Soñamos el eslabón perdido y vivimos el eslabón encadenado; nos sumergimos en aguas dulces con sus dosis de sequedad y cloro; y hay algo enigmático en eso que llamamos comportarnos que guarda en sí una ingenuidad digna de estudio.
Os vanagloriais de la cadera, ¡ay, mujeres frías como la yesca! Y luego miráis con la dulzura propia de las calaveras. Hay en vosotras, mujeres altivas, la quintaesencia de la impostura y supura en vosotras la catástrofe venidera.
Ellos llegarán y, a modo de bandera, ondearan caracolas y enredaderas y sus cabellos, revividos en la angostura de la cueva, brillarán eternos y suaves como las primeras caricias; y sabrán dormir y quedarán sus manos al aire del trazo de un dibujo y el chamán romperá la cáscara de un huevo y en el revoltijo posterior les hará sentir la altura de sus almas.
Tú quisiste abrazarle despacio y luego lloraste con honda pena; tú sufriste el frío del lago y navegaste ausente de sus olas férreas; tú te encumbraste hasta la más alta esfera y rodaste, vieja, hasta el Averno; tú pusiste la punta de tu pie izquierdo sobre el fluir del Leteo y acabaste sorda de tus propios consejos; luego volviste muda y desdichada y te acercaste a él que ya no te esperaba y te acercaste a él que ensayaba hallar en tu ausencia la veracidad del plomo que llegara a ser oro. No pudiste posar tu manos en su hombro y te alejaste dejando a tu paso un reguerito de dientes.
Él, querido germen de la nueva patria; él en la ladera del norte acaricia el musgo; él con la vista fija en el ocaso fiero; él con el hierro, con la fragua, con el molde; él arrepentido quizá de haberse dormido; él que nunca entendió de números ni signos; él que se alimenta a base de palabras viejas tal corazón, pubis, tortura o caverna; él que apenas si sabe lo que es sombra o luz; él que se derrota a cada tanto sin importale apenas; él que se duerme y despierta y se lava y se azora y se alimenta y esputa y se alivia y se ciega; él que nunca sueña con el infierno ni alardea ante los suyos de cielo alguno; él calibrando la bala que llegará a su destino; él admirando la ausencia de terror en su amigo...
Yo no hollé huella ninguna.
Os vanagloriais de la cadera, ¡ay, mujeres frías como la yesca! Y luego miráis con la dulzura propia de las calaveras. Hay en vosotras, mujeres altivas, la quintaesencia de la impostura y supura en vosotras la catástrofe venidera.
Ellos llegarán y, a modo de bandera, ondearan caracolas y enredaderas y sus cabellos, revividos en la angostura de la cueva, brillarán eternos y suaves como las primeras caricias; y sabrán dormir y quedarán sus manos al aire del trazo de un dibujo y el chamán romperá la cáscara de un huevo y en el revoltijo posterior les hará sentir la altura de sus almas.
Tú quisiste abrazarle despacio y luego lloraste con honda pena; tú sufriste el frío del lago y navegaste ausente de sus olas férreas; tú te encumbraste hasta la más alta esfera y rodaste, vieja, hasta el Averno; tú pusiste la punta de tu pie izquierdo sobre el fluir del Leteo y acabaste sorda de tus propios consejos; luego volviste muda y desdichada y te acercaste a él que ya no te esperaba y te acercaste a él que ensayaba hallar en tu ausencia la veracidad del plomo que llegara a ser oro. No pudiste posar tu manos en su hombro y te alejaste dejando a tu paso un reguerito de dientes.
Él, querido germen de la nueva patria; él en la ladera del norte acaricia el musgo; él con la vista fija en el ocaso fiero; él con el hierro, con la fragua, con el molde; él arrepentido quizá de haberse dormido; él que nunca entendió de números ni signos; él que se alimenta a base de palabras viejas tal corazón, pubis, tortura o caverna; él que apenas si sabe lo que es sombra o luz; él que se derrota a cada tanto sin importale apenas; él que se duerme y despierta y se lava y se azora y se alimenta y esputa y se alivia y se ciega; él que nunca sueña con el infierno ni alardea ante los suyos de cielo alguno; él calibrando la bala que llegará a su destino; él admirando la ausencia de terror en su amigo...
