento de exaltación, dándole vueltas y vueltas a la idea, dejándose llevar por un anhelo de comunicación, como si al elevar la voz y el grado de la gesticulación consiguiera transmitir más que si no hiciera aspavientos o gritara, colocándose incluso al borde de la butaca en donde, hasta ese momento, se había sentado con las posaderas bien asentadas en el asiento y la espalda cómodamente apoyada en el respaldo, abriendo las piernas, expandiendo la caja torácica, tomando -como digo y como recuerdo- una gran bocanada de aire, y mirándonos con súplica y exigencia pronuncia, ¡Bendito aburrimiento! Y al decirlo parece derrumbarse como si el esfuerzo hubiera sido prometeico, parece también resignarse y cierra los ojos en un afán -supongo- de interioridad, de asunción por su parte de lo que acaba de decir; una postura en la que se mantiene un tiempo -creo recordar- concentrado y mediante la cual la respiración se le va calmando hasta parecer una mar calma tras el último abordaje de la tempestad.
El hombre culto se apacigua, relaja las manos, apoya su espalda en el respaldo de la butaca, mira un cuadro de estilo cubista, una naturaleza muerta con pipa, tazón y búcaro, traga saliva, sonríe beatífico y entre dientes, masticándolo, ora de nuevo su mensaje.
El hombre culto se apacigua, relaja las manos, apoya su espalda en el respaldo de la butaca, mira un cuadro de estilo cubista, una naturaleza muerta con pipa, tazón y búcaro, traga saliva, sonríe beatífico y entre dientes, masticándolo, ora de nuevo su mensaje.
En los últimos días derivaba como los olmos enfermos. Sentía una continuidad de batas blancas, de pasillos blancos con ribetes verdes. Largos pasillos. Muy largos pasillos como si fueran hombres convertidos en pasillos. Pasillos como hileras de muertos petrificados. Losas hombres y mujeres muertos sin relieves, sin órganos y él, él aún corpóreo tumbado en una cama blanca, con muchos cables la cama, con diferentes mandos la cama, la cama con ruedas que recorre los pasillos/hombres-muertos camino de una habitación, de una estancia con más aparatos, aparatos con cables o aparatos con rayos y de alguna forma, lejanamente, seres que articulan palabras y que tienen eso que él hubiera llamado cabello meses antes y también manos o boca u ojos y que en ese instante de cama que recorre pasillos, él en la cama sin poder de reacción, no consigue volver a llamar al cabello cabello ni a la mano mano ni al ojo ojo sino que, aturdido (quizá afiebrado) a la puertas probablemente de una nueva dimensión, le parecen metáforas y así el cabello de aquélla le sugiere hebras de azafrán, las manos de aquél sarmientos, los ojos de ése cuencos prehistóricos o en un sonido de resonancia magnética cree escuchar la voz ebria del dios Pan. Cree entonces y por eso me sugiere el título que todo lo que percibe es una expiación por viejos versos que nunca llegaron a salir de su pluma, de pequeñas frases que se acumularon en su páncreas o en su vena esplénica que un día lucharon por asomar en un folio o en un soporte digital y cuya acumulación ha supuesto esta rendición, este dejarse llevar en una cama con ruedas por unos pasillos construidos con los restos de unas mujeres y unos hombres muertos. Ahora se pregunta, justo ahora, en esta mañana del seis de diciembre del año dos mil diecisiete si es necesario que nunca más se deje dentro versos o frases sueltas, ni tan siquiera una coma y menos aún un signo de exclamación.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/12/2017 a las 18:55 | {0}