Hoy ha visto a un niño dormido en la cuneta. Sus años eran pocos. No sabría decir cuántos. No sabría decir nada de ese niño al que ha visto hoy dormido en la cuneta. Recuerda (fue fugaz la visión, lo que dura en el tiempo un segundo largo) su cabeza apoyada en una piedra, duerme del lado izquierdo, tiene una pierna sobre la otra, su brazo izquierdo corre en paralelo a su costado y el derecho, en ángulo agudo, se repliega sobre su pecho; va vestido como antiguamente: camisa blanca, jersey de pico azul marino, pantalones cortos grises, calcetines azules y unas botas de charol. Ante el niño, abierto, un libro de Geografía e Historia. No diría que está muerto por eso lo cree dormido.
Hoy ha visto un halcón peregrino. Bajo él un ratón de campo, oscuro casi negro.
Hoy ha visto las grandes antenas de las megalópolis y al mirarlas le ha llegado la vibración electromagnética y restos de ondas hertzianas.
Hoy ha visto la mirada torva de un periodista.
Hoy ha visto el último grito de anzuelos para truchas.
Hoy ha visto, a la luz de una linterna, la melancolía del roble.
Por las noches hace guardia. Cuando la luna acompaña, sale a un banco que no está muy lejos de su casa y allí se sienta y espera ver más cosas: luces de un avión que pasa, sombra de los matorrales, una vez fuego de San Telmo, el brillo de la luna en los iris de un gato, el gato, la silueta de un caballo bayo ante la verja de hierro forjado que impide el paso a una extensa pradera, el halo de la luna, la estrella que anda cerca, un resplandor al fondo de una cueva, la cueva...
Todo lo que ha visto lo consigna en un cuaderno ocre justo cuando la aurora anuncia el día y Febo galopa sobre el cielo tras la ausencia.
Luego el visionario duerme y ve otras cosas que también consigna en el cuaderno que sueña (también es ocre pero con verde). Algún día cuando sueñe, transcribiré sus visiones.
A nadie permitirá que ponga en entredicho el nombre de su madre. Levanta la mano, blande una fusta. Grita, También, idiota, también las pruebas de paternidad pueden ser erróneas. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Pero a mi madre, ni la nombres, no pronuncies las letras de su nombre jamás. Me importa una mierda que tú también seas su hijo y menos aún me importa que te creas más legítimo que yo. A ojos de quién. De quién carajo me estás hablando. De qué puto Dios me hablas. ¿Qué Dios se iba a molestar en escudriñar que polla se metió en la vagina de mamá para crearme? Hablo así porque me sale de los cojones. No me vas a decir cómo tengo que hablar. Me has oído y cuidadito con lo que haces de ahora en adelante. Te voy a vigilar. Te voy a controlar y como me entere que vas esparciendo esa mierda por ahí, te juro por nuestra madre, que te hundo, que a mí nada se me da que sepan que soy bastardo pero la honra de mamá, ésa ni se toca, ¿me entiendes? La honra de mamá ni tocarla, hijo de puta. Y ahora fuera que tengo mucho que pensar, mucho, mucho que pensar.
Sale el hermano. Cuando el bastardo se queda solo, se echa a llorar como si fuera un niño que acaba de descubrir que los duendes no existen. Maldice su suerte. Maldice en secreto a su madre. Una voz interior que él intenta reprimir pero no lo consigue porque como se sepa, como corra la voz, ¿qué será de él? ¿Cómo lo llamarán los batallones a su mando? ¿Qué autoridad moral tendrá sobre ellos si él, su comandante en jefe, es hijo del pecado, es hijo de una perdida que no supo mantener limpia su honra que es la honra de todos sus descendientes? Coge una pistola. La mira. Murmura, Como corra la voz un tiro en la cabeza y sanseacabó.
Entra un ordenanza. Dice, Mi general, su señora madre de usted espera en el antedespacho y le urge verle. De inmediato, ha dicho, mi general. El bastardo se queda pálido. Se inyectan sus ojos en sangre. Intenta mantener el tipo. Responde, ¿Qué hace? ¿No le urge a mi señora madre verme? Pues que pase, coño, que pase.