Yo no hollé huella ninguna.
Toma la carretera. Cuando ya ha amanecido.
Pudiera ser el silencio al principio. Decide que no. Sería algo impostado.
Impostado, piensa.
¿Qué es meditar? ¿Por qué?
Medida/Masa tienen un misma raíz indoeuropea. Etimológica.
Desprenderse de la oposición para alcanzar la unidad de las raíces en las palabras. Ya veremos. El cielo está despejado. Pasan los kilómetros. Abre la ventanilla. Finales de octubre (The dark fall beguins at the end of october -es su primer verso creado en inglés-). Camino hacia un lugar confuso en su mente. Confuso en su mente, se repite mientras, ahora sí, ha quitado la radio y escucha el silencio con motor del espacio.
Ir hacia...
Encontrarse con...
Motilla del Palancar, las gargantas. Las gargantas.
La garganta que se ha de cuidar con un canto que enfatiza el cuello. Hammmmm. Esa unión, esa integración con todas las posibles formas de conciencia.
Las nubes, a lo lejos todavía, ya asoman. Los hombres del tiempo avisaban días antes de una gota fría sobre Valencia. Extraño será volver a un lugar de la infancia en verano cuando es otoño y una gran tormenta se anuncia. Aunque recuerda los finales de agosto de sus quince años, cuando caían esas fuertes tormentas que anunciaban el final del verano. Y la vuelta. La vuelta...
Siempre se llega a los sitios.
Valencia. Plaza de toros.
Ella y su hijo están allí.
Ella.
Ahora quiere tomarse un café. Un café caliente. Cuando las horas son más largas y escucha a un tipo que pensaba que le iba a gustar y que le está decepcionando. De hecho decide cambiar la música. Decide cambiar.
Etimologías. El origen (el poso) de las palabras. Y la serie In treatment. Sería demasiado prolijo de contar.
Entonces empieza a llover. Y llega a la ciudad de Valencia. Y busca a ella y a su hijo. Los encuentra. Montan en su coche. Salen de la ciudad. Se dirigen al lugar donde se conocieron. El tiempo es algo furioso. Llegan. La desolación del otoño en la estación veraniega. La humedad. La incomodidad. Cuando tenían los diecisiete. Chelsea Bar. Sigue allí. Han plantado palmeras en la arena de la playa. El niño se aburre. Él se enfada con ella por un menosprecio (no enfada sólo por eso y él lo sabe). Pasean por el paseo marítimo. Llueve. Ni siquiera el mar está hermoso. Él se va insistiendo con angustia, una especie de corazón que palpita, de extraña pesadilla, de colores vagos, de desilusión.
Luego llegará la calma. Y una explicación que no es más que un mecanismo de defensa (racionalización se llama).
Deciden volver a Valencia. Antes un café en un bar que regenta una mujer llamada Lola. Allí ella le regala un libro cuyo título es Et si l'amour durait. Él la ha mirado entonces y...
Hablan de volver a Valencia. La desolación de Cullera alcanza sus ánimos y los del hijo de ella que mantiene una courtoisie no exenta de cierta impaciencia. Vuelven. Se equivocan de carretera. Llueve con fuerza. Un camión delante.
Llegan a Valencia. Ella le dice que no pueden estar juntos esa noche. Él le responde que ya lo sabía. Ella le dice que en cuanto terminen de cenar ella se meterá en la habitación del hotel con su hijo hasta el día siguiente. Él decide volver a Madrid. No sabría qué hacer en la ciudad de Valencia desde la diez y media de la noche. Tan sólo le pide si le podría dejar media hora en la habitación del hotel para meditar.
Ella se sorprende, ¿Meditar? Él vuelve a utilizar la racionalización. ¿Por qué? se preguntará más tarde si meditar le ha...
Llegan al hotel. Piden permiso al conserje para que él pueda estar media hora en la habitación. El conserje accede. Suben.
Él medita. Él termina la meditación.
Ella le acompaña hasta la puerta del hotel, le dice: No te acompaño hasta el coche porque podría atropellarme un coche u ocurrir cualquier cosa y mi hijo, aquí, solo... Él le responde: Te entiendo. No hace falta que me digas nada. Se abrazan. Él le dice: Je t'aime. Ella le responde: Je sais.
Llega hasta el coche. Inicia el camino de vuelta. 350 kilómetros. Ha caído la noche. Ahora sí el silencio es bienvenido. Al principio se siente inquieto con la oscuridad de los kilómetros. Luego se relaja. No fuma. Tan sólo mira hacia delante, hacia donde la luz de los faros llega. Ha de parar. Se detiene tras haber recorrido 130 kilómetros. Justo al aparcar se le funde una de las luces de cruce. Se preocupa algo. Entra en un lugar de carretera. Hay muy poca gente. Se fija en una niña de nos más de tres años que quiere una pelota. Es tan bonita esa niña. Se echa a llorar al mirarla. Llora sin poder evitarlo (sin querer en realidad). En la televisión retransmiten un partido de fútbol. Paga. Se va. Tiene dificultades para seguir la carretera. Piensa: Si no supiera que un faro se ha fundido, iría más seguro. Se coloca tras un coche que lleva un ritmo adecuado al suyo. Durante muchos kilómetros se serena. Al final el coche acelera y se pierde. La carretera tiene muchos tramos en obras. Se concentra. Está cansado. Decelera. A lo largo de los kilómetros, siempre que puede, se coloca detrás de un coche. Las luces rojas del coche delantero le allanan el camino.
LLega hasta Madrid. Ya sólo queda: el tramo de la carretera de La Coruña, la carretera de El Escorial, el puerto, su pueblo, la verja verde, la maniobra en el garaje, tomar la maleta, subir en el ascensor, su casa, un vino, un cigarrillo, desnudarse (frío), meterse en la cama, apagar la luz sin leer, quedarse dormido.
Pudiera ser el silencio al principio. Decide que no. Sería algo impostado.
Impostado, piensa.
¿Qué es meditar? ¿Por qué?
Medida/Masa tienen un misma raíz indoeuropea. Etimológica.
Desprenderse de la oposición para alcanzar la unidad de las raíces en las palabras. Ya veremos. El cielo está despejado. Pasan los kilómetros. Abre la ventanilla. Finales de octubre (The dark fall beguins at the end of october -es su primer verso creado en inglés-). Camino hacia un lugar confuso en su mente. Confuso en su mente, se repite mientras, ahora sí, ha quitado la radio y escucha el silencio con motor del espacio.
Ir hacia...
Encontrarse con...
Motilla del Palancar, las gargantas. Las gargantas.
La garganta que se ha de cuidar con un canto que enfatiza el cuello. Hammmmm. Esa unión, esa integración con todas las posibles formas de conciencia.
Las nubes, a lo lejos todavía, ya asoman. Los hombres del tiempo avisaban días antes de una gota fría sobre Valencia. Extraño será volver a un lugar de la infancia en verano cuando es otoño y una gran tormenta se anuncia. Aunque recuerda los finales de agosto de sus quince años, cuando caían esas fuertes tormentas que anunciaban el final del verano. Y la vuelta. La vuelta...
Siempre se llega a los sitios.
Valencia. Plaza de toros.
Ella y su hijo están allí.
Ella.
Ahora quiere tomarse un café. Un café caliente. Cuando las horas son más largas y escucha a un tipo que pensaba que le iba a gustar y que le está decepcionando. De hecho decide cambiar la música. Decide cambiar.
Etimologías. El origen (el poso) de las palabras. Y la serie In treatment. Sería demasiado prolijo de contar.