El general guarda la pistola en el cajón de la derecha de su mesa oficial. Se estira la chaqueta. Se pasa la mano derecha por la comisura de los labios. Carraspea y cuando ve entrar a su madre siente unas terribles ganas de matar.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/11/2022 a las 20:15 | {0}No quito acento a nada. Tan sólo no sé cuál es exactamente el tema. ¿Por dónde quiero empezar? Si quiero hacerlo. ¿Cuál es la materia? ¿Se podría hablar de la mente? ¿Del alma? ¿Del neuma? No me opongo a mí. Sé que tras la apariencia otra persona –es decir: otra máscara- que también soy yo va marcando otra huella del camino. No la huella del camino porque tras ella –tras esa otra persona, es decir, tras esa otra máscara- hay otra (ni mayor ni menor quizá; sí -por una cuestión de espacialidad para los sentidos- un poco más profunda y también más oculta a la primera de las apariencias, la que se levanta por la mañana, se hace el desayuno, defeca, llama por teléfono, ama y detesta, conoce y desconoce, se lamenta y pasea, ríe y se ofusca… con respecto a esa máscara puede que se encuentre algo escondida, sí, pero basta mirar en una buena meditación para entreverla, quedarse parado ante su mirada, que es nueva, que es más decidida, más vieja, más consciente, quizá que se atreve a más, a mirar más adentro –de nuevo concesión a la necesidad de ideación espacial- y si se ahonda, se ahonda más, el núcleo cuasi enteramente vacío y más allá, la total ausencia, el total desmoronamiento del saber, la inutilidad del saber, el fin del infinito…). No es cobardía. No hay muelle. Debería partir. A la orilla de algún río debe de haber una barca. La tomaré. Montaremos en ella mi perro y yo. Nos dejaremos llevar por las corrientes. Nuestras apariencias primeras morirán de inanición. ¿Llegaremos hasta el océano de las tinieblas? No, no quito a nada el acento. Sólo me falta un muelle desde el que partir.
Furioso bramaba el viento. Las nubes cuales cuajarones de sangre se mantenían densas, a punto de explotar. La perra y el hombre debían encararse con la ventisca. No tenían más remedio. La casa estaba enfrente, quizás a trescientos metros. El mundo se había oscurecido. Empezaba a caer la lluvia que al ser casi hielo parecía clavarse en las manos desnudas del hombre, en la trufa de la perra; ambos mantenían los ojos entrecerrados como si fueran pintores impresionistas a los que tan sólo les interesara captar las relaciones entre las sombras y las luces importándoles un ardite el objeto que así se conformaba.
La perra iba por delante. Muy cerca del hombre. Era una border collie. Cuando el aguanieve se convirtió en una nevada intensa y racheada, el hombre agradeció el lomo negro de la perra. Le gritó, ¡Vamos, vamos, llévanos a casa! Si había alguien en el mundo que pudiera llevarlos a casa era ella. La perra giró un instante la cabeza y al ver que el hombre la seguía de cerca aceleró el paso. Pronto ambas figuras se perdieron en la nieve. Ya no había nubes. Ni paisaje. El mundo se había vuelto de una blancura y un silencio solemnes. Creí intuir que si aquella perra y aquel hombre no llegaban a la casa, su muerte no sería agónica. Nunca dejaron de caminar. Nunca el tiempo impidió que salieran. Incluso cuando le ley y la fuerza del Estado les obligaron a permanecer en casa, ellos salieron, de madrugada, lo hicieron esquivando a los soldados, por senderos que sólo ellos conocían y que morían en lugares en los que, juraría, ningún humano había llegado.
Me aparté de la ventana. Di un sorbo a un café recién hecho. Volví a un álbum de fotografías. Esperé con cierta inquietud la llegada del nuevo día. Estaba segura, segura, de que ellos pasarían, él me diría, Buenos días, ¡menuda la que cayó ayer! Y yo le respondería, ¡Qué osados sois! Un día os va pasar algo. Él levantará la mano. La perra moverá el rabo. Seguirán camino. Su camino de todos los días.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/11/2022 a las 18:09 | {0}Dentro. Con el tesón propio de los vivos. Con ese tipo ciego de tesón. Alta la glucosa en sangre. Brochazos grises el cielo. La memoria. Lo recurrente. Quemar el karma. Es bello el otoño en la montaña. Gorjeos. Aleteos. Carreras de seres invisibles a las veras del camino. Por el sendero una recua de vacas que se asusta con el perro. Pienso, Si se asusta una, se asustan todas. Así somos los mamíferos. Sobreviene. Hay que dejar. Hay que soltar. Llueve ante el sol. La hierba ha crecido muy verde, casi luminosa, vuelven los regatos a correr, todo se humedece y se alfombra el suelo con las hojas muertas de fuertes robles y álamos soberbios. La vida es esto: humedecerse para secarse, calentarse para quedarse frío. Eso es todo. Sale el sol. Las nubes lo ocultan. Aceptar no implica no sentir lo que sí sucede -puede que suceda- es que el sentimiento se sienta como el dolor bajo los efectos de la morfina: duele y no sufres. Un paso. Otro paso. Camina el perro con un trozo de madera en la boca. Pienso en los hombres y sus mondadientes. La rutina. El beneficio. Jirones, sí, jirones de nubes entre las sierras. Tan alto es todo. Tan inalcanzable.
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Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/11/2022 a las 18:30 | {0}