Entonces empieza a llover. Y llega a la ciudad de Valencia. Y busca a ella y a su hijo. Los encuentra. Montan en su coche. Salen de la ciudad. Se dirigen al lugar donde se conocieron. El tiempo es algo furioso. Llegan. La desolación del otoño en la estación veraniega. La humedad. La incomodidad. Cuando tenían los diecisiete. Chelsea Bar. Sigue allí. Han plantado palmeras en la arena de la playa. El niño se aburre. Él se enfada con ella por un menosprecio (no enfada sólo por eso y él lo sabe). Pasean por el paseo marítimo. Llueve. Ni siquiera el mar está hermoso. Él se va insistiendo con angustia, una especie de corazón que palpita, de extraña pesadilla, de colores vagos, de desilusión.
Luego llegará la calma. Y una explicación que no es más que un mecanismo de defensa (racionalización se llama).
Deciden volver a Valencia. Antes un café en un bar que regenta una mujer llamada Lola. Allí ella le regala un libro cuyo título es Et si l'amour durait. Él la ha mirado entonces y...
Hablan de volver a Valencia. La desolación de Cullera alcanza sus ánimos y los del hijo de ella que mantiene una courtoisie no exenta de cierta impaciencia. Vuelven. Se equivocan de carretera. Llueve con fuerza. Un camión delante.
Llegan a Valencia. Ella le dice que no pueden estar juntos esa noche. Él le responde que ya lo sabía. Ella le dice que en cuanto terminen de cenar ella se meterá en la habitación del hotel con su hijo hasta el día siguiente. Él decide volver a Madrid. No sabría qué hacer en la ciudad de Valencia desde la diez y media de la noche. Tan sólo le pide si le podría dejar media hora en la habitación del hotel para meditar.
Ella se sorprende, ¿Meditar? Él vuelve a utilizar la racionalización. ¿Por qué? se preguntará más tarde si meditar le ha...
Llegan al hotel. Piden permiso al conserje para que él pueda estar media hora en la habitación. El conserje accede. Suben.
Él medita. Él termina la meditación.
Ella le acompaña hasta la puerta del hotel, le dice: No te acompaño hasta el coche porque podría atropellarme un coche u ocurrir cualquier cosa y mi hijo, aquí, solo... Él le responde: Te entiendo. No hace falta que me digas nada. Se abrazan. Él le dice: Je t'aime. Ella le responde: Je sais.
Llega hasta el coche. Inicia el camino de vuelta. 350 kilómetros. Ha caído la noche. Ahora sí el silencio es bienvenido. Al principio se siente inquieto con la oscuridad de los kilómetros. Luego se relaja. No fuma. Tan sólo mira hacia delante, hacia donde la luz de los faros llega. Ha de parar. Se detiene tras haber recorrido 130 kilómetros. Justo al aparcar se le funde una de las luces de cruce. Se preocupa algo. Entra en un lugar de carretera. Hay muy poca gente. Se fija en una niña de nos más de tres años que quiere una pelota. Es tan bonita esa niña. Se echa a llorar al mirarla. Llora sin poder evitarlo (sin querer en realidad). En la televisión retransmiten un partido de fútbol. Paga. Se va. Tiene dificultades para seguir la carretera. Piensa: Si no supiera que un faro se ha fundido, iría más seguro. Se coloca tras un coche que lleva un ritmo adecuado al suyo. Durante muchos kilómetros se serena. Al final el coche acelera y se pierde. La carretera tiene muchos tramos en obras. Se concentra. Está cansado. Decelera. A lo largo de los kilómetros, siempre que puede, se coloca detrás de un coche. Las luces rojas del coche delantero le allanan el camino.
LLega hasta Madrid. Ya sólo queda: el tramo de la carretera de La Coruña, la carretera de El Escorial, el puerto, su pueblo, la verja verde, la maniobra en el garaje, tomar la maleta, subir en el ascensor, su casa, un vino, un cigarrillo, desnudarse (frío), meterse en la cama, apagar la luz sin leer, quedarse dormido.
Meditación en blanco por Kisilev
Miscelánea
Tags : No fabularé Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/10/2011 a las 13:18 | {1}Párrafo 3º de la pag. 178 de Origen y Presente escrito por Jean Gebser. Editado por Atalanta
Jean Gebser
[...]Aquí nos remitiremos a una de sus obras tardías [de Mozart] que quedó incompleta, a la Fantasía en do menor para piano, así como a sus Variaciones sobre un tema de Glück, de su ópera El peregrino de la Meca. Especialmente en la Fantasía en do menor, domina una "relajación" tanto armónica como rítmica y melódica que apenas recuerda el rigor jerárquico y la sujeción clásica. Con objeto de dar una idea de lo que nos proponemos decir, antes hemos de aclarar el sentido de una de las reglas fundamentales de la música clásica. La exigencia de que en una pieza todo movimiento ha de finalizar en la misma tonalidad con que comenzó nos indica claramente la relación que esta música guarda con el transcurso cósmico-naturalista del tiempo. El círculo ha de cerrarse, y el tema principal une en la misma clave el principio y el final. Así, cada movimiento de una sonata era el reflejo del día creado por Dios, o del año, o de la imagen de un planeta que retornó en su órbita, o del sendero de otro cuerpo celestial creado por Dios. Esta regularidad naturalista, que responde plenamente a la ley del Dios creador al que los sonidos han de alabar, este aspecto meramente natural del tiempo, es el que Mozart rompe con su música tanto en la estructura interna como también en su carácter inconcluso lleno de dolor (está escrito en tono menor). ¿Entra aquí Mozart, alejándose aparentemente de Dios, del Dios personificado y fijado de manera perspectívica, en el ámbito de lo divino? ¿Se encuentra aquí la clave de su muerte temprana?.
01.- Se exige que los etarras pidan perdón.
02.- ¿Qué es el perdón?
03.- En el fondo lo que se está pidiendo es que los etarras se humillen y pasen por las horcas claudinas de, públicamente, arrepentirse de lo que hicieron.
04.- En sí misma, esa petición es absurda por dos motivos: porque si se pide perdón es porque se reconoce un error y si lo que se hizo fue un error, no tiene sentido tal petición al estar el causante del crimen equivocado. Sólo se podría pedir perdón reivindicando lo hecho, es decir, diciendo más o menos: "Puse esta bomba en aquel sitio con la clara intención de conseguir determinado fin y con la absoluta certeza de que era el camino correcto. Perdón" Pero si fuera así, no cabría el arrepentimiento.
05.- Entonces: o perdón o arrepentimiento. Las dos a la vez son incompatibles.
06: Comentario sobre el comentario 03: No entro a juzgar si está bien o no pedir que alguien se humille. Lo que me parece cobarde (porque en el fondo todo eufemismo es un síntoma de cobardía) es que se utilice el eufemismo pedir perdón cuando lo que se está queriendo pedir es humillación.
07.- El arrepentimiento no tiene sentido ninguno.
08.- El arrepentimiento es un concepto única y exclusivamente religioso monoteista.
09.- En un Estado de Derecho tan sólo hay que aplicar la ley. Y la ley (según se enseña en la escuela de jueces) no trata de personas sino de hechos. Y un hecho no puede pedir perdón ni arrepentirse.
No me enorgullecen los cambios en cuanto tales. La vida transcurre y surgen sin pretensión y sin oposición. Sólo me doy cuenta de ellos y siento que suponen algo que antes hubiera buscado cómo definir (cómo analizar) y que ahora tan sólo los contemplo y me asombran.
Me contaba Julia (me lo contó muchas veces) que cuando era muy niño mi juego favorito consistía en coger el celofán de un caramelo y escuchar el ruido que producía al frotarlo con las manos; me decía que no era un juego que durara un rato sino que me pasaba tardes y tardes escuchando el sonido del celofán de un caramelo.
Desde entonces (yo sí tengo un recuerdo de aquellos momentos, distorsionado, imagino, por las visiones posteriores, en el que me encuentro en una silla muy alta, tan alta que tiene una escalerita para llegar hasta el asiento, y allí estoy mirando desde esa altura el cuarto donde juegan mis hermanos mientras muevo y remuevo el celofán del caramelo) el sonido me ha acompañado siempre. Mi estar solo nunca lo era porque siempre tenía puesta la música o la radio. Era -podría ser una interpretación en exceso sencilla y como tal certera- como si el ruido o el sonido me mantuvieran siempre en conexión con lo exterior y por lo tanto desconectado de mí (o alejado cuando menos).
Gran parte de lo que he escrito, lo escribí oyendo. Incluso recuerdo hacer el amor escuchando un programa deportivo de radio (no una vez, bastantes) y cómo no, escuchando música. La música. Los magazines de radio por las tardes. Con ellos escribí la novela El Inventario y gran parte de Las Últimas y muchas de las entradas de este Blog. Todas las noches durante muchos, muchos años, al meterme en la cama escuchaba El Larguero -un programa deportivo que no me interesaba en absoluto- mientras leía y mientras iba entrando en el sueño.
Sin ser consciente, desde que atravesé el desierto, los sonidos se han ido alejando de mí. Ya no escucho la radio mañanas, tardes y noches y apenas si escucho música mientras escribo. El silencio ha entrado en mí y al entrar tengo la sensación de que me ha abierto las puertas para que me pueda escuchar.
El silencio es apacible. Es como un mar calmo a las cuatro de la tarde sobre el cual el sol espejea sus brillos. El silencio que se hace más intenso con sus contrapuntos de sonido de pasos en el piso de al lado, de la risa alejada de un niño, del motor de un coche que pasa y se aleja, de las teclas del ordenador, del runrún de la nevera que, al detenerse, engrandece el silencio y sosiega la respiración.
Y siento también un gran agradecimiento por seguir descubriendo cosas y por pensar a menudo que no tendría ni con cien vidas para descubrir todo lo que mi curiosidad me aviva.
Me contaba Julia (me lo contó muchas veces) que cuando era muy niño mi juego favorito consistía en coger el celofán de un caramelo y escuchar el ruido que producía al frotarlo con las manos; me decía que no era un juego que durara un rato sino que me pasaba tardes y tardes escuchando el sonido del celofán de un caramelo.
Desde entonces (yo sí tengo un recuerdo de aquellos momentos, distorsionado, imagino, por las visiones posteriores, en el que me encuentro en una silla muy alta, tan alta que tiene una escalerita para llegar hasta el asiento, y allí estoy mirando desde esa altura el cuarto donde juegan mis hermanos mientras muevo y remuevo el celofán del caramelo) el sonido me ha acompañado siempre. Mi estar solo nunca lo era porque siempre tenía puesta la música o la radio. Era -podría ser una interpretación en exceso sencilla y como tal certera- como si el ruido o el sonido me mantuvieran siempre en conexión con lo exterior y por lo tanto desconectado de mí (o alejado cuando menos).
Gran parte de lo que he escrito, lo escribí oyendo. Incluso recuerdo hacer el amor escuchando un programa deportivo de radio (no una vez, bastantes) y cómo no, escuchando música. La música. Los magazines de radio por las tardes. Con ellos escribí la novela El Inventario y gran parte de Las Últimas y muchas de las entradas de este Blog. Todas las noches durante muchos, muchos años, al meterme en la cama escuchaba El Larguero -un programa deportivo que no me interesaba en absoluto- mientras leía y mientras iba entrando en el sueño.
Sin ser consciente, desde que atravesé el desierto, los sonidos se han ido alejando de mí. Ya no escucho la radio mañanas, tardes y noches y apenas si escucho música mientras escribo. El silencio ha entrado en mí y al entrar tengo la sensación de que me ha abierto las puertas para que me pueda escuchar.
El silencio es apacible. Es como un mar calmo a las cuatro de la tarde sobre el cual el sol espejea sus brillos. El silencio que se hace más intenso con sus contrapuntos de sonido de pasos en el piso de al lado, de la risa alejada de un niño, del motor de un coche que pasa y se aleja, de las teclas del ordenador, del runrún de la nevera que, al detenerse, engrandece el silencio y sosiega la respiración.
Y siento también un gran agradecimiento por seguir descubriendo cosas y por pensar a menudo que no tendría ni con cien vidas para descubrir todo lo que mi curiosidad me aviva.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/11/2011 a las 13:08 | {0